EPÍLOGO

Feliz quien, como Ulises,

ha hecho un largo viaje…

A LA MAÑANA SIGUIENTE, los dos autocares abandonaban la bahía dejando tras de sí algunos cadáveres y una maldición en labios de los lugareños, convencidos de que el mujerío hispánico había traído la desgracia y la destrucción. Sólo un matrimonio de montañeses bendijo el nombre de Perla de Pougy por su espléndida propina. Y no es que la dama se hubiese vuelto generosa de repente, pero consideró justo gratificar a aquellos venturosos padres por permitirle gozar de los favores de su hijo Petros: un zagalillo de trece años cuyas potencias viriles desafiaban todo lo imaginable. Tanto que, al desplomarse ambos debajo de una higuera, Perla emitió un grito de placer como no habían oído los cretenses desde los tiempos de la casquivana reina Pasifae.

Para asombro, el que experimentaron las más ancianas del pueblo cuando vieron bajar de un taxi a dos mujeres de raza blanca ataviadas de raza incomprensible. Hubo un sinfín de rumores, por otro lado lógicos. Ninguna cretense estaba preparada para apreciar, sin entrenamiento previo, lo que Visnú De Meller entendía por sofisticación y Tina Vélez por atuendo funcional.

A pleno día, la chaquetilla de plumas de avestruz de la sofisticada parecía un tanto fuera de lugar, pero ya era más sintomático que la enorme túnica de lunares de la sencilla pareciese tan inadecuada de día como de noche. Incluso para un camisón hubiera resultado ridícula, no digamos como atuendo de viaje.

Preguntar a dos viejas hilanderas de un remoto pueblo cretense por las señas de Minifac Steiman era una empresa tan ardua como intentar convencerlas de que eran dos personas normales. Pero como esta era también la fama de que gozaba Minifac, su localización resultó más fácil de lo previsto. Comprendieron que iban por buen camino cuando vieron que las hilanderas se santiguaban, presas de terror, indicando con un brusco gesto de cabeza el camino hacia el palacio de la colina.

—¿Tú crees que esa Minifac nos recibirá? —preguntó Visnú, mientras regresaban al taxi.

—No lo dudes. Me debe un café con leche. La última vez que estuvo en Madrid, pagué yo.

Mientras el taxi remontaba la colina, Visnú De Meller aprovechó para empolvarse la nariz. Se encontró maravillosa, como es natural. Tina Vélez se limitaba a calcular mentalmente lo que iba subiendo el taxímetro.

Minifac Steiman las recibió con su acostumbrado buen hacer. En cierto modo, desconfiaba de aquella visita porque durante algunos años Tina Vélez la había sometido a un acoso implacable para conseguir representarla en exclusiva. Por esto respiró, con alivio, al saber que el objeto de aquella visita era otra escritora. Así consolada, ordenó bebidas al servicio. Además, devolvió a Tina Vélez su café con leche, añadiendo una pastillita de sacarina británica.

—Yo, a estas horas, siempre bebo champán —dijo Visnú, con un mohín de pavo real.

—Lo apruebo —dijo Minifac, en tono afectadísimo—. Una mujer con esa costumbre demuestra saber lo que quiere. El champán siempre fue el néctar del triunfo.

Tina Vélez pensó que estaba asistiendo a un intercambio de gilipolleces, pero supo guardar silencio.

—Champán francés, bien sure, y naturellement y of course —proclamó Visnú.

—¿Es que existe otro tipo de champán? Para mí, lo que no sea Dom Perignon es agua de litines, cherie.

Las dos emitieron risitas de bacarrá. Tina Vélez empezaba a perder la paciencia.

—Es usted demasiado gastona, Minifac. A este paso no le quedará ni una libra esterlina para la jubilación. Que, dicho sea de paso, estará al caer.

—Una escritora nunca se jubila. Sobre todo cuando necesita champán francés para remojar la extremaunción.

Volvieron a reír, volvieron a brindar, y así sucesivas veces hasta que Tina Vélez estalló:

—Bueno, déjense ya de tonterías. Estamos buscando a Edipa Katastrós, escritora y vidente. En la isla de Patmos nos dijeron que es su huésped.

—Está aquí, en efecto, pero no sé si podrá bajar ahora. La he dejado haciéndole mimos a su novia.

—Será novio —se aventuró a decir Visnú De Meller—. Nos consta que lo tiene. En Patmos vimos su gimnasio.

