Capítulo primero
DAMAS AL TELÉFONO

LA COINCIDENCIA ENTRE LA FUGA DE VICTORIA y el encarcelamiento de su marido, y no la feliz noticia de una juventud milagrosamente recobrada, fue lo que impulsó a Miranda Boronat a regresar al teléfono mientras Ymelda First mezclaba varias pócimas idóneas para el soponcio.

Marcó el número de la princesa Von Petarden, dama de moda y de modos. Aunque española de nombre y temperamento, aquella deslumbrante cuarentona disfrutaba de título italiano y fortuna internacional gracias a su oportuno matrimonio con el octogenario príncipe Ludovico, último de una estirpe que arrancaba de varias familias de la nobleza medieval romana, se cruzaba con los alemanes de la Corona de Hierro, combinaba dos ramas austríacas y volvía a Italia, debidamente deformada, para entroncar con los descendientes de un dogo de Venecia cruzado con una verdulera friuliana[4].

Esta última alianza inauguró la costumbre de que los Constantini Scapulari von Petarden rompiesen de vez en cuando una ancestral promesa de casarse con individuos e individuas de su propia sangre. La lejana introducción en la familia de una verdulera favorecía que Ludovico, último descendiente de tantos linajes augustos, pudiera decantarse por una boda plebeya sin escandalizar a nadie… o sólo a quienes encontraban increíble que un hombre tan feo pudiese acceder al lecho de una mujer muy bella. Y es que el príncipe Ludovico era de una fealdad tan impresionante como sus cuentas bancarias, detalles ambos que no causaron efecto alguno en su encantadora esposa, que solía contar siempre a la prensa lo provocada que se sentía de cintura para abajo cada vez que aquel noble caballero la traspasaba con una mirada de deseo. Y como sea que la dama se soltaba además con interminables declaraciones sobre el amor desinteresado y la etérea bondad de su consorte, muchos decidieron que al viejales le había tocado la lotería, porque lo que pregonaba la princesa no se compra con todo el oro del mundo. Y es que no sólo fue virgen al matrimonio, detalle a tener en cuenta en una mujer de cuarenta años, sino que el príncipe la conoció cuando ella recogía margaritas en el internado de monjas donde estudiaba labores para el hogar. Y esto desmentía a quienes afirmaban que, en su anterior carrera, la princesa frecuentaba los bares del Barrio Chino barcelonés luciendo el nombre de Fifí la Tomate. Rumor por otro lado fácil de desmentir, pues en la actualidad se llamaba Celeste Angélica. Que no era poco.

En su fastuosa villa de estilo ecléctico —neoclásico, gótico, chino y un poco hindú—, situada en una de las zonas más distinguidas de las afueras de Madrid, la princesa descansaba de su intensa vida social llevando una existencia tan privada como su teléfono. Sólo lo tenían quince amigas y dos empresas de chicos de alquiler.

—¿Está la princesa? —preguntó Miranda, sin disimular su agitación—. No me diga que no está porque sé que está. Y si no está, miente como una descarada y usted es una cerda por secundar su vil mentira.

Una voz violenta, de andaluza sabia y harta de damas, le contestó:

—Yo no he dicho ni que está ni que no está. Y usted se pasa, doña, porque presupone cosas que nos dejan mal a la princesa y a mí. Así que, en nombre de las dos, le digo que eso de cerda lo será la madre que la parió a usted debajo de un puente del Duero.

—Perdone, mujeruca, no sabía que fuese usted tan quisquillosa. Si la llamé cerda era de cariño ¿o no se acuerda de lo linda que era la cerdita Petunia, novia del simpático Porky?

—Eso es otra cosa. Pero tendrá que esperarse porque la señora está hablando por el otro teléfono…

El tono de Miranda cambió de golpe para entrar directamente en la indiscreción:

—¿Ah, sí? ¿Con quién, con quién?

—¿Y a usted qué le importa?

—Mil pesetitas si me lo dice.

—Con su administrador.

—Dos mil si me dice la verdad.

—Es la verdad. Tiene turno de impuestos.

La fámula no mentía. Instalada en su enorme lecho en forma de cisne laminado en oro, la princesa Von Petarden departía con uno de sus múltiples abogados a través de uno de sus numerosos teléfonos. Usaba el dorado, para hacer juego con la cama, pero encima de las pieles de leopardo que la cubrían había también uno plateado, para hablar con Londres y París, otro de laca rosada, para Suiza, uno blanco para las amigas y otro negro negrísimo para las malignas. Por lo demás, la alcoba respondía a ese exquisito gusto de papel couché que hemos aprendido a asociar con los nuevos ricos: cortinajes de terciopelo rojo burdeos, cuatro o cinco budas rojo bermellón, un armario en forma de pagoda y el tocador dorado, como el lecho.

En aquel ambiente tan austero, la princesa discutía sus problemas más o menos inmediatos.

—Tengo a una íntima en el otro teléfono, así que hágame el favor de abreviar. Dígame cuánto me desgrava lo de recoger niños damnificados porque vienen a hacerme un reportaje y tengo que decir si los recojo o no —escuchó un instante a la voz que hablaba al otro lado—. Ya entiendo. Pero esto no aclara mi problema. ¿Me desgrava más un niño bosnio o uno de Ruanda? Es que una amiga muy informada me dijo que los de Ruanda desgravan poco porque, al ser negros, tienen menos porvenir el día de mañana. Yo, por recoger, recogería un inglesito bien rubio, porque las fotos son en color. ¿Esos no desgravan? Bueno, pues que me manden tres bosnios y no se hable más. Cuelgo, que me espera mi amiga del alma… —Cambió rápidamente de tono. Ahora estaba zalamera, próxima, inmediata—. Mirandilla, mona, perdona la espera, es que tenía al abogado, después vienen los fotógrafos, más tarde las damas que me ayudan a organizar el crucero a Grecia… Tú vienes, por supuesto, no digas que no. ¿Cómo vas a faltar?, piensa que es una obra de beneficencia. Yo ya he dicho a las damas que vienes y ahora, cuando lleguen, lo confirmo. Por cierto, que me tendrán tres horas. Y todavía me queda esa modista, que me ha hecho la pamela cinco veces y no la acierta ni a tiros. En fin, que no sabes cómo tengo la mañana…

—Pues no veas cómo la vas a tener cuando sepas lo último.

—¿Lo último en moda, lo último en fiestas, lo último en chismes de cama?

—Melchor Osváldez está en la cárcel.

—¿Está dando conferencias de economía a los presos a estas horas de la mañana?

—Está para quedarse, guapa.

—No seas ridícula. ¿Para qué querría él quedarse en una cárcel? Es original en sus diversiones, pero no tanto.

—Se queda, pototita[5], se queda. Y yo, que sé lo que tiene mío, tiemblo pensando en lo que tendrá tuyo. ¿Comprendes?

—Hija, es que hablas en clave.

—Dinero que se le dio para que hiciese lo que hay que hacer con el dinero.

—¿El blanqueíllo? Pero ¿cuál? Ya sabes que en esta casa se blanquea por varios sitios.

—Habla con más prudencia, mujer, que el gobierno controla los teléfonos de medio Madrid y podemos estar intervenidas. Atiende, mona: sé que tu marido puso mucha «confianza» en manos de Osváldez. ¿Entiendes?

—Como todo el mundo. Todos han puesto a su cuidado eso que llamas «confianza», pero mi marido pondría más por una razón.

—Porque es más rico que todos nosotros juntos.

—No quería decirlo por delicadeza; pero, ya que tú lo sacas a colación, es cierto. Sólo que el príncipe, tú lo sabes bien, no acostumbra a hablar de esas cosas conmigo. Yo lo hablo todo con los administradores porque Ludovico, pobrecito mío, siempre está en las nubes.

Era una forma poética de decir que el príncipe siempre estaba entre vapores etílicos.

—Claro —dijo Miranda—. Con un hombre que a las diez de la mañana ya lleva veinte whiskies es difícil hablar ni de negocios ni del tiempo. Por cierto, a este ritmo, ¿cuánto crees tú que le queda de vida?

—Muy poco. Diez cosechas más y tenemos entierro.

—Y se supone que todo irá a parar a tus manos.

—¡Ay, qué más quisiera! Pero esas cosas… ¡Qué sabe una del testamento! ¡Qué sabe…!

«Hipócrita —pensó Miranda—. Seguro que lo ha redactado ella». Pero en voz alta dijo:

—Por si las moscas, te pregunto: ¿tú cómo tienes lo del museo?

—¡Ay, lo del museo es un donativo del príncipe a esa España que tanto ama y que le dio esa felicidad que antes le habían negado Inglaterra, Francia, Italia, Alemania!…

—Contrólate, pochola, que no estás hablando para la prensa.

La princesa se puso seria. De pronto, su voz parecía tener atisbos de sinceridad:

—Ya que tú lo dices, es cierto que el alquiler del fabuloso legado de los Von Petarden al Estado español ha pasado por manos de ese Osváldez. Creo que tenía que colocar dinero en alguno de esos países extraños que una nunca sabe por dónde caen.

