NUESTRO AUTOR PREFERIDO escribió que, a los treinta años, cierta dama de una provincia francesa se consideraba una mujer acabada. No era este el caso de Victoria Barget, que al llegar a los cuarenta y varios resultó más joven que diez años atrás. Nos hallamos sin duda ante un enigma de proporciones singulares. Porque tanta juventud no la da la cirugía —ese Lourdes de las damas acabadas— ni ayudan a conservarla las mejores esteticistas, esforzadas obrerillas de la decrepitud ajena. No. En esos estados repentinos, que convierten a una mujer madura en una bendecida por los dioses, hay siempre una razón que escapa a la razón misma. Es un punto de locura que hace exclamar ante el espejo:
—A partir de ahora todo en la vida será especial. A partir de hoy, será vivida.
Esta era la máxima de Victoria Barget desde hacía exactamente dos meses. Desde que volvió a tener veinte años por obra y gracia del guapo que los tenía a su lado y en su lecho.
Sin embargo, su milagrosa juventud no se producía sin algún remordimiento y un poco de miedo al qué dirán. Estaba viviendo una pasión muy parecida al amor y la paseaba por un puñado de islas griegas que se parecían mucho al paraíso, pero había enviado a Madrid la noticia de su fuga y no ignoraba que iba a caer como una bomba en un mundo donde los efectos del escándalo tienen más importancia que los dictados de la ética.
La historia de una distinguida dama que abandona esposo e hija hubiera bastado para convertirse en noticia impactante cualquier otra jornada que no fuese aquella en que los abogados de la oposición habían conseguido llevar a la cárcel a uno de los financieros más poderosos de la nueva España. El hombre de moda. El de más prestigio. El ejemplo de la última promoción de ejecutivos. El amigo y protector de reyes y gobernantes.
Fue el primero en una larga serie de encarcelamientos que hicieron coincidir el glamour a la española —reciente adquisición— con el choriceo adquirido por herencia de la raza.
Así, esta historia de amor protagonizada por una dama rejuvenecida tropieza con un comienzo que pudiera incurrir en el disgusto de las almas sensibles, por culpa de una intromisión que ni el propio autor podía sospechar. Y es que la política, indiscreta y burda, se cuela inopinadamente y pretende instaurar una tiranía que el buen gusto nos aconseja desobedecer.
En este punto, recordamos de nuevo a nuestro autor favorito. Según él, la política sería como un pistoletazo en medio de un concierto. Lo más inoportuno para la buena marcha de la literatura. Todo lo que el lector podría leer a la aparición de esta novela lo habrá leído cinco meses antes en la prensa diaria.
Para alivio de los lectores sensibles urge decir que no nos detenemos en la provincia francesa, tampoco en el siglo XIX, sino en el convulso ombligo del Madrid actual. En uno de sus chaletitos más elegantes cierta dama de la buena sociedad, llamada Miranda Boronat, acababa de despertarse rozando el mediodía, en plena resaca del chinchón que solía emplear cada noche para alivio de soledades.
Se estaba preparando para el baño de distintas espumas cuando pasó a verla una de sus ochentas mejores amigas, Perla de Pougy, conocida por su afición a mezclar el cotilleo y los placeres de la carne, con el triunfo definitivo de estos últimos.
Venía a lo que vienen las amigas de Miranda todas las mañanas: a informar sobre la cena de anoche, la conversación de la tarde, la partida de pádel que ganó una odiada. Y, después, la queja de siempre: lo difícil que resulta encontrar hombres potables en un Madrid tan lleno de lobas al acecho.
—La última vez que probé un efebo la tele todavía era en blanco y negro.
—¡Anda ya! —exclamó Miranda, desperezándose—. Si siempre andas rodeada de niñatos.
—No son para mí. Son para su eminencia. Y ya sabes cómo se pone si están estrenados.
—¡Qué juergas las de ese obispo! Pero a mí plim. Yo me retiré de la carne per sécula in seculorum.
—Pero ¿tú no querías ser lesbiana?
—Lesbianísima. Pero descubrí que lo que no se puede ser es lesbianilla; es decir, Safo a medias, porque es como faltarles el respeto a las que lo son del todo. Después, que si acostarte con un hombre da mucha fatiga, acostarte con una mujer también. Vamos, que te acuestes con quien te acuestes acabas reventada. De manera que me dije: pues que lo hagan los otros, y yo miro. Y, ¿qué quieres que te diga?, resulta mucho más práctico porque para ser como tú, siempre caliente como una perra detrás de los hombres…
—Oye, guapa, sin insultar.