—¿Un gimnasio del novio? Tal vez sí o tal vez no. ¿Es novia él? ¿Es novio ella? Si quiere que le diga la verdad, encantadora Visnú, yo ya no entiendo nada. De todos modos, haré que la avisen.

Ni Visnú ni Tina reconocieron a su esperada rústica en la figura que apareció al cabo de unos momentos. Y es que en lugar de pañoleta negra y mandil de pueblerina, Edipa aparecía vestida como un mozo sacado de una representación de La del soto del Parral.

Sonó una voz férrea y al mismo tiempo dulzona:

—Yo soy Edipa Katastrós, para servirla.

Tina Vélez la miró de arriba abajo. Había llegado a Grecia dispuesta a todo, pero no a tanto.

—Perdone, ¿usted no es un hombre?

—Depende de cómo se mire —contestó Edipa, con su sonrisa más misteriosa.

Y Tina Vélez comentó por lo bajo a Visnú De Meller:

—Para la presentación a la prensa tendría que afeitarse el bigote. De lo contrario, no dará el pego.

Elena Arquer y Victoria Barget se unieron al grupo, dando buena cuenta de la botella de champán y de otras tres que siguieron. Ninguno de los presentes regateó su atención a la dinámica Tina Vélez, que expuso sus intenciones respecto a Edipa y su obra. Cuando salió el tema de las visiones, la griega la interrumpió en un tono no exento de pedantería:

—Naturalmente, me interesa mucho que me represente usted, pero no es este el libro que yo podría ofrecerle.

—¡Cuidado! No me venga con innovaciones, que voy muy quemada con los gastos de este viaje. ¿Usted ve a la Virgen o no la ve?

—Ciertamente, pero una cosa es la esquizofrenia y otra la literatura. Para ser exactos: últimamente escribo bajo la influencia directa de Marguerite Duras…

A Tina Vélez le cayó el café con leche en el bolso.

—No me fastidie, guapa, que de esas cosas ya tenemos en Europa. En cada cafetín literario hay una Duras en potencia. Lo que me interesa son las rústicas provistas de inspiración. Y cuanto más analfabetas mejor. Vamos, palurdas metafísicas.

Intervino Elena Arquer, sin ocultar un deje burlón:

—Seguramente usted ignora lo que acaba de ocurrir en esta isla. Algo que podríamos definir como «la espantá de la Virgen».

Expuso en pocas palabras lo sucedido en la gruta del monte Ida. Al saber que una tal Afrodita había sustituido a María Santísima, la Vélez estuvo a punto de desmayarse. Según contaría Minifac, se la vio ligeramente atontada, como si el café con leche se le hubiese subido a la cabeza.

Tardó un buen rato en recuperarse, pero cuando lo hizo no le faltó su decisión habitual.

—Esta aparición de una diosa en pelota viva cambia todos mis planes, pero estoy segura de que usted, Edipa, podrá rectificar en provecho de todos. Piense en lo que vendió el Papa. Primero en librerías; después, en venta a domicilio, acompañando el libro con un rosario.

—Pues imagínese usted lo que podemos vender nosotros con la verdadera historia de mi vida. Imagínese usted una noble familia de Patmos, una dinastía que a lo largo de su historia ha ido acumulando grandes nombres. Marineros, comerciantes, coroneles… Y de pronto, allá en los años cuarenta de este siglo, nace un prodigio. Algo soterrado en el fondo de la mitología vuelve a la vida para asombro del mundo…, algo no calculado por todas las artimañas de la civilización…

—La Virgen, claro.

—No: el hermafrodita.

—No sé qué es, pero me da muy mala espina…

Intervino Visnú para demostrar que trabajaba en una editorial de obras clásicas:

—Sí, mujer: es una criatura que por arriba va de mujer y por abajo de hombre.

—¡Pues vaya novedad! Eso se ha visto en todos los cabarets de Europa. Sale una señorita con las tetas al aire, se quita las braguitas y le cuelga algo. Está muy manido, créanme.

—Pero no surgido de la naturaleza. No creado por la naturaleza con el propósito de engañarse a sí misma.

Elena Arquer se abrazó a Edipa, para asombro de todos los concurrentes:

—Añada al libro una segunda parte y tendrá un best-seller asegurado. Cierta mujer, llegada de lejanas tierras, encuentra en el hermafrodita atractivos que nunca imaginó. Primero, la sorpresa continuada de no saber si decidirse a llamarle Edipa o Stefanos. Después, la confirmación de una deliciosa anormalidad. Porque en esta misma isla la extranjera había concebido, años atrás, la semilla de un incesto…

—¡Dios mío! —exclamó Tina Vélez—. ¡Un hermano y una hermana!

