Octubre, 25
Tengo que escapar… ¡Tengo que escapar!
Hoy he pasado horas y horas pensando en ello. Se me ocurren las ideas más alocadas. ¡Calibán es tan astuto, que parece increíble!
Tiene que parecer que jamás trato de huir. Pero lo que pasa es que no puedo intentarlo todos los días. Eso es lo malo. Tengo que espaciar las tentativas. ¡Y cada día que paso aquí es como una semana fuera!
La violencia no me servirá de nada. Tengo que hacerlo a fuerza de astucia.
Cara a cara, no puedo ser violenta. La sola idea me hace temblar las rodillas. Recuerdo un día que paseaba con Donald por el East End, después de haber recorrido algunas partes de Whitechapel. Vimos a un grupo de bravucones que rodeaba a dos hindúes de mediana edad. Cruzamos la calle. Yo me sentía descompuesta. Los bravucones gritaban, insultaban y se mofaban de los dos hindúes, obligándolos a dejar la acera y caminar por la calzada.
Donald me dijo:
—No podemos hacer nada —y fingió despreocuparse, y nos alejamos cuanto antes.
Pero fue bestial aquella violencia de los bravucones y nuestro miedo a su violencia.
¡Es inútil! Hace media hora que trato de dormirme y no puedo. Escribir aquí es algo así como una droga. Es lo único que espero siempre con afán.
Ésta tarde leí lo que anteayer escribí sobre G. P. Y me pareció una cosa vívida. Sé que me parece vívida porque mi imaginación llena todos los pequeños vacíos que otra persona no comprendería. Quiero decir, que es vanidad. Pero parece algo así como magia eso de poder hacer que resucite mi pasado. Y no puedo, ¡no puedo!, vivir en este presente. Si lo hiciera algún tiempo más, enloquecería.
Hoy estuve pensando en el día que llevé a Piers y Antoinette a conocer a G. P. Su aspecto sombrío. No: fui una estúpida, una verdadera estúpida. Habían ido a Hampstead a tomar un café conmigo, y debíamos ir al «Everyman», pero la cola era demasiado larga. Por eso les permití que me convencieran y actué como cicerone para recorrer los alrededores.
Fue una vanidad por mi parte. Yo les había hablado demasiado de él. Por eso empezaron a insinuar que yo no demostraba ser tan amiga suya si tenía miedo de llevarles para conocerlo. Y caí en la trampa.
Al abrirnos la puerta, me di cuenta de que la visita no le agradaba, pero nos pidió que pasáramos. Fue terrible. Realmente terrible. Piers estaba en uno de sus momentos más melosos y repugnantes, y Antoinette casi se parodiaba a sí misma, tan sexual era su actitud. Intenté excusar a todos ante todos. G. P. estaba de un humor tan negro, que advertí cómo se esforzó muy especialmente en ser descortés y brutal. Podría haberse dado cuenta de que Piers sólo trataba de ocultar su sensación de inseguridad.
Intentaron llevarle a discutir su trabajo propio, pero él se negó. Comenzó a mostrarse afrentoso, y dijo todo género de cosas cínicas sobre la «Escuela Slade» y varios pintores: cosas que me consta no cree. Lo cierto fue que consiguió escandalizarnos a Piers y a mí, pero Antoinette tenía que superarnos…, o morir. Sonrió tontamente, movió mucho las pestañas y dijo cosas todavía peores que G. P. Entonces él cambió de rumbo. Y nos interrumpió secamente una y otra vez, cuando intentamos hablar (a mí también).
Y entonces hice una cosa aún más estúpida que el haberlos llevado allí. Se produjo una pausa, y G. P. creyó evidentemente que estábamos a punto de retirarnos. Pero yo pensé que veía a Antoinette y Piers bastante divertidos con todo aquello, y tuve la seguridad de que era porque creían que yo no lo conocía tan bien como les había asegurado. En consecuencia, tuve que tratar de demostrarles que podía manejarlo.
—¿No podríamos oír un disco, G. P? —pregunté.
Por un instante me miró como a punto de contestarme con una rotunda negativa, pero por fin contestó:
—¿Por qué no? Oigamos a alguien que diga algo, para alterar un poco el ambiente.
No nos brindó la ventaja de una elección. Se acercó al tocadiscos y puso uno.
Se tendió en el diván, y cerró los ojos, como solía hacerlo. Piers y Antoinette pensaron evidentemente que se trataba de una pose.
Se había creado una atmósfera tensa y molesta. Quiero decir, que la música, después de todo lo que acababa de ocurrir, empeoró las cosas. Piers empezó a sonreír estúpidamente a Antoinette, y ésta emitió una leve risita que sonaba a hueco. Yo sonreí. Lo confieso.
Piers se introdujo el dedo meñique en un oído y empezó a escarbarlo. Luego se apoyó en un codo, con la frente entre sus dedos extendidos, y sacudió la cabeza cada vez que el instrumento (no pude saber qué instrumento era entonces) vibraba. Fue terrible. Y Antoinette hizo un ruido raro con la boca, que tuve la seguridad de que G. P. oiría.
Oyó. Abrió los ojos, y vio a Piers que seguía escarbándose el oído. Y Piers vio que el otro lo había visto, y sonrió como si dijera «No nos haga caso». G. P. se puso en pie de un salto y detuvo el tocadiscos. Luego preguntó:
—¿No le gusta?
Piers contestó:
—¿Tiene que gustarme?
—Eso no tiene gracia, Piers —intervine.
—Que yo sepa, no hacía el menor ruido. ¿Tenemos que decir que nos gustaba ese disco? —agregó Piers.
—¡Salga de aquí! —tronó G. P.
—Temo que, cuando oigo algo así, pienso siempre en Beecham —dijo Antoinette.
—Me deleita que usted admire a Beecham —dijo G. P. (Cuando se irrita, su cara se vuelve endiablada)—. Era un pomposo idiota, que se oponía a todo lo creativo en el arte de su tiempo. Y si no puede distinguir entre el ruido de dos esqueletos bailando sobre un techo de chapa de cinc y un clavicordio, que el destino la ayude. —Se volvió a Piers, y agregó—: En cuanto a usted, creo que es el idiota más formidable que me he echado a la cara en muchos años… —Se volvió, me miró un instante y añadió—: ¿Son todos tus amigos como estos dos ejemplares?
No me fue posible decir una palabra. Me quedé paralizada. Naturalmente, me había enfurecido, y ellos también, pero de todos modos mi vergüenza era mil veces mayor que mi furia.
Piers se encogió de hombros. Antoinette adoptó una actitud de sorpresa, pero estaba vagamente encantada y divertida, la muy perra. Yo estaba roja como un tomate. Y ahora vuelvo a enrojecer, al recordar lo que sucedió a continuación.
—Cálmese —dijo Piers—. En definitiva no es más que un disco.
Supongo que estaba irritado también, y tuvo que haberse dado cuenta de que lo que decía era una cosa estúpida.
—¿Así que usted cree que no es más que un disco? —respondió G. P.—. Nada más que un disco, ¿eh? ¿Es usted igual que la tía de esta pequeña tonta? ¿Cree usted también que Rembrandt se cansaba y aburría a la mitad de sus cuadros? ¿Cree que Bach hacía muecas y emitía una risita estúpida cuando escribía la música que acaba de oír?
Piers daba la impresión, en aquel momento, de un hombre desinflado, casi aterrorizado.
—¡Conteste! —le gritó G. P. furioso—. ¿Cree usted eso?
Tenía un aspecto terrible. Y lo era, porque había provocado todo aquello y decidido de antemano obrar como lo hacía. Y lo era, maravillosamente, porque la pasión, la verdadera pasión es algo que nos es dado contemplar muy pocas o ninguna vez. Yo me he criado entre gente que siempre ha tratado de ocultar sus pasiones. G. P. se nos presentaba ahora crudamente. Desnudo. Trémulo de furia.
—Nosotros no tenemos la edad que tiene usted —dijo Piers.
Sus palabras tenían un tono patético, débil, lastimero. Y lo mostraban como lo que era en realidad.
—¡Cristo! —bramó G. P.— ¡Estudiantes de pintura…! ¡De pintura!
No puedo reproducir lo que dijo después. Hasta Antoinette pareció escandalizada.
Sin decir palabra, nos fuimos. La puerta del estudio se cerró violentamente a nuestras espaldas, cuando empezábamos a bajar la escalera. Yo mascullé un «Pedazo de imbécil» a Piers cuando llegamos al último peldaño y saqué a los dos a empujones a la calle.
—¡Querida…! ¡Te matará! —dijo Antoinette.
Yo cerré la puerta en sus narices y esperé. Al cabo de un rato, oí música de nuevo en el estudio. Subí lentamente la escalera y abrí la puerta. Tal vez me oyó, no sé, pero no levantó la cabeza, y yo me senté en una banqueta cerca de la puerta, hasta que terminó el disco.
—¿Qué quieres, Miranda? —me preguntó.
—Decirte que siento mucho lo ocurrido —contesté—. Y oírte decir lo mismo.
Él se levantó, se fue hasta la ventana y quedó mirando hacia fuera.
—Sé que me porté como una estúpida —dije—, y puede que sea una pequeña, pero no una tonta, por lo menos no tanto.
—Pero tratas de serlo —dijo él.
—Podrías habernos dicho que nos fuéramos. Habríamos comprendido.
Hubo un silencio. Él se volvió para mirarme, y agregué:
—Siento mucho…
—Vete a casa. No podemos acostarnos juntos… —Cuando me puse en pie agregó—: Me alegro de que hayas vuelto. Eso te presenta a mis ojos con un aspecto más favorable.
Bajé la escalera, y él salió detrás de mí.
—No quiero acostarme contigo —dijo—. Me refería a la situación, no a nosotros ¿Comprendes?
—Claro, claro, comprendo —contesté.
Bajé, muy en mujer, ardiendo en deseos de hacerle sentir que me había hecho daño.
Al abrir la puerta de la calle, me dijo:
—He estado bebiendo. Tal vez sea eso…
Lo miré sin responder, y agregó:
—Te telefonearé.
Lo hizo. Me llevó a un concierto, para que oyese a los rusos interpretar a Chostakovich. Y se portó maravillosamente. Así era él, el verdadero G. P. Aunque jamás pidiera disculpas ni perdón por nada de lo que hacía.
Octubre, 26
No le tengo confianza. Ha comprado esta casa. Si me deja ir, tendrá que confiar en mí. O tendrá que vender la propiedad y desaparecer antes que yo pueda (pudiera) llegar a la Policía. Cualquiera de las dos soluciones estaría en desacuerdo con su carácter.
Esto es demasiado deprimente. ¡Tengo que creer que cumplirá su palabra!
Gasta dinero y más dinero en mí. Debe llegar a unas doscientas libras esterlinas. Libros, discos, ropas, cuanto le pido. Ya tiene todos los números de vestido, calzado, etcétera. Le bosquejo lo que quiero, mezclo colores para darle una idea, y él hace lo demás. Hasta me compra todas las prendas más íntimas. No puedo ponerme los modelos negro y durazno que me compró antes, así que le dije que fuera a comprar algo sensato en «Marks and Spencer». Claro que, para él, debe de ser una verdadera agonía comprar ropa para mí (¿qué hará en la farmacia?), por lo cual varias veces me he preguntado si no puede comprarlo todo junto. Pero ¿qué pueden pensar los comerciantes y empleados de él, al verle comprar braguitas, sujetadores, camisones, etcétera? Le pregunté qué decían cuando pedía esas cosas, y se puso colorado. Me parece que creen que soy una esposa muy particular. Y ese pensamiento me hizo reír por primera vez desde que estoy encerrada aquí.
Cada vez que me compra algo, creo que es una prueba de que no va a matarme o hacerme algo desagradable.
Ya sé que no debería, pero me gusta cuando viene a la hora del almuerzo, de vuelta de donde ha ido. Siempre trae paquetes. Es como vivir en un perpetuo día de cumpleaños o Reyes, sin siquiera tener que dar las gracias a los bíblicos monarcas. Algunas veces me trae hasta cosas que no le he pedido. Siempre trae flores, y eso es hermoso. Bombones, pero resulta que él come muchos más que yo. Y no deja de preguntarme a cada momento qué me gustaría que me comprara.
Sé que es el diablo, que me enseña el mundo que puede ser mío. Por eso no me vendo a él. Le cuesto mucho en pequeñas cosas, pero sé que él quiere que le pida algo grande. Se muere por conseguir que yo le esté agradecida. Pero no lo conseguirá.
Hoy se me ha ocurrido un pensamiento horrible. Que puedan haber sospechado que el autor de mi secuestro sea G. P. Caroline tiene que haber dado su nombre a la Policía. ¡Pobre! Seguro que contestará sarcásticamente, y a la Policía no le gusta eso.
Hoy he estado tratando de dibujarlo. Extraño. Es inútil. No me sale ni siquiera parecido.
Sé que es bajo, sólo un par de centímetros más alto que yo (siempre he soñado con hombres altos, pero eso es una tontería).
No tardará mucho en quedarse calvo, y tiene una nariz de judío, aunque no lo es (no es que me importe que lo fuera). Su rostro es demasiado ancho, y tiene el aspecto de haber sido golpeado, o gastado, hasta convertirlo en algo así como una careta, por lo cual nunca creo del todo las expresiones que descubro en él. Percibo cosas que pienso que tienen que proceder de dentro, pero nunca estoy muy segura.
Bajo, ancho, de cara ancha y nariz curva, hasta parecer un poco turca. No se parece en nada al típico inglés.
Tengo, sobre la hermosura de los ingleses, esta tonta noción: publicidad.
Hombres de Ladymont.
Octubre, 27
El agujero o túnel alrededor de la puerta es mi mejor probabilidad de éxito. Creo que tengo que intentarlo pronto. Y me parece que he conseguido una manera de mantenerlo alejado del chalet. Ésta tarde he estado estudiando muy cuidadosamente la puerta. Es de madera, con una chapa de hierro por la parte interior. Terriblemente sólida. Jamás podría romperla, echarla abajo, o forzarla abierta. Él se ha asegurado de que no haya nada que pueda servirme de palanca.
He empezado a guardar algunas «herramientas». Un vaso que puedo romper. Así tendré algo cortante. Un tenedor y dos cucharas. Son blandas, de aluminio, pero pueden resultarme útiles. Lo que más necesito es algo duro y afilado, para ir sacando el cemento que une las piedras. Una vez que consiga hacer un agujero, creo que no me será muy difícil poder llegar al sótano principal.
Esto me hace sentirme práctica. Activa. Emprendedora. Pero hasta ahora nada he hecho.
Tengo más esperanzas. No sé por qué, pero las tengo.
Octubre, 28
G. P. es un artista y un pintor. El juicio de Caroline sobre él es horrible, pero tiene algo de verdad. No se trata de eso que él denominaría «fotografía». Pero tampoco es absolutamente individual. Opino que lo que pasa es que G. P. ha llegado a las mismas conclusiones que Paul Nahs. Y, o advierte eso (que sus paisajes tienen una evidente cualidad Nashista), o no. De cualquiera de las dos maneras, es una crítica contra él.
Soy objetiva en lo que a él se refiere. Para sus defectos.
Su odio contra la pintura abstracta —y hasta contra pintores como Jackson Pollock y Nicholson—, por ejemplo. No alcanzo a comprender a qué se debe. Intelectualmente, estoy más que medio convencida por él, pero eso no obsta para que crea que son hermosas algunas de las telas que él considera malas. Quiero decir que es demasiado celoso. Condena demasiado.
Eso no me importa mucho. Trato de ser honesta al referirme a él, y al hablar de mí. Él odia a las personas que no «terminan lo que empiezan», pero él mismo incurre en ese pecado. Demasiado. Pero tiene principios, menos cuando se trata de mujeres. En ese sentido hace que muchas personas poseedoras de los así llamados principios parezcan latas vacías a su lado.
(Recuerdo que una vez dijo sobre una tela de Mondrian: «No se trata de que le guste a uno, sino de si debe gustarle». Le desagrada la pintura abstracta por principio. Pero no hace el menor caso de lo que siente).
Y, deliberadamente, he dejado lo peor para el final. Las mujeres.
Debió de haber sido la cuarta o quinta vez que fui a verle a su estudio.
Me encontré allí a esa mujer llamada Nielsen. Supongo (ahora) que habían estado acostados juntos. ¡Entonces yo era tan inocente…! Pero me pareció que no les importaba ni poco ni mucho mi llegada. No necesitaban haber contestado cuando hice sonar la campanilla. Y ella se mostró cordialísima conmigo, aunque dándose un poco el aire de «ama de casa». No puede tener un día menos de cuarenta años, y no me explico qué puede verle él. Después, mucho tiempo después, creo que fue en mayo, y yo había estado allí la noche antes pero él había salido (o estaba acostado con alguien), le encontré solo y hablamos un buen rato (me estaba hablado de John Minton), cuando de pronto puso un disco de música hindú y los dos nos callamos. Pero aquella vez no cerró los ojos, y se quedó mirándome hasta avergonzarme. Cuando finalizó el disco hubo un silencio. Le pregunté:
—¿Le doy la vuelta?
—No, no —me respondió.
Estaba en la semipenumbra, y no podía verlo muy bien.
De repente me preguntó:
—¿Quieres acostarte conmigo?
—No —le respondí.
Me había cogido de sorpresa, y me pareció que mi negativa sonaba ridícula, como asustada.
—Hace diez años —dijo él, sin apartar los ojos de mí— me habría casado contigo. Habrías sido mi segundo casamiento desastroso.
Aquello no fue una gran sorpresa para mí, porque hacía varias semanas que la esperaba. Se levantó y vino junto a mí.
—¿Estás segura de que no quieres? —preguntó.
—No he venido aquí para eso —le dije—. Te lo aseguro.
Me pareció poco propio de él proponerme semejante cosa. Tan crudo. Ahora pienso, mejor dicho, sé, que quería mostrarse bondadoso conmigo. Deliberadamente obvio y crudo, de la misma manera que algunas veces me deja que le gane alguna partida de ajedrez.
Se fue a preparar un café turco, y me dijo desde el otro lado de la puerta:
—Me resultas una mujer un tanto incomprensible.
Yo me acerqué a la puerta de la cocina, mientras él vigilaba la cafetera. Me miró y dijo:
—Algunas veces juraría que lo deseas.
—¿Qué edad tienes? —le pregunté.
—Podría ser tu padre. ¿Es eso lo que querías decirme?
—No; es que odio la promiscuidad —contesté, aunque, en realidad, no era eso lo que quería decir.
Estaba de espaldas a mí. Me sentía irritada con él, porque me parecía tan irresponsable…
—De todos modos —dije—, no me atraes en ese sentido.
—¿Qué quisiste decir con eso de «promiscuidad»? —preguntó, sin volverse hacia mí.
—Ir a la cama juntos por placer. Sexo y nada más que sexo. Sin amor. Eso es lo que yo llamo promiscuidad.
—¡Ah! —exclamó él—. Entonces, yo soy un gran pecador en ese sentido. ¡Jamás me acuesto con las mujeres a quienes amo! Lo hice una vez, y basta.
—Recuerdo que me advertiste que huyese de Barber Cruikshank —dije.
—Sí, y ahora te advierto contra mí mismo —repuso. Siguió vigilando la cafetera, hasta que por fin la levantó en el último instante, antes que se volcase—. He observado que tienes un puntito rojo en los ojos. ¿Qué es? ¿Pasión? ¿O señal de peligro?
—No sé, pero cama no es —dije.
—Bueno, para mí, pero para algún otro…
—Para ninguno.
Me senté en el diván, y él, en la alta banqueta junto al banco de trabajo.
—Me parece que te he horrorizado —dijo.
—No, no: ya estaba sobre aviso.
—¿Tu tía?
—Sí.
Se volvió, y sirvió el café, con exquisito cuidado, en las dos tacitas.
—Toda mi vida he tenido que contar con una mujer. En su mayoría, sólo me han traído infelicidad, sobre todo las que mantuvieron conmigo relaciones que suponía eran puras y nobles. Mira —señaló a una fotografía de sus dos hijos—: ése es el noble fruto de unas relaciones nobles.
Tomé mi tacita y me recliné contra el banco, separada de él.
—Robert tiene sólo cuatro años menos que tú ahora —dijo—. No; no lo bebas todavía. Déjalo posar.
No parecía estar muy cómodo. Como si no tuviese más remedio que hablar. Ponerse a la defensiva. Desilusionarme y, al mismo tiempo, ganarse mi simpatía.
—El deseo —dijo— es una cosa muy simple. Inmediatamente se llega a un entendimiento. Los dos desean acostarse juntos, o uno de los dos no quiere. ¡Pero el amor…! Las mujeres a quienes he amado me han dicho siempre que soy egoísta. Parece que eso es lo que hace que me amen… y luego me odien. ¿Sabes qué es lo que ellas creen siempre egoísmo? No es que yo pinte a mi manera y no a la de otros; tampoco es que viva como me place, y hable como quiera hablar… No: todo eso no les importaría. Por el contrario, hasta parece que las excita. Lo que no pueden resistir es que yo las odie cuando ellas no se comportan como realmente son, cuando quieren imitar a otras.
Hablaba como si yo fuese otro hombre, con el cual no necesitaba andarse con medias tintas.