—Si no insulto. Si hay perras monísimas. La Rin-Tin-Tina, sin ir más lejos. Pero una cosa es ser perra del Hollywood Boulevard y otra muy distinta arrastrarse detrás de un macho que, después, te da la mar de asco. Así que yo voy de casta y pura, como las del Opus, y me ahorro que me llamen ninfómana, como a ti.
Dejándola por imposible, Perla de Pougy se atusó el renard para sacarle brillo.
—¿Me permites utilizar el teléfono? —preguntó, con desinterés fingido. Cuando descolgaron al otro lado preguntó—: ¿Está la madre superiora? —Y volviéndose a Miranda—: Perdona, pero es una conversación privada. ¿Te importa aprovechar para bañarte?
—¡Huy, qué confidentes estamos con las reverendas! ¡A saber! ¡A saber!
Una vez en el baño, a Miranda se le borró la sonrisa. El espejo no la propiciaba en absoluto; y es que esa superficie reveladora no suele ser piadosa con las campeonas de chinchón. Pero, además, Miranda sentíase ligeramente molesta por un mal detalle de su amiga: siendo la primera millonaria de Madrid que tuvo teléfono móvil, no lo usaba nunca para no gastar.
—¡Será avara! —exclamó Miranda para sí—. Con el dinero que le dejan los caprichos del obispo menorero[1] podría comprarse la Telefónica.
Como a todas las víctimas de la resaca, la sola visión de la espumeante bañera le dio grima. Optó por ducharse a toda prisa. Después, al mirarse de nuevo en el espejo, se notó más horrenda, de manera que decidió retirarse a la cama y esperar hasta primeras horas de la tarde, cuando los espejos son más piadosos… porque ya están hartos de preguntas comprometedoras.
Perla de Pougy estaba recogiendo sus pertenencias: un bolso Prada, unos guantes Loewe y las revistas de cotilleo del día.
—Me voy corriendo a la esteticista. Hoy tengo hidratación intensa y mascarillas varias.
Se besaron cortésmente y se desearon cosas.
Una vez a solas, Miranda regresó a la cama. Fue entonces cuando llamó su amiga Nenita Lafuente para contarle el asunto del financiero encarcelado.
Miranda exhaló un grito de horror. La noticia era un pistoletazo que ya no afectaba únicamente a la política —terreno que ella nunca frecuentó—, antes bien hurgaba indiscretamente en su bolsillo y en el de sus ochenta mejores amigas.
—¡Es el acabóse, el desiderátum y el demasiádum! —gimió, en su desconsuelo—. Una supera la natural repugnancia al rojerío, consiente en hacerse amiga de los socialistas para que respeten nuestros rublos, y ellos nos ponen en la cárcel a la gallina de los huevos de oro.
—¡Mujer! Dicen que Osváldez los tiene grandes, pero tanto como de oro…
—Eres obtusísima —exclamó Miranda—. Prescinde de los huevos y piensa en la gallina. ¿Es que no sabes cuántas operaciones hemos puesto en sus manos?
—Si es por esto, puedes descansar tranquila. Nuestras operaciones están a salvo.
—¡Se lo van a requisar todo! ¡Se lo van a requisar todo!
—No pueden requisarle nada, puesto que nada tiene.
—No gastes bromas desagradables. ¿Y ese banco? ¿Y esas veinte empresas? ¿Y las ocho casas, y el cortijo, y el yate?
—Todo está a nombre de su mujer.
—¿Qué me estás contando?
—Todo, todo, todo. Nuestro dinero está protegidísimo porque los Osváldez tienen separación de bienes. Y estando todo a nombre de ella, y colocado además en no sé cuántos países, a él no pueden hacerle nada porque es insolvente.
—¡Insolvente! —exclamó Miranda—. ¡Claro! Como nosotras mismas. Yo también me declaro insolventísima cada vez que tengo que pagar al fontanero. ¡Qué bien! Siempre hay un ángel de la economía que vela por las pobres mujeres ricas.
Tranquilizada que la hubo su amiga, se intercambiaron cariños y colgaron para alivio del teléfono. Miranda lo dejó reposar un rato, antes de iniciar la tanda de llamadas que efectuaba a cada despertar, favoreciendo la oportunidad de quedarse retozando en la cama hasta bien entrada la hora de la comida.
Dio algunas órdenes a Ymelda Second, la más adicta de sus esclavas filipinas, como ella las llamaba con un cariño que las ingratas nunca supieron apreciar. Eran tres las mozas: Ymelda First, Ymelda Second e Ymelda Twentyfifth (las que faltaban en medio se quedaron en Manila, en un fábrica de zapatos). De todas ellas, la First era la más cercana a la intimidad de su amita, como a Miranda le gustaba ser tratada. Sustituía con ella al fiel mayordomo, Martín, que había dejado el empleo cuando su novio, el carnicero, le puso un piso en una urbanización de horteras a condición de que estuviese siempre en casa, esperándole con las zapatillas a punto.