—Un hermano y un hermano, para ser más exactos.

—¡Dos hombres!

—Dos gemelos divinos. Tan guapos, que su belleza debía quedar entre ellos para no contaminarse.

—¡Señoras! Ustedes no me proponen un libro: me están proponiendo el catálogo del circo de los horrores.

—Eso es lo que hay, querida amiga —dijo Minifac Steiman—. Y es una mezcla tan suculenta que no entiendo cómo no se apresura a sacar el contrato ahora mismo. Piense que, por mucho que venda el Papa, siempre habrá quienes prefieran otra salida. Por ejemplo, cómo Afrodita derrota a todas las Vírgenes con una sola aparición.

Visnú De Meller se puso a aplaudir de una manera que parecía alocada, incluso en ella:

—A mí, como mujer de mundo, me parece maravilloso porque Afrodita siempre es tan bella, tan rubia, tan liberada en todas sus cosas.

—Tú eres una cretina —exclamó Tina Vélez—. Que no estás bien de la cabeza, vamos. ¿O es que quieres arruinarme el tinglado? Pues menuda soy yo. En cuanto lleguemos a Madrid, llamo a tus jefes para decirles que eres una inepta. O en otras palabras: te consigo la jubilación antes de lo que esperas.

Visnú De Meller estaba apunto de echarse a llorar, cuando intervino Minifac, con voz airada:

—¿Por qué no manda a la porra a esa cretina?

—Porque vivo de esto —gimoteó Visnú—. ¡Ay de mí! Soy una mujer de mundo fatalmente destinada a servir a los zafios. Por un lado, los jefes de mi editorial, que sólo piensan en el marketing; por el otro, esa gansa, que sólo sabe hablar de dinero. Sólo tengo en la vida mi empleíllo, mi loro Valmont, y el té y la simpatía de Silvina Manrique.

—Mujer, siempre hay escritoras que necesitan secretarias sofisticadas —dijo Minifac, con una sonrisa que invitaba a seguirla—. Además, una mujer que tiene el detalle de llamarse Visnú no parece nacida para otro destino.

Visnú De Meller se llevó la mano al pecho para detener un pálpito indiscreto. En realidad, estaba a punto de desmayarse.

—¿Yo, secretaria de Minifac Steiman? ¿Yo, pasando a máquina el manuscrito de El amor es una lágrima en forma de perla o Tambores de pasión en los mares del Sur? ¿Yo leyendo, antes que nadie, el original de La amante de Saint-Tropez?

—Y muchas más cosas. Usted, una mujer de mundo, ayudándome a montar fiestas en mi residencia de Mallorca. Usted organizando mi hacienda toda. Usted de amiga y confidente.

—¡Sí, sí! He nacido para esto. Y, dígame, ¿podré mandar a buscar a mi lorito Valmont?

—Mandaré al chófer. Le encantan los loros porque su mujer lo fue en la otra vida. Le da usted las llaves de su apartamento y ya está. También podrá cuidar a mi gata Jackie… (¡la llamé así por la pobre Jacqueline Kennedy, a quien tanto echo de menos!).

—¡Oh, Minifac! Va mucho más lejos de todo cuanto sus lectoras esperamos de usted. ¡Para que luego digan que los milagros no existen! No se apareció la Virgen, pero sí una santa de altar.

Bañada en llanto, cogió la mano de su benefactora y empezó a besarla desaforadamente.

—Por favor —dijo Minifac, violenta—, no me llene la diestra de mocos, que tampoco es para tanto.

En aquel momento, Tina Vélez se levantó con su habitual brusquedad y gritó a pleno pulmón:

—¡Visnú! Acaba de decir idioteces, que nos vamos. Aquí ya no nos queda nada más que hacer.

Visnú la enfrentó con todas las ganas que le tenía desde que salieron de Barajas:

—Me parece que no has entendido bien. Me quedo en Creta y, después, me voy a Mallorca. Y además te devolveré todo el dinero que te ha costado mi viaje. Miss Steiman, ¿puede adelantarme mi primera mensualidad?

—Claro que sí. Y estoy segura de que me la devolverá porque una mujer de mundo es siempre cumplida. ¿Necesita dólares, dracmas, pesetas, francos o liras?

