Los titulares de la prensa nos lo confirman a diario: en las Españas de 1995 la realidad todavía es una imagen deformada, no en los espejos cóncavos del callejón del Gato, sino en las variopintas pantallas de la televisión. Deformación que se viste de colores y adquiere las máscaras de una dudosa modernidad, pero que no consigue esconder ingratos atavismos.
Esta novela, escrita in maniera giocosa, aspira a los dones de la alta comedia del cinematógrafo americano, pero se traiciona ante la incómoda constatación de que, en las Españas de 1995, la comedia todavía deriva hacia el esperpento. «Esperpento sofisticado», podríamos decir, al ser tan finos los personajes que lo pueblan. En cualquier caso, la realidad tiende a traicionarnos y, así, la elegante ironía, la dinámica nonchalance, de Mujeres, de George Cukor, o Al servicio de las damas, de Gregory La Cava, se troca inevitablemente por un sarcasmo que nunca puede ser dulce.
En el año del glorioso centenario del cine, estas referencias son obligadas como lo es una antigua afirmación de Fellini, útil tanto a los cineastas como a los escritores y aun al lector.
«Mi oficio es contar historias», dijo Federico.
Que cada cual lo entienda a su gusto.
T. M.