Se produjo un silencio significativo. Miranda pasaba de lo íntimo a la estricta actualidad sin acaso proponérselo. Los periódicos habían aireado en demasía el caso de la fundación Von Petarden, esa espléndida colección de botijos, ollas y cántaros de la Europa del Este aunado a la menos rutilante selección de trajes populares de Cisjordania. La adquisición del legado había constituido uno de los grandes éxitos de la administración socialista, en dura pugna con los influyentes gobiernos de Guinea y Puerto Rico, pero muchos se preguntaban si no era un éxito mayor el del príncipe, que había cobrado los botijos a precio de oro y los trajes populares a trueque de cuadro de Rembrandt.

—De todos modos no hay motivos para alarmarse. Osváldez tiene amigos muy influyentes. Están tan alto que hasta da vértigo citarlos. Además, todo el mundo sabe que el dinero está a nombre de Victoria. En cuanto vuelva de ese viajecito que le dio por hacer…

—¿Desde cuándo no hablas con ella?

—Qué sé yo. Hará casi un mes.

—Pues en este tiempo ha decidido dos cosas: que se lía con el novio de su hija…

—¿El del master de algo?

—Ese mismo. Y con el pollo pera, el yate de su marido y el fortunón no vuelve a poner los pies en España.

—Miranda, me estás sacando de quicio. ¿Tantas vueltas y revueltas para decirme que el dinero de pobres mujeres como nosotras ha quedado en manos de una insensata?

—Más claro el vodka.

Miranda sabía que la princesa no era mujer de las de malgastar un minuto cuando estaba en juego su futuro. Lo había demostrado sobradamente con su matrimonio de ventaja y todos y cada uno de los pasos hacia lo más alto de la escala social, donde jamás habría sido aceptada Fifí la Tomate. Siendo así de lista, comprendió en un segundo que no le convenía seguir cotilleando. Debía dirigir sus tiros hacia posiciones mucho más avanzadas. Tanto que era capaz de convocar un consejo de ministros, si era necesario. Al fin y al cabo más de uno tenía alguna comisión que le había agenciado ella en persona.

Se despidió de Miranda con cuatro cariños de emergencia y, sin abandonar el teléfono, buscó un número en su agenda más privada. Se disponía a ayudarla su secretaria, con diligencia habitual, pero ella la disuadió con un gesto brusco, ordinario acaso; un ademán parecido a un corte de mangas y poco acorde con la elegancia que demostraba al entrar del brazo de su príncipe Ludovico, en el Palacio de Oriente, cuando las recepciones de sus majestades.

La secretaria Beverly Gladys Gutiérrez —venezolana, en efecto— no necesitaba más para entender que la princesa quería hablar a solas. Comprendió también que era preciso deshacerse de alguien que había dejado unos eslips, unos pantalones y una camisa junto a una banqueta forrada con piel de cebra.

Beverly Gladys Gutiérrez corrió hacia el baño y regresó al instante arrastrando a un jovenzuelo con aspecto de culturista que había hecho un prudente aparte durante la conversación telefónica de la princesa.

—Páguele usted misma, Beverly… —dijo la dama, al tiempo que buscaba sus cigarrillos ecológicos de yerbabuena y ajonjolí.

—¿Tarjeta de crédito o cash? —preguntó Beverly Gladys Gutiérrez.

—Purito cash —dijo la princesa—. Las tarjetas de crédito comprometen.

Disponíase el atleta a vestirse cuando la princesa consultó su reloj de oro con incrustaciones de perlas bravas:

—¡Alto! A este pollo le queda media hora para cumplir su horario. Aprovéchelo usted, Beverly.

—¿Puedo, señora?

—Puede. Lo que no sé es si conseguirá algo. Este es todavía más inepto que los anteriores… —Herido en su amor propio, el machito iba a contestar con un desplante chulesco, pero la princesa le detuvo gritando más alto—: ¡No se le ocurra replicarme! Cuando un hombre no sabe hacer un cunnilingus satisfactorio no se mete a puto. En mis tiempos esto no ocurría. Había más profesionalidad, más celo. Se servía o no se servía. Y no digo más que lo que digo. Lléveselo, Beverly, y ojalá la suerte la acompañe.

Ya libre de interferencias, marcó un número. Repuso una voz cansina, aburrida, tristona: era la confirmación de que contestaba el Ministerio de Cultura. Celeste pidió por la cabeza visible del hospicio. Después de pasar por cinco voces tan fatigadas, exhaustas y aburridas como la primera, acabó dando con la secretaria particular de la ministra.

—Está reunida —dijo la secretaria, Fermina Mayor, sin reprimir un bostezo.

La princesa insistió siete veces. A la séptima, la adormecida voz de Fermina contestó:

—Yo le pongo, si quiere. Pero le advierto que no es su mejor día.

En efecto, su excelencia Amparo Risotto tenía la mañana negra. Cosa rara pues, en días normales era una mujer muy simpática y extraordinariamente acogedora.

Algunas catástrofes habían ocurrido desde que tomó posesión del cargo. En el Museo de Arte Contemporáneo, las ratas se habían comido varios cuadros de la antológica de arte español reciente, y aunque las ratas fueron muy felicitadas, también provocaron críticas de los descontentos crónicos, que acusaron al ministerio de desidia. Críticas que se repitieron cuando en el Museo del Prado se desplomaron las Meninas sobre un grupo de japoneses mientras una holandesita iba a estrellarse con su mochila contra una talla gótica, por culpa de una baldosa levantada desde el reinado de Alfonso XII. Pero no acababan aquí los problemas. En el Ballet Indígena, feudo de la conocida locaza Chipirón Sesostris, los bailarines se habían rebelado porque llevaba tres años bailando él solo mientras toda la compañía hacía calceta en el camerino. Los músicos de la Orquesta Nativa habían iniciado una huelga con la pretensión de cobrar el mismo sueldo que las señoras de limpieza del ministerio. Y, ya en el colmo del desvarío, en las sempiternas obras de construcción del Teatro Real se había desprendido un andamiaje que había matado a catorce obreros, dejando además gravemente herida a una mezzosoprano húngara, de cierto renombre, que visitaba las obras seguida de un grupo de fotógrafos. (Esta operación formaba parte de un amplio plan consistente en llevar personajes de relevancia a las obras del Real y fotografiarlos junto a todo tipo de ministros, para apaciguar a la opinión pública, no demasiado satisfecha con los años de retraso de aquellas obras y los alucinantes millones que nadie sabía justificar).

En realidad, todo eran críticas contra el formidable gatuperio que acababa de heredar aquella dinámica morenaza. Y por si fuese poco, le había salido una enemiga en el seno de los protegidos oficiales. Una escritora que utilizaba la sección de opinión de los periódicos para poner en tela de juicio cada una de sus acciones.

Por ser compañeras de universidad, por ser mujeres cincuentonas, por ser ambas oriundas de las hermosas tierras valencianas, la actitud de Ruperta Porcina Boys le dolía más. Era como si dos falleras se tirasen de los moños ante un retrato de Pablo Iglesias.

Por esto, al descubrir el periódico de la mañana, Amparo Risotto se puso a gritar:

—¡Otro artículo de esa gorda medio calva cargándose mi política de subvenciones! ¿Cómo se puede tener tan poca vergüenza? ¿No ha estado cinco años beneficiándose del dinero público? Hasta la semana pasada era directora del Teatro de Lenguajes Experimentales. Ha estrenado todas sus obras con dinero del gobierno. Se le han pagado conferencias en todos los rincones de España y Latinoamérica; se le ha enchufado en todos los programas de la televisión estatal para hablar de todo lo divino y lo humano. Si se discutía sobre literatura francesa, allí estaba Ruperta Porcina Boys; si se hablaba de cine birmano, no podía faltar Ruperta Porcina Boys; se debatía sobre el papel de la mujer en la sociedad finlandesa, allí estaba ella también. Viajes, cursos de verano, coloquios, mesas redondas… Siempre ella, en todas partes, pagada y bien pagada. Y ahora que decidimos la conveniencia de relevarla en lo del teatro, se pone a despotricar contra nosotros. Y, encima, se complace recordándome mis orígenes falleros. ¡Infame!

Si yo fui Reina deis Focs de la Plaga del Cagalló, ella fue Fallera Major y nadie se lo echa en cara. ¡Vil, más que vil!

En este talante la sorprendía la llamada de la princesa, dotada en aquel momento de sus más etéreos acentos sociales.

—Ministra linda, es necesario que almorcemos ya mismo.

Amparo Risotto reprimió su ira para mostrarse, si no simpática, por lo menos educada.

—Hoy es imposible, princesa. Tengo que asistir a un almuerzo donde me dan la Chistera de Oro al miembro más popular del gobierno.