—¿No tendría yenes?

—Mujer, nunca los uso para viajar por Grecia.

—Era para pagarle a esa tipa con la moneda más alta del mercado. Claro que, si bien se mira, ¿por qué tengo que pagarle? Me ha llevado arrastrada y mortificada…

—¡Basta ya! —gritó la Vélez. Y mirando directamente a Edipa—: Escúcheme bien, vidente de pacotilla: yo vine aquí a ayudarle a vender. ¿Que no quiere? ¡Pues usted se lo pierde! ¡Hasta nunca, gorrinas! Buscaré algún estudiantillo del Opus a quien se le aparezca san Ignacio de Loyola.

Así se perdió en el olvido de todos aquella desagradable mercachifle de la cultura.

—¡Qué mujer tan burra! —exclamó Elena Arquer, entre risas—. Habría podido conseguir el libro de su vida, y se va con las manos vacías.

—No se extrañe —dijo Minifac—. Cuando una agente literaria, un editor o un productor de cine tienen una idea fija nadie los saca de ella. Y así anda el mercado, según los expertos.

Elena sonrió con picardía:

—Así anda, también, el mercado de la carne. Demasiada gente se niega al imprevisto. Luego no es raro que tantos envejezcan antes de tiempo.

Victoria Barget se acercó a Elena y le hizo un guiño, en señal de amistad.

—Es usted mucho más inteligente de lo que pensé cuando llegó a la isla de la Gorgona para defender los viles intereses de mi marido. Y ahora, dígame: ¿qué piensa hacer?

—Desde luego, no volveré a España. Usted se niega a responder a mis preguntas y no… no puedo presentarme ante mis jefes con las manos vacías.

—Tendrá que esperar mi decisión. ¡Y no sabe cuánto puedo prorrogarla!

—¡Qué le vamos a hacer! Me instalaré en su casa. Si usted me soporta, claro. No sé si la lejanía será un trauma. ¿Podré resistir la nostalgia de la patria? Espero que sí. Al fin y al cabo, nada me retiene en Madrid. Tengo a mis hijos casados.

—Y nunca mejor dicho, pues están casados entre ellos.

—Sólo está mi marido, ese pobre fracasado…

—Nadie puede exigirle a usted que asuma el fracaso de otros —dijo Victoria, afectando trascendencia.

—A ninguna mujer puede exigírsele tanto —confirmó Minifac.

—Alguien dijo alguna vez: bienaventurados los derrotados —dijo Edipa.

Y Elena Arquer se abrazó a ella, diciendo:

—Pues que alguien aprenda a decir a partir de hoy: bienaventuradas las triunfadoras.

Se concedieron el tiempo de una siesta, y si Visnú De Meller pudo conocer por fin los excesos del lujo, Elena Arquer sintió de nuevo los curiosos efectos de la transgresión. Gozó en brazos de Stefanos-Edipa, buscó en lo más profundo de su vocabulario cómo denominar aquel acto y acabó en la conclusión de que no siempre el mundo necesita palabras para ser definido. Son demasiado exactas, las condenadas.

No sabía si volvería a ver a Edipa o a Stefanos o cualquiera que fuese el nombre de aquella criatura. Tampoco tenía claro si deseaba volver a verla. Algo en la isla de Creta le decía que acababa de obtener una victoria sobre el tiempo, pero esta era vaga, confusa: tendría que esperar para poder definirla. Eso si su triunfo permitía definición.

A media tarde, ella y Victoria avanzaron por el muelle de Heraklion hacia el yate Artá. Esta vez no pidieron al capitán que se entretuviera en alta mar para tomar un baño. Esta vez el yate saltó sobre las olas, acompañado por esos delfines que, desde los tiempos más remotos, han señalado a los marineros la ruta de la prosperidad. Y a medida que se acercaban a la isla de Victoria, notaron que la gorgona no aullaba de furia, antes bien, proyectaba en el crepúsculo una sonrisa de placer. Señal inconfundible de que el gran Alejandro había vencido una batalla en algún lugar del inmenso país de los mitos.

En el embarcadero estaba esperando Borja Luis, el reyecito de los tritones. Tenía en las manos un master de algo y, en los labios, la sonrisa de bobo divino propia de ese misterioso disparate que los dioses llamaron juventud. Gracias a ella, y por compartirla, Victoria Barget volvía a ser, como al principio, una mujer de cuarenta y varios años… que sólo aparentaba veinte.

¿FIN DE LA NOVELA?