—Las personas como esa maldita tía tuya —agregó— creen que soy un cínico, un arruinador de hogares. Un libertino. Te juro que jamás en mi vida he seducido a una sola mujer. Me gusta la cama, y me gusta el cuerpo femenino. Me gusta la forma en que hasta la mujer más superficial se vuelve hermosa cuando se queda sin una sola prenda de ropa y está convencida de que va a dar un enorme y pecaminoso paso. La primera vez, siempre ocurre así. ¿Sabes lo que está casi extinto en las representantes de tu sexo?
Me miró de soslayo, y yo respondí con un movimiento negativo de cabeza.
—La inocencia. La única vez que la ves es cuando una mujer se quita toda la ropa y no puede mirarte directamente a los ojos. Sí: sólo ese primer instante de la primera vez. Pero luego se esfuma… y, ¡mutis Anadiomena!
—¿Quién es esa señora? —pregunté, sonriente.
Me lo explicó. Yo pensaba: «No debería permitirle que me hable de esta manera. Está tendiendo una red a mi alrededor». Es decir, más que pensarlo lo sentía.
—He conocido a docenas de muchachas y mujeres como tú —dijo—. Algunas de ellas, bien; a otras las he hecho mías en contra de sus principios y los míos. Me casé con dos de ellas. Otras apenas las he llegado a conocer…
Hubo un silencio y, de pronto, me preguntó:
—¿Has leído a Jung?
—No —respondí.
—Ha dado a la mujer un nombre. No es que ayude, porque el mal es tan malo como el remedio.
—Dime ese nombre —pedí.
—A las enfermedades no se les dicen sus nombres.
Otro extraño silencio, como si hubiésemos llegado al final de algo. Como si él hubiese esperado que yo reaccionase de otra manera: más irritada o más escandalizada, tal vez. Me sentía escandalizada e irritada después (de un modo particular). Pero me alegro de no haber escapado. Fue una de esas noches en que una crece. De pronto tuve la sensación de que o tenía que comportarme como una muchacha horrorizada, que en esa época del año anterior estaba todavía en la escuela, o como una mujer adulta.
—Eres una chiquilla extraña —me dijo por fin.
—Anticuada, querrás decir, ¿no? —contesté.
—Si no fueras tan linda, serías muy aburrida.
—¡Ah, muchas gracias! —exclamé, irónica.
—En realidad, no esperaba que aceptases acostarte conmigo —dijo.
—Ya lo sé.
Me miró largamente. Luego cambió: sacó el tablero de ajedrez, y jugamos una partida, que me permitió que ganase. No lo confesó, pero estoy completamente segura de que se dejó ganar. Apenas si cambiamos media docena de palabras. Parecíamos comunicarnos por medio de las piezas. Y en mi triunfo hubo algo muy simbólico, que él deseaba que yo sintiese. No sé lo que fue. No sé si fue que él quería que yo viese mi «virtud» triunfar sobre su «vicio», o algo todavía más sutil: que, algunas veces, perder es ganar.
La visita siguiente que le hice, me regaló un dibujo que había hecho. Era de la cafetera y las dos tacitas, sobre el banco. Divinamente dibujados todos los objetos, absolutamente simple la ejecución, totalmente despojado el conjunto de todo nerviosismo o espectacularidad, libre de ese aspecto «alumno de escuela de pintura» que tienen los dibujos que yo hago de los objetos más simples.
Nada más que las dos tacitas y la cafetera de cobre, y su mano. O una mano, apoyada en una de las tacitas. En el respaldo del papel escribió: Apres, y la fecha. Y más abajo: Pour «une» princesse lontaine. La palabra «une» estaba fuertemente subrayada.
Quería escribir algo sobre Toinette, pero estoy demasiado cansada. Quiero fumar cuando escribo, pero el humo hace que la atmósfera del sótano se vuelva irrespirable.
Octubre, 29
Se ha ido en la furgoneta a Lewes. Voy a escribir sobre Toinette.
Había pasado un mes desde aquel día del disco de Bach. Debí adivinar, porque ella estuvo varios días melosa conmigo, mirándome picarescamente. Creí que se trataba de algo relacionado con Piers. Y una noche hice sonar la campanilla, y de pronto me di cuenta de que la puerta no estaba cerrada. La empujé y miré hacia arriba, por la escalera, al mismo tiempo que Toinette miraba hacia abajo. Nuestras miradas se encontraron. Al cabo de un rato se acercó al descansillo, y vi que estaba vistiéndose. No me dijo una palabra. Sólo hizo un gesto con la mano, invitándome a subir al estudio. Y lo peor fue que yo estaba roja de vergüenza, y ella no. Sólo risueña.
—¡No te escandalices, querida! —me dijo—. Él volverá dentro de unos dos o tres minutos. Ha ido a buscar…
Pero nunca supe qué había ido a buscar G. P. porque, sin darle tiempo a que terminara la frase, me fui.
Nunca he analizado realmente por qué estaba tan irritada y escandalizada, tan herida. Donald, Piers, David, todos saben que ella vive en Londres igual que vivía en Estocolmo. Me lo dijo ella misma, y ellos también. Además, G. P. ya me había confiado cómo era en cuestión de mujeres.
No eran simplemente celos. Era el hecho de que alguien como G. P. tuviese algo tan íntimo con una mujer como ella, tan real y tan superficial, tan falsa y tan fácil. Pero ¿por qué había de mostrarme consideración de ninguna clase? No me era posible descubrir la menor razón para ello.
Tiene veintiún años más que yo. Es nueve años más joven que papá.
Durante los días que siguieron, no fue G. P. con quien yo estaba disgustada, sino conmigo misma. Con mi estrechez mental. Me impuse ver a Toinette y escucharla. No alardeó de su conquista, y me pareció que aquella actitud le había sido impuesta por G. P.
Al día siguiente volvió, según me dijo, para hacerme saber que lo sentía y que aquello «había ocurrido casi sin darse cuenta».
¡Me sentí terriblemente celosa! Él y ella me hicieron creerme más vieja que ellos. Eran como niños malos, felices porque tenían un secreto entre sí. Me fui.
Una semana después, G. P. me llamó por teléfono, una noche, a casa de Caroline. No parecía sentirse culpable de nada. Le contesté que estaba muy ocupada y no podía verle. No: aquella noche no podía salir. Si hubiese insistido, me habría negado, pero parecía a punto de cortar la comunicación, y entonces le dije que iría al día siguiente. ¡Ansiaba tanto que él se diese cuenta de que me había herido profundamente…! Y por teléfono, eso no es posible.
—Me parece que estás viendo con demasiada frecuencia a ese hombre —me dijo tía Caroline.
—Ahora tiene un asunto con esa muchacha sueca —le respondí.
Hasta conversamos un rato sobre el tema. Yo me mostré muy equitativa. Lo defendí. Pero cuando me había acostado ya, le acusé ante mí misma. Por espacio de varias horas.
Lo primero que me dijo en cuanto me vio al día siguiente, y según me pareció con toda sinceridad, fue:
—¿Se portó como una ramera contigo, pequeña?
—No —respondí—. En absoluto. ¿Por qué habría de hacerlo?
Así, sin darle importancia, como enteramente despreocupada.
Sonrió: «Ya sé lo que sientes», parecía decirme aquella sonrisa. Me dieron ganas de darle una bofetada, porque la verdad era que no podía fingir con éxito que no me importaba. Y eso empeoraba mi posición.
—Los hombres somos viles —dijo.
—Lo más vil que tienen es que pueden decir eso con una sonrisa en los labios —contesté.
—Eso es cierto —repuso él—. Y se produjo un silencio. Lamenté haber ido a verlo. Hubiera deseado, en aquel momento, alejarlo para siempre de mi vida. Miré hacia la puerta del dormitorio. Estaba entornada. Podía ver un extremo del lecho.
—Lo que pasa es que todavía no he conseguido poner a la vida en compartimientos —dije.
—Escúchame, Miranda —repuso—. Ésos veinte años largos que hay de diferencia entre tu edad y la mía constituyen la respuesta. Yo tengo muchos más conocimientos de la vida que tú. He vivido más, y traicionado más, y visto más traiciones. A tu edad, uno está lleno de ideales. Tú crees que porque yo puedo, algunas veces, determinar lo que es trivial y lo que es importante, en materia de pintura, debería ser más virtuoso. Pero es que yo no quiero ser virtuoso. Mi encanto para ti (si es que tengo alguno) es simplemente mi franqueza. Y mi experiencia. No mi bondad. Yo no soy un hombre bueno. Es posible que, moralmente, sea más joven aún que tú. ¿Puedes comprender eso?
Decía únicamente lo que yo, sentía. Yo era rígida, y él, flexible, y, sin embargo, debía ser al revés. La culpa es toda mía. Pero yo seguía pensando: «Me llevó al concierto y volvió aquí para estar con ella». Recordé algunas veces que hice sonar la campanilla y nadie contestó. Ahora comprendo que eran celos sexuales, pero entonces se me antojó que era una traición de principios. (Todavía no sé, porque, en cuanto a eso, mi mente es un verdadero caos. No me es posible juzgar).
—Me gustaría oír a Ravi Shankar —le dije, porque no me fue posible decirle: «Te perdono».
Escuchamos el disco. Luego jugamos una partida de ajedrez. Y me ganó fácilmente. Ni la menor referencia a Toinette, como no fuera al final, ya en la escalera, cuando me dijo:
—Quiero que sepas que eso ha terminado.
Yo no le contesté.
—En ella, el asunto fue sólo por diversión —dijo.
Pero ya nunca fue lo mismo. Hubo una especie de tregua. Le vi unas cuantas veces más, pero nunca a solas. Le escribí dos cartas cuando estuve en España, y él me contestó con una postal. Le vi una vez a principios de este mes. Pero escribiré sobre eso otro día. Y escribiré también con respecto a la extraña conversación que tuve con la mujer ésa, Nielsen.
Toinette me dijo:
—Me habló de sus hijitos, y me dio mucha lástima. Me contó que ellos le pedían que no fuese a buscarlos a la escuela, sino que los esperase en el pueblo. Se avergonzaban de que le viesen a él. Y que ahora Robert (que está en Marlborough) le trata como protegiéndolo, paternalmente.
Nunca me habló acerca de ellos. Tal vez en su fuero interno cree que yo pertenezco al mismo mundo. Que soy solamente una pequeña pedante de la clase media, recién salida de un internado de niñas.
Por la noche.
Hoy intenté otra vez dibujar a G. P. de memoria. Pero es inútil. No puedo.
Calibán estaba sentado leyendo el libro que le recomendé. Había terminado mi cena. Varias veces lo vi levantar la cabeza para ver si le observaba, y luego, calcular cuántas páginas le faltaban para terminar el libro.
Lo lee únicamente para demostrarme con qué fervor está intentando todo cuanto le digo que debe hacer.
Ésta noche pasaba frente a la puerta de la calle (iba al cuarto de baño), y le dije:
—Bueno: muchas gracias por esta encantadora velada. Adiós.
Hice como si fuera a abrir la puerta. Naturalmente, estaba cerrada con llave. Parecía como si estuviera atrancada, y se lo dije.
Él no se había levantado, y me observaba atentamente.
—Era sólo una broma —le dije.
—Ya lo sé —contestó.
Es raro, pero hizo que me sintiera una tonta, por no sonreírme.
Claro que G. P. intentaba constantemente que yo me acostara con él. No sé por qué, pero ahora que estoy aquí, encerrada, veo eso mucho más claramente que entonces. Me escandalizaba, abusaba verbalmente de mí, me hacía rabiar, pero todo sin maldad. Oblicuamente. Jamás me forzaba en nada. Ni me tocaba. Quiero decir, que siempre me respetó de una manera extraña. Creo que en realidad él no se conocía a sí mismo. Quería horrorizarme, para atraerme o alejarme, ni él mismo sabía qué. Y lo dejaba en manos de la casualidad.
Hoy Calibán sacó unas fotos mías. No muchas, porque le dije que los fogonazos del magnesio hacían que me dolieran los ojos. No me gusta nada que esté siempre ordenándome. Se muestra terriblemente obsequioso, y siempre está con que si «¿Querría usted esto?», o «¿Querría usted esto otro?».
Cuando estaba preparando la cámara fotográfica, me dijo:
—Debería usted intervenir en esos concursos de belleza.
—Muchas gracias —respondí.
(El modo en que nos hablábamos es digno de dos locos. Lo veo ahora cuando lo escribo. El habla como si yo estuviese en libertad de irme cuando quisiera, y yo hago más o menos lo mismo).
—Apostaría cualquier cosa a que usted estaría simplemente fantástica con uno de esos…, ¿cómo se llaman?
Yo fingí que no entendía lo que quería decir, y él aclaró:
—Con uno de esos trajes de baño franceses.
—¡Ah! ¿Un bikini? —pregunté.
No puedo permitirle que me hable de esa manera, por lo cual lo miré fría y severamente.
—¿Era eso lo que quería decir?
—No, era para fotografiarla —repuso él, enrojeciendo.
Y lo terrible es que yo sé que eso es precisamente lo que quiere decir. No en modo alguno con maldad, ni animado por propósito sucio alguno. No insinuaba nada. Lo decía, y con su habitual torpeza. Como siempre. Quería decir lo que dijo literalmente. Que yo sería interesantísima para fotografiarme en bikini.
Yo solía pensar: «Por ahí es por donde van sus pensamientos. Muy profundamente reprimidos, pero van por ahí».
Pero ya no. Creo que no reprime absolutamente nada. Porque no hay nada que reprimir.
Octubre, 30
Hoy hemos dado un excelente paseo nocturno.
Había grandes extensiones de cielo limpio de nubes. No teníamos luna, pero el espacio estaba cuajado, por todas partes, de blancas estrellas como diamantes. Y el aire era agradablemente fresco. Del Oeste. Le hice que me llevara una y otra vez alrededor de todo el jardín; diez o doce veces, por lo menos. El viento susurraba entre las ramas. En el bosque más próximo ululaba un búho.
Me sentí llena de esperanzas.
Estaba segura de que me llegaba el aroma del mar. Le dije (después, claro, me puso la mordaza):
—¿Estamos cerca del mar?
—A unas diez millas —me contestó.
—¿Cerca de Lewes? —insistí.
—No puedo decírselo.
Como si alguien le hubiese prohibido terminantemente que me lo dijera.
(A menudo, cuando estoy con él, experimento la sensación de que la parte buena de él se encoge, dominada por otra parte maligna).
Pero dentro, todo cambia por completo.
Volvimos a hablar sobre su familia. Yo había estado bebiendo. Lo hago a veces (un poco) para ver si consigo embriagarle y que se descuide, pero hasta ahora no quiere tomar ni una copa.
—No soy abstemio —me dijo.
Por tanto, no es más que una nueva precaución suya. Y no se deja corromper por nada del mundo.
Diálogo entre Miranda y Calibán:
M. Vamos a ver. Cuénteme algo más sobre su familia. Me interesa mucho.
C. No tengo más que contarle. Es decir, nada más que pueda ser de interés para usted.
M. Ésa no es una respuesta.
C. Es tal como le digo.
M. Bueno, así será.
C. Muchas veces se me ha dicho que yo hablaba muy correctamente. Pero eso fue antes de conocerla a usted.
M. No importa.
C. Supongo que todos los años habrá ganado el primer premio en Gramática y dicción.
M. Sí.
C. Yo sacaba siempre buenas notas en Matemáticas y Biología.
M. ¿Ah, sí? (Estaba contando nueve puntos en el tejido que hacía). Diecisiete, dieciocho, diecinueve…
C. Y gané un premio por hobbies.
M. ¡Ah, muy bien! ¡Eso demuestra su habilidad! Bueno: cuénteme algo más sobre su padre.
C. Ya le he dicho. Es representante de una fábrica de artículos para escritorio.
M. Viajante comercial, ¿no?
C. Sí, eso es, pero ahora los llaman representantes. Parece que les suena más elegante.
M. Me dijo usted que perdió la vida en un accidente de automóvil, antes de la guerra, ¿no es así? Y que su madre se fue con otro hombre…
C. Sí: mi madre era cualquier cosa. Más o menos como yo…
(Lo miré fríamente, y di gracias al cielo porque ese humor negro no aflora en él muy a menudo).
M. Así que, entonces, su tía Annie se hizo cargo de usted.
C. Sí.
M. Como la señora Joe y Pip.
C. ¿Cómo quién?
M. No, nada. No importa.
C. Tía Annie no es mala. Tengo que reconocer que si ella no me hubiera recogido, tendría que haber ido a parar a uno de esos asilos para niños.
M. Un orfelinato.
C. Eso.
M. ¿Y su prima Mabel? Nunca me ha dicho nada sobre ella. Me interesa saber algo de su prima.
C. Es mayor que yo. Cuenta alrededor de treinta años. Y tiene un hermano mayor, que se fue a Australia después de la guerra. Lo llamo tío Steve. Es un verdadero australiano, pues lleva allí muchísimos años. Yo no lo he visto en mi vida.
M. ¿Y no tiene más familia que ésa?
C. Sí: hay también algunos parientes de mi tío Dick, pero nunca se trataron con tía Annie. Me parece que tuvieron un disgusto o algo por el estilo.
M. No me ha dicho cómo es su prima Mabel.
C. Es una muchacha deforme: sufre espasmos; eso creo que le llaman los médicos. Pero vivísima. Se pasa la vida haciendo preguntas, porque lo quiere saber todo. Y enterarse de cuanto hacen los demás.
M. ¿No puede andar?
C. Por la casa, sí, aunque no mucho. Para salir, teníamos que llevarla en una silla de ruedas.
M. Tal vez la haya visto alguna vez en la calle.
C. Si no la vio, no perdió gran cosa.
M. ¿No le inspira lástima?
C. Sí: es como si uno tuviera que sentir lástima por ella todo el tiempo. Y la culpa es de tía Annie…
M. Siga, siga.
C. No podría explicarme bien, pero tía Annie parece como si deformase todo cuanto la rodea. Para mí es un misterio. Es como si, para ella, nadie tuviera derecho a ser normal. No quiero decir que se queje directamente, no. Es la manera en que mira a uno, y hay que tener gran cuidado. Por ejemplo: supongamos que una noche le digo, sin pensar: «Ésta mañana casi perdí el ómnibus… ¡Tuve que correr como un galgo para alcanzarlo!». Con toda seguridad, tía Annie me miraría y diría: «Puedes considerarte dichoso porque puedes correr». Mabel no diría una palabra, pero me miraría fijamente.
M. Eso es una vileza por parte de su tía.
C. Yo tenía que estar siempre alerta para no meter la pata cuando hablaba.
M. ¿Meter la pata? ¡Supongo que querrá decir cometer una indiscreción!
C. Sí, eso mismo, gracias.
M. Y… ¿por qué no se iba de la casa? Podía haber alquilado una habitación o ir a vivir a una pensión.
C. No crea: más de una vez se me ocurrió.
M. Porque su tía y su prima no necesitaban de su ayuda financiera. Me parece que usted se portó demasiado caballerosamente.
C. Me porté como un perfecto idiota. (Siempre me resultan patéticos esos intentos suyos de aparecer como un cínico).
M. Así que ahora su tía y su prima se hallan en Australia, donde seguramente estarán atormentando a sus otros parientes.
C. Sí, estoy seguro.
M. ¿Le escriben?
C. Sí, pero sólo tía Annie. Mabel, no.
M. ¿No querría leerme una de esas cartas algún día?
C. ¿Para qué?
M. Porque me interesaría.
C. (Con evidentes señales de una gran lucha interior). Ésta mañana recibí una. La tengo aquí, en el bolsillo. (Busca entre numerosas cosas, que va sacando de los bolsillos, y por fin aparece la carta). Pero seguro que no le interesará. Son cartas estúpidas.
Se sentó junto a la puerta, y yo seguí tejiendo, tejiendo… No recuerdo toda la carta textualmente, pero era algo así:
Querido Fred: (Ése es el nombre que me dio siempre tía Annie, porque dice que le gusta mucho, intercaló él, rojo como un tomate). Me alegró mucho recibir tu carta, y, como ya te he dicho muchas veces, y en mi última, el dinero es tuyo, Dios se ha servido concedértelo, pero no tienes que hacerte el loco y me habría gustado que no dieses ese paso hasta que yo no estuviera ahí. Tío Steve dice que las propiedades dan más trabajo que beneficios. Veo que no contestas mi pregunta sobre la mujer para limpiar esa casa. Sé perfectamente lo que son los hombres, y no debes olvidar lo que se dice que «la limpieza está muy próxima a la santidad». Ya sé que no tengo derecho alguno, y tú has sido muy generoso con nosotras, Fred. Tío Steve, los muchachos y Gertie no pueden comprender por qué no has venido con nosotras. Gertie me dijo esta misma mañana que tú deberías estar aquí, que tu lugar es con nosotras, pero no creas ni por un momento que no te estoy muy agradecida. Pido al Señor que me perdone, pero ésta ha sido una gran experiencia, y te aseguro que si vieras a Mabel no la reconocerías. Está maravillosamente tostada por el sol, que aquí es muy agradable, pero lo que no me gusta nada es el polvo. Todo se ensucia unos segundos después de haberlo limpiado concienzudamente, y la gente de aquí vive de una manera muy distinta a nosotros. Hablan el inglés más como norteamericanos que como nosotros (hasta tío Steve). Te aseguro que me alegrará mucho cuando esté de regreso en mi casita de la calle Blackstone. Me tiene preocupada pensar en la humedad y la suciedad. Espero que habrás hecho lo que te dije, aireando todas las habitaciones y la ropa blanca, y que habrás tomado una mujer para la limpieza, como te dije.