En efecto: la discoteca Up, Up, Up concedía a Amparo Risotto el preciado galardón que venía a añadirse a los que ya llevaba recogidos aquella semana: el Mantón Verbenero de la Sala Cibeles, la Popular del año de la discoteca Tarumba, el micrófono de oro del programa Lerelele y hasta el puesto 786 en la lista de mujeres mejor vestidas de la revista Chismes Dorados.

Pero ese exuberante palmarás, honra y loa de cualquier luchadora de la cultura, no parecía impresionar a la princesa, que demostraba la excitación de quien ha visto paralizarse todos los resortes de su sistema de seguridad.

—¿A mí me sale usted con esas? —exclamó—. ¡Vaya ministra! ¿Es que es más importante una chistera que mi museo?

—Su museo está en marcha, mujercísima. Obreros de muy alta especialización están trabajando día y noche en los dorados de las puertas y ventanas. Ya se han recibido los apliques de lapislázuli para los retretes. Piense que, para pagarlos, se han quedado sin biblioteca pública quince pueblos castellanos.

—No se trata de los dorados, ni de los lapislázules, ni siquiera de la cuestión, para mí primordial, del papel higiénico reciclado. No. Es que necesito conocer hoy mismo el estado de todas las cuentas.

—¡Ah, yo de eso no sé nada! Eso es vil metal.

—Pero ¿qué leche dice? ¿No es usted la ministrísima?

—Sí, bonita, pero yo me cuido de las formas. Yo, que todo sea bien grato, sin problemas estéticos. Las cuentas, para el comité. Ellos forman la materia. Yo soy la poesía del cargo, para entendernos. La melodía de la administración.

—¿Usted melodía? ¡Usted es salsa barata! Para lo que sean bailongos, estrenos de cine, canción moderna, kermeses y saraos, usted siempre la primera, pero a la hora de enfrentarse a los problemas siempre hay reuniones y comités. ¡Usted es una ministra de bodas y bautizos!

—Le ruego que no me tire de la lengua, princesa, porque tendré que recordarle que, antes de casarse con ese príncipe borrachín, usted era más puta que las gallinas.

—Y a mucha honra. Yo fui puta pero me pagaban los particulares. Y mi marido será borracho, pero el whisky se lo paga de su bolsillo. En cambio, lo que come usted sale del bolsillo de todos los españoles, putas incluidas. ¿Estamos o no estamos?

Como sea que el tono de la princesa acababa de abandonar lo arrabalero para introducirse en la denuncia social, Amparo Risotto optó por retirarse a tiempo. No es que tuviese nada que callar, pero siempre conviene hacerlo por si los demás encuentran algo.

—¡Ay, querida! —exclamó, en tono melosillo—. ¡Qué de cosas podemos llegar a decir las mujeres cuando estamos nerviosas!

—Eso usted. Yo estoy tranquila, serena y bien servida. Lo que pasa es que soy muy clara. Que me sale lo popular, vamos.

—Sí, le sale la calle.

—He dicho lo popular.

—Bueno, pues lo popular. Con razón es usted tan buena coleccionista de botijos. Y ahora, ya más relajadas, dígame en qué puedo servirla…

—Le voy a contar yo cómo está la situación. Y verá cómo, después de escucharme, manda a paseo la Chistera de Oro y se viene a comer conmigo…

La princesa contó todos los detalles sobre la fuga de Victoria Barget y las relaciones de los Von Petarden con el financiero encarcelado. Sonaron nombres poderosos, salió a relucir algún presidente de comunidad autónoma, hubo referencias a gastos extraños en la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona. Y al final sonó un nombre tan alto, tan alto, que la princesa ni siquiera se atrevió a pronunciarlo. Bastó con una alusión, por cierto elegante, dado el caso.

A medida que la princesa se explayaba, Amparo Risotto iba empalideciendo. De pronto, se volvió a su secretaria:

—Fermina, rápido: llame a la discoteca Up, Up, Up y diga que no puedo ir a recibir la chistera… —Y volviendo al auricular—: Cuente, princesa, cuente, que me tiene sobre ascuas.

Amparo Risotto fue conociendo muchos más detalles de contabilidad oculta de los que en su vida hubiera sospechado. Y cuando al lado de las cifras fueron apareciendo los nombres de algunos de sus inmediatos superiores, así como varios compañeros de partido, comprendió que en la comida con la princesa le iba media vida.

Decidió, pues, mostrarse amiga y más que amiga. Fue más dulce que un merengue al decir, en un susurro:

—Almorcemos, querida, almorcemos. Quién sabe si, abandonando por unas horas mis deberes culturales, podré volver a ser mujer (simplemente mujer, sí), capaz de ejercer como ese paño de lágrimas que su calvario precisa y a no dudar merece.

—Mucho paño necesitaré, porque estoy sufriendo agobio sobre agobio. Piense que todo esto me ocurre precisamente ahora, cuando estoy organizando ese maravilloso viaje…

—¿A qué viaje se refiere, querida?

—¿No se ha enterado usted? Pues será la única. Para que lo sepa: las damas de la alta aristocracia madrileña hemos decidido organizar un crucero por las islas griegas con el propósito de celebrar allí el Día de la Mujer Trabajadora.

—¿Ustedes?

—¿Quién si no? Como la mujer trabajadora no puede celebrarlo, porque está trabajando, nos reunimos las aristócratas y lo celebramos en su nombre. Habrá una serie de actos conmovedores. Concursos de sevillanas, campeonatos de cocina, de bridge y canasta e incluso un mercadillo de antigüedades. Lo que recojamos se destinará al Museo de la Obrera Subdesarrollada, donde pienso reunir un compendio de los objetos que a lo largo de la historia han acompañado la esclavitud de la mujer. Habrá desde los más variados utensilios de cocina a aquellos encantadores huevos de madera que usaban nuestras antepasadas para remendar los calcetines de sus opresores machos.

—Pues es bien casual su crucero. Yo tengo que desplazarme a Grecia en visita oficial uno de esos días; aunque, si quiere que le diga la verdad, no recuerdo el motivo. Sin mi agenda, soy un desastre.

—De todos modos, lo importante es que almorcemos juntas. Igual consigo convencerla de que se una a nosotras, para aportar a nuestra labor social esos gramos de cultura que usted administra con tanta sabiduría. ¿Quiere que le mande el coche?

—Prefiero usar el mío, que es blindado.

—El mío también. ¿Llevará usted guardaespaldas?

—Cuatro.

—Yo seis.

—Es usted una mujer precavida.

—Eso siempre. Sólo así se pasa de las esquinas a los palacios. Por cierto: ¿cómo va usted vestida? Para no coincidir lo digo.

—Un Versace rojo fogata.

—Yo llevaré un Valentino blanco.

—Tenga cuidado. El blanco engorda.

—Yo no tengo ese problema.

—Feliz usted. Yo, a la tercera paella, ya empiezo a poner kilos.

—¿La tercera paella en una semana? —preguntó la princesa.

—No, en la misma comida —contestó, tranquilamente, la ministra.

—No debe preocuparse. Una liposucción a tiempo ha salvado a más de una gordísima que conocemos.

—¡Huy, si yo le contara!

—Me lo contará durante la comida. Llega mi marido dando trompicones y no me gustaría que se cayese en la piscina.

Y colgaron ambas a la vez.

No necesitó mucho tiempo la ministra para encontrar en los eventos de aquella mañana una serie de casualidades por las que su mente empezó a sentir cierta curiosidad. Varias acciones coincidían en un país en el que ni siquiera había pensado cinco días antes. Una dama de reputación irreprochable la perdía en una isla griega, la princesa Von Petarden organizaba un crucero por las islas griegas, ella misma tenía que desplazarse a Grecia para una acción cultural de lo más espectacular…

¿O no lo era? Tenía que serlo, sin duda. De lo contrario, ¿para qué necesitaba el gobierno a una mujer tan de campanillas como Amparo Risotto?

Fiando poco en su memoria, recurrió a Fermina Mayor quien, pese a ser tan desmemoriada como ella, disponía por lo menos de una agenda.

—¿No tengo que desplazarme a Grecia esta misma semana? ¿O es el año que viene? Consulta la agenda, reineta.

—Tiene usted que estar en Atenas dentro de ocho días.

—¿Y qué voy a hacer? ¿Inauguro alguna feria de ganado?

—Eso no es competencia suya: es de agricultura.

—Siempre confundo los términos. Déjame ver. Ya me acuerdo: se trata de preparar con el debido tiempo los actos del medio siglo de gobierno socialista. Es un trabajo muy arduo porque debo conseguir que, en su momento, nos presten el Partenón para instalarlo en Sevilla. Lucirá divino en la isla de la Cartuja, que de paso servirá para algo una vez pasados los fastos de la Expo aquella.

Fermina le dirigió una mirada incrédula pero segura.

—Yo no veo claro que nos presten el Partenón. No lo veo nada claro.