Y aunque Miranda se había aficionado durante años a ese encantador mayordomo, decidió que la compañía de delicadas doncellas orientales era también adecuada para las damas que han decidido optar por la delicadeza como norma de vida. Damas que, como ella, bebían chinchón en copas de bacarrá.
Mientras Ymelda First recogía las botellas de la noche anterior, volvió a sonar el teléfono. Descolgó Miranda con la avidez de las cotillas históricas. Al otro lado del hilo de plata se oyeron acentos de desesperación en una voz aflautada, propia de adolescente que no ha sobrepasado la infancia.
Era el tonillo inconfundible de María José, alias Fificucha, la linda hija del banquero encarcelado.
Esta zagala de inmejorable cuna contaba con dos virtudes para circular por la vida: mantenía relaciones con un joven que estaba haciendo un master de algo, y había sido nombrada «reina del bakalao» de la discoteca Pachucho. Fuera de esto y de un Mercedes deportivo, no tenía nada que la distinguiera de otras yeguas de establo elegante.
La voz de desesperación era una novedad absoluta y más que nada sorprendente en una joven que había nacido sin preocupaciones y en esta actividad se mantenía.
—Acabo de saber lo de tu padre —dijo Miranda, con voz tan misericorde como la que había oído en los seriales favoritos de sus tres filipinas.
Extendióse en palabras dulces destinadas a amortiguar la pena. La otra no paraba de llorar. Señal que seguía necesitando consuelo. Y en prodigarlo se divertía Miranda como nadie.
—Todas estaremos al lado de tu padre. Y también de tu pobre maman, que debe de estar sufriendo lo indecible.
—¡La muy puerca! —exclamó la otra—. La más puerca de todas. ¡Canalla! ¡Canalla!
—Pero ¿qué dices? Si es al revés. Si es de lo más estrecha.
—Es una fulana, Miranda. Una vil fulana. ¡Se ha escapado con mi novio!
—¿Con el del master de algo? No me lo puedo creer. Vamos, que es imposible. Lo más parecido a un adulterio que ha podido cometer tu madre fue un día que comentó «Harrison Ford no está mal». Y se le subieron los colores. Con decirte.
—Ni colores le quedan, de tanta desvergüenza. ¿Te acuerdas que se fue a Grecia? Pues resulta que mi Borja Luis iba con ella. Yo me detuve a pensar…
—¡Te detuviste a pensar! —exclamó Miranda, francamente admirada—. Cuenta, cuenta: ¿te costó la tira?
—No bromees, guapa, que a ti te va mucho en el asunto. Para que te enteres: mamá ha enviado un fax anunciando que no piensa volver nunca. ¡Ya ves tú: un fax de lo más frío! Ni siquiera merecemos un golpecito de teléfono para explicarnos cómo puede hacer esto con mi pobre papá en la cárcel…
—Claro…, tu papá en la cárcel y ella… —de repente, se detuvo. Acababa de tener una iluminación que a poco la tumba—. ¡Fificucha! ¡El dinero de tu papá está a nombre de Victoria…!
—Pues claro. Todo está a nombre de ella y, además, debidamente protegido en varios paraísos fiscales. Papacito siempre fue tope previsor.
—¡La madre que parió a los previsores! —exclamó Miranda, mordiéndose el puño. Y mientras iba repitiendo aquella expresión, indigna de su rango pero no de su humor, Fificucha continuaba lloriqueando:
—No sé cómo puedes pensar en el dinero cuando mi Borja Luis me deja plantada, con todos los compromisos que teníamos en Marbella este verano.
—Mira, niña, como no pienses tú también en lo del dinero a nombre de tu madre, te aseguro que sólo volverás a Marbella para fregar platos en un chiringuito.
Pero la dulce llorona seguía con su cruz:
—¡Qué golpes da la vida, Miranda! ¡Qué batacazos! Yo creí que Borja Luis estaba encerrado en un parador nacional, preparando su master, y está huido con esa prófuga.
Y con el llanto conmovedor de una dieciochoañera, la noticia se convierte en serpiente que se muerde la cola. Porque la distinguida dama que paseaba su adulterio por el Egeo era, efectivamente, la siempre ejemplar esposa del banquero encarcelado.
Era Victoria Barget de Osváldez, convertida en apasionada amante de un niño tostado que presumía de master por una de esas islas mágicas donde el tiempo perdió el recuerdo de sí mismo.