Fred: estoy preocupada porque con todo ese dinero pienso que puedes perder la cabeza, porque hay mucha gente por ahí, astuta y deshonesta (se refiere a mujeres, intercaló Calibán) y yo te he criado lo mejor que me fue posible, por lo cual si cometes alguna falta es lo mismo que si la cometiera yo. No le voy a enseñar esta carta a Mabel, porque siempre me dice que a ti no te gusta que te diga estas cosas. Ya sé que tienes más de veintiún años, pero me preocupo mucho por ti, debido a lo que ha sucedido (quiere decir porque soy huérfano, dijo Calibán).
Melbourne nos ha gustado mucho: es una ciudad grande. La semana que viene iremos a Brisbane para pasar una temporada otra vez con Bob y su esposa. Ella me ha escrito una carta muy amable. Nos saldrán a recibir a la estación. Tío Steve, Gert y los niños te envían sus cariños, lo mismo que Mabel y tu tía que mucho te quiere…
ANNIE.
—Hay una posdata en la que dice que no me preocupe por el dinero, que lo han estado estirando mucho. Y que la mujer para la limpieza debe ser madura, porque las jóvenes de nuestros días no saben limpiar.
(A la lectura de la carta, siguió un largo silencio).
M. ¿Le parece que esa carta es hermosa?
C. Siempre escribe así.
M. Pues a mí me produce ganas de vomitar.
C. Es que tía Annie nunca tuvo una educación esmerada.
M. No se trata de eso, sino de que en cada una de sus palabras se adivina que tiene una mente mezquina y detestable.
C. Sí, pero yo no puedo olvidar que me recogió cuando no tenía dónde refugiarme.
M. Es cierto. Lo recogió, y desde entonces no ha hecho otra cosa que manipularlo, dominarlo, hasta convertirlo en un perfecto tonto.
C. Muchas gracias.
M. ¿Acaso va a negarlo?
C. No, no: si comprendo que tiene usted razón. Como de costumbre.
M. ¡No diga eso! (Dejé el tejido y cerré los ojos).
C. Tía Annie nunca me manipuló, como usted dice, ni la décima parte que usted lo hace ahora.
M. ¡Yo no lo manipulo! ¡Trato de enseñarle!
C. Me enseña a despreciarla y a pensar como piensa usted; pero dentro de poco se irá usted y ya no tendré a nadie.
M. ¡Ahora se está compadeciendo de sí mismo!
C. Eso es lo único que usted no comprende. Usted, y las personas como usted, no tienen más que entrar en una habitación y comprenden las cosas; pueden hablar con los demás.
M. ¡Oh, cállese! ¡Ya es bastante feo, sin que tenga que ponerse a hacer pucheros!
Recogí las cosas del tejido y las guardé. Cuando por fin lo miré, estaba de pie allí, boquiabierto, tratando de decir algo. Me di cuenta de que le había herido en sus sentimientos. Sé que merece ser herido así, pero, la verdad, no me gusta herir a nadie. ¡Tenía un aspecto tan triste…! Y recordé que me había permitido aquel paseo por el jardín. Me hubiera pegado una bofetada a mí misma, por mezquina.
Me acerqué a él, le dije que estaba arrepentida de lo que había dicho, y le tendí la mano; pero él no quiso estrechármela. Fue algo raro, porque en aquel momento vi en él una especie de dignidad. Se veía que estaba realmente afectado, y lo demostraba. Por eso lo cogí del brazo y le hice sentar.
—Voy a contarle un cuento de hadas —le dije. Y comencé el cuento.
—Una vez —dije, mientras él tenía la mirada en el suelo— había un monstruo muy feo que consiguió capturar a una hermosa princesita, y la encerró en una de las mazmorras de su palacio o castillo. Todas las noches la obligaba a que se sentara a su lado y le dijese: «Mi señor, sois muy hermoso». Y todas las noches ella le decía lo mismo: «Sois horrorosamente feo, monstruo». Entonces el monstruo demostraba sentir profundamente aquellas palabras y se quedaba mirando al suelo fijamente. Una noche, la princesita le dijo: «Si hacéis esto y lo otro y lo de más allá, tal vez podríais llegar a ser hermoso», pero el monstruo exclamó, dolorido: «¡No puedo, no puedo!». La princesita insistió: «Probad, probad». Pero el monstruo seguía repitiendo: «¡No puedo, no puedo!». Y así una noche, y otra, y otra. Él le pedía que mintiese, pero ella no quería. Y así fue como la princesita empezó a pensar que al monstruo le gustaba realmente ser monstruo y horriblemente feo. Entonces, un día, vio que él lloraba cuando ella le dijo, por centésima vez, que era muy feo. Y añadió: «Si hacéis una sola cosa que os indicaré, podéis llegar a ser muy hermoso. ¿Estáis dispuesto a hacerla?». El monstruo contestó por fin que sí, y entonces ella dijo: «Dejadme en libertad». Y él la dejó en libertad. Y, de repente, el monstruo ya no fue feo, porque en realidad era un príncipe que había sido embrujado. Salió del castillo detrás de la princesita, y desde ese día los dos vivieron muy felices.
Naturalmente, comprendí que estaba diciendo una sarta de tonterías. Cuando terminé, él seguía silencioso, con la vista clavada en el suelo.
—Bueno —le dije—. Ahora le toca a usted contar un cuento de hadas.
Levantó la cabeza, me miró tristemente y dijo:
—La amo, Miranda.
Sí: en aquel momento, él tenía más dignidad que yo, y me sentí empequeñecida, mezquina, mala. Siempre despreciándolo, odiándolo y demostrándoselo.
Fue raro. Nos quedamos en silencio, cara a cara. Y en aquel instante tuve una sensación que he tenido una o dos veces antes: la de hallarme extrañamente cerca de él, no por amarlo o sentir simpatía hacia él en modo alguno, sino algo así como si el destino nos hubiese ligado uno al otro. Como si hubiésemos naufragado y llegado juntos, en una balsa, a una isla desierta. Sin querer estar juntos, pero estándolo.
Yo también siento terriblemente la tristeza de su vida. Y la de su miserable tía y su infortunada prima, con todos sus parientes de Australia. El tremendo y sombrío peso de aquella vida. Como aquellas gentes que dibujó Henry Moore, metidas en los Metros, durante la blitzkrieg alemana contra Londres. Gente que nunca vería, sentiría, bailaría, lloraría ante una pieza de música, o sentiría la caricia del viento en sus mejillas. Gente que, en el verdadero sentido de la palabra, nunca sería.
Y él no había pronunciado más que aquellas tres palabras: «La amo, Miranda». Palabras que no encerraban la menor esperanza. Y las dijo como podría haber dicho: «Tengo un cáncer».
Aquél era su cuento de hadas.
Octubre, 31
Ésta noche lo psicoanalicé. Estaba sentado, completamente rígido, a mi lado.
Mirábamos unos dibujos de Goya. Tal vez fueran los mismos dibujos, pero lo cierto es que aunque sus ojos se posaban en ellos, yo tuve la sensación de que no los miraba. Y que sólo pensaba en que se hallaba sentado tan cerca de mí.
¡Es absurda esa inhibición suya! Le hablé como si fuese fácil que llegara a ser normal. Como si no fuera un maniático que me tiene encerrada aquí, sino un muchacho simpático y bueno que desease que una muchacha alegre amiga suya se divirtiera con él.
Lo que pasa es que yo no veo a nadie más que a él. Se convierte para mí en la norma. Y me olvido de comparar.
Otra vez con G. P. Después de aquella ducha helada que fue para mí lo que me dijo acerca de mis trabajos, yo estaba nerviosa e intranquila una noche y fui a verle a su piso. A eso de las diez. Lo encontré con su robe de chambre.
En cuanto me vio, me dijo:
—Estaba a punto de acostarme.
—Entonces me voy —dije—. Vine porque tenía ganas de oír un poco de música. Pero me iré.
No me fui.
—Es bastante tarde ya —dijo él.
—Me sentía deprimida —contesté.
En efecto, había sido un día horrible, y Caroline se había mostrado como una imbécil durante la cena.
Me hizo sentar en el diván, y puso un disco de música. Luego apagó las luces y nos quedamos iluminados únicamente por la luna que entraba por la ventana. El haz de luz blanca caía sobre mis piernas y regazo. Y él se sentó en el sillón, al otro extremo de la habitación, envuelto en sombras.
Fue la música.
Era Variaciones, de Goldberg.
Una de ellas, hacia el final, era muy lenta, muy simple, muy triste, pero hermosa por encima de las palabras, el dibujo o cualquier otra cosa que no fuera la música. Hermosa bajo la luz de la luna. Música de luna plateada, lejana, noble.
Y nosotros dos solos en aquella habitación. Sin pasado ni futuro. Sentí la sensación de que todo tenía que terminar, la música, nosotros, la luna…, ¡todo! Sentí que si uno llega al corazón de las cosas, encuentra una tristeza eterna, para siempre y en todas partes, pero una divina tristeza plateada, como el rostro de Cristo.
Aceptando la tristeza, y al mismo tiempo sabiendo que afirmar que era alegría constituía una traición. Traición a todo el mundo que estaba triste en aquel momento, a todos cuantos han estado tristes en cualquier momento, y traición a una música, a una verdad tal.
¡Y en todo el fragor y la ansiedad, la mezquindad y el tráfago de Londres, para hacer una carrera, para medrar, para aprender artes, para llegar a ser una pintora, de pronto, esta silenciosa habitación de plata llena de esa música!
Era como tenderse boca arriba, como lo hacíamos en España cuando dormíamos al aire libre, atisbando por entre las ramas de las higueras los inmensos espacios cuajados de estrellas, los grandes mares, las insondables llanuras de estrellas. Conscientes de lo que significaba estar en un universo.
Lloré. En silencio.
Y, al final, G. P. dijo:
—¿Puedo acostarme ahora?
Así, suavemente, burlándose de mí sin maldad, haciéndome que bajase de nuevo a la tierra.
Me fui. Me parece que no nos dijimos nada. No lo recuerdo bien. Él, con su leve sonrisa jugueteando en los labios. Dándose cuenta de que yo estaba emocionada.
¡Qué perfecto su tacto!
Aquélla noche, de habérmelo pedido, me habría acostado con él. ¡De habérmelo pedido! De haberse acercado a mí y haberme besado.
No por él, sino por estar viva.
Noviembre, 1
Un nuevo mes. Nueva suerte. Ésa idea del boquete sigue roe que te roe en mi cerebro, pero la dificultad, hasta ahora, ha sido carecer de algún instrumento o herramienta para sacar el cemento de entre las piedras, a fin de aflojarlas.
Y, de repente, ayer, mientras realizaba mi ejercicio de caminar en el sótano principal, vi un clavo. Un clavo muy grande y viejo, tirado en el suelo, contra la pared, en el rincón más alejado de la puerta. Dejé caer mi pañuelito, para poder mirarlo más de cerca, pero no pude agarrarlo, porque él me vigila siempre sin perder el menor de mis movimientos. Además, con las manos atadas, me resultaría difícil. Y hoy, cuando me hallaba cerca de ese clavo (él siempre se sienta en los escalones que van hacia el jardín) le dije (lo hice a propósito):
—¿Quiere bajar a traerme un cigarrillo? Hágame el favor. Están en la silla, junto a la puerta.
—¿Qué treta se le ha ocurrido ahora? —preguntó.
Claro que era mucho esperar que fuese.
—Me quedaré aquí, sin moverme —contesté.
—¿Y por qué no va a buscarlo usted?
—Porque algunas veces me gusta recordar los tiempos cuando los hombres eran corteses, galantes y cariñosos conmigo —repliqué—. Sólo por eso.
No abrigaba la menor esperanza de que me diese resultado. Pero me lo dio. De pronto pareció decidir que no había nada que yo pudiera hacer allí, ni nada que pudiese recoger. (Cuando yo subo al sótano principal, él guarda con llave todos los objetos sueltos en un cajón).
En consecuencia, fue. Sólo un segundo. Pero yo me incliné rápida como un rayo, cogí el clavo y lo metí en el bolsillo de mi falda (que me había puesto especialmente para eso), y cuando él volvió en un periquete estaba exactamente igual que cuando me había dejado. Así fue como conseguí el clavo. Y, al mismo tiempo, le hice pensar que podía confiar en mí. Dos pájaros de un tiro, como quien dice.
En realidad, eso es poco o nada. Pero me parece una tremenda victoria.
He comenzado a poner en práctica mi plan. Desde hace días, he estado diciéndole a Calibán que no comprendo el motivo por el cual haya necesidad de que dejemos a papá, mamá y los demás a oscuras respecto a si vivo o no. Por lo menos, él podría hacerles saber que estoy viva y bien de salud. Hoy, después de la cena, le dije que podría comprar papel para escribir, en «Woolworths», y usar guantes, etcétera. Trató de escabullirse del compromiso, como es su costumbre. Pero yo insistí y no le dejé en paz. No encontró una sola objeción que yo no desbaratase inmediatamente. Y al final me pareció que realmente empezaba a pensar en la posibilidad de hacerlo, porque yo se lo pedía.
Le dije que podía echar la carta al correo en Londres, para poner a la Policía sobre una pista falsa. Y le pedí una larga serie de cosas que tendría que comprar en Londres. Es necesario que consiga alejarlo del chalet por espacio, al menos, de tres o cuatro horas. Y después voy a intentar de abrir el boquete. He estado pensando que como las paredes de este sótano (y las del principal) son de piedra, detrás de las piedras tiene que haber tierra. Lo único que tengo que hacer es pasar al otro lado de la capa de piedras y me encontraré con tierra blanda (o, por lo menos, así lo creo y pido a Dios).
Tal vez todo este plan sea una colosal estupidez, pero estoy ansiosa por realizarlo.
Respecto de esa mujer Nielsen…
La había encontrado dos veces en el estudio de G. P. cuando había allí otras personas, una de las cuales era su esposo, un danés, importador de no sé qué cosas, o algo por el estilo. Hablaba el inglés perfectamente, tanto, que hasta parecía afectado.
Un día la encontré cuando salía de la peluquería, y yo había entrado para pedir hora para tía Carolina. Al verme, me miró con esa expresión especialísima que se observa en el rostro de las mujeres como ella cuando se ven ante muchachas de mi edad. Lo que Minny denomina «Bienvenida a la tribu de mujeres». Significa que van a tratarla a una como si fuese una mujer de más años, aunque no creen que los tenga, y que están celosas de una.
Me dijo que me invitaba a tomar café. Yo fui una tonta: debí mentirle. Todo lo que me dijo fue una sarta de mentiras; sobre mí, sobre su hija, sobre la pintura. Conoce a bastante gente, e intentó encandilarme con algunos apellidos de relumbrón. Pero lo que yo respeto no son los apellidos, sino lo que la gente siente respecto de la pintura. No los nombres de los personajes a quienes conocen.
Sé que no puede ser una lesbiana, pero ésa es la impresión que da, por la manera con que escucha arrobada las palabras de una. Hay cosas en sus ojos que ella no se atreve a decir, pero que parece pedir que una se las pregunte.
«Usted no sabe lo que pasa o ha pasado entre G. P. y yo —parecía decirme con los ojos—. ¿Verdad que no lo sabe? Pues bien: la desafío a que me lo pregunte».
Habló y habló sobre la calle Charlotte, al final de la década de los 30, y acerca de la guerra. Y sobre Dylan Thomas, G. P.
—Usted le agrada mucho —me dijo.
—Ya lo sé —respondí.
Pero oírselo decir fue una especie de conmoción para mí. Tanto porque ella lo supiese (¿se lo habría dicho él?), como porque deseara hablar de eso. Y estaba segura de que lo deseaba.
—Dylan siempre ha sido víctima propiciatoria para las chicas realmente bonitas —agregó.
Me di cuenta de que deseaba terriblemente hablar de aquello.
Y luego me habló de su hija.
—Ahora tiene dieciséis años —me dijo—. No puedo comprenderla ni identificarme con ella. Algunas veces, cuando le hablo, experimento la sensación de ser un animal en un zoológico. Ella se queda fuera y me observa.
Me di cuenta de que esas palabras las había dicho antes en alguna parte, o las había leído. Parece que eso siempre puede adivinarse.
Las mujeres como ella son todas iguales. No es que las adolescentes y las hijas sean distintas. Nosotros no hemos cambiado: somos jóvenes simplemente. Es esa tonta gente de mediana edad de ahora la que ha cambiado, por su empeño en seguir siendo adolescente. Ése desesperado e idiota intento de permanecer con nosotros cuando ya nos han pasado. ¡No pueden quedarse con nosotros! No queremos que se queden. No queremos que usen las mismas ropas (los mismos estilos), nuestro lenguaje, y que tengan nuestros mismos intereses. Nos imitan tan malamente, que no nos es posible respetarlas.
Pero el encuentro con ella me hizo sentir que G. P. me amaba (me deseaba). Que existe un fuerte lazo entre los dos: él, amándome a su manera; y yo, convencida de que me gusta mucho (hasta, si se quiere, amándolo, pero no sexualmente), a mi manera; una sensación de que los dos vamos tanteando hacia una avenencia. Una especie de niebla de deseo insatisfecho o no solucionado y tristeza, entre nosotros. Algo que otras personas, como, por ejemplo, esa mujer Nielsen, jamás podrían comprender.
Dos personas en un desierto, tratando de encontrarse a la vez a sí mismas y un oasis en el cual puedan vivir juntas.
He empezado a pensar más y más de esta manera. Es una enorme crueldad del destino haber puesto esos veinte años de diferencia entre nuestras edades. ¿Por qué no podría él tener los mismos años que yo, o yo los suyos? Así, eso de la edad ya no es el factor preponderante que descarta al amor, sino una especie de cruel muro que el destino haya levantado entre nosotros. Ya no pienso más. El muro está ahí, y nada puede hacerse.
Cuando terminé de cenar, me trajo el papel de escribir y me dictó una carta absurda que me exigió escribiese.
Y entonces comenzaron las dificultades. Yo había preparado una pequeña notita, escrita con letra minúscula, y la deslicé en el sobre cuando él no miraba. Era un papelito diminuto, y en las mejores novelas de espionaje nadie lo hubiera advertido.
Pero él lo descubrió.
Vi claramente que aquello lo perturbó mucho. Que le había hecho ver las cosas a la fría luz de la realidad. Pero lo que estoy segura le afectó más que nada fue el hecho de que yo estuviese asustada.
No le es posible imaginarse asesinándome o violándome, y eso ya es algo.
Le dejé que consumiese solo su conmoción, pero al final me acerqué y traté de mostrarme afectuosa con él…, hasta cierto punto, claro. (Porque me di cuenta de que tenía que convencerle de que enviase la carta). Me costó mucho trabajo. Hasta entonces nunca le había visto tan tercamente irritado.
—¿Por qué no abandona toda esta ridícula farsa y me deja ir de una vez? —le pregunté, serena, tranquila.
—¡No! —respondió, con un gruñido. Pero, entonces, ¿qué es lo que pretende hacer conmigo? ¿Acaso llevarme a la cama? Me miró como si creyese que aquello que acababa de decir fuera repugnante.
Entonces tuve una inspiración. Representé mímicamente una pequeña charada, en la cual yo era su esclava oriental. Le gusta siempre verme hacer esas tonterías. Las cosas más estúpidas que hago, las considera él ingeniosas y me las aplaude. Y hasta se ha acostumbrado a intervenir también en ellas, siguiendo torpemente mis movimientos (que por cierto nada de ingenioso ni brillante deben de tener, como un verdadero hipopótamo).
Así conseguí que me permitiese escribir otra carta. Y cuando lo hice, se apresuró a mirar dentro del sobre.
Luego le hablé de que se fuese a Londres, como lo exige mi plan. Le di la ridícula lista de cosas (cuya mayor parte no necesito, ni deseo), pero que servían para mantenerle alejado el mayor tiempo posible. Le dije que era completamente imposible seguir la pista de una carta echada al correo en Londres. Y, finalmente, accedió. Le gusta que le ruegue mimosamente, el muy bruto.
Le pedí —no, pedirle no, porque nunca le pido cosas: le ordeno que me las traiga—, le ordené que tratase de comprarme un cuadro de George Paston. Le di una lista de galerías en las cuales podría encontrar cuadros de G. P. Y hasta traté de hacer que fuese al estudio de G. P.
No bien se enteró de que estaba en Hampstead, olió que yo tramaba algo. Quiso saber si yo conocía a ese George Paston. Le contesté que no, o mejor dicho, que sólo lo conocía de nombre. Pero parece que mis palabras no le convencieron, y temí que no quisiera comprarme ninguno de sus cuadros en cualquier parte que los encontrase. Por tanto, le dije: «Es un amigo casual, pero es muy buen pintor, y sé que necesita mucho el dinero. Además, me gustaría mucho tener algunos cuadros suyos. Podríamos colgarlos en las paredes. Si usted se los comprase directamente a él, no habría que pagar la comisión o la ganancia de las galerías, pero veo que usted tiene miedo de ir a su estudio, así que no hay nada de lo dicho».
