Pero sucedió que las cosas ocurrieron de una manera bastante distinta.
En primer lugar, no me desperté hasta pasadas las diez. Era un día hermoso. Me desayuné, y luego fui a Lewes, donde compré las flores. Luego regresé al chalet y bajé al sótano.
Cuando estuve allí, se me ocurrió echar un vistazo, el último, a las cosas de Miranda…
¡Aquélla idea fue una verdadera suerte para mí! Porque encontré el bloc en que ella estaba escribiendo una especie de Diario de su vida. Lo leí, y entonces comprendí que Miranda nunca me quiso; lo único que pensaba era en sí misma y en ese otro hombre.
Bueno, resulta que no bien desperté, empecé a concebir ideas mucho más sensatas. Es muy típico de mi carácter eso de ver el lado negro de las cosas a última hora de la noche y despertar después en un estado de ánimo completamente distinto.
Éstas ideas de ahora se me ocurrieron mientras tomaba el desayuno. No fueron deliberadas, meditadas, no. Llegaron, eso es todo. Una de ellas era sobre cómo podía deshacerme del cadáver. Pensé que si yo no iba a morir dentro de unas horas, podría hacer esto y aquello. Se me ocurrieron muchas ideas. Pensé que me gustaría probar que era posible hacerlo sin que nadie llegase a descubrirlo.
Era una mañana preciosa. La campiña de los alrededores de Lewes es, realmente, muy hermosa.
Pensé también que estaba obrando como si yo la hubiese matado, cuando la verdad era que había muerto de una enfermedad. Probablemente, un médico no habría podido salvarla, a mi juicio, porque ya estaba demasiado grave.
Y otra cosa. Aquélla mañana, en Lewes, se produjo una verdadera coincidencia… Me dirigía a la floristería, cuando en la esquina en que detuve la furgoneta para permitir el cruce de la gente, pasó una muchacha. Al primer momento me produjo una honda conmoción, y llegué a pensar que estaba viendo un fantasma. Tenía el mismo pelo, aunque no era tan largo. Quiero decir, que era de la misma estatura y tenía la misma manera de caminar que Miranda. No podía apartar los ojos de ella, y al final tuve que estacionar la furgoneta y caminar hacia donde iba ella.
Tuve la suerte de verla entrar en «Woolworths». La seguí, y pocos segundos después descubrí que trabajaba en la sección de bombonería.
Bueno: regresé al chalet con las flores y demás, y bajé a ver a Miranda, decidido a disponer las flores como lo había pensado. Me di cuenta de que no estaba en un estado de ánimo muy propicio a lo otro, y pensé que sería mejor que lo pensase más detenidamente. Pero después de eso, encontré las anotaciones de Miranda, y eso lo cambió Carlos en los días. Han transcurrido ya tres semanas desde todo lo que antecede.
Claro que nunca volveré a tener una huésped en el chalet, a pesar de que ahora tía Annie y Mabel decidieron quedarse definitivamente en Australia, y, por consiguiente, no me resultaría difícil.
Sin embargo, y por mero interés, desde entonces he estado estudiando los problemas que se presentarían si decidiese que fuera mi huésped esa chica de «Woolworths».
En primer lugar, vive en un diminuto poblado sito al costado opuesto de Lewes, en una casa que está a unos cuatrocientos metros de la parada del ómnibus. Para llegar a ella hay que recorrer un insignificante camino vecinal…
Como he dicho, sería posible (si yo no hubiera aprendido ya mi lección). No es una muchacha tan bella como Miranda, claro. Es más: se trata de una empleadita de tienda común, pero ése precisamente fue el mayor de mis errores antes: aspirar a una muchacha demasiado elevada socialmente para mí. Debía de haber comprendido que jamás habría conseguido lo que quería con una muchacha como Miranda, con todas sus ideas e inteligencia. Debí haber llevado al chalet otra que me respetase más. Alguna de la clase media inferior, o hasta de la clase obrera, a la que pudiera enseñar.
Miranda está en el cajón que yo mismo hice, bajo los manzanos. Tres días de duro trabajo necesité para excavar la fosa hasta la profundidad que quería. Pensé que iba a volverme loco la noche que bajé al sótano para meterla en el cajón y Llevarla fuera, hasta la fosa. Creo que no hay muchos hombres que hubieran sido capaces de hacerlo. Lo hice científicamente. Planeé todo lo que era necesario hacer, sin tener en cuenta para nada mis naturales sentimientos.
No podía tolerar ni siquiera la idea de bajar al sótano y verla de nuevo. Había oído decir que los cadáveres se vuelven verdes, y color púrpura, con grandes manchones, por lo cual bajé con una manta vieja frente a mí y la extendí ante mi cara hasta que estuve al lado de la cama. Luego la tendí sobre el cadáver, enrollé el cuerpo en ella con las sábanas y todo, lo introduje en el cajón y poco después ya estaba clavado.
El hedor que había en el sótano lo eliminé con el ventilador y un fumigador.
El sótano está limpio ahora, y ha quedado como nuevo.
Pondré esas anotaciones de Miranda y el mechón de pelo que le corté en la caja de hierro que tengo en la buhardilla. No será abierta hasta que yo muera, lo cual no espero que ocurra hasta dentro de cuarenta o cincuenta años.
Todavía no me he decidido del todo respecto de Marian (¡otra M! Oí al jefe de su sección llamarla por ese nombre). Ésta vez no será por amor, sino por el interés de la aventura, para compararla con Miranda y, claro, por lo otro, que, como digo, me gustaría hacer con más lujo de detalles, y podría enseñarla a ella.
Las ropas de Miranda le quedarán muy bien, porque tiene su mismo cuerpo. Claro que, desde el primer momento, me cuidaría mucho de una cosa: hacerle saber quién sería el amo, y qué esperaba de ella.
Pero, por el momento, no es más que una idea. Bien es verdad que hoy he puesto otra vez la estufa en el sótano, pero sólo porque la habitación necesita secarse.