CUANDO VICTORIA BARGET CONOCIÓ LEIKÓS supo que era su isla. No fue necesario buscar más: aparcó el famoso yate de su marido —ese que tanto relucía en las doradas noches del estío mallorquín— y decidió que no había en el mundo otro lugar para recobrar la juventud. Compró entonces una villa maravillosa, en un acantilado sobre el mar, y desde aquella acrópolis sintióse castellana del amor. Su isla estaba ya marcada por un significado que la voz de la conciencia no conseguiría aturdir. Era la isla donde todos los sentidos se mostraban prestos a reverdecer. Y la conciencia estaba aprendiendo a callarse, para no incomodar.
Leikós no es una isla popular entre el turismo de masas, aunque goza de gran prestigio entre los viajeros cultivados y los miembros más selectos de la aristocracia mundial. Pocos, sin embargo, porque hace tiempo que la aristocracia del espíritu empezó a quemar sus últimas bengalas en todos los países.
Llaman a Leikós «la blanca» por la particular conformación de sus acantilados, semejantes a icebergs que hubiesen viajado desde el otro extremo del mundo para encastrarse amorosamente en rocas más antiguas que todo cuanto nos es dado recordar. Tiene el tamaño justo para que los sentidos se realicen sin sentirse apabullados. Aunque no tan pequeña como Symi o Kastellorizo, que son enanitas, Leikós dispone sólo de dos pueblos montañeses y otros dos en la costa; entre los cuales la capital, Alexandrópolis así llamada porque la leyenda quiere que la isla blanca sea en realidad una vivaz gorgona[2], hermana de Alejandro Magno.
Tan ilustre parentesco no ha hecho que la isla se crezca en orgullo. Todo lo contrario: su silueta no aparece en los mapas vulgares ni en las geografías comunes. Diríase una pintoresca anomalía emplazada en medio del Egeo para complacer a los adictos a la imaginación. No pertenece a ningún grupo conocido; es un punto extraviado entre las últimas islas del Dodecaneso y las costas de Creta. Pero sus acantilados blancos sirvieron de amarre a muchos héroes decididos a imbuirse del espíritu de Alejandro y ansiosos de parecerse a él.
Este era el puerto en el que debía recalar forzosamente Victoria Barget. Buscando el olvido y al mismo tiempo la plenitud del amor, inauguró su fuga a mitad de la primavera, con gaviotas graznando ruidosamente en un cielo turbio, a punto de tormenta. No podía pedir escenario más adecuado para su rememoración de los caminos que jalonan la historia y la anécdota del más eterno de los mares. Senderos acuáticos, cuevas submarinas, perlas en el tridente de Poseidón. Cuando estaba en calma, aquel mar era lo más parecido a la paz eterna. Cuando rugía la tempestad era como si convocase un interminable cortejo de mitos y leyendas.
Como una página arrancada del libro de Próspero, la isla recuerda entonces su historia original. Esa hermana de Alejandro se alegra cuando el héroe vence en las batallas, pero si sabe que ha perdido emite tenebrosos rugidos y gritos de dolor que encrespan las olas, engendran maremotos, motivando esos desaires que desconciertan a los viajeros, demasiado confiados en la placidez del Egeo. Los navegantes de la antigüedad sabían del meltemi[3] que azota las islas en agosto y siempre sin avisar. Sabían de las catástrofes que puede desencadenar la Gorgona de Alejandro, «cerca de Creta», como nos recuerda la voz divina de María del Mar. Y a fe que no puede ser de otro modo, cuando una es hermana del más hermoso entre los héroes que sacudieron los designios del destino.
Así Victoria. En su isla, el ensueño arduamente conquistado consiguió aplacar a los dioses retrasando la tormenta a su antojo. El ensueño surgía en estado de gracia para efectuar su periplo celestial: noches encendidas para un desahogo de amor, playas doradas donde los amantes juegan a intercambiarse nombres; los dorados jardines de su villa maravillosa, los robustos olivos de sus paseos vespertinos y, siempre, el interminable rizo de la hospitalidad helénica, convertida en un despliegue de crepúsculos inolvidables y plenilunios de locura.
Al conjuro de los escenarios amados, Victoria Barget continuaba desgranando maravillas. La serenidad dio paso a la pasión, el hielo al fuego, el equilibrio de su carácter a un ardor casi africano. Su fuga la devolvía a unos orígenes que no son únicos ni incompatibles con todos los demás. Empezaba a encarnar el prestigio de una diosa madre que, de vez en cuando, aceptaba sonreír para recordarnos que, en el principio de todo, existió Dionisos, el dios a quien place la embriaguez de los sentidos.
Y ese joven tostado, ese niño del master, los convocaba a todos, aplastando su cuerpo contra ella mientras la hermana de Alejandro rugía sin cesar.