Naturalmente, aquella treta tampoco le hizo caer.
Quiso saber si G. P. era uno de esos pintores que pintan paredes, y le miré con infinito desprecio. Pero él se apresuró a decir:
—¡No se enoje! ¡Era sólo una broma!
—No me gustan las bromas como ésa —respondí, muy digna.
Al cabo de un rato, que por lo visto pareció estar meditando sobre el asunto, me dijo:
—Si yo fuese a su estudio, él querría saber quién me mandaba, y todo eso.
Le insinué lo que podía decir, y me contestó que lo pensaría, lo cual es su equivalente del «No» rotundo. La verdad, era demasiado esperar y, además, lo probable era que no encontrase ninguno de sus cuadros en las galerías.
Además, eso no me preocupó mucho, ya que sé que mañana a esta misma hora ya no estaré aquí. Porque voy a escaparme.
Va a salir después del desayuno, y me dejará preparado el almuerzo. Por tanto, tendré cuatro o cinco horas (a no ser que haga trampa y no me traiga todo lo que le he puesto en la lista. Sería la primera vez).
Ésta noche me inspiró un poco de lástima. Estoy segura de que sufrirá terriblemente cuando descubra que me he ido. No le quedará nada. Estará solo con su neurosis sexual y su neurosis de clases, su inutilidad y su vacío. Pero me consuela pensar que él se lo ha buscado. En realidad, no lo siento. Pero tampoco dejo de sentirlo por completo.
Noviembre, 4
Ayer no pude escribir. Estaba demasiado hastiada.
¡Soy tan estúpida…! Tenía horas a mi disposición para huir. Pero en ningún momento se me ocurrió pensar en los problemas. Me vi extrayendo puñados de tierra blanda. El clavo resultó inútil, porque con él no podía sacar el cemento como era debido. Estaba terriblemente duro. Yo había creído que me sería fácil desmenuzarlo, pero no. Tardé horas en sacar una de las piedras, pero no había tierra detrás de ella, sino otra piedra, más grande, de la cual ni siquiera pude encontrar el borde. Saqué otra piedra de la pared, pero tampoco me sirvió de nada. Detrás de ella había otra enorme, como la que encontré antes. Comencé a desesperarme, y vi que el túnel no me serviría de nada. Golpeé violentamente la puerta, y traté de forzarla con el clavo. Lo único que conseguí fue lastimarme una mano. Y, al final, me encontré que como resultado de todo mi duro trabajo sólo podía mostrar la mano lastimada y varias uñas rotas.
Lo que pasa es que no tengo suficiente fuerza. Y que no cuento con herramientas, aunque me parece que con ellas tampoco conseguiría nada.
Al final, coloqué las piedras en sus lugares y mezclé el cemento con agua y talco, para camuflar el agujero. Esto es típico de los estados por los cuales atravieso aquí. De pronto me dije que el trabajo de excavación tendría que ser realizado en varios días, y lo único estúpido fue esperar hacerlo todo en un día, o mejor dicho, en unas pocas horas.
Así, pues, me pasé un largo rato tratando de ocultar lo que había hecho.
Pero fue inútil, porque se desprendían pequeños pedazos de cemento, y yo había iniciado el trabajo de sacar las piedras precisamente en el lugar más visible, donde él no puede dejar de darse cuenta, aunque quiera.
Abandoné el plan. De pronto decidí que era estúpido, inútil. Como un mal dibujo. Insalvable.
Cuando llegó por fin, lo vio inmediatamente. Siempre olfatea a su alrededor cuando penetra en el sótano. En seguida se preocupó de determinar hasta dónde había llegado en mi esfuerzo. Yo estaba sentada en la cama, contemplándolo. Al final le arrojé el clavo, furiosa.
Ha vuelto a fijar las piedras con cemento. Y me ha dicho que es inútil que lo intente, porque detrás de ellas hay otras mayores. Ya he podido comprobarlo.
En toda la noche no le dirigí la palabra, ni miré siquiera las cosas que me había traído, a pesar de que me di cuenta de que una de ellas era un cuadro.
Tomé una píldora para dormir, y me metí en la cama inmediatamente después de cenar.
Ésta mañana (me desperté muy temprano), antes que él bajase, decidí aparentar que aquel intento mío carecía en absoluto de importancia. Que era una cosa normal.
Tanto como para no abandonarme a mi suerte, sin lucha.
Desempaqueté todas las cosas que me trajo.
Antes que nada me encontré con el cuadro de G. P. Es un dibujo de esa muchacha (una mujer joven), desnuda, completamente distinto a todo cuanto he visto, y creo que debe de ser algo que pintó hace mucho tiempo. Es suyo, sin duda. Tiene su simplicidad de línea, su odio a todo lo remilgado, a la Topolskitis. La figura está vuelta a medias y está colgando o descolgando un vestido de una percha. ¿Un rostro bonito? Es difícil decirlo. Más bien un cuerpo algo pesado, a lo Maillol. Me parece que no vale tanto como docenas de cosas suyas que he visto desde entonces.
Pero es real. Eso no puede negarse.
Besé el cuadro cuando lo desenvolví. He estado contemplando algunas de las líneas, no como líneas, sino como cosas que él ha tocado. Toda la mañana. Ahora mismo.
Pero no es amor. Es humanidad.
Calibán se sorprendió al ver que yo parecía tan alegre cuando entró. Le di las gracias por todo lo que me había comprado. Le dije:
—Una persona no puede ser una prisionera como es debido si no intenta huir. Y, ahora, no hablemos más del asunto, ¿le parece? ¿Convenido?
Me dijo que había telefoneado a todas las galerías que yo le había puesto en la lista. Y que lo único que pudo encontrar fue el cuadro que trajo.
—Muchas, muchísimas gracias —le dije efusivamente—. ¿Me permite que lo tenga aquí abajo? Y cuando me vaya, se lo dejaré como recuerdo. (No se lo dejaré, porque me ha dicho que prefiere cualquier dibujo mío a este cuadro).
Le pregunté si había echado al correo la carta, y me respondió que sí, pero me percaté de que empezaba a ponerse colorado. Le dije que le creía, y que no haberla echado sería una jugada tan sucia que no podía creerle autor de ella.
Estoy casi segura de que la rompió, como debe de haber roto el cheque. Eso sería muy de él. Pero nada que yo pueda decirle le convencerá de que debe enviarla, por lo cual he decidido fingir que creo lo que me ha dicho y no hablar más del asunto.
Medianoche.
He tenido que dejar de escribir, porque él bajó al sótano.
Hemos estado tocando los discos que trajo. El más hermoso de todos es Música para cuerda, percusión y celeste, de Bartók.
Me hizo pensar en Collioure el verano pasado. El día que fuimos los cuatro, con los estudiantes franceses, por entre los acebos, hasta la torre. ¡Los acebos! Un color absolutamente nuevo, un asombroso castaño, casi bermejo, como incendiado, sangrante, en los lugares donde había sido extraído el corcho. ¡Y las cigarras! El rudo mar azul contemplado por entre los tallos, y el calor y el color de todo, como grabado a fuego en él. Piers, yo y todos los demás, menos Minny, estábamos un poco achispados, y nos tendimos a la sombra para dormitar. Cuando desperté y vi a través de las hojas de los árboles el azul cobalto del cielo, pensé cuán imposible de pintar son las cosas, y me pregunté cómo un pigmento azul podría significar jamás la viva luz azul del cielo. De pronto sentí que ya no quería pintar, que pintar era sólo un alarde, un exhibicionismo, y que lo único que podría hacer era experimentar, experimentar perennemente.
¡El hermoso y limpio sol iluminando los tallos de color rojo sangre!
Y al regresar, sostuve una larga conversación con aquel simpático y tímido muchacho: Jean-Louis. A pesar de mi pésimo francés y de su pésimo inglés, nos entendimos bastante bien. Era terriblemente tímido. Piers le inspiraba miedo. Tenía celos de él. Celos, porque Piers me enlazó el cuerpo con un brazo, el muy imbécil. Y luego el muchacho me reveló que era seminarista.
Después, Piers estuvo realmente repugnante, crudo. Con esa crueldad muy masculina y todavía más inglesa ante la verdad, por estúpida, torpe y asustada de ser débil crueldad. No pudo comprender que yo le hubiera gustado a Jean-Louis y que, naturalmente, se sintió atraído hacia mí, con una atracción sexual, pero que había esta otra cosa, que no era realmente timidez, sino la firme resolución de tratar de ser sacerdote a toda costa, y vivir en el mundo. Un esfuerzo simplemente colosal para llegar a un acuerdo consigo mismo. Como sería, por ejemplo, destruir todas las telas que se han pintado hasta un momento determinado, y comenzar de nuevo. Sólo que Jean-Louis tenía que hacer eso, no una vez, sino todos los días. Cada vez que veía una muchacha que le gustaba.
Y lo único que se le ocurrió decir al imbécil de Piers fue:
—Apostaría cualquier cosa a que no hace más que soñar que te tiene consigo en la cama.
¡Son tan horribles esa arrogancia y esa insensibilidad de todos los muchachos que han estudiado en las escuelas públicas…! Piers no hace más que decir una y otra vez que odiaba profundamente a la que le tuvo como alumno: Stowe. Como si eso lo solucionase todo. Como si el hecho de odiar una cosa significase que esa cosa no puede haberle afectado a uno. Yo siempre sé cuándo Piers no entiende una cosa, porque entonces se vuelve inmediatamente cínico y dice algo desagradable y ofensivo.
Cuando le conté eso a G. P., mucho tiempo después, se limitó a decir:
—¡Pobre sapo! Probablemente estaba de rodillas, orando para poder olvidarte.
Recuerdo un día que estaba mirando a Piers, que arrojaba piedras al mar. ¿Dónde fue? Creo que en algún lugar cerca de Valencia. Estaba hermoso como un joven dios, con su cuerpo dorado por el sol y su pelo oscuro. Sólo llevaba puesto un taparrabo.
Minny, que estaba tendida boca abajo sobre la arena, a mi lado (la veo tan claramente como si fuese en este momento), me dijo de pronto:
—¿Imaginas, Nanda, lo maravilloso que sería que Piers fuese mudo? —Y después de una pausa, agregó—: Dime la verdad, ¿podrías acostarte con él?
Le contesté negativamente, y ella sonrió.
Piers se acercó en aquel momento y quiso saber por qué sonreía Minny.
—Es que Nanda acaba de confiarme un secreto sobre ti —le respondió mi hermana.
Piers dijo uno de sus chistes tontos de siempre, y se alejó con Peter, rumbo al coche, para traer la cesta del almuerzo.
—¿Qué secreto era ése? —le pregunté a Minny.
—Que el cuerpo vence a la mente —contestó.
—¡Ah! La lista Carmen Grey siempre tiene pronta la respuesta para cualquier pregunta que se le haga.
—Sabía que ibas a decir eso —replicó Minny. Pasó unos puñados de arena por entre los dedos y luego dijo—: Lo que quería decir es que Piers es un muchacho tan terriblemente hermoso, que una casi podría olvidar que es tan estúpido. ¿No se te ha ocurrido pensar que yo podría casarme con él y después dedicarme a enseñarle? Porque sabe muy bien que tú podrías hacerlo. O podrías acostarte con él por pura diversión, y de repente descubrirías que te habías enamorado de su cuerpo, que ya no podrías vivir sin él y que tendrías que aguantar su asquerosa mentalidad para siempre.
Calló un par de minutos, y luego dijo:
—¿No te aterra esa perspectiva?
—No más que tantas otras cosas —respondí.
—Te hablo en serio. Nanda: ¡te juro que si te casaras con él, no volvería a dirigirte la palabra!
Y me lo dijo con gran seriedad, con esa rápida miradita gris que dirige a veces como si fuese una afilada lanza. Me levanté, y mientras lo hacía, la besé y me alejé al encuentro de los muchachos. Y ella se quedó sentada, mirando a la arena.
Minny es una muchacha que siempre dice: «Creo en esto. Obraré de esta manera. Pero tiene que ser un hombre que por lo menos sea mi igual. Y la cuestión corporal (mejor dicho, carnal) tiene que figurar siempre en segundo término».
Yo siempre he estado convencida de que mi hermana va a ser una solterona más. Es demasiado complicada para tener ideas fijas.
Pero ahora pienso en G. P. y lo comparo con Piers. Y Piers desaparece del mapa. Porque no tiene más que un hermoso cuerpo dorado por el sol, y lo único que sabe hacer es arrojar tontamente piedras al mar.
Noviembre, 5
Ésta noche le dije de todo.
Comencé por tirar cosas por todo el piso de arriba. Primero almohadones, y después, platos y chiches. Hacía tiempo que deseaba romper esas porquerías.
Pero confieso que me porté brutalmente. Como una chiquilla mal criada.
Calibán lo sufrió todo casi en silencio. ¡Es tan débil…! Debió darme un buen cachete.
En un momento determinado me cogió por los brazos, para que no rompiese otra de sus abominables vasijas. Y me horrorizó sentir sus manos en mis brazos. ¡Nos tocamos tan pocas veces…! Fue como si me aplicaran dos pedazos de hielo.
Le eché un buen sermón. Le hablé sobre sí, y lo que debía hacer en la vida. Pero él no me escucha. Le gusta que yo hable sobre él, diga lo que diga.
No quiero escribir más. Estoy leyendo Sentido y sensibilidad, y tengo que enterarme de lo que le sucede a Marianne. Marianne soy yo. Eleanor soy yo, pero como debiera ser.
¿Qué me ocurrirá si a él le sucede algo? Por ejemplo, un choque, un ataque al corazón. Cualquier cosa grave.
Moriré aquí.
No podría salir. Y todo lo que hice anteayer fue demostrar precisamente eso.
Noviembre, 6
Por la tarde. No comí el almuerzo.
Otra huida. Es decir, casi otra huida, como me lo pareció en cierto momento. Pero no cristalizó. Calibán es un demonio.
Puse en práctica la treta de la apendicitis, que había madurado hacía unas semanas. Siempre pensé en ella como un recurso supremo. Algo que no puedo desperdiciar por falta de preparación. Y si no lo he escrito aquí hasta hoy, ha sido por temor a que él encontrase estas anotaciones y descubriese la trampa.
Primeramente me froté la cara con talco. Después, cuando esta mañana golpeó para anunciarme el desayuno, tragué una buena cantidad de sal que había ido guardando, y apreté la lengua. Sincronicé perfectamente todo eso con su llegada y, cuando entró, me vio vomitando. Creo que una actriz no lo habría hecho mejor. Estaba acostada, de lado, me agarraba el vientre con las dos manos y vomitaba. Tenía puesto todavía el pijama y, sobre él, la bata. Gemía dulcemente, como si estuviese soportando un terrible dolor con gran heroísmo.
Él no hacía más que mirarme, asustado, y exclamar:
—¿Qué tiene? ¿Qué tiene? ¡Por favor, dígame qué tiene!
Luego sostuvimos una especie de conversación desesperadamente quebrada. Calibán trataba de eludir llevarme a un hospital, y yo insistía en que no había otro remedio. Y, de pronto, pareció que cedía. Murmuró algo en lo cual me pareció oír las palabras «el fin», y salió a todo correr.
Oí que se cerraba la puerta forrada de hierro (yo seguía mirando a la pared), pero no el ruido de los cerrojos. Después, la puerta de la calle. Y, por fin, el silencio. ¡Aquello fue horrible! ¡Tan inesperado, tan completo…! ¡La treta había dado resultado!
Me puse unas medias y corrí hacia la puerta de hierro, que estaba entreabierta porque el picaporte no había entrado en su sitio. De pronto pensé que todo aquello podría ser una trampa, por lo cual seguí representando la farsa. Abrí la puerta y le llamé con voz tranquila, atravesando débilmente el sótano para subir la escalera.
No veía luz alguna. Calibán no había cerrado con llave la puerta principal tampoco. Como un relámpago, cruzó por mi mente la idea de que eso era lo que él haría llegado el caso. No ir en busca de un médico, sino huir. Completamente enloquecido. Pero se llevaría la furgoneta, para que yo pudiese oír el tableteo del motor.
Sin embargo, no lo oí. Debí haber esperado varios minutos, lo comprendo, pero me fue imposible resistir el suspense. Abrí la puerta de repente, y salí corriendo. ¡Y él estaba allí! A plena luz del día.
Esperándome.
No pude fingir que estaba enferma. Porque me había puesto las medias y los zapatos. Él tenía algo (¿un martillo?) en la mano, me miraba con unos ojos agrandados, y tuve la seguridad de que iba a lanzarse sobre mí para liquidarme. Los dos nos quedamos inmóviles, frente a frente, un segundo, sin saber qué hacer. Luego me volví, y entré corriendo en el chalet. No sé por qué. No me detuve a pensar. Él corrió también, pero se detuvo al ver que entraba en la casa (como yo, instintivamente, sabía que lo haría, ya que el único lugar que yo tenía seguro contra él era allí abajo, en el sótano). Le oí entrar poco después, y correr los cerrojos.
Sé que lo que hice estuvo bien. Me salvó la vida. Si hubiese gritado o intentado huir, me habría dado muerte con el martillo. Hay momentos en que me parece un poseso, completamente incapaz de dominarse.
Pero ahora comprendo que ésa era su treta.
Medianoche.
Me bajó la cena, pero no habló una palabra.
Yo había pasado la tarde dibujando un retrato suyo, es decir, una caricatura. Luego se me ocurrió, y dibujé una tira de historieta a la que puse el título «El terrible cuento del niño inofensivo». Absurdo. Pero es que tengo que mantener a raya la realidad y el horror de todo esto. En la historieta, comienza siendo un simpático empleadito, y termina en un monstruo de película terrorífica.
Cuando iba a retirarse, le enseñé los dibujos. No rio. Lo único que hizo fue mirarlos atentamente.
—Es natural —dijo.
Creo que lo que quería decir era que le parecía natural que yo me burlase de él de aquella manera.
Yo soy uno de una fila de ejemplares.
Es cuando trato de salirme de la fila que me odia. Parece que me cree muerta, pinchada con un alfiler a la bandeja, siempre la misma, siempre hermosa. Sabe que parte de mi hermosura es eso, estar viva, pero es la parte muerta la que él quiere. Me quiere viva pero muerta. Eso lo vi terriblemente claro hoy: que el hecho de estar viva, cambiar, tener una mente distinta a la suya y diversos estados de ánimo, se está convirtiendo en un verdadero estorbo para él.
Calibán es sólido, inamovible, dueño de una voluntad de hierro. Un día me enseñó lo que él llama su «botella letal». Yo estoy aprisionada en ella. Aleteando contra el cristal. Porque puedo ver a través de éste, sigo creyendo que podré escapar. Pero todo eso es una simple ilusión.
Una gruesa y circular pared de cristal.
Noviembre, 7
¡Cómo se arrastran los días! Por ejemplo, el de hoy, que ha sido intolerablemente largo.
Mi único consuelo es el cuadro de G. P. Se va convirtiendo en parte de mí misma. Es la única cosa viva, original, creada, que hay aquí. Es lo primero que veo cuando despierto, y lo último cuando mis ojos se cierran para dormir. Me detengo frente a él y lo contemplo incansablemente. Ya sé de memoria todas y cada una de sus líneas. En uno de los pies de la figura cometió un pequeño error. Además, toda la composición tiene un ligero desequilibrio, como si faltase un diminuto trazo en alguna parte. Pero vive. ¡Vive!
Después de la cena (estamos nuevamente en relaciones normales), Calibán me dio el libro y me dijo:
—Ya lo he leído…
Por el tono de su voz me percaté inmediatamente de que quería decir: «y, la verdad, no me parece gran cosa».
(Hubo una pausa, y luego el diálogo que sigue).
M. ¿Y qué me dice?
C. La verdad, no le veo mucho la punta.
M. ¿Se da cuenta de que éste es uno de los estudios más brillantes que se han escrito acerca de la adolescencia?
C. A mí me parece una tontería, una cosa desordenada.
M. Claro. Pero él se da cuenta de que es eso, y trata de expresar lo que siente. A pesar de todos sus defectos, no puede negarse que es un ser humano. Durante la lectura…, ¿en ningún momento le ha inspirado compasión el protagonista?
C. No me gusta la manera que tiene de hablar.
M. Tampoco me gusta a mí la manera que tiene usted de hablar, pero no por eso lo trato como si no valiese la pena de tenerlo en cuenta o sentir simpatía hacia usted.
C. Sí, supongo que demuestra gran habilidad escribir así, y todo eso.
M. Le di ese libro para leer, porque creí que usted se sentiría identificado con el protagonista. Usted es un hombre igual que él. Él no encaja en ninguna parte, y usted, tampoco.
C. No me extraña la forma en que obra. Y veo que no trata de encajar tampoco.
M. Trata de construir alguna especie de realidad en su vida, una especie de decencia.
C. No es real. Porque si cursa sus estudios en un colegio famoso, y sus padres son acaudalados, a mi juicio no debería comportarse como lo hace.
M. Ya sé lo que es usted. Es el Hombre Viejo del Mar.
C. ¿Quién es ese señor?
M. El horrible viejo que Simbad el Marino tuvo que llevar sobre su espalda. ¡Eso es usted! Usted se encarama en la espalda de todo lo que es vital, de todo lo que trata de ser honesto y libre, y lo aplasta con su peso.
No quiero seguir.