—Usted es una pesimista, Fermina. ¿Cómo no van a prestarnos el Partenón, si nosotros les dejamos tres sillas de Mariscal para la exposición «El infantilismo a través de los siglos»? Nos lo prestarán, sí, porque saben que España está de moda y esto dará mucha publicidad al templo ese. ¡Qué magnífico símbolo para el socialismo constantemente rejuvenecido! Cuando llegue el momento de las celebraciones… bueno, es posible que yo ya no esté en mi cargo, porque no espero durar más de veinticinco años…

—A esa edad estará usted en un geriátrico…

—Tampoco es esto, Fermina, tampoco es esto. Estaré cómodamente jubilada en una finca de la costa valenciana, rodeada de porcelana de Manises y objetos de diseño a partes iguales. Y, desde allí, contemplaré en la televisión en relieve el feliz resultado de mis gestiones. ¡Sí, Fermina, sí! Veo a Felipe, con los noventa años mejor llevados del mundo, inaugurando la magna exposición. Y si hay suerte, a lo mejor el príncipe de Asturias tiene ya un niño en edad de hacer la primera comunión en el altar del magno edificio de Fidias… Un momento… ¿el Partenón es de Fidias o no es de Fidias? Corra, busque usted en la enciclopedia, no vaya a meter la pata cuando me halle en suelo griego.

—Para mí que no nos dejarán el Partenón —seguía diciendo Fermina, mientras consultaba unos fascículos de historia del arte que solían ser de gran utilidad en el ministerio.

De pronto, la apacible búsqueda de vitaminas culturales se vio interrumpida por una llamada de Ruperta Porcina Boys.

En realidad, la había mandado llamar la ministra para reconvenirle por la dureza antigubernamental de sus últimos artículos, pero la Porcina, con ese sentido de la oportunidad que caracteriza a las malignas, le anunció que al día siguiente publicaba un artículo de opinión criticando una vez más su forma de vestir.

Este era uno de los puntos débiles de Amparo Risotto. Desde que estrenó su cargo había exhibido las más variadas colecciones de algunos modistos internacionales, sin duda los más á la page pero no siempre los más adecuados para matronas un poco entradas en años, de manera que ella, con tal de ir moderna, no iba siempre propia. En realidad, esta tendencia al relumbrón, que le hacía ocupar un lugar destacado en las revistas de cotilleo, también le había merecido fuertes críticas por parte de los sectores más serios de la sociedad cultural, que la hubieran preferido con menos perifollos. Sin contar las quejas de los modistos internacionales, que amenazaron con bloquear el envío de sus creaciones a España si continuaba exhibiéndolas en público la ministra de Cultura.

Y ahora Ruperta Porcina Boys anunciaba un artículo que no se limitaba a ponerla en duda como cargo público, sino que la hería en sus más íntimas esencias de mujer. Así, con su autoestima profundamente dinamitada, la ministra olvidó la finura que los cánones madrileños le habían enseñado a adoptar y recurrió a la exuberancia de la huerta:

Mira que t’arranque el monyo, mala sort! —gritó—. Roina, més que roina! Has estado chupando del socialismo diez años seguidos y ahora te nos pones en contra. ¿Se ha visto cosa igual en toda la historia universal de la infamia?

La secretaria Fermina aplaudió que su jefa se acordase de citar a Borges en el momento oportuno, pero este exquisito detalle no parecía impresionar a Ruperta Porcina Boys, que en el tono más sibilino de su amplio repertorio deslizó la siguiente noticia:

—Voy a decirte algo que te asombrará, xiqueta. Mientras vosotros me desposeéis de mi teatro, un partido de derechas se ha aproximado a mí con ciertas ofertas…

Amparito Risotto no pudo ahogar un grito de horror:

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Serías capaz de pactar con la derecha? ¡Tú, que en las últimas elecciones hiciste campaña a nuestro lado! ¡Tú, que te proclamaste socialista a la hora del reparto! ¡Tú, una gloriosa superviviente del mayo francés…!

En efecto, el mayo revolucionario de 1968 era una fecha que Ruperta Porcina Boys llevaba como bandera y esgrimía a guisa de carné de identidad. Aquella fecha, tan mágica para toda una generación de rebeldes, continuaba siendo la mejor garantía de su prestigio político. Si a esto añadimos que también había empuñado un clavel rojo en la primavera portuguesa y no se perdía un solo recital de Ana Belén y Víctor Manuel, se comprenderá hasta dónde llegaba su comedia.

Pero la revolución que Ruperta solía esgrimir para trepar no iba a volverse ahora en su contra, de manera que exclamó con risa de desaire:

—Pues ¿sabes qué te digo, ministra? Que después de mayo viene junio. Y una servidora está ya en los agostos, para que te enteres. Soy libre de ir donde me quieren. Sobre todo con gente que sabe reconocer el talento cuando lo ven.

Vivía Amparo Risotto ese particular momento de la vida nacional en que la mitad de sus intelectuales protegidos estaban a punto de renunciar a seguir siéndolo, no tanto por escrúpulos cuanto por la inminencia de un cambio político. Y como de humanos es mudar, y de más humanos aún garantizarse el diario condumio, el socialismo español estaba empezando a sentir las implacables críticas de aquellos que hasta entonces lo habían glorificado. En tales condiciones, cualquier deserción equivalía a ofrecer al país una nueva ratificación de impotencia. Y, en última instancia, aunque a Ruperta Porcina Boys la conocían pocos, ella era tan metomentodo que sabía cómo llegar a los oídos más importantes.

Llevada por tales temores, Amparo Risotto decidió engrosar con unas migajas el ya nutrido pesebre de la Ruperta:

—Escucha, hermana valenciana: las dos estamos demasiado nerviosas para discutir a bote pronto una cuestión tan importante como es un teatro público. Te sugiero que tomemos una horchata cualquier tarde y tratemos el tema. Piensa que las mujeres, horchateadas, se entienden mejor.

Ruperta Porcina Boys colgó el teléfono, visiblemente complacida.

—Tiene miedo —se dijo para sí—. Mucho miedo. Se siente acorralada por la honradez. Esta idea no deja de ser admirable si se piensa que la honradez era algo que nadie atribuyó nunca a Ruperta Porcina Boys.

Y, sin embargo, la ministra tenía razón: si alguien no podía tener queja del socialismo era aquella escritora cuya máxima especialidad era ir acaparando puestos en todos los campos de la cultura, relacionada siempre con el poder. Y aquí sentimos desilusionar a los quince lectores que creen en la integridad de Ruperta Porcina Boys, porque tras sus apariencias de civilizadísima donna di cultura —como dicen las italianas cursis— se escondía una trepadora ávida de influencia y ansiosa de administrarla a su vez.

Había ejercido sus dotes de mando durante cinco años dirigiendo el Teatro Experimental de Lenguajes, entidad que sus quince lectores consideraban irreprochable por la sencilla razón de que casi siempre se representaban obras o adaptaciones de ella. Y era esta una arma de doble filo, porque los millones de espectadores que jamás habían oído hablar de la eximia encontraban escandaloso que el dinero público sirviese para dar de comer a una sola persona, por mucho que hubiese estado dos horas en el mayo francés. Pero Ruperta Porcina Boys, haciendo caso omiso de los envidiosos, continuó colocando sus obras en el centro que dirigía para educación de las masas hispánicas y al mismo tiempo se hacía estrenar alguna ópera —también subvencionada— para pasmo de melómanos.

¿También escribía óperas Ruperta Porcina Boys?, preguntarán los lectores no avezados al estiércol del gallinero cultural. Pues sí. Ruperta Porcina Boys, además de novelas enrevesadas y obras de teatro incomprensibles, escribía óperas abstractas y ballets oligofrénicos; y, para mejor completar su currículum, hacía crítica de cine —donde solía poner bien a los directores españoles, por si le adaptaban algún libro—, de literatura —para halagar a las editoriales importantes—, de ballet, de pintura, de arquitectura y hasta tímidas aproximaciones sociológicas a los fenómenos de masas (algo a lo que en su calidad de escritora comprometida no podía renunciar). Ruperta Porcina Boys se había convertido, pues, en un fenómeno omnipresente en la vida cultural madrileña, tocando todas las materias sin destacar en ninguna. Y a su casi obsesiva grafomanía, unía aún su presencia en todo tipo de actos culturales, en los que actuaba de presentadora de cinco libros por semana —lo cual le permitía estar a buenas con cinco autores a la vez— o como moderadora de veinte mesas redondas al mes, lo cual la autorizaba a demostrar que no había materia de la cultura, la filosofía o la política en la cual no fuese imprescindible.