Discutimos, es decir, no discutimos; yo digo cosas, y él trata de zafarse de lo que las mismas implican.
Porque es cierto. Calibán es el Hombre Viejo del Mar.
¡No puedo tolerar a las personas estúpidas como Calibán, con su enorme peso muerto de mezquindad, egoísmo y maldad de todas clases! Son los pocos los que deben llevar ese peso. Los médicos, los maestros, los artistas. No quiero decir que éstos no tengan también sus traidores, pero no puede negarse que la única esperanza que existe está puesta en ellos…, en nosotros.
Porque yo soy una de esos pocos.
Sí, soy una de ellos. Lo siento íntimamente, y he tratado de demostrarlo. Lo sentí durante mi último año en Ladymont. Allí había unas cuantas a quienes nos importaba, y las tontas, las esnobs, las presuntas principiantas, las nenitas de papá. ¡Jamás volvería a Ladymont! Porque no podría soportar aquella sofocante atmósfera de la gente «bien» y del comportamiento «correcto». De ninguna manera quiero ser una ex alumna de semejante lugar.
¿Por qué nos vemos obligados a tolerar su bestial Calibanidad? ¿Por qué ha de ser martirizada toda persona vital creadora, buena, por la gran pesadez ambiente?
En esa situación, yo soy una representante.
Una mártir. Aprisionada, incapaz de crecer. A merced de este resentimiento, esta odiosa envidia de los Calibanes de este mundo. Porque todos ellos nos odian. Nos odian por ser distintos, por no ser ellos, porque no son como nosotros. Nos persiguen, nos arrinconan, nos envían a Coventry, nos desprecian, bostezan al vernos, se tapan los ojos y taponan sus oídos. Hacen cuanto pueden para evitar tener que darse cuenta de que existimos, y respetarnos. Van arrastrándose detrás de los grandes entre nosotros, cuando han muerto. Pagan miles y miles por los Van Goghs y los Modiglianis que habrían cubierto de escupitajos en la época en que fueron pintados. Burlándose de ellos. Haciéndolos objeto de sus inmundos chistes.
Los odio.
Odio a los ineducados y los ignorantes. Odio a los pomposos y a los falsos. Odio a los envidiosos y a los resentidos. Odio a los avinagrados, a los mezquinos y a los malignos. Odio a toda esa legión de pequeños seres ordinarios y embotados que no se avergüenzan de serlo. Odio a los que G. P. llama genéricamente «Gente Nueva», la clase de los nuevos ricos, con su dinero, sus coches y sus estúpidas vulgaridades, así como sus estúpidas y reptantes imitaciones de los burgueses.
Amo lo honesto, lo libre, y todo lo que sea dar. Amo vivir plenamente, ser, hacer, crear. Amo todo lo que no sea sentarse para observar, copiar y estar realmente muerto.
G. P. se reía porque yo era laborista (al principio). Recuerdo que me dijo:
—Estás apoyando al partido que produjo el nacimiento de la Gente Nueva. ¿Te has dado cuenta de eso?
Yo me horroricé, porque, por lo que me había dicho siempre de otras cosas, creía que él era laborista, a pesar de saber que había sido comunista, y le contesté:
—Prefiero que tengamos esa Gente Nueva que no Gente Pobre.
—La Gente Nueva sigue siendo la Gente Pobre —replicó él—. La suya es una nueva clase de pobreza. Los otros no tenían dinero, y éstos no tienen alma.
Todo esto no es más que palabras y palabras. Probablemente, un día encontraré un hombre, me enamoraré de él, nos casaremos, las cosas parecerán cambiar, y ya no me importará nada de eso. Me convertiré en una pequeña mujer de su casa. O sea, una de las filas del enemigo.
Pero esto es lo que siento hoy. Que pertenezco a una especie de banda de personas que tienen que alzarse contra todo el resto de la Humanidad. No sé quiénes son: hombres famosos, muertos y vivos, que han luchado por las cosas dignas, creado, pintado como debe pintarse, y la gente sin fama a quien conozco, que no miente sobre las cosas, que trata de no ser perezosa, de ser humana e inteligente. Sí: gente como G. P., a pesar de sus defectos. Su defecto.
Ni siquiera son personas buenas. Tienen sus momentos débiles. Momentos en que impera el sexo, y otros en que domina la bebida. Tienen vacaciones en la Torre de Marfil. Pero una parte de ellos cree lo mismo que esa banda a que me he referido.
Son Pocos.
Noviembre, 9
¡Es inútil! Yo no soy una de esas personas. Quiero serlo, lo cual no es lo mismo.
Claro que Calibán no es típico de la Gente Nueva. Es un hombre anticuado, sin la menor esperanza de que pueda dejar de serlo (sigue llamando gramófono al tocadiscos). Además, tiene una absoluta falta de confianza en sí mismo. Ésa clase de personas no se avergüenzan de sí mismas. Recuerdo que papá decía que esas personas creen ser iguales a las mejores, no bien se encuentran en condiciones de comprar un televisor y un coche. Pero en lo más recóndito de su carácter, Calibán es una de esas personas, como lo demuestra su odio contra todo lo que no es común, y ese afán de pretender que todos hagan lo que él quiere y hace. Así como la manera en que malgasta su dinero. ¿Por qué tienen dinero esas personas que no saben gastarlo como es debido?
¡Me pongo enferma cada vez que pienso en la enorme cantidad de dinero que ganó Calibán al acertar la quiniela de fútbol! Y en todas las demás personas que ganan el dinero igual que él, tan egoístas, tan malignas.
Aquél día, G. P. dijo que la gente pobre y honesta es la gente vulgar y rica sin dinero. La pobreza la obliga a tener buenas cualidades, y orgullo respecto de otras cosas distintas al dinero. Pero cuando llegan a tenerlo no saben qué hacer con él. Olvidan todas sus antiguas virtudes, que de todos modos no eran verdaderas virtudes. Creen que la única virtud es hacer más dinero y gastarlo. No pueden imaginar que existen personas para quienes el dinero no significa absolutamente nada. Que las cosas más hermosas están independizadas del dinero.
Pero no, esto no es ser franca. Sigo queriendo tener dinero. Pero sé que no está bien. Creo a G. P. —No tengo que creerle cuando lo dice, porque veo que es cierto—. Él apenas se preocupa por el dinero. Tiene lo suficiente para comprar sus materiales, para vivir, para tomarse unas vacaciones todos los años, para arreglárselas, en una palabra. Y hay una docena de otros. Peter, Bill McDonald, Stefan. No viven en el mundo del dinero. Si lo tienen, lo gastan; y si no lo tienen, pasan perfectamente sin él.
Las personas como Calibán no tienen cabeza para el dinero. En cuanto tienen un poco, como la Gente Nueva, se convierten en seres bestiales. Por ejemplo, toda esa gente horrible que no me facilitó dinero cuando yo lo necesitaba. Los conocía en seguida, con sólo mirarlos a la cara. La gente burguesa da porque se siente avergonzada si uno insiste. La gente inteligente da, o por lo menos la mira a una honestamente a la cara y dice que no. No se avergüenza de no dar. Pero la Gente Nueva es demasiado mezquina para dar, y demasiado pequeña para confesarlo. Como el horrible hombre de Hampstead (era uno de ésos) que dijo: «Le daré una libra esterlina si me puede probar que no va a parar al bolsillo de alguien». Y, al decirlo, se creyó un perfecto humorista.
Con Calibán, es como si alguien le hiciese beber una botella entera de whisky. No puede con ella. Lo único que le mantuvo decente antes fue el hecho de que era pobre, que estaba anclado en un lugar y atado a un empleo del cual no podía retirarse.
Es como poner a un hombre ciego en un automóvil muy veloz y decirle que conduzca hacia donde y como le plazca.
Bueno: una cosa alegre para poner fin a las notas de hoy. El disco de Bach llegó. Ya lo he puesto dos veces. Calibán dijo que le gustaba, pero confesó a continuación que él no tenía mente musical. Sin embargo, lo escuchó sentado y con la expresión correcta en su rostro.
Voy a tocar de nuevo las partes que más me gustan. Voy a tenderme sobre la cama, en la oscuridad, mientras escucho la música y me hago la ilusión de que estoy con G. P. y que él está acostado no lejos de mí, con los ojos cerrados y apuntando al techo su nariz de judío, como si estuviese en su propia tumba. Sólo que en él no hay nada de muerte.
Ésta noche, Calibán bajó tarde con la cena.
—¿Dónde ha estado? —le dije duramente. Él me miró, sorprendido, y no contestó. Yo agregué—: ¡Me parece que es tarde ya!
Esto es ridículo. ¡Yo, queriendo que él llegase! Porque lo raro es que a menudo me pasa eso. ¡Tal es la soledad en que me encuentro!
Noviembre, 10
Ésta noche hemos tenido una discusión respecto a su dinero.
Yo le dije que debería dar la mayor parte del que tiene. Traté de avergonzarle hasta el punto de hacerle que donase una parte de ese dinero. Pero él ya no confía en nada. Eso es lo malo en él. Como aquel hombre de Hampstead, no confía en eso de que la gente recolecte dinero y luego lo emplee en lo que dijo que iba a emplearse cuando lo pidió. Piensa que todo el mundo está corrompido, que todos tratan de conseguir dinero y guardarlo.
De nada vale que yo le diga que el dinero es empleado para el propósito que se pidió. Él se limita a contestarme: «¿Cómo le consta a usted?». Y, naturalmente, no puedo responderle. Lo único que puedo decir es que tengo la seguridad de que el dinero tiene que ir parar a donde se lo necesita. Al decir eso, él sonríe, como si yo fuera demasiado ingenua para tener razón en lo que digo.
Lo acusé (pero no duramente) de no haber enviado aquel cheque a la CND, como me había asegurado. Le desafié a que me enseñase un recibo. Me contestó que lo había enviado como una donación anónima, sin enviar la dirección del donante. Tuve en la punta de la lengua decirle que en cuanto recuperase mi libertad iría a ver si era cierto lo que él decía. Pero no lo dije, porque eso sería un nuevo motivo para no dejarme ir. Vi que había enrojecido, avergonzado. Tuve la seguridad de que mentía, como me mintió sobre la carta a mis padres.
No se trata de una falta de generosidad, de verdadera avaricia. Olvidándome lo absurdo de la situación, tengo que decir que conmigo siempre se ha mostrado muy generoso. Gasta cientos de libras esterlinas en comprar las cosas que le pido. Me mataría a fuerza de bondad. Con bombones, cigarrillos, alimentos exóticos y flores.
La otra noche le dije que me gustaría tener algún perfume francés. En realidad era sólo un capricho, pero este sótano huele demasiado a desinfectante. Me baño con bastante frecuencia, pero en ningún momento me siento realmente limpia. Y le dije que me agradaría poder ir a aspirar los distintos perfumes, para ver cuál me agradaba más. A la mañana siguiente se presentó con catorce frascos distintos. Había arrasado la perfumería.
Como se comprenderá, sólo un loco puede hacer eso. ¡Cuarenta libras esterlinas en perfumes! Es como vivir en un ambiente de las Mil y Una Noches. Y ser la favorita del harén. Pero el perfume que yo anhelo de verdad es la libertad.
¡Si pudiera poner ante él a una criatura hambrienta, darle de comer y dejarle que viese cómo se repone rápidamente…! Sé que entonces daría dinero para los asilos de niños huérfanos. Pero todo lo que no sea lo que él compra y ve personalmente, le hace desconfiar. No cree en ningún otro mundo que el que él ve. En realidad, él es quien está cautivo: en su propio y odioso mundo.
Noviembre, 12
La penúltima noche. ¡No me atrevo a pensar en ella ni en la proximidad de mi libertad! Recientemente no he hecho otra cosa que recordársela. Pero ahora tengo la sensación de que habría sido mejor sorprenderlo con el recordatorio más o menos repentinamente, en lugar de machacar y machacar durante bastante tiempo.
Hoy he decidido que voy a organizar una pequeña fiestecita para los dos. Será mañana por la noche. Le diré que ahora mis sentimientos hacia él son distintos, que deseo sinceramente ser su amiga y que voy a ayudarle cuanto pueda en Londres.
No será enteramente mentira. Siento que tengo una responsabilidad hacia él, aunque no lo entiendo muy bien. Le odio con tanta frecuencia, que pienso que debería odiarlo para siempre. Sin embargo, no siempre le odio. Mi compasión se impone, y deseo ayudarle. Pienso en muchas personas que podría presentarle. Podría ir, por ejemplo, a ese psiquiatra amigo de Caroline. Yo sería como Emma, y le arreglaría un casamiento, pero con mejor resultado. Alguna pequeña Harriet Smith con quien él podría ser completamente feliz.
Sé que tengo que hacerme fuerte contra la idea de no ser dejada en libertad. Me digo con frecuencia que hay una probabilidad entre ciento, de que él cumpla su palabra.
¡Pero no, tiene que cumplirla! ¡Tiene que cumplirla!
Voy a escribir algo sobre G. P.
Hacía dos meses que no lo veía. Más de dos meses, porque yo había ido a Francia, y, después de volver a casa, me fui a España. (Traté de verle dos veces, pero él estuvo ausente todo el mes de septiembre). Mis cartas merecieron como respuesta una tarjeta postal. Eso fue todo.
Le telefoneé, no bien regresé con Caroline, preguntándole si podía ir a su estudio. Me contestó que al día siguiente, porque aquella noche tenía visitas.
Fui al día siguiente, y pareció alegrarse de verme. Yo hacía desesperados esfuerzos para aparecer como si no hubiese hecho todo lo posible para embellecerme.
Le conté todo lo referente a mi viaje a Francia y España, los Goyas y Albis, y todo lo demás. Le hablé también de Piers. Y él me escuchó. No quiso decirme realmente lo que había estado haciendo, pero más tarde me enseñó algunas de las cosas que había pintado y dibujado en las Islas Hébridas. Y yo me avergoncé. Porque ninguno de nosotros había hecho nada importante, demasiado ocupados en haraganear tendidos al sol y visitando los museos.
Por fin, después de una catarata de palabras, que duró muchísimo rato, le dije:
—¡Me parece que estoy hablando demasiado!
—No te preocupes: me agrada… —respondió.
Él estaba tratando de eliminar el óxido de una vieja rueda de hierro, con no sé qué ácido. La había encontrado en una casa de hierros viejos en Edimburgo, y se la trajo a Londres. Tenía los dientes obtusos, y él creía que pertenecía a la maquinaria de un antiguo reloj. En realidad, una vez limpia me pareció que quedaría hermosa.
Durante un rato permanecimos en silencio. Yo estaba inclinada sobre su banco de trabajo, junto a él, observando cómo limpiaba el óxido. Y, de pronto, sin mirarme, dijo:
—Te he echado mucho de menos.
—¡No es posible! —exclamé.
—Sí: me has perturbado la vida —agregó.
—¿Has visto a Antoinette durante mi ausencia? —pregunté.
—No —contestó—. Me pareció haberte dicho que eso ha terminado definitivamente… —Me miró de soslayo—. ¿Todavía estás horrorizada por aquello?
Le contesté con un movimiento negativo de cabeza.
—Entonces… ¿Estoy perdonado? —inquirió, sonriendo levemente.
—Estoy segura de que no había nada que perdonar —dije.
—Mientras estuve en las Hébridas, pensé muchas veces en ti. Hubiera deseado que estuvieses allí, para enseñarte cosas.
—¡Ojalá hubieras estado con nosotros en España!
Estaba muy ocupado pasando un papel de lija por entre los dientes de la ruedecita.
—Es muy antigua —dijo—. ¡Mira qué oxidada está! —Y a continuación, en el mismo tono—: Mientras estaba allí, decidí, aunque no lo creas, que quiero casarme contigo.
Yo no dije una palabra y seguí mirando cómo trabajaba, baja la cabeza.
—Te pedí que vinieras aquí —continuó él— mientras estaba solo, porque he estado pensando mucho y seriamente en lo que acabo de decirte. Ya sé que te doblo la edad y que debería tomar esto sin darle importancia. ¡Dios sabe que no es la primera vez…! No, no me interrumpas. Déjame que termine ahora. He decidido que no puedo seguir viéndote. Iba a decírtelo en cuanto entraste. ¿Y sabes por qué? Porque no puedo seguir perturbado por ti. Y lo estaré si sigues viniendo aquí. No: ésta no es una manera indirecta de pedirte que te cases conmigo. Por el contrario, estoy tratando de hacerlo imposible. Tú sabes lo que soy yo, y sabes que tengo bastante edad como para ser tu padre. Además, no soy hombre de quien pueda fiarse una mujer. Y, por último, sé que no me quieres de esa manera.
—No puedo explicarte —respondí—. Creo que no hay palabras para explicar lo que siento.
—Precisamente —dijo. Estaba limpiándose las manos con aguarrás, muy serio y concienzudo, como un médico antes de una operación—. Por eso no tengo otro remedio que pedirte que me dejes para ver si puedo encontrar otra vez la paz.
Yo estaba asombrada y perturbada. Mis ojos estaban fijos en sus manos.
—En cierto sentido —agregó él—, tú tienes más años que yo. Nunca has estado profundamente enamorada. Tal vez no llegues a estarlo nunca. El amor se le presenta a uno solapadamente y a menudo. Sobre todo, a los hombres. Y cuando ocurre eso, uno vuelve a tener veinte años, y sufre como se sufre a esa edad. Y comete todas esas locas ridiculeces de los veinte. Tal vez te parezca ahora que me muestro demasiado razonable, pero yo no lo creo. Cuando me telefoneaste, estuve a punto de hacerme pis en los pantalones, tal fue mi conmoción. ¡Soy un viejo enamorado! Un hombre anticuado, gastado, ni siquiera cómico ya.
—¿Por qué crees que jamás llegaré a estar profundamente enamorada? —le pregunté.
Y él seguía limpiándose las manos, que ya estaban seguramente más que limpias.
—Dije que «tal vez» no llegues a estarlo nunca.
—Pero yo no tengo más que veinte años. Acabo de cumplirlos.
—Un fresno, aunque sólo tenga veinte centímetros de altura, es siempre un fresno —dijo él—. Pero, sí, dije «tal vez» —concluyó.
—Y tú no eres viejo. Eso no tiene nada que ver con nuestras edades.
—¡Tienes que dejarme un agujerito para escapar, pequeña!
Fuimos a hacer café. ¡Aquélla cocina pequeña y pobre…! Pensé que no podría hacer frente a la vida con él en semejante agujero.
—Hasta que te fuiste —dijo él, de espaldas a mí—, creí que se trataba de algo parecido a lo de siempre. Por lo menos, traté de pensar que lo era. A eso se debe que haya hecho lo que hice con esa amiga tuya, la sueca. Para exorcizarte. Pero volviste a mi mente. Una y otra y otra vez, mientras estaba en las islas. Por la noche, salía de la granja donde me alojaba y me iba al jardín, para mirar durante largos ratos hacia el mar. ¿Me comprendes?
—Si —dije—. Te comprendo.
—Eras tú, ¿sabes?, no esa otra cosa sucia.
No respondí, y al cabo de un rato agregó:
—Es esa manera que tienes de mirar, cuando me parece que has dejado de ser una chiquilla para convertirte en mujer.
—No te entiendo.
—Sí: es esa mirada que tendrás cuando seas toda una mujer —dijo.
—¿Una mujer buena, agradable?
—Una mujer mucho más que todo eso.
No me sería posible explicar con palabras cómo dijo aquello. Con tristeza, casi como a la fuerza. Tiernamente, pero con una sospecha de amargura. Y honestamente. No como otras veces, para hacerme rabiar, ni secamente. Como si las palabras no saliesen de sus labios, sino directamente de lo más profundo de su ser. Yo había estado con la vista baja durante toda la conversación, pero entonces me hizo levantarla, nuestros ojos se encontraron, y sentí que algo pasaba entre los dos. ¡Lo sentí claramente, sin lugar a la menor duda! Casi como un contacto físico. Que nos cambiaba a los dos: él, al decir algo profundamente sincero, y yo, al sentir que lo era.
Siguió mirándome fijamente, y empecé a sentirme molesta.
—¡Por favor, no me mires así! —le rogué.
Se acercó y pasó uno de sus brazos sobre mis hombros, llevándome lentamente hacia la puerta.
—¡Eres muy linda —dijo—, y a veces, hermosísima! Eres sensible, ansiosa, y tratas de ser honesta. Consigues ser una mujer de tu edad, y natural, y un tanto anticuada y afectada, todo al mismo tiempo. ¡Hasta juegas muy bien al ajedrez! Eres exactamente igual a la hija que me gustaría tener. A eso se debe, probablemente, que te haya ansiado tanto en los últimos meses.
Me hizo salir, empujándome nuevamente y cara a la escalera, para que no pudiera verle.
—No puedo decirte estas cosas, si no tienes la cabeza vuelta hacia otro lado —agregó—. Y no debes desviar la cabeza, en ningún sentido. Ahora, te ruego que te vayas.
Sentí que sus manos oprimían mis hombros un instante. Luego me besó ligeramente la cabeza y me empujó sin la menor violencia. Bajé dos o tres escalones antes de detenerme y volver la cabeza hacia arriba. G. P. sonreía, pero tristemente.
—¡Por favor! —dije—. ¡Que no pase mucho tiempo esta vez!
Él movió bruscamente la cabeza. No sé si aquel movimiento quería decir «No, no pasará mucho tiempo», o «de nada vale esperar, porque no podrá ser más que muchísimo tiempo». Tal vez ni él mismo lo sabía. Pero me pareció muy triste.
Yo, estoy segura, tenía aspecto muy triste también. Pero no lo sentía. O si estaba triste, no era una tristeza que me doliese, una tristeza que se apoderara de todo mi ser. No: hasta me pareció que me hacía gozar. Tal vez esto sea una barbaridad, pero así es. Mientras me dirigía a casa, iba cantando. Vivía. ¡Vivía intensamente!
Creí saber que no lo quería. Había ganado aquella partida.
¿Qué ha pasado desde entonces?
Durante los primeros dos o tres días no hice otra cosa que esperar ansiosamente el sonido del timbre del teléfono, pensando que él me llamaría. Luego me puse a pensar: «Ya no lo veré hasta dentro de meses, o tal vez de años». Y eso me pareció ridículo. Innecesario. Increíblemente estúpido. Odié lo que me pareció su debilidad. Y pensé: «Si es así, que se vaya al diablo».
Pero ese estado de ánimo no duró mucho. Decidí que era mejor para mí. G. P. tenía razón. Era muchísimo mejor romper así, de una vez, para siempre. Me concentraría absolutamente en mi trabajo. Me convertiría en una mujer práctica, eficiente, y todo lo que realmente no soy a causa de mi carácter.
Por aquel entonces pensaba a menudo: ¿Le amo? Y en seguida se me ocurría que, si existía en mí tanta duda, no era posible que le amase.
Y ahora tengo que escribir lo que siento en estos momentos. Porque he cambiado otra vez. Lo sé. Lo siento en lo más íntimo de mí.
La belleza. Sé que está mal, idiotamente mal, concebir, o, mejor, preconcebir, nociones sobre la belleza. Excitarme cada vez que Piers me da un beso. Tener que mirarle fijamente algunas veces (pero no cuando él puede darse cuenta, debido a su enorme vanidad), pero sintiendo su belleza intensamente. Como un hermoso dibujo de algo muy feo. Una olvida la fealdad del objeto. Sé muy bien que Piers es moral y, psicológicamente, feo: ordinario, falso, obtuso.
Pero yo he cambiado hasta en eso.
Algunas veces pienso en que G. P. me toma tiernamente en sus brazos y me besa y me acaricia. Advierto que hay en mí una sucia y perversa curiosidad.
Me refiero a todas las mujeres que ha tenido él, y todas las cosas que debe de saber para cuando está en la cama con una.
Lo imagino haciéndome el amor, y no me repugna. Presiento que tiene que ser muy experto y dulce. Divertido. Sí: toda clase de cosas, pero no la cosa. Siempre suponiendo que haya de ser para toda la vida.
Y pienso también en su debilidad, porque tengo la sensación de que probablemente me traicionaría. Y yo siempre he pensado en el matrimonio como una especie de aventura joven: dos personas, un hombre y una mujer, de la misma edad, que emprenden juntos un camino, que realizan descubrimientos juntos, que crecen uno al lado del otro, sin separarse. Pero yo no tendría nada que decirle, ni nada que enseñarle. Todo eso sería cosa de él. Toda la ayuda.
¡He visto tan poco del mundo…! Sé que G. P., en muchos sentidos, representa ahora una especie de ideal. Me refiero a su sentido de lo que importa, su independencia, su decidida oposición a hacer lo que hacen los demás. Su postura aislada de todos. Sí: el hombre, para mí, tiene que poseer todas esas cualidades. Y nadie de cuantos he conocido hasta ahora las posee más que él, o por lo menos como él. Algunos muchachos de la «Escuela Slade» parecen tenerlas, pero ¡son tan jóvenes…! A esa edad resulta muy fácil ser franco, sincero, y mandar al diablo todos los prejuicios y las conveniencias sociales.
Una o dos veces me he preguntado si todo eso de la última vez que le vi no habrá sido una trampa que quiso tenderme. Algo así como el sacrificio de una pieza en una partida de ajedrez, para obtener mayores ventajas. ¿Y si yo, al llegar a la escalera, me hubiese vuelto hacia él para decirle: «Haz lo que quieras conmigo, pero no me alejes de ti»?
¡No, no! ¡No puedo creer eso de él!
Hace dos años, ni siquiera habría podido soñar en enamorarme de un hombre tantos años mayor que yo. Yo era la que siempre discutía en favor de las edades iguales en Ladymont. Recuerdo que fui una de las que se mostraron más indignadas cuando Susan Grillet se casó con un baronet, un vejestorio que le triplicaba la edad. Minny y yo solíamos hablar con frecuencia sobre la necesidad de defenderse de los hombres «padres» y, sobre todo, de casarse con uno de ellos. Ahora ya no siento esa necesidad. Por el contrario, me parece que necesito un hombre mayor que yo, porque aparentemente los muchachos de mi edad no están a la altura de lo que yo aspiro y exijo. Y tampoco creo que G. P. sea uno de esos hombres «padres», o un marido «padre».
Es inútil. Podría seguir escribiendo toda la noche argumentos en pro y en contra.
Pienso en Emma, en eso de ser algo intermedio entre la muchacha sin experiencia y la mujer experimentada, y el espantoso problema del hombre.
Calibán es Mr. Elton. Piers es Frank Churchill. Pero ¿es G. P. Mr. Knightley?
Claro que G. P. ha vivido toda una vida y tiene puntos de vista que harían saltar fuera de su tumba a Mr. Knightley. Pero Mr. Kinghtley jamás habría podido ser un falso. Porque odiaba cordialmente todo lo que fuera fingimiento, egoísmo y esnobismo.
Y tanto él como G. P. tienen el mismo nombre masculino que yo no puedo tolerar: George. Tal vez eso encierre una moraleja.
Noviembre, 18
No he probado bocado en cinco días. He bebido algo de agua. Él me trae los alimentos, pero no he tocado ni una migaja.
Mañana —pienso— empezaré a comer.
Hace más o menos media hora, me puse en pie y me sentí mareada. Tuve que volver a sentarme en seguida. Hasta ahora no me siento enferma. Sólo algunos ligeros dolores de vientre, y algo de debilidad. Pero esto ha sido algo distinto. ¿Será una advertencia?
No estoy dispuesta a morir por su causa.
No he necesitado comer, porque estuve y estoy tan Llena de odio hacia él y su brutalidad.
Su vil cobardía.
Su egoísmo.
Su Calibanidad.
Noviembre, 19
Durante todo ese tiempo tampoco tuve ganas de escribir. Algunas veces me pareció que quería, pero el deseo era demasiado débil. Sabía que, en cuanto me pusiera a escribir, perdería la cabeza. Pero ahora creo que es necesario que lo escriba. Que debe quedar constancia escrita de ello. Me refiero a lo que me hizo.
Un verdadero ultraje.
Lo poco de amistad, humanidad y cordialidad que existía entre nosotros ha desaparecido. Desde ahora somos enemigos. Él, para mí; y yo, para él. Porque me ha dicho cosas que demuestran claramente que también me odia.
Mi sola existencia parece resentirlo. Sí: eso es exactamente lo que pasa.
Todavía no se da plena cuenta, porque aún intenta mostrarse bueno conmigo. Pero está mucho más cerca de eso que antes. Y un día de éstos se despertará por la mañana y descubrirá, tal vez con un poco de asombro, que me odia.
Es algo feo, maligno.
Cuando reaccioné de los efectos del cloroformo, me encontraba en la cama. Tenía puesta solamente la ropa interior más íntima. Todas las demás prendas me las tuvo que haber quitado él.
En los primeros momentos no me di muy buena cuenta. Luego recordé que la noche antes me había enfurecido al sentir que sus brutales manos me tocaban, me quitaban las medias. ¡Era repugnante!
Luego pensé en lo que podría haberme hecho, y que no me hizo. Y entonces decidí no mostrarme frenética con él, como otras veces.
Pero en silencio, sin pronunciar palabra.
Gritar a alguien parece sugerir que entre las dos personas existe todavía algún contacto. Desde entonces he pensado dos cosas.
Primera: es un individuo tan extravagante, que es capaz de haberme desnudado sin pensarlo, de acuerdo con alguna loca noción de lo que correspondía hacer para obrar como un caballero. Tal vez haya creído que no debería quedar acostada allí, en la cama, con toda la ropa puesta.
Y entonces, ese «tal vez» se convirtió en una especie de recordatorio. De todas las cosas que pudo haber hecho y no hizo. Y eso lo acepto. Lo confieso: en ese sentido he tenido mucha suerte.
Pero hasta el hecho de que no hiciera nada me llena de miedo. Porque no puedo menos de pensar: «¿Qué es este hombre?».
Ahora hay un enorme precipicio entre los dos. Un precipicio imposible de salvar.
Ahora dice que me dejará en libertad dentro de otras cuatro o cinco semanas. ¡Meras palabras! No le creo. Y por ello le he advertido que voy a hacer cuanto pueda para matarlo. ¡Lo mataría ahora mismo! ¡Y ni siquiera lo pensaría un segundo!
Ahora he comprendido, ¡por fin!, lo mal que he estado antes. ¡Lo ciega que estuve!
Me he prostituido a Calibán.
Quiero decir, que le he dejado gastar todo ese dinero en mí, y a pesar de que me dije que era justo, comprendo ahora que no lo era. Por sentirme vagamente agradecida, he sido afectuosa con él. Hasta cuando le hacía rabiar era afectuosamente, y lo mismo ocurría cuando le miraba o le hacía un gesto de desprecio. E igualmente cuando rompí todas aquellas horrendas chucherías de porcelana. Pero mi actitud de siempre debía haber sido la que será de ahora en adelante: ¡hielo!
¡Hasta matarlo por congelación!
Es absolutamente inferior a mí en todos los sentidos. Su única superioridad es su poder de retenerme aquí prisionera. En eso es en lo único que me supera. No puede obrar, pensar o hablar, o hacer cosa alguna mejor que yo, ni siquiera tan bien como yo, por lo cual va a ser el Hombre Viejo del Mar hasta que yo consiga desprenderme de él de alguna manera.
Tendrá que ser por medio de la fuerza.
He estado sentada aquí tratando de explicar por qué violo mis principios (no cometer actos de violencia jamás). Porque todavía son mis principios. Lo que se ha de hacer es pelear, luchar, con toda la dureza que sea necesaria, en nuestra defensa.
La misma noche.
Hoy, durante todo el día, me he mostrado realmente maligna con él.
Varias veces ha tratado de hablarme, pero le he ordenado callar. Sin palabras, con los ojos. Me ha preguntado si quería que me trajese algo. Moví la cabeza negativamente. Luego, arrepentida de callar, le dije que no quería nada, y agregué:
—Soy su prisionera. Si me trae comida, la comeré para no morirme de hambre. Pero no es que la quiera. Nuestras relaciones, desde hoy en adelante, serán estrictamente las de un preso con su carcelero. Y ahora, hágame el favor de dejarme sola.
Por suerte, tengo mucho que leer. Él seguirá trayéndome cigarrillos (si no me los trae, no se los pediré, estoy decidida), y alimentos. Y eso es todo cuanto quiero de él.
No es un ser humano.
¡Es un espacio vacío disfrazado de ser humano! ¡Le estoy haciendo desear que jamás hubiese puesto los ojos en mí!
Hoy, a la hora del almuerzo, me trajo unos frijoles cocidos. Yo estaba echada sobre la cama. Se quedó un momento junto a mí, y luego hizo un movimiento para irse. Yo me levanté de un salto, llegué hasta la mesa, cogí un plato y se lo arrojé.
No me gustan los frijoles cocidos, y él lo sabe perfectamente. Lo que pasa es que hoy no habrá tenido ganas de cocinar ninguna otra cosa.
No estaba en uno de mis momentos de furia. Lo fingí. Él se quedó plantado allí, lleno de asombro, con la salsa de los frijoles deslizándose, en diminutos riachuelos por sus ropas hasta entonces inmaculadas. Y en seguida vi en su rostro una expresión de vergüenza.
—¡No quiero almorzar! —le grité, mientras me volvía de espalda.
Toda la tarde me la pasé comiendo bombones.
Él no reapareció hasta la hora de la cena.
Me trajo caviar, salmón ahumado y pollo frío (compra todo eso ya cocinado, no sé dónde), todas, cosas que sabe me gustan mucho, el muy bruto y astuto. No es el hecho de comprarlas lo que revela su astucia, sino que no tengo más remedio que sentirme agradecida (no se lo dije con esas palabras, pero tiene que haberlo adivinado, porque no me mostré con él como al mediodía). Y eso obedece a que me lo presenta todo con tanta humildad, con tal aire de «por-favor-no-me-dé-las-gracias» y, al mismo tiempo, de «creo-que-las-merezco». Cuando estaba colocando las cosas de la cena sobre la mesa, sentí un irrefrenable deseo de reír. ¡Terrible! Quería arrojarme sobre la cama y dar rienda suelta a las carcajadas que pugnaban por salir.
Aquí abajo, en este sótano-calabozo, mis estados de ánimo cambian con asombrosa rapidez. En este momento estoy completamente decidida a realizar tal o cual cosa, pero unos segundos después quiero hacer todo lo contrario.
Es inútil.
Yo no soy una mujer que odie por naturaleza. Es como si, en mi interior, una cierta cantidad de buena voluntad y bondad fuera fabricada todos los días, y es imprescindible darle salida. Si me empeño en encerrarla, en no dejarla salir, estalla y surge.
No fui bondadosa con él, ni quiero serlo. Estoy completamente decidida a no volver a serlo. Pero he tenido que librar una dura lucha conmigo misma para no obrar de una manera ordinaria con él. (Me refiero a pequeñas cosas sin importancia, como, por ejemplo, «buena comida», «gracias», «ya está aprendiendo a cocinar», etcétera, etcétera). Pero no le dije una palabra. Cuando él me preguntó «¿No desea nada más?» (como un mayordomo cortés y respetuoso), le respondí: «Sí: que se vaya», y me volví de espalda.
Si en aquel instante hubiera visto mi cara, seguramente le habría dado un ataque. Porque estaba sonriendo. Y cuando cerró la puerta, ya me fue imposible reprimir las carcajadas. Histeria.
Hay algo que he estado haciendo mucho en los últimos días. Mirarme largos ratos al espejo. Algunas veces, me parece que no soy un ser humano real. Me parece, de pronto, que no es el reflejo de mi cara a unos centímetros de distancia, y me veo obligada a desviar la vista, confundida y hasta un poco asustada. Después, vuelvo a mirarme todo el rostro: los ojos, la boca, la nariz. Trato de descifrar lo que dicen mis ojos. Lo que soy realmente. El porqué de mi permanencia aquí.
Todo eso se debe a que me siento muy sola. Necesito mirar una cara inteligente. Cualquiera que haya estado encerrada como yo, se percatará de eso. Uno se vuelve muy real para sí mismo, pero de una manera extraña. Como no lo ha sido nunca. ¡Es que hay tanto de una que se ha dado a gente común, o negado, en la vida ordinaria…! Estudio mi cara, y la veo moverse, como si fuese de alguna otra persona.
Estoy sentada conmigo misma.
Algunas veces es algo así como un hechizo, y no tengo más remedio que sacarle la lengua a mi imagen, y hacerle unas muecas para romperlo.
Me siento aquí, en el absoluto silencio, ante la reproducción de mi cara en el espejo, sumida en una especie de misterio.
Como en un estado hipnótico, un arrobamiento.
Noviembre, 21
Medianoche. No puedo dormir. Me odio a mí misma. Ésta noche estuve a punto de convertirme en una asesina. Jamás volveré a ser la misma.
Me resulta muy difícil escribir. Mis manos están atadas, pero no tengo puesta la mordaza.
Todo comenzó a la hora del almuerzo. Me di cuenta de que tenía que luchar conmigo misma para no mostrarme afectuosa con él. Porque necesitaba terriblemente hablar con alguien. ¡Aunque fuera él! Por lo menos, él es un ser humano.
Cuando se fue, después del almuerzo, estuve a punto de llamarle para que charláramos un rato. Lo que sentí entonces era completamente distinto a lo que había decidido sentir dos días antes. Por tanto, adopté una nueva decisión. Aquí abajo no me sería posible jamás golpearle con algo. Le he estado vigilando mucho, y he llegado a esa convicción. Jamás se vuelve de espalda a mí. Además, aunque tuviera la oportunidad, no tengo con qué hacerlo. En consecuencia, pensé que tengo que ir arriba y encontrar algo. Se me han ocurrido varias ideas al respecto.
De lo contrario, tuve miedo de que volviese a caer en la vieja trampa de tenerle compasión.
Y, así, a la hora de la cena me mostré menos hostil, y le dije que necesitaba un baño (lo cual era cierto). Se retiró, y cuando regresó, subimos los dos. Y allí, como si fuese una cosa del cielo, especialmente destinada a mí, encontré una pequeña hacha. Estaba en el borde exterior de la ventana, cerca de la puerta. Seguramente él había estado cortando leña fuera, y se olvidó de ocultarla, acostumbrado a que yo estuviese siempre encerrada en mi sótano.
Entramos por la puerta principal con demasiada rapidez para que me fuera posible hacer nada entonces.
Pero, mientras me bañaba, tendida en la bañera llena de agua caliente, pensé y pensé largo rato. Decidí que tenía que obrar. Tenía que tomar aquella hacha y golpearle con el lado romo, para que se desmayara. No tenía la menor idea de en qué lugar de la cabeza podía golpearlo o con qué fuerza, para que se desmayara y no matarlo.
Le pedí que volviésemos. Al pasar por la puerta de la cocina, dejé caer las cosas que llevaba en la mano y me hice a un lado, aproximándome al borde de la ventana, como si estuviese mirando dónde habían caído. Él hizo precisamente lo que yo había pedido al cielo que hiciese: se inclinó hacia el suelo, para recoger las cosas. No estaba nerviosa. Tomé limpiamente el hacha… Y entonces: fue como si despertase de una pesadilla. Tenía que golpearle, pero no podía. Sin embargo, no tenía más remedio…
Comenzó a enderezarse (en realidad, todo esto ocurrió en un par de segundos) y entonces le golpeé. Pero él se estaba volviendo en aquel instante, y el golpe no fue ni exacto ni fuerte. Lo lancé poseída de pánico, en el último momento. Cayó de costado, pero vi que no había conseguido que se desmayara. No me había soltado y, de pronto, pensé que tenía que matarlo, para impedir que él me matase. Volví a golpear, pero él tenía un brazo en alto, y al mismo tiempo lanzó un puntapié, que me derribó.
¡Fue espantoso! Luchamos, respirando agitadamente, apelando a todos los recursos, como animales. ¡De la manera más indigna! Suena absurdo, ¿verdad? Sin embargo, eso fue lo que me pareció: indigno. Como una estatua tendida de costado. Como una mujer excesivamente gorda, que tratase de incorporarse del suelo.
Nos pusimos en pie, y él me empujó rudamente hacia la puerta, sin soltarme. Pero eso fue todo. Y experimenté la sensación extraña de que para él aquello había sido también indigno, repugnante.
Pensé que tal vez alguien hubiese oído, aunque la mordaza me impedía gritar. Pero era una noche ventosa, húmeda y fría. Nadie andaría fuera de casa con semejante tiempo.
He estado tendida en la cama. Poco después, dejé de llorar. Llevo horas acostada en la oscuridad, pensando.
Noviembre, 22
Estoy avergonzada. Comprendo que me he fallado vilmente a mí misma. He llegado a una serie de decisiones, como consecuencia de prolongada meditación.
La violencia y la fuerza no están bien. Si empleo la violencia, no hago más que descender a su nivel. Significa que no creo realmente en el poder de la razón, la simpatía y el humanitarismo. Que sólo trato con bondad a las personas, porque me halaga, no porque crea que están necesitadas de mi simpatía y ayuda.
He estado resucitando mis recuerdos de Ladymont y de la gente a la que traté afectuosamente allí. Por ejemplo, Sally Margison. Ella fue una de mis «protegidas», sólo para demostrar a las «Vírgenes Vestales» que yo era más lista que ellas. Que podía conseguir que Sally hiciera cosas para mí que jamás haría para ellas. Donald y Piers (porque también a este último lo he protegido en cierto modo), pero los dos son hombres jóvenes y atractivos físicamente. Había, probablemente, centenares de otras personas que necesitaban protección, afecto, cordialidad y simpatía mucho más que ellos dos. Y, de cualquier modo, la mayoría de las chicas se hubieran vuelto locas de contento ante la oportunidad de ser ellas quienes los protegieran.
He renunciado demasiado pronto a mis propósitos con Calibán. No tengo más remedio que adoptar una nueva actitud frente a él. Ésa idea de la presa y el carcelero no era más que una tontería. No volveré a tratarle dura e injustamente. Me mostraré silenciosa cuando me irrite. Le trataré como si fuera alguien que necesita toda mi simpatía y comprensión. Insistiré en mis intentos de enseñarle algunas cosas sobre pintura. Otras cosas.
Solamente hay una manera de hacer las cosas. Me refiero a la correcta. Pero no lo que en Ladymont consideraban como «correcto», sino la manera que yo tengo la seguridad de que es la correcta. O sea, mi manera propia.