Como estaba en todas partes, acababa de recibir una invitación para estar también en el crucero que preparaba la princesa Von Petarden para conmemorar el Día de la mujer Trabajadora. Era esta una condición que nadie podía negar a Ruperta Porcina Boys, pero aun así no habría aceptado la invitación sin considerar antes su utilidad inmediata (lo cual hacía cada vez que era invitada a cualquier acto). Dejando de lado el estorbo de los sentimientos (¿los tenía?), empezó a pensar en el dinero que podría sacar comentando en el periódico el crucero de la princesa, y, al mismo tiempo, el crédito que podía obtener como pregonera de los derechos de la mujer trabajadora. En realidad, la invitación era un cheque en blanco. Por una parte, sus lectoras más progresistas —ocho de las quince— se sentirían satisfechas al comprobar que no defraudaban las expectativas que pusieron en ella casi veinte años atrás. Por otro lado, sus otras lectoras, las reaccionarias, se sentirían aliviadas al ver que las opiniones de su emancipada ídola coincidían con las suyas en algunos puntos secundarios, sin atentar contra los principios fundamentales. Podrían comulgar cada viernes, pero con los artículos de Ruperta Porcina Boys bajo el brazo se sentirían menos carcas.

Este tipo de maniobras son las que impulsan a los partidos de derechas a contratar los servicios de intelectuales que ostentan la etiqueta de la izquierda sin garantías de que tengan que llevarla siempre. Una intelectual de este estilo da prestigio a la derecha sin que la izquierda le eche de menos.

Estaba Ruperta Porcina Boys en estas meditaciones, cuando sonó el teléfono con una llamada de Tina Vélez, la más prestigiosa de las doscientas cuarenta y tres agentes literarias que operan en las Españas.

Tina Vélez podía ser simpática en Sudamérica, pero no se empeñaba particularmente en serlo en su patria. Adoptaba como máximo un tono de dulzura que no era sino el envoltorio para suavizar malas y aun pésimas noticias.

—Ruperta, hermosa: no he podido vender nada tuyo, ¡y mira que he puesto empeño! He mandado tus novelas a todas las editoriales especializadas en literatura experimental, pero sus lectores más sagaces no entienden lo que escribes.

Estuvo a punto de añadir «y los que lo entienden se quedan dormidos a la mitad», pero en su lugar intentó ser amable ante la sarta de improperios que le arrojó la otra. Improperios por otro lado razonables: una escritora valenciana, cuando es de ley, no puede tolerar que su agente venda más a los sudacas que a ella.

Tina Vélez estuvo a punto de contestarle con uno de sus conocidos desplantes, pero prefirió recurrir a la gentileza en provecho propio. Incluso las derrotadas pueden servir en las horas de urgencia. O ellas más que nadie, porque sólo les queda la posibilidad del servilismo para conseguir sus fines. Y Ruperta Porcina Boys era servil o no era.

—Sé que tú tienes tratos con todo el mundo… —apuntó la Vélez.

—Mujer, con todo, con todo…

—No te hagas la modesta. Durante los años que has dirigido el Teatro Experimental has podido entrar en contacto con los personajes más influyentes del extranjero. Y hasta hay quien dice que no has conocido a nadie que no pudiera servirte de algo.

—Eso son las lenguas picoteras. Las que me envidian.

—Lo sé, mi amor, lo sé. Tú me conoces y sabes el afecto que te guardo. Yo nunca dejo de elogiar tu buen corazón y tu franco desinterés. Por eso, aprovechando que estoy intentando colocar alguna novela tuya, te pido un gran favor… Tú, que conoces a todo el mundo, debes ayudarme a contactar con una autora que me interesa sobremanera. Se llama Edipa.

—¿Edipa qué más?

—Edipa Katastrós. Tiene nombre de tango, pero es griega. Tienes que conocerla. Es la autora de un tratado de mariología que lleva de cabeza a todas las beatas de Madrid. En él se anuncia que la Virgen se va a aparecer en Grecia dentro de quince días.

—Esto me suena. ¿No será esa Edipa la razón del viaje que ha programado María Asunción Solivianto? Me refiero a una especie de peregrinación a la que se han apuntado no sé cuántas señoras…

—Esta es y no otra. ¡Edipa, la nueva evangelista! Tengo que localizarla inmediatamente. Necesito la exclusiva antes de que la fiche el Vaticano.

Ruperta Porcina Boys salía de un asombro para entrar en otro. Sabía que la distinguida Solivianto había entrado en contacto con una escritora griega que vaticinaba la llegada de la Virgen cargada de profecías. Sabía también que, paralelamente al crucero de la princesa Von Petarden, la Solivianto organizaba su propia romería a las islas del Egeo para coincidir con el momento en que la famosa Edipa recibiese las confidencias de la Señora. Sabía todas esas cosas, sí. Lo que ignoraba era que una mujer de la experiencia de Tina Vélez pudiese tomarlas en serio.

A mayor velocidad que todos los viajes corrió la listeza de Ruperta Porcina Boys. Si nadie había desengañado a Tina Vélez era que a nadie le interesaba desengañarla. Todo el mundo conocía su férreo carácter, su indómita determinación y su mala baba, llegado el caso. Desengañarla equivalía a ganarse su hostilidad.

Las mujeres como Tina Vélez, acostumbradas a hacerse obedecer, necesitan algunas veces un poco de vara. Y Ruperta Porcina Boys estaba dispuesta a administrársela haciéndole creer que la llenaba de mieles.

—No te negaré que tengo conexiones… y, desde luego, sabría utilizarlas, con alguien que se portase bien conmigo. Ya sabes que dentro de un mes saco mi ambiciosa novela Arritmias y sinalefas de rancios hijosdalgos en la ínsula de los hirsutos gnomos.

—¡Bravo! Es un título que puede vender mucho.

—Pues me gustaría verlo traducido a otros idiomas. De ti depende, guapa.

—Prometer no puedo prometerte nada, pero intentaré colocarla en una editorial experimental de Bulgaria.

Sin menospreciar a los búlgaros, que tantos adeptos tienen en los mercados de la carne de la noche madrileña, lo cierto es que no era este el público lector al que aspiraba Ruperta Porcina Boys.

«¡Víbora! —pensó—. ¡Ella que podría colocarme en Nueva York!».

Estuvo a punto de expresar sus pensamientos en alta voz, pero optó por ser lameculos y contar lo que sabía del viaje de María Asunción Solivianto. Y para mejor demostrar sus poderes, añadió:

—María Asunción me tiene voluntad, porque en algún artículo he hablado bien de ella. Me contó que tu autora vive en una remota isla griega. Huelga decir que, gracias a mis contactos, puedo encontrarte su dirección —y, en tono irónico, añadió—: Y si quieres incluso te encontraré el teléfono de Jenofonte y el fax de Calimaco.

—¿Jenofonte, dices? ¿Calimaco? Ni hablar. No funcionaron nada bien en la última feria de Frankfurt.

Todo el mundo sabe que algunos agentes literarios no han leído un libro desde que salieron de la escuela, pero la ignorancia de Tina iba más allá de todo cuanto pudiera aventurarse. ¡Ni siquiera entendía el leve impacto de una bromita cultural, por otro lado obvia!

Ante este tipo de evidencias, Ruperta Porcina Boys sentíase desarmada. Ella, una mujer consagrada a la literatura en su estado puro, estaba en manos de una analfabeta. Y para colmo no era el único caso. Como dramaturga consagrada al teatro en su culmen de exigencia estaba a merced de los críticos analfabetos. Como crítico defensora del cine más excelso se veía obligada a comentar las obras de creadores analfabetos. La situación no tenía remedio. Como novelista, dramaturga y crítico, Ruperta Porcina Boys trabajaba para un país que no la merecía.

Colgó para no decir a Tina Vélez lo que pensaba, aunque es dudoso que lo hubiese dicho sin colgar. De todos modos, no era su falta de sinceridad o su exceso de ella lo que más podía preocupar a la agente literaria, cuyos pensamientos seguían ocupados por la virginal autora llamada Edipa. Con el fin de rematar sus planes, llamó directamente a la editorial Ilion, donde prestaba sus servicios como relaciones públicas la fantástica Visnú De Meller.

Era el suyo un despacho coquetón, pletórico de esos detalles que caracterizan a una mujer que, siendo moderna y sofisticada, guarda en su corazón ese punto de romanticismo que permite mezclar a Frank Sinatra con Sissi emperatriz. Había en el despacho algunas fotografías de viajes inolvidables: lunas llenas sobre Acapulco, atardeceres en Montecarlo, Navidades en Viena y soleadas mañanas en Ibiza. También aparecían por doquier talismanes destinados a aportar bienestar a las almas que han acertado a beber en las fontanas de la magia blanca, al tiempo que temen como a la peste los siniestros designios de la negra. Otra relaciones públicas que goza de nuestro afecto, la impar Silvina Manrique, de la editorial Espada y Arte, le había aconsejado todo tipo de amuletos ideales para conjurar cualquier asomo de amenazas: un par de limones, ideales contra la envidia, un vaso de agüita clara, fantástica para el fluido corporal, una ristra de ajos por si le quería mal algún enviado del inframundo, un anillo de coral para la buena suerte y una piececita de jade, que puede contra todo.

En resumen: Visnú De Meller era una mujer New Age, como New Age era su sino. Y lo demostraba escuchando, entre llamada y llamada, aquella melodía de Sinatra que pregona las ventajas de los jóvenes de corazón:

For as rich as you are

is much better by far

to be young at heart

Suspiraba con vehemencia ante el profundo mensaje de aquellas estrofas, cuando la sacó de su ensoñación la llamada de Tina Vélez, que ya no era joven del corazón ni de nada.