Soy una persona moral. Y no me avergüenzo de serlo. No permitiré que Calibán me convierta a la inmoralidad. A pesar de que merece, sin disputa, todo mi odio, mi amargura y un hachazo en la cabeza.
Más tarde.
Me he mostrado buena con él. Es decir, no he sido lo maligna que fui últimamente.
No bien entró en el sótano, me empeñé (y lo conseguí) en que me dejase examinar la herida de su cabeza, y desinfecté la misma con Dettol. Él dio muestras de estar nervioso. Parece que yo poseo el poder de ponerle los nervios de punta. Y ése es, precisamente, el estado en que no debí ponerle de ninguna manera.
Sin embargo, me resulta muy difícil.
Cuando soy mala con él, sus ojos adquieren una expresión de autoconmiseración, hasta el punto de que en seguida comienzo a odiarme a mí misma. Pero no bien vuelvo a tratarle con bondad, advierto que en su voz se desliza un tono de satisfacción, lo mismo que en todos sus modales (hasta ahora no le he oído el menor reproche respecto de lo de anoche), y entonces me acomete un frenético deseo de darle una bofetada y tratarle como si fuese una alimaña.
Por la noche.
Ésta noche, después de la cena, he tratado de enseñarle qué es lo que debe buscar en la pintura abstracta. Pero es inútil. Se ha empeñado, ha grabado como a fuego en su pobre cerebro (o lo que tenga en lugar de cerebro) que la pintura es dar pinceladas y más pinceladas, hasta que se consigue un parecido fotográfico, y que trazar frescos y encantadores diseños (Ben Nicholson) es inmoral de una manera vaga.
—Sí: veo perfectamente que forma un conjunto agradable —me dijo.
Pero no quiere conceder, de ninguna manera, que crear un conjunto agradable es precisamente pintar, arte. Para él, ciertas palabras tienen significados ocultos, terriblemente poderosos. Todo cuanto se refiera al arte de la pintura parece colocarle en una situación embarazosa, aunque supongo que, al mismo tiempo, le fascina.
Todo esto es vagamente inmoral. Sabe que la gran pintura es grande, pero «grande» significa, para él, estar encerrada en los salones de los más importantes museos, y ser objeto de comentarios cuando uno desea alardear de conocimientos. El arte de la pintura viva le escandaliza. No es posible hablar de eso con él, porque la palabra «arte» le provoca toda una serie de ideas culpables que le horrorizan.
Quisiera saber si hay muchas personas como él. Claro que ya me consta que a la vasta mayoría de las personas —y muy especialmente a la Gente Nueva— no le importa un comino ninguna de las artes. Pero ¿se debe eso a que son como él? ¿O simplemente a que no podría importarles menos? Quiero decir, ¿les aburre realmente todo lo que se refiera a las artes, por lo cual no las necesitan en sus vidas, o es que secretamente los horrorizan y desalientan, hasta el punto de obligarles a fingir que están aburridos?
Noviembre, 23
Acabo de terminar la lectura de Sábado por la noche y domingo por la mañana.
Me ha producido una gran conmoción, tanto por sí misma como por el lugar en que me encuentro.
Me ha horrorizado de la misma manera que me horrorizó Habitación arriba, cuando lo leí el año pasado. Me doy cuenta de que los dos autores son extremadamente hábiles. Debe ser maravilloso poder escribir como lo hace Alan Sillitoe, con ese estilo tan real, tan sincero. Que dice lo que quiere decir el autor. Si fuera un pintor, sería admirable (algo así como John Bratby, pero mucho más perfeccionado). Podría pintar la ciudad de Nottingham, y la misma parecería maravillosa en la tela. Debido a que pintaría tan bien, trasladando a la tela fielmente lo que viera, la gente le admiraría.
Pero no es suficiente escribir bien (quiero decir, elegir las mejores palabras, etcétera) para ser un buen escritor. Porque creo que Sábado por la noche y domingo por la mañana es odioso, y hasta un poco repugnante. Creo que Arthur Seaton es odioso. Y considero que lo más odioso de todo es que Alan Sillitoe no demuestra estar asqueado de su joven protagonista. Creo que él y los de esta Era están convencidos de que los jóvenes como ése son realmente agradables.
Me inspiró aversión la forma en que Arthur Seaton parece despreocuparse por completo de todo lo que no sea su propia y pequeña vida. Es mezquino, egoísta, ignorante y brutal. Porque es descarado, odia su trabajo y tiene éxito con las mujeres, se le supone un hombre viril.
Lo único que me gusta de él es la sensación de que allí hay algo que podría ser utilizado para el bien, si fuese posible llegar hasta ello, alcanzarlo.
Es la introversión de esa clase de personas. El hecho de que no les importa lo que ocurra en ninguna otra parte del mundo. En la vida. El hecho de que se encierran en una caja.
Es posible que Alan Sillitoe haya querido atacar a la sociedad que produce tales ejemplares de seres humanos. Pero no lo expresa con claridad.
Sé lo que le ha pasado: se ha enamorado de lo que estaba pintando. Comenzó a pintarlo para que tuviese la fealdad que tiene en su vida real, y en un momento determinado esa fealdad le conquistó, y entonces empezó a tratar de hacer trampa. A embellecerlo.
Me horrorizó también, debido a Calibán. Veo que hay en él algo de Arthur Seaton, sólo que en él se ha vuelto cabeza abajo. Quiero decir, que siente ese odio hacia otras cosas y otras personas que no pertenecen a su tipo. Tiene ese egoísmo que ni siquiera es un egoísmo honesto, porque culpa a la vida y luego goza siendo egoísta con una conciencia libre. Además, es obstinado.
Esto me ha horrorizado, porque creo que, ahora, todos, menos nosotros (y nosotros estamos contaminados), tienen ese egoísmo y esa brutalidad, ya estén ocultos y acechantes, o se muestren perversos, clara y crudamente. No hay nada que pueda contener a la Gente Nueva, que cada día se volverá más y más fuerte, hasta que nos inunde, nos destruya.
¡No, no lo lograrán! Porque existe David. Porque hay gente como Alan Sillitoe (en la contraportada del libro se dice que era hijo de un obrero). Lo que quiero decir es que los miembros inteligentes de la Gente Nueva se rebelarán constantemente y se pasarán a nuestras filas. La Gente Nueva se destruye a sí misma a causa de su enorme estupidez. No les era posible conquistar y retener a su lado a los inteligentes, en especial a los jóvenes. Porque nosotros queremos algo que sea mejor que el dinero.
Pero es una verdadera batalla. Es como estar en una ciudad que se encuentra sitiada. Están alrededor de nosotros por todas partes. Y no tenemos más remedio que resistir al asedio.
Es una batalla entre Calibán y yo. Él pertenece a la Gente Nueva, y yo, a los Pocos.
Tengo que Luchar con mis propias armas. No con las suyas. No con la brutalidad, el egoísmo, la vergüenza y el resentimiento.
Calibán es peor que esa clase de hombres del tipo Arthur Seaton.
Si Arthur Seaton viese una estatua moderna que no le agradase, la haría pedazos. Calibán la envolvería en una lona.
No sé qué es peor, pero me parece que peor es lo de Calibán.
Noviembre, 24
Esto de la huida ya se ha convertido en una desesperación para mí. Ni el dibujo, ni los discos, me proporcionan ya el menor alivio. La lectura, tampoco.
La necesidad tremenda que siento (que tienen que sentir todos lo que se encuentran encerrados como yo) es la de otras personas. Calibán es sólo media persona, en sus mejores momentos. Quisiera ver docenas, cientos de rostros extraños. Como si, al sentir una horrible sed, empezase a beber ansiosamente vaso tras vaso de agua. Exactamente así. Una vez he leído que nadie puede resistir más de diez años de prisión, o más de un año de aislamiento total.
Nadie, desde fuera de ella, puede imaginar lo que es la vida en una prisión. Uno piensa que, bueno, al menos tendrá horas para leer y pensar, y que el tiempo no pasará tan mal. Pero pasa terriblemente mal. Con una exasperante lentitud. Yo juraría que todos los relojes del mundo se han atrasado siglos desde que yo entré en este chalet.
No debería quejarme demasiado, porque, al fin y a la postre, ésta es una prisión de lujo.
Y, además, está esa diabólica astucia de Calibán con respecto a los diarios, la Radio y lo demás. Yo nunca he leído mucho los diarios o escuchado los noticiarios de la Radio. Pero es muy distinto saber que diarios y Radio le están prohibidos a una, que no puede leerlos o escuchar aunque quiera. He llegado al extremo de experimentar la sensación de que he perdido todos los sentidos.
Me paso horas enteras tendida en la cama, pensando en la misma cosa: cómo huir de aquí. Horas interminables.
Noviembre, 25
Tarde.
Ésta mañana he sostenido una conversación con él. Conseguí que posase sentado, para hacerle un retrato. Y, mientras dibujaba, le pregunté qué era, en realidad, lo que quería que hiciera yo. ¿Deseaba que me convirtiese en su amante? ¡Eso lo horrorizó! Se puso colorado y me contestó que eso podía comprarlo en Londres.
Le dije que él era una cajita china. Y lo es.
La cajita menor de todas, la que está dentro, en último lugar, significa el deseo de que yo debería amarle, pero, de todas maneras, con mi cuerpo, con mi mente. Y, además, respetarlo y mimarlo. ¡Eso es tan absolutamente imposible…! Porque, aunque pudiera sobreponerme al hecho físico, ¿cómo podría mirarle de otra manera que de arriba abajo?
Pretender eso es como golpearle la cabeza contra un muro de piedra.
No quiero morir. Me siento pletórica de resistencia. Siempre querré sobrevivir. ¡Y sobreviviré!
Noviembre, 26
Lo único poco común que hay en él es lo que me ama. Por lo general, la Gente Nueva no podría amar nada como él me ama: ciegamente, absolutamente, como Dante a Beatriz.
Goza con estar enamorado tan sin esperanza de mí… Me parece que Dante tiene que haber sido lo mismo. Siempre sombrío, triste, sabiendo que no le esperaba nada, a la vez que aprovechando la experiencia para obtener gran cantidad de material para su obra creadora.
Aunque, como es natural, Calibán no puede obtener otra cosa que su propio y miserable placer. ¡Cómo odio a la gente que no crea nada!
¡Qué miedo tenía de morir aquellos primeros días de mi encierro aquí!
No quiero morir, porque no hago más que pensar en el futuro. Tengo una desesperada curiosidad por saber qué va a depararme la vida, qué me sucederá, cómo me desarrollaré, qué seré dentro de cinco años, diez años, o treinta años. El hombre con quien me casaré, los lugares en que habré de vivir y que llegaré a conocer. ¡Ah, y los hijos! No se trata únicamente de una curiosidad egoísta. Ésta es la peor época de la Historia para que una se muera. Porque ahora está despertando todo lo grande: los viajes espaciales, las inmensas conquistas de la Ciencia, todo el mundo que se despierta y se despereza. Una nueva Era que comienza.
Sé que es peligroso, pero ¡qué maravilloso es estar viva entre todo eso!
Amo, adoro a mi época.
Hoy no hago más que pensar y pensar. Uno de los pensamientos que acudieron a mi mente fue: los hombres que no crean, más la oportunidad de crear, es igual a hombres malignos.
Otro pensamiento fue: matar a Calibán equivale a violar mi palabra sobre lo que creo. Algunas personas dirían: «Tú eres sólo una gota, y el hecho de no cumplir tu palabra, otra gota, que nada importaría». Pero toda la maldad del mundo está compuesta por millones de pequeñas gotas. Es una idiotez hablar de la falta de importancia de esas pequeñas gotas. Las pequeñas gotas y el océano son la misma cosa.
He estado soñando despierta (no por primera vez) en G. P. y yo haciendo vida marital. Él me engaña, me deja, se muestra brutal conmigo, y cínico. Estoy sumida en una gran desesperación. En esas ensoñaciones mías no hay mucho de sexual. Vivimos juntos, pero nada más. En una atmósfera romántica. Paisajes del Norte, en los cuales se ven más que nada mar e islas. Chalets blancos. Algunas veces, es en el Mediterráneo. Estamos juntos los dos, solos, en una profunda comunidad de espíritus. En realidad, los detalles son algo parecidos a los que se ven en los cuentos de amor que publican las revistas. Puras tonterías. Pero está esa gran comunidad espiritual, y eso no puede negarse que es real. Y las situaciones que imagino (en las cuales él me abandona) son reales también. Quiero decir, que me mata pensar en ellas.
Algunas veces me encuentro muy cerca de la más absoluta desesperación. Nadie sabe que estoy viva todavía. Todos, estoy segura, me darán ya por muerta, aceptarán mi muerte como un hecho irreparable. Ésa es la verdadera situación, pero hay otras situaciones: las futuras, sobre las cuales medito largamente, sentada sobre la cama. Por ejemplo, mi absoluto amor por algún hombre. Sé muy bien que no me es posible hacer a medias cosas como el amor; sé que tengo un gran caudal de amor en el corazón, y que me entregaré, que daré mi corazón, mi cuerpo, mi mente y mi alma a cualquier individuo como G. P., que al final me traicionará. Lo siento en lo más recóndito de mi alma. En los sueños en que vivo con él, todo es tierno y racional al principio, pero sé que eso no sería así si esos sueños se convirtiesen en realidad. Sería todo pasión y violencia. Celos, desesperación. Amargura. Algo moriría en mí. Y él también resultaría lastimado.
Si él me amase realmente, no podría haberme alejado de sí.
Si él me amase realmente, me habría alejado de sí.
Noviembre, 27
Medianoche.
¡Jamás podré escapar! Esto me enloquece. Tengo que hacer algo. ¡Tengo que hacer algo! ¡Tengo que hacer algo! Siento como si me encontrase en el corazón de la Tierra. Tengo el peso de toda la Tierra presionando sobre este pequeño cajón de mi sótano, que cada momento que pasa es más pequeño, ¡más pequeño! Lo siento contraerse poco a poco.
Algunas veces tengo un enorme deseo de gritar, hasta que mi voz se rompa, ¡hasta la muerte! No puedo escribir. ¡No hay palabras!
¡Desesperación, total desesperación!
He estado así todo el día. Se apodera de mí una especie de pánico lento, lentísimo…
¿Qué pudo haber pensado él cuando me encerró aquí?
Algo parece haber fracasado en sus planes. Yo no obro como la muchacha que era en sus sueños. Soy como una cosa que él ha comprado sin verla.
¿Y por eso me retiene aquí? ¿Acaso abriga la esperanza de que la verdadera Miranda de sus sueños aparecerá en cualquier momento?
Tal vez yo debería ser esa muchacha de sus sueños.
Quiero decir, rodearle el cuello con mis brazos, besarle, abrazarle tiernamente. Elogiarle, acariciarle, ¡besarle, sí, besarle!
En realidad, no he dicho eso porque lo sienta, pero me ha hecho pensar.
Quizá debería, en efecto, besarle. O algo más que besarle: amarle. Amarle, sí, y hacer a un lado al príncipe azul de mis sueños para que quedase sólo él.
Estoy pensando horas enteras, entre cada frase que escribo.
Tengo que hacerle sentir que, por fin, he sido tocada por su caballerosidad, etcétera.
¡Esto es extraordinario!
¡Entonces, él tendría que obrar!
Estoy segura de que puedo hacerlo. Por lo menos, es un muchacho escrupulosamente limpio. Nunca huele a nada que no sea a jabón, a limpieza.
Ésta noche voy a consultarlo con la almohada, y mañana tal vez esté en condiciones de adoptar una resolución.
Noviembre, 27
¡Hoy he llegado a una tremenda decisión! Imaginé que estaba en la cama con él.
Es inútil limitarse a besarlo. Tengo que provocarle una conmoción tan violenta, tan profunda, que no tenga más remedio que dejarme en libertad. Porque se me ocurre que no es posible mantener cautiva a una persona que se ha entregado a uno.
Estaré completamente en su poder para siempre. Porque ni siquiera podría acudir a la Policía. Mi único afán sería acallar el asunto.
¡Es tan obvio, que ni siquiera requiere una explicación!
Se me antoja que es igual a un buen sacrificio en una partida de ajedrez.
Como dibujar. Una no puede trazar una línea a pedacitos. La audacia del trazo es la línea.
He estado meditando en todos los hechos sexuales que conozco. ¡Ojalá supiese algo más sobre los hombres, y pudiera estar absolutamente segura de que no tenía que depender de las cosas que he leído, oído y entendido sólo a medias! Pero le voy a dejar hacer lo que Piers quería hacer conmigo cuando estuvimos en España: eso que llaman amor escocés. Que me lleve a la cama, si quiere, que juegue conmigo si lo desea. Pero no lo definitivo. Le diré, si intenta llegar demasiado lejos, que estoy en mis días del mes. Pero creo que el hecho le horrorizará tanto, que me será posible obligarle a hacer lo que quiero. Quiero decir, que el papel de seducción estará por completo a mi cargo. Sé que sería un terrible riesgo con noventa y nueve hombres de cada cien, pero me parece que él es ese número cien. Y que se detendrá donde yo le ordene que se detenga.
Pero, aun suponiendo que la cosa llegase al punto de que él no se detuviera, yo aceptaría el riesgo.
Hay dos cosas. Una de ellas es la necesidad absoluta de hacerle que me deje en libertad. La otra soy yo. Algo que he escrito ya el día 7 de este mes: «Amo vivir plenamente, ser, hacer, crear. Amo todo lo que no sea sentarse para observar, copiar y estar realmente muerto». Pero ahora no vivo plenamente. No hago otra cosa que estar sentada y vigilar. Y no sólo aquí. También con G. P.
Todo eso que se dice de las Vírgenes Vestales, de «mantenerse virgen para el hombre que nos reserva el destino», me ha parecido poco natural. Sin embargo, siempre me he mantenido así.
Soy mezquina de mi cuerpo.
¡Y tengo que eliminar esa mezquindad!
Me he hundido en una especie de desesperación. Me digo que algo va a suceder. Pero nada sucederá, como no sea yo quien lo haga.
Tengo que obrar.
Otra cosa que escribí (una escribe cosas, y sus implicaciones gritan, pero es como darse cuenta repentinamente de que una está sorda): «Tengo que luchar con mis armas, no con las suyas. No con egoísmo y brutalidad, con vergüenza y resentimiento».
Por tanto, me doy con generosidad, y con dulzura beso a la bestia, y sin vergüenza, porque hago lo que hago movida enteramente por mi voluntad y le perdono, porque sé que él no puede dejar de hacer lo que hace.
Soportaría hasta una criatura. Su criatura. Cualquier cosa, con tal de conseguir mi libertad.
Cuanto más pienso en eso, más segura estoy de que ésa es la manera.
Él tiene algún secreto. Porque es forzoso que me desee físicamente.
Tal vez sea impotente.
Sea lo que fuere, ello se revelará pronto.
Y, así, tanto él como yo sabremos a qué atenernos.
En estos últimos días he escrito bastante poco sobre G. P. Pero, en cambio, pienso muchísimo en él. Lo primero y lo último que miro todos los días es el cuadro suyo que me ha traído Calibán. Empiezo a odiar a esa muchacha desconocida que le sirvió de modelo, desnuda, para ese cuadro. Tiene que haberse acostado con ella. Tal vez era su primera esposa. Cuando salga de aquí se lo preguntaré.
Porque lo primero que haré —la primera cosa positiva, una vez que haya ido a ver a mis padres y hermana— será ir a visitarle. Para decirle que no dejó de estar en mis pensamientos ni un solo momento. Que es el hombre más importante, para mí, de cuantos he conocido en mi vida. El más real. Que estoy celosa de todas las mujeres que se han acostado con él, aun sin conocerlas. Todavía no me es posible decir que le amo. Pero ahora ya empiezo a comprender que eso se debe a que no sé lo que es el amor. Soy Emma, con sus pequeñas y tontas teorías hábiles sobre el amor y el matrimonio, y el amor es algo que viste ropas distintas, que se presenta de una manera diferente y con otro rostro, y que tal vez se necesita mucho tiempo para que una lo acepte, para que una pueda llamarlo amor.
Tal vez él se mostraría seco y frío cuando llegase ese momento. Que me diría que soy demasiado joven, que él nunca había hablado en serio, y muchas cosas más. Pero no tengo miedo, y estoy dispuesta a correr ese riesgo.
Quizás ahora se encuentre en pleno asunto con alguna otra mujer. Yo le diría:
—He vuelto, porque ya no estoy segura de no estar realmente enamorada de ti.
Le diría:
—He estado desnuda con un hombre a quien detesto. He llegado al fondo.
Y le permitiría que me poseyese.
Pero seguiría sin poder tolerar que él se fuese solapadamente con otra mujer. Reduciéndolo así todo al sexo. Porque si lo hiciese, yo me marchitaría, y moriría todo lo que tengo dentro de mí.
Sé que eso no es digno de una mujer emancipada.
Pero es lo que siento.
El sexo nada importa. El amor, sí.
Ésta tarde quise preguntarle a Calibán si estaría dispuesto a echar al correo una carta mía para G. P. Una perfecta locura. Naturalmente, no querría. Tendría celos. ¡Pero necesito tanto subir la escalera de su casa y abrir la puerta de su estudio, y verle ante su banco de trabajo, mirándome por encima del hombro, como si en realidad no le interesase en absoluto saber quién es el que llega…! De pie, allí, con su levísima sonrisa y esos ojos suyos que lo comprenden todo tan rápidamente.