Visnú De Meller estaba a punto de sacar sus mejores halagos para tan importante mercachifle de la cultura, pero Tina Vélez ya se halagaba lo bastante a sí misma como para perder el tiempo escuchando zalamerías ajenas; así pues, fue directa al grano, contando a su amiga lo que el lector ya no desconoce.

Visnú realizó un vertiginoso salto sobre el tiempo, aunque sin ir demasiado lejos porque, a ciertas edades, esos viajes suelen acabar mal.

—Eso que me cuentas me suena. ¡Claro! Como que esa Edipa salió en televisión a finales de mil novecientos setenta y uno. Además de hablar de la Virgen, doblaba cucharas con la mirada. Yo era muy niña entonces, pero me acuerdo perfectamente.

—¿Tú eras niña en mil novecientos setenta y uno?

—Exactamente. Una criaturita con trenzas doradas.

Tina Vélez sabía que Visnú De Meller fue retratada como Reina de la Primavera en un número de Siluetas del año 1955, pero prefirió no hacer el menor comentario. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que la edad de una relaciones públicas nunca debe ser preguntada. Sobre todo en el caso de Visnú De Meller, que acababa de sobrepasar los sesenta por más que aparentase cincuenta y nueve.

Aunque Tina Vélez se abstuvo de rozar siquiera esos pequeños detalles, no obvió cierta característica de las sagaces relaciones públicas.

—Los de tu oficio sois la monda. Siempre habéis conocido las cosas antes que los demás. ¡Parecéis espías! —De sopetón, preguntó—: ¿Tú cuántos idiomas hablas?

—El castellano, el andaluz, el mexicano, el chileno y un petit ríen de francés. Y un something little de inglés «Follow me». ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque necesito una acompañante para el viaje. Podría llevarme a mi ayudante, pero es demasiado intelectual para tratar de libros. A los autores los aburren esas mujeres tan leídas.

—Es cierto. Hoy en día prefieren a una experta en contabilidad.

—De eso me cuido yo. Para deslumbrar, llevo el talonario. Para entretenerme, necesito una mujer de mundo.

—¡Una mujer de mundo! Esto fui yo antes, soy ahora y seré toda la vida. Y aunque Silvina Manrique asegura que Grecia ya no es lo que era en tiempos de Helena de Troya, siempre queda chic para una mujer de mundo tomarse un daikiri en el American Bar del hotel Grande Bretagne.

—Luego aceptas. Hablaré con tus jefes. Me deben favores y te soltarán por unos días. Todos los gastos a mi cargo. Menos los cosméticos, naturalmente. No quiero arruinarme.

Semejante apostilla molestó ligeramente a Visnú De Meller. Era cierto que mantenía con sus compras a dos reputadas perfumerías de su distinguido barrio madrileño, pero no lo era menos que nunca necesitó que otros se cuidasen de sus facturas. Entre su sueldo y la venta de unas fincas que sus padres le dejaron en Santander disponía de un capitalito para potinguillos y chucherías, como ella llamaba a sus talismanes, y todavía le quedaba para comprar pipas de marca a su divino loro Valmont. En realidad, eran las únicas necesidades agobiantes de una solterona con pretensiones de sofisticación.

No bien hubo colgado, se dirigió a su secretaria con sonrisa solar:

—Dorita, niña, hoy es mi día propicio. Me lo decían los astros, me lo dijo la echadora de tarot, la leedora de café, la grafóloga, la quiromántica…

Antes de que Visnú De Meller acabase recitando su interminable lista de proveedores de magias, Dorita Pertús la cortó en tono agrio:

—No te habrán anunciado que te vuelve la regla. Porque eso ni en Lourdes, nena.

—Qué desagradable puedes ser cuando eres horrenda. Pero te perdono. Sólo quiero buenas vibraciones a mi alrededor. Y las tengo, las tengo desde que Tina Vélez me ha propuesto el viaje de mi vida…

—¿No será a la clínica de la doctora Asland?

—¡Insolente! Para vivir la eterna juventud no hacen falta clínicas: se lleva dentro, en lo más profundo del ser de una. Las que estamos llenas de buenas vibraciones las comunicamos a nuestro alrededor, las vamos desparramando en cada rincón, como la abeja su polen. Pero si bien es cierto que una relaciones públicas equilibrada y en paz consigo misma comunica sus dones por doquier, no lo es menos que debe reponerlos de vez en cuando en lugares apropiados, allí donde la naturaleza, desde tiempos ancestrales, depositó fuerzas de poder ignotas para los incrédulos. Y Tina Vélez (¡encanto de mujer!) acaba de invitarme a uno de esos lugares iniciáticos. Grecia, niña. Grecia, nada menos.

A continuación Visnú De Meller se lanzó a un exaltado relato sobre las virtudes de Edipa, la nueva maga de la mística, pero el personaje no interesó en absoluto a Dorita Pertús, que sólo encontraba centros místicos los sábados por la noche, en los bares de copas lindantes a Castellana. Sin embargo, manifestó un punto de curiosidad intelectual que sorprendió gratamente a su jefa.

—¿Edipa no te suena a algo?

—A la mujer de Edipo —dijo Visnú De Meller—. Tienes que acordarte, porque está publicado en nuestra colección de clásicos. Es de Sófocles, para que te enteres.

—¿Y ese no es un señor muy antiguo?

—¡Antiguo! Las jovencitas, en cuanto un autor pasa de los cincuenta, ya lo tratáis de antiguo.

Miró con cierta conmiseración a aquella mujer joven que no aprovechaba su juventud para elevarse por encima de una condición inculta. Como todas las mujeres que se han hecho a sí mismas, Visnú De Meller esperaba de sus compañeras una voluntad de superación constante y se la exigía a sus subalternas. No podía soportar a las que se conformaban con un cargo inocuo y la esperanza puesta en un posible novio que las salvase para siempre de él. Y Dorita Pertús era el ejemplo más flagrante de esa actitud a todas luces abominable.

—¿Y tú qué ganas ayudando a Tina Vélez? Esto corresponde más bien a la sección literaria.

—Una buena relaciones públicas tiene que estar en todo. Piensa que hay mucha jovencita que viene empujando, y una ya no tiene veinte años. Tampoco son muchos más, desde luego, pero veinte de ninguna manera. A lo que íbamos: las jovencitas empujan impúdicamente, y aunque ninguna de ellas tiene las conexiones que una ha venido reuniendo a lo largo de los años, los jefes de hoy en día aprecian más un buen culín que la experiencia largo tiempo acumulada. Una mujer lista tiene que conocer los puntos débiles de los de arriba, cualidad que tampoco adquiere de buenas a primeras una advenediza. Asunto: yo ayudo a Tina Vélez a buscar a la tal Edipa, utilizo todos mis recursos para hacerme amiga suya antes que nadie y la Vélez acabará admirándome mucho más de lo que ella imagina. Ergo: si a nuestros jefes se les ocurre jubilarme antes de tiempo para colocar a alguna tetuda, siempre tendré el reconocimiento de la poderosa Tina. Sé que está hasta las narices de adiestrar jovencitas que luego se le marchan a cualquier editorial. Necesitará una mujer que no se vaya nunca.

—Desde luego, tú eres capaz de quedarte hasta después de tu funeral. Con lo que te gusta el farde, no te imagino jubilada en tu casa haciendo punto y dando palique a tu loro.

Estaba a punto de volar un pisapapeles cuando sonó el teléfono para anunciar la segunda llamada sorpresa de la mañana. Visnú De Meller se lanzó a todo tipo de aspavientos al saber que era Rosa Marconi, la creadora y presentadora del programa televisivo «El pueblo quiere saber».

Visnú De Meller se puso rápidamente el uniforme de relaciones públicas. La complaciente. La que siempre aplaude. La que está al tanto de todo lo que conviene elogiar. La que sabe de memoria el Quién es Quién y también el Qué Puede Quién de los medios de comunicación. Y si alguien era fuerte en ellos tenía que ser la Marconi, o Visnú De Meller no conocía el mundo.

—¡Cuánto tiempo sin saber de ti, mujercísima! Vi tu último programa. ¡Sublime! ¡Qué sagaz eres! Con qué audacia le sacaste al ministro que la sequía sólo puede paliarse si llueve. Siempre serás la más audaz. Más valiente que tú no hay nadie. Sólo que también eres una ingrata. No te perdono que no llames. ¡Mala, más que mala!

Hubo excusas: la televisión acapara tanto, reclama tantas horas de una, destroza tanto los nervios, roba todo el tiempo que dedicaríamos, gustosas, a hablar con las amigas. En resumen, la Marconi daba todos los giros imaginables para no decir claramente que llevaba tanto tiempo sin llamar porque no le salía de las narices.