Esto es inútil. Estoy pensando en el precio antes de haber pintado el cuadro.
Mañana… Pero no: tengo que obrar ahora.
En realidad, comencé hoy. Le he llamado Ferdinand (no Calibán) tres veces, y le felicité por el buen gusto de una espantosa corbata nueva que llevaba puesta. Le he sonreído. He tratado (con enorme esfuerzo) de aparentar que me gusta todo en él. Pero él no ha dado la menor señal de haberlo percibido. Está bien. No me quejo. Pero mañana…, ¡ah, mañana no va a saber ni siquiera qué fue lo que le ha golpeado!
¡No puedo dormir!
Me he levantado otra vez, y puesto el disco de clavicordio que tanto le gusta a G. P. Tal vez él haya estado escuchándolo también esta misma noche. ¡Y pensando en mí! Cuando escucho esa música, experimento la sensación de que los dos estamos acostados juntos en Bach. Yo siempre había considerado que la música de Bach era aburrida. Ahora, en cambio, me anonada. ¡Es tan humano…! Está tan lleno de dulzura, maravillosos tonos y cosas tan sencillamente profundas, que toco sus discos una y otra vez, como otrora solía copiar innumerables veces los dibujos que me gustaban.
Me parece que voy a hacer una cosa: trataré de echarle los brazos al cuello y besarle. Nada más que eso. Pero estoy segura de que llegaría a gustarle. Aunque, bien pensado, eso dilataría mucho las cosas. No, no: tiene que ser una conmoción, una cosa que lo sacuda extraordinariamente.
Todo este asunto está relacionado, ligado, con mi actitud autoritaria ante la vida. Siempre he sabido adónde voy a cómo quiero que se produzcan las cosas. Y las cosas (aparte ésta) han sucedido siempre como yo deseaba, por lo cual di por sentado que eso se debía a que sé adónde voy. Pero no tengo más remedio que confesar que he tenido mucha suerte en toda clase de cosas.
Siempre he intentado ocurrirle yo a la vida, pero comprendo que ha llegado el momento de dejar que la vida, con todas sus cosas, me ocurra a mí.
Noviembre, 30
¡Oh, Dios!
¡He hecho una cosa espantosa!
¡Tengo que consignarla en el papel, para mirarla después de escrita!
¡Esto es tan asombroso…! Me refiero al hecho de que hice eso. Que sucedió lo que sucedió. Que él es lo que es. Que yo soy lo que soy.
Y, ahora, las cosas están peor, mucho peor que antes.
La decisión la había adoptado esta mañana.
Sabía que tenía que hacer algo extraordinario: provocarme una fuerte conmoción, y provocársela también a él.
Le dije que deseaba bañarme, y me mostré bondadosa y cordial con él durante todo el día.
Después del baño me arreglé con extraordinario cuidado. Me puse abundante «Mitsouko». Y cuando llegué a la habitación, me senté y saqué los pies de las chinelas, extendiéndolos hacia la hoguera de la chimenea para calentarlos. En realidad, fue para que me viese los pies desnudos. Me sentía nerviosa. No estaba muy segura de poder llevar adelante el plan que me había trazado. Además, tenía las manos atadas. Pero para tomar fuerzas, me bebí tres copitas de jerez, casi una tras otra.
Y, entonces, cerré los ojos y me lancé a la labor. Le hice que se sentase, y luego lo hice a mi vez sobre sus rodillas.
Vi que él se quedaba tan rígido, tan escandalizado, que no tuve más remedio que continuar, pues él no podía casi ni respirar. Si se hubiese atrevido a tomarme frenéticamente en sus brazos y besarme, tal vez me habría contenido. Pero no lo hizo, y se quedó como congelado por la tremenda sorpresa. Disimuladamente dejé que se desabrochase la bata, por lo cual quedé con el pecho semidescubierto, pero él ni se movió. Como si jamás nos hubiéramos visto uno al otro y todo aquello fuese un jueguecito tonto. Dos desconocidos en una fiesta familiar, que no simpatizaban mucho uno con el otro.
Para mí, aquello resultó excitante, pero de un modo un tanto sucio, pervertido. Era como la mujer-en-mí, ofreciéndose al hombre que debe de haber en él. No puedo explicarlo mejor. También sentía la sensación de que él no sabía qué hacer en aquel momento. Que era un hombre absolutamente virgen. La idea, que ahora me parece absurda, se me ocurrió seguramente porque aquellas tres copas de jerez, bebidas tan rápidamente, se me habían subido un poco a la cabeza.
Tenía que obligarle a que me besara, y lo intenté. Él opuso un débil movimiento como si tuviese miedo de perder la cabeza. Me lo dijo, y le contesté que no me importaba que la perdiera. Volví a besarle varias veces. Por fin, devolvió mis besos, de una manera tan brutal que parecía querer incrustar su boca dentro de mi cabeza. Y su boca era dulce. Todo él despedía un agradable olor a limpio, y cerré los ojos.
¡No estuvo mal del todo!
Pero, de pronto, se levantó y fue hasta la ventana. Le llamé, y no quiso acercarse. Me di cuenta de que quería escapar, pero no podía, por lo cual se quedó junto a su mesa escritorio, casi de espalda a mí, mientras yo estaba encorvada, semidesnuda, frente al fuego, y me solté el pelo, como para que la cosa fuera todavía más evidente. Al fin no tuve más remedio que ir yo hacia él y llevarle hasta frente a la chimenea. Le hice que me desatara las manos. Él parecía estar como hipnotizado. Y luego me quité la bata y lo desnudé a él. Los dos quedamos como habíamos venido al mundo.
—No se ponga nervioso —le dije—. Hago esto porque quiero hacerlo. Sea natural.
Pero él no quiso, o no pudo. Hice todo lo humanamente posible, pero fue inútil.
No ocurrió nada. No pude conseguir que abandonara aquella actitud helada. Una vez me apretó en sus brazos. Fuertemente. Casi frenéticamente. Pero no natural. Sólo una desesperada imitación de lo que él debe de creer es el abrazo a una mujer. Patéticamente inconvincente.
No puede hacerlo.
No hay hombre en él.
Me levanté (estábamos tendidos en el sofá) y me arrodillé ante él, pasándole una mano por el pelo, mientras le decía que no se preocupase. Fui algo así como una madre para él. Y luego nos vestimos los dos de nuevo.
Gradualmente, fue saliendo a la luz la verdad. Y poco después tuve una visión de su verdadera personalidad.
Un psiquiatra le ha dicho que jamás podrá hacer nada con una mujer.
Me confesó que solía imaginarse acostado en una cama conmigo. Acostado solamente. Nada más. Le ofrecí que nos acostáramos, para probar si podía hacer algo, pero él no quiso. En lo más profundo de su ser, junto a su bestialidad y su amargura, yace una tremenda inocencia. Una inocencia que lo gobierna, lo domina. Y él se siente obligado a proteger esa inocencia.
Me dijo que, a pesar de todo lo ocurrido aquella noche, me ama.
—Lo que usted ama es a su propio amor —le dije—. Y eso no es amor, sino simplemente egoísmo. No es en mí en quien piensa usted, sino en lo que siente hacia mí.
—No sé lo que es —me respondió.
Y en aquel momento cometí un error. Tuve la sensación de que todo aquello había sido un sacrificio inútil; sentí una enorme necesidad de hacerle apreciar la que yo había hecho y decirle que debía dejarme en libertad. Y se lo dije.
Fue entonces cuando afloró su verdadera personalidad.
Se sonrió bestial. No quiso ni contestarme.
Estábamos más separados que nunca. Le dije que me inspiraba compasión; él estalló. Fue terrible, y me hizo llorar.
¡La horrible frialdad, la inhumanidad de todo eso!
¡Ser su prisionera! ¡Tener que quedarme aquí! ¡Todavía!
¡Y, sobre todo, comprender, por fin, que esto es lo que él es en realidad!
Es imposible de comprender. ¿Qué es este hombre? ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué me retiene encerrada en este sótano asfixiante, si no puede hacer nada con mi cuerpo?
Fue como si yo encendiese una hoguera en la oscuridad, para tratar de calentarnos, y lo único que hubiera conseguido fuese ver su verdadero rostro a la luz de las llamas.
Lo último que le dije fue:
—Hemos estado completamente desnudos uno frente al otro… ¡No podemos estar más separados, sin embargo! Pero lo estamos.
Ahora me siento algo mejor.
Me alegro profundamente de que no haya ocurrido algo peor. Fui una loca al exponerme a semejante riesgo.
Es suficiente haber sobrevivido.
Diciembre, 1
Ha estado aquí abajo; yo he salido del pequeño sótano, y todo está claro.
Calibán está irritado conmigo. Hasta ahora, nunca le había visto irritado de esa manera. Porque esto de ahora es una profunda ira, bastante bien reprimida.
¡Me pone furiosa! Nadie podría comprender jamás cuánto de mí puse en la noche de ayer. ¡El esfuerzo de dar, de arriesgar, de comprender! ¡De sofocar decididamente todos mis impulsos naturales!
Es él, si es él. Y esa horripilante cosa masculina. Ahora ya no me siento buena. Si una no da, se irritan: si una da, se irritan después. Los hombres inteligentes tienen que despreciarse a sí mismos, estoy segura, por ser como son. Por su absoluta falta de lógica.
Hombres agriados y mujeres heridas en sus más caros sentimientos.
Naturalmente, he descubierto su secreto. Lo que pasa es que él odia eso, lo sexual.
Lo he estado pensando y pensando durante largas horas.
Él tiene que haber sabido, desde antes de secuestrarme, que no podría hacer nada conmigo.
Creo que lo que sucede es lo siguiente: él no puede obtener un placer natural conmigo. Su único placer es el hecho de tenerme cautiva. Pensar en todos los demás hombres que le envidiarían si lo supieran. En una palabra: tenerme.
Por eso me parece ridículo ser cordial y buena con él. Quiero ser tan mala, tan desagradable, que no le produzca placer el hecho de tenerme aquí. Voy a iniciar un nuevo ayuno. ¡Y no quiero saber absolutamente nada de y con él!
¡Extrañas ideas!
Por ejemplo: que por primera vez en mi vida hice algo original.
Algo que difícilmente habrá hecho otra mujer. Me dominé cuando los dos estábamos completamente desnudos. Y en aquel momento aprendí lo que significa dominarse.
El final de lo que quedaba en mí de Ladymont. Todo ha muerto ya.
Recuerdo un día que conducía el coche de Piers, en un lugar próximo a Carcasona. Todos querían que detuviese el coche. Pero yo quería, estaba empeñada en alcanzar los 130 kilómetros por hora. Y mantuve mi pie en el acelerador hasta que lo conseguí. Los demás estaban terriblemente asustados. Y yo también.
Pero les demostré que podía hacerlo.
Última hora de la tarde.
Ésta tarde he estado leyendo otra vez La tempestad, de Shakespeare. Y no me pareció la misma obra, ahora que ha sucedido lo que ha sucedido. La compasión que Shakespeare demuestra sentir hacia Calibán es la misma (tras el odio y la repugnancia) que yo siento hacia mi Calibán. Los dos los consideramos semihombres.
El odio de Próspero hacia Calibán. El hecho de saber que resulta inútil ser bondadoso con él.
Stephano y Trinculo son las quinielas de fútbol. El dinero que él ha ganado.
Acaba de retirarse.
Le dije que ayunaré hasta que me permita subir, todos los días, a tomar aire puro y ver la luz del sol.
Se puso a la defensiva. Y se mostró bestial, sarcástico. Hasta llegó al colmo cuando me dijo que yo me olvidaba quién era el que daba órdenes aquí.
Ha cambiado. Ahora me inspira verdadero miedo.
Le he dado un plazo hasta mañana por la mañana para decidirse.
Diciembre, 2
Voy a ser trasladada arriba. Va a arreglar una habitación para mí. Me dijo que eso tardará más o menos una semana. Le contesté que bueno, pero que si se trataba de una nueva postergación…
Veremos.
Anoche, mientras estaba acostada, despierta, pensé en G. P. y deseé su maravillosa y fantástica ordinariez. Crea amor, vida y excitación a su alrededor. Vive, y las personas a quienes ama lo recuerdan siempre.
Ésta mañana estaba imaginando que me había escapado, y que Calibán se hallaba ante un tribunal de justicia. Yo declaraba en su favor, diciendo a los jueces que su caso era trágico, que necesitaba simpatía y un médico psiquiatra. Perdón.
No era que quisiera aparecer como noble. Le desprecio demasiado para odiarlo, eso es todo. Es raro. Porque si realmente ocurriese eso de la justicia, probablemente declararía en su favor. Sé que no podríamos encontrarnos otra vez. Y comprendo que jamás podría curarle. Por la sencilla razón de que soy su enfermedad.
Diciembre, 3
Tendré una aventura amorosa con G. P.
Me casaré con él, si lo desea.
Quiero la aventura, el riesgo de casarme con él. ¡Estoy harta de ser joven! ¡Joven e inexperta! Lista, muy lista para saber, pero no para vivir. Quiero sus hijos en mí.
Mi cuerpo ya no cuenta para nada. Si él lo desea, puede tomarlo cuando quiera. Yo jamás podría ser otra Toinette: coleccionista de hombres.
Por ser más hábil (según creía) que la mayoría de los hombres, y más hábil que todas las muchachas a quienes conocía, siempre creí que sabía más, sentía más y comprendía más.
Sin embargo, ahora tengo que llegar a la conclusión de que no sé lo bastante para manejar a Calibán.
Quedan en mí toda clase de pequeñas cosas, como remanente de mis días de Ladymont. De aquellos días en que yo era una buena niña, hija de un médico de clase media. Ésos días han desaparecido ya para no volver. Mientras estuve en Ladymont, me pareció que podía manejar un lápiz con mucha habilidad. Y después, cuando me fui a Londres, empecé a darme cuenta de que no era así. Me vi rodeada de pronto por personas que eran tan hábiles, y en numerosos casos mucho más, que yo. Además, todavía no he conseguido saber cómo manejar mi vida… o la de alguna otra persona.
Yo soy, en realidad, quien necesita protección, ayuda, guía.
Es como el día —¡tristísimo día!— en que una se da cuenta de que las muñecas no son más que eso, muñecas. Yo tomo en mi manos mi Yo de antes y veo claramente que es tonto. Un juguete con el cual me he distraído demasiado tiempo. Esto es un poco triste, o, mejor dicho, muy triste.
Inocente, ajada de tanto uso, orgullosa y tonta.
G. P.
Sé que me encontraré herida en lo más íntimo de mis sentimientos, golpeada, maltrecha. Pero al mismo tiempo sé que será como si estuviese en un temporal de luz, después de este negro agujero en que ahora me encuentro.
Es sencillamente eso. Él tiene en sí el secreto de la vida. Algo como un manantial. Pero no inmoral.
Es como si sólo le hubiese visto entre dos luces, en el crepúsculo; y que ahora le viera, repentinamente, al amanecer. Es el mismo, pero todo en él es distinto.
Hoy me he mirado al espejo, y pude verlo en mis ojos.
Me parecen mucho más viejos y más jóvenes a la vez.
Dicho así, con palabras —¡estas pobres palabras!—, parece imposible. Sin embargo, así es, exactamente. Soy más vieja y más joven. Soy más vieja, porque he aprendido, y soy más joven, porque una gran parte de mí no era más que cosas que me habían enseñado las personas mayores que yo. Tenía dentro de mí todo el lodo de aquellas ideas anticuadas.
Y todavía tengo algo de ese lodo en mi nuevo Yo.
¡El poder de las mujeres!
Jamás me he sentido tan plenamente dueña de misterioso poder. ¡Los hombres dan risa!
¡Somos tan débiles físicamente…! ¡Somos tan incapaces ante ciertas cosas…! Y yo sigo siéndolo hasta hoy. Pero, no obstante, somos más fuertes que ellos. Podemos resistir su crueldad, mientras que ellos no pueden resistir la nuestra.
He estado pensando: me daré a G. P. Puede tomarme cuando quiera. Y haga conmigo lo que haga, todavía seguiré teniendo eso femenino tan mío, que ni él ni nadie podrá tocar jamás.
Todo esto que digo no es más que una serie de palabras fantásticas. Pero me siento llena de impulsos. Percibo en mí una nueva independencia.
Ya no pienso en el ahora. En hoy. Sé que voy a huir de este cruel encierro. Lo siento hasta en mis huesos. No puedo explicarlo. ¡Calibán jamás podrá vencerme!
Pienso en los cuadros que pintaré.
Anoche pensé en uno. Era un campo color amarillo manteca (amarillo manteca de granja) que se alzaba hacia un blanco y luminoso cielo, en el cual estaba levantándose el sol. El cielo tenía un extraño color rosa y estaba lleno de silenciosa inmovilidad. Era como el comienzo de todas las cosas: una canción de alondras sin alondras…
He tenido dos extraños sueños contradictorios.
El primero fue muy simple. Caminaba por unos campos. No sé quién me acompañaba, pero sí que era alguien que me gusta mucho. Un hombre. Tal vez G. P. El sol brillaba sobre los tallos del maíz joven. Y, de pronto, vimos una bandada de golondrinas que volaban a escasa altura sobre el maíz.
Distinguía perfectamente el brillo de las plumas de sus lomos, que parecían de seda azul oscuro. Piaban mientras pasaban y repasaban rozando casi nuestras cabezas, volando todas en la misma dirección. A muy escasa altura y felices.
Me sentí inundada de felicidad. Le dije a mi acompañante: «¡Qué extraordinario! Mira las golondrinas». Todo aquello fue muy simple: las inesperadas golondrinas, el sol, el maíz verde… ¡Me sentí inundada de felicidad! Fue una sensación de la más pura primavera. Y, entonces, desperté.
Más tarde tuve otro sueño.
Me hallaba ante la ventana del primer piso de una espaciosa casa (¿Ladymont?) y allí abajo había un caballo negro. Estaba irritado, pero yo me sentía segura, porque el animal estaba abajo y fuera de la casa. Pero de pronto giró sobre sus patas traseras, galopó en dirección a la casa y, ante mi profundo terror, dio un gigantesco salto hacia mí, con los dientes preparados para morderme.
Penetró en la habitación por la gran ventana, con un enorme ruido de vidrios rotos. Pero hasta en aquel instante pensé: «Se matará, y yo estoy segura».
Se quedó un momento en el suelo, pataleando, furioso, en la pequeña habitación, y entonces me di cuenta de que iba a lanzarse sobre mí. No tenía a dónde escapar. Y volví a despertarme. Tuve que encender la luz.
Era la violencia. Todo lo que odio y, al mismo tiempo, temo.
Diciembre, 4
Cuando salga de este lugar, dejaré de escribir esta especie de Diario de mi vida aquí. No es saludable. Contribuye, es cierto, a que yo no pierda la razón en esta cárcel, y me proporciona una especie de interlocutor con quien puedo hablar. Pero es inútil. Una escribe sólo lo que quiere leer u oír después.
Es raro, pero cuando una dibuja no hace eso. Porque no siente la necesidad de engañar.
Todo esto de pensar y pensar en mí es una enfermedad. Algo tremendamente mórbido.
Ansío pintar, pero pintar otras cosas. Campos, casitas, paisajes, vastas extensiones al aire libre, a la plena luz del sol.
Es lo que he estado haciendo hoy. Recuerdos de la luz de España que acudieron a mi mente. Muros de color ocre, calcinados hasta volverse blancos a la luz del sol. Los muros de Ávila. Los patios de Córdoba…
No trato de reproducir esos lugares, sino la luz de los mismos.
Fiat lux.
He estado tocando los discos del Cuarteto Moderno de Jazz, varias veces. En esa música no hay noche, ni tugurios llenos de humo de cigarrillos y cigarros. Es una música llena de estallidos y chispazos de luz, luz de estrellas y algunas veces de luna llena, tremenda luz de todas partes, como candelabros en los que brillan diamantes que flotan en el cielo.
Diciembre, 5
G. P. Según él, las masas adineradas, la Gente Nueva, violan la inteligencia.
Son esas cosas que él dice. Que la escandalizan a una, pero que no pueden ser olvidadas. Cosas que perduran. Duras, dichas expresamente para eso, para que perduren.
Todo el día de hoy he estado dibujando cielos. Trazo una línea a unos tres o cuatro centímetros del extremo inferior del papel. Es la tierra. Luego no pienso más que en el cielo. Cielo de junio, de diciembre, de agosto, de lluvia primaveral, de densas nubes, de truenos, de amanecer, de crepúsculo. He dibujado docenas de cielos. Sólo cielos. Nada más que la simple línea y, sobre ella, el cielo.
He aquí un extraño pensamiento. No quisiera que todo esto que me sucede no hubiese sucedido. Porque si algún día consigo escapar, o me deja en libertad (esto último ya lo dudo), seré una persona completamente distinta y, así lo espero, mejor. Porque si no escapo, si sucede algo espantoso, siempre sabré que la persona que era antes y habría seguido siendo de no suceder esto, no era la persona que yo deseo ser ahora.
Es como poner una cazuela de barro al fuego. Si no ha sido fabricada expresamente para eso, una se expone, naturalmente, a que se quiebre o se resquebraje.
Calibán está muy callado.
Es una especie de