Pero Visnú De Meller la disculpó gentilmente, no sin decirse para sus adentros: «Cuando llama ahora será para pedir algún favor. ¡Si no la conoceré!».

Como respondiendo a sus pensamientos, la otra suplicó con voz de carraspera:

—Necesito tu consejo; más aún: tu colaboración. Quiero hablar de mujer a mujer, aunque temo pecar de indiscreta. Verás: me han dicho, y no sé si es cierto, que tú tomas Prozac.

—Pues claro. Soy una chica Prozac desde que las ejecutivas yanquies dejaron de arrojarse en masa desde lo alto del Empire State gracias a él. O por lo menos esto me contó Silvina Manrique, que es adicta. No existe mejor antidepresivo para una mujer de éxito.

—¿Y para una mujer abandonada por el éxito?

—¡Qué horror! Esto es peor que si te abandona el desodorante, porque en este caso te pones unas gotitas de Chanel en el sobaco y quedas regia. En cambio, si te abandona el éxito, ¿adónde fue tu autoestima?

—La mía está por los suelos. No quiero confesarlo de cara a la prensa, pero me veo obligada a dejar el programa. A la octava semana ya se vio que la cosa no funcionaba. Lo he intentado todo. He traído ministros acusados de fraude, miembros de la oposición en plan guerrero, dos etarras encapuchados, cinco estafadores, un violador, siete violadas, en fin, todo tipo de personajes que son la sal de la vida en este país y en esta hora, pero no he conseguido situar el programa entre los veinte primeros.

—No hay que preocuparse, linda. Puedes estar en un lugar digno sin necesidad de figurar entre los primeros.

—Es que estoy en el ciento noventa y ocho.

—¡Coño!

—¿Sabes lo que significa eso? Tengo la sensación de que la cadena me aguanta por lástima. Piensa que, siendo una privada, pierden mucho en publicidad, y esto va en menoscabo de su economía. Sin contar mi prestigio, que sale herido de muerte.

—¡Qué esclavitud, hija mía! Yo estaría mortificada.

—No lo sabes tú bien. Imagina por un momento lo que es vivir pendiente de un minutaje. Esa angustia de comprobar que, en un segundo, mil personas se te pueden ir a otro canal. Ese horror de verte pregonada en los periódicos al día siguiente, cuando un hijo de mala madre revela que has tenido menos audiencia que la semana anterior; esa vergüenza de saberte desplazada del amor del público por un mariquita cuentachistes o una niña pechugona que no sabe hablar…

—Ni falta. ¡Con esas tetitas que lucen!

—Silicona pura. Como las de esa Ana Bodegón que sale haciendo la gilipollas en los programas de variedades.

—Cierto: bellezas de plástico. Calcaditas todas. Pero a nosotras no debe afectarnos. Tenemos la inteligencia. Usémosla. Después de todo ya no somos tan jóvenes. Somos mujeres que están a punto de cumplir los treinta.

—¿Cuántos dijiste, guapa?

—Dije treinta. ¿Pasa algo?

—No, no: todo lo contrario. Que Dios te bendiga.

—Yo nunca dejo nada en manos de Dios. Todo lo confío al Prozac, a Elizabeth Arden y a Christian Dior, Uno para el bienestar espiritual, otra para las arruguitas y otra para robes et manteaux. Y por si algo faltase, me voy a Grecia y pienso volver renovada por el interior de dentro.

—¡Qué envidia me das! Estoy por cargarme de Prozac e irme contigo.

—No creas que perderías el tiempo. En Grecia van a ocurrir algunas cosas que una periodista sagaz como tú no debería desatender. Tina Vélez está a punto de descubrir a una autora que puede ganar el Nobel un día de estos. A María Asunción Solivianto se le va a aparecer la Virgen en no sé qué localidad idílica. Y, por si fuese poco, está la mujer de Melchor Osváldez, que nos la podemos encontrar a la vuelta de un archipiélago con toda su fortuna puesta…

Desde el fondo de la depresión, Rosa Marconi sintió renacer su verdadero espíritu. El de la abanderada de la noticia, la guerrillera de los rayos catódicos, la coronela de la información…

—Esto último es lo que más puede interesarme. Siempre tuve una buena relación con Osváldez. Podría aprovechar para sonsacarle cosas a su mujer.

—Pues la que mejor conoce la historia es Miranda Boronat. Ella está en estrecho contacto con la hija.

—No podías darme mejor noticia. A Miranda no es necesario sonsacarle nada. Ella misma se muere por soltar hasta las vísceras.

A continuación quedaron para cenar en el plazo de ocho meses, se mandaron besos y monerías, y cuando Visnú De Meller hubo colgado Rosa Marconi dejó perder su sonrisa de complicidad y adoptó la inescrutable máscara de la intriga. Estaba empezando a calcular, y no sin gracia. Traer a su programa a Victoria Barget de Osváldez resultaría un golpe sensacional que, sin embargo, no podría ser acusado de sensacionalismo. Ese marido omnipotente, que se había revelado como el máximo estafador del país, seguía siendo lo bastante poderoso y sobre todo ubicuo como para que su caso trascendiese el periodismo amarillo para convertirse en escándalo de interés político. Sus numerosas implicaciones le hacían idóneo para un programa como «El pueblo quiere saber», que se pretendía portavoz de la verdad y paladín de la osadía. Cierto que no habían funcionado siempre estos elementos de cara a un pueblo amuermado, que daba la espalda a la política si esta no venía aupada por el escándalo, pero el caso del banquero Osváldez estaba respaldado por una campaña de autopromoción que lo había convertido en foco del interés popular durante varios años. Y es que Melchor, rodeado por un amplio círculo de asesores de imagen, había comprendido antes que nadie el poder de la prensa y, tras notables inversiones en varios semanarios importantes, conseguía aparecer periódicamete en sus páginas, forjándose así una imagen que parecía invencible. Otra cosa era su mujer. Durante los años en que Osváldez había permanecido en la cresta de la ola, ella había vivido obsesionada con la idea de no rozarla siquiera. Muchas de sus amigas habían sido pasto de las revistas, quejándose a menudo de un asedio que, en un principio, ellas mismas habían buscado. Cuando el asedio dejó de ser halago para convertirse en inconveniente, todas intentaron dar marcha atrás reclamando su perdida intimidad, pero la bestia que habían alimentado se volvió bicéfala y las estaba devorando sin piedad, convirtiendo cada uno de sus actos en indiscreción pública.

El caso de Victoria Barget demostraba que la intimidad es posible cuando no se ha jugado con ella. Determinada a vivir inadvertida, consiguió pasar sin pena ni gloria, mientras su marido iba escalando los más altos puestos del poder y la fama. Pocos, muy pocos conocían su rostro, luego no eran muchos quienes sabían que era una mujer de extraordinaria belleza y elevada cultura. Su natural reserva, unida a cierta pereza social, le permitían administrar estos dones donde quería y con quien se le antojaba. Ocasiones no le faltaban, pero siempre eran ocasiones fundamentadas en la discreción: recibir a las amistades de su esposo, acompañarle a cenas privilegiadas y tomar té y pastas una vez a la semana con algunas amigas muy bien elegidas. En realidad, no podían serlo más, ya que a su excelente situación social se unía la exigencia de una reserva absoluta. Eran señoras que en su vida habían aparecido en las revistas y cuyas fortunas no estaban en el bloc de los periodistas, sino en los archivos más secretos de algún banco suizo.

Era la diferencia básica entre las verdaderas señoras de toda la vida y la cabalgata de advenedizas que poblaba el Madrid de los noventa.

La razón de que en este grupo hubiese sido admitida Miranda Boronat era algo que nadie entendía, pues era la indiscreción misma. Cierto que se había introducido a golpes de insistencia, pero no dejaba de ser milagroso que no la hubiesen echado a patadas. Misterios de la intimidad femenina, incluida la más estricta. Y es que aquella cautelosa Victoria, siempre preocupada por no dar que hablar, se deleitaba escuchando las correrías de quienes lo hacían. No era chismosa, pero sí amante de los chismes, y en la exposición y recuento de los mismos nadie se daba tanta maña como Miranda Boronat. Luego eran muy amigas sin que nadie imaginase que pudiesen serlo.

En esta amistad pensaba ampararse Rosa Marconi para aprovecharse de una mujer a quien consideraba en el extremo opuesto de sus intereses. Y es que Miranda, con su frivolidad y su constante tendencia al absurdo, no podía sino enervarla. Ella era una mujer cuyas actuaciones estaban basadas en la lógica. La otra, en el puro disparate. Era difícil que conciliasen y, por tanto, nunca conciliaron. O sea que llamarla ahora resultaba un pie forzado, que Rosa intentaba superar buscando afinidades.

Había una coincidencia inicial: ambas eran catalanas afincadas en Madrid, pero ninguna de las dos había basado su identidad en este hecho ni en ninguno que se le pareciese. Al igual que la asesora de imagen Imperia Raventós, habían convertido Madrid en el centro de sus vidas, y sus recuerdos catalanes se limitaban al reconocido europeísmo que las distinguía de sus compañeras de la capital. Por lo demás, cualquier muestra de exotismo se remontaba a la adolescencia y a los primeros escarceos en la vida en sociedad.

El rostro de Rosa Marconi se iluminó al recordar una lejana asociación con Miranda Boronat. Tan lejana, que sólo la recordaba en momentos de apuro. Pero bastó para que marcase el número diecisiete veces —la otra no paraba de comunicar— y, cuando por fin oyó su voz, le arrojara de buenas a primeras su recuerdo fundamental:

—Miranda, he amanecido nostálgica y me he puesto a recordar que fuimos juntas a las monjas. ¿Te acuerdas tú?

La Boronat sabía que si una mujer recurre a la vieja memoria es que está a punto de pedir algo. No es, con todo, un recurso completamente original. También los hombres lo hacen, sólo que recurriendo al servicio militar.

—Claro que me acuerdo —dijo Miranda—. Tú me tenías rabia y yo te odiaba a muerte; así que pídeme lo que quieras en recuerdo de los buenos tiempos.

—Tienes que contarme todo lo que sepas de la fuga de Victoria Barget.

—Yo sólo sé lo que sé, que es exactamente lo que debe saber una pobre estafada como yo y mis ochenta mejores amigas. Más claro el vodka.

Le expuso la situación de sus finanzas en tres cuartos de hora, para acabar diciendo:

—La que más sabe es la marquesa del Pozo del tío Raimundo. Precisamente tengo que verla esta tarde porque vamos juntas al velatorio de la pobrecita Menene Montebarrillo.

—¿La pequeña de la baronesa Montebarrillo? ¿Es que le ha pasado algo?

—Mujer, si te digo que vamos a su velatorio es que ha tenido que pasarle algo. Morirse, por ejemplo.

—¡Muerta! Pero si el otro día la vi en el gimnasio y estaba tan sana.

—Es una historia muy larga, pero te la resumiré en dos horas y media. Tú sabes que la baronesa tiene tres hijas, las tres muy gandulas… Claro que esto de la gandulería es muy relativo, porque yo juego con ellas al pádel y esquiamos juntas y hacemos tenis los jueves y bien activas que son. Lo que pasa es que para la baronesa todo esto no son actividades, ¿comprendes? Quiero decir que, para ella, todo lo que no sea trabajar para ganarse un jornal es gandulería. En realidad es la misma manía que les ha entrado a muchas familias de la aristocracia, que han puesto a todos los críos a trabajar; unos dicen que para que sean gente de provecho y otros para levantar la autoestima; pero a mí no me engañan porque lo cierto es que todos están sin un duro y así ingresan unas pesetillas que por lo menos les sirve para comprar Netol y sacar brillo a los blasones. Tú, como eres mujer de éxito, no te puedes imaginar cómo las están pasando la mitad de la aristocracia, pero mira, sin ir más lejos…

Casi transcurrieron las dos horas y media anunciadas hasta que Miranda reanudó el hilo de la conversación.

—A todas esas, la baronesa decidió que a sus tres hijas se les había acabado la ganga y que tenían que trabajar en algo, pero sin olvidar su noble cuna. Es decir, no podían hacer de manicuras, ni de verduleras, ni de taquimecas. No, tenían que ser relaciones públicas, que es la profesión que más se lleva entre los nobles arruinados y las princesas exiliadas. Siendo así, la baronesa puso a Sisín de relaciones públicas en los cosméticos Max and López, a Lolón de relaciones públicas en las lencerías «Braguitas de Ensueño» y a la pobre Menene…; en fin, esa no tenía mucha salida. Ya sabes cómo era, bizca y muy dentona, y con una nariz en forma de gancho. Así que, siendo tan feúcha, no la querían exhibir en ningún lugar y la baronesa tuvo que enchufarla en una sex-shop

—¡Una sex-shop!

—¡Ah, pero muy fina, no vayas a pensar! Muy de diseño toda ella. Y con una clientela de lo más chic. Muy de ministros, banqueros y curas ricos. No entra allí quien no disponga de tarjeta de crédito color platino. Pero, bueno, ¿para qué voy a contarte chismes en un momento así, llenas de dolor, deshechas, contraídas como estamos ambasdós por la pobra difuntita? Y cuando digo pobre no hablo sin conocimiento de causa, pues fue entrar a trabajar en aquella sex-shop y empezar a adelgazar la pobrecita, y a perder y a perder, vamos; que se fue apagando como una pavesa…

—No me dirás que murió del sida.

—No, qué va. No tuvo ocasión, porque no le hubiera puesto la mano encima ni el mismísimo vampiro Nosferatu. En realidad me da horror contarte la causa de tan incauta muerte. Tú imagínate a la niña, sola en aquella tienda, horas y horas rodeada por veinte televisores, viendo en las pantallas continuos actos sexuales, ahora entre varón y hembra, después entre varones, después entre ellas, a veces treinta personas a la vez, luego lo de la holandesa con el cerdito, y así continuamente, continuamente, la pobre mártir…

Reprimió una lágrima.

—En resumen, ¿me vas a decir de una vez la causa de su muerte?

—Se mató a pajas.

—¡Miranda! Nadie se muere por una masturbación.

—Por una no, pero parece ser que por cincuenta al día empiezan a presentarse síntomas de decaimiento. Y así, un día tras otro, pues una acaba consumidita. A la infeliz Menene la encontraron aferrada a un televisor y con la lengua fuera.

Ante aquella imagen, a Rosa Marconi se le iluminó una idea para el programa de la semana siguiente. No tardó en desecharla. Las distintas y acaso sobrantes televisiones de las Españas habían ofrecido demasiados espacios de sexo como para que nadie prestase la menor atención al simple caso de una onanista exagerada. El público cambiaría de canal para ver a un matón de la mafia liquidando a treinta y tres víctimas por minuto. En los últimos tiempos se preferían los descuartizamientos a las tetas. Y Rosa, que en lugar de cerebro tenía ya un índice de audiencia, decidió olvidarse de la difunta y conducir a Miranda al tema que más le importaba aquel día.

—¿Tú crees que Victoria aceptaría hablar para mi programa? Será el último, y quiero que sea espectacular. Me iré, sí, pero en olor de triunfo.

—¿Victorita en televisión? Imposible. Si nunca quiso cuando era santa y respetada, imagínate ahora que se ha hecho pendón y anda llena de vilipendio.

—¿Y tú no crees que si la cadena le pagase diez millones…?

—Pero ¿qué dices? Con eso puedes llevar a uno de esos aristócratas italianos que van por ahí chuleando famosillas, pero Victorita, con diez millones, no tiene ni para comprarse un cuadro de la marca Picasso.

Sólo Miranda Boronat y sus ochenta mejores amigas eran capaces de distinguir a Picasso con una marca, pero también ellas eran las únicas que podían convencer a Victoria Barget de que volviese al recto hogar. No por razones éticas —¿cuántas de ellas no hacían cosas peores sin moverse de Madrid?—, sino por el hecho puro y simple de que sólo ella podía saber dónde estaban los caudales que todas habían puesto al cuidado de Melchor Osváldez.

Al ritmo de este pensamiento, Rosa Marconi cambió de táctica:

—¿Tú te has apuntado a ese viaje de la princesa Von Petarden?

—Claro. Y al de María Asunción Solivianto. Que en realidad son uno y solo, porque vamos todas en el mismo barco, vulgo bajel.

Rosa puso gran prudencia al preguntar:

—¿Intentarás ver a Victoria Barget cuando estés en Grecia?

—Eso lo primero. Y no sólo yo. Mis ochenta mejores amigas tienen algunas cosas que preguntarle. Y hasta diría que alguna quiere romperle la cara.

—Pues me apunto al viaje. Vamos, que no lo pienso dos veces.

—No seas tonta. Te juro y perjuro que no vas a sacar nada de Victoria.

—Ya he abandonado esta loca idea. Lo que me apetece es participar en las fiestas pro Mujer Trabajadora. Y, además, me tienta ver a la Virgen. Nunca he visto una en persona.

—Pues te apunto… Espera, que busco un lápiz de rouge porque no tengo un bolígrafo a mano… Ya está apuntado. Será fantástico, porque así podremos recordar las quisicosas de la infancia. Siempre me ha intrigado saber qué fue de aquella monja que murió.

—¿Sor Leticia? Pues eso: murió.

—Sí, mujer, pero se dijo que la asesinaron tres profesoras liadas entre ellas.

—Nunca supe eso, pero podemos averiguarlo durante el viaje.

—Me hace la mar de «ilu». Y así, de repente, te quiero mucho.

—Yo más. Besos.

Kisses.

Rosa Marconi emitió una de esas sonrisas de alivio que las cámaras no suelen recoger. Por lo menos la conversación con Miranda Boronat había conseguido entretenerla. Para conservar tan venturoso estado de ánimo se fue a la farmacia en busca de aquel Prozac cuyas maravillas cantaba con entusiasmo Visnú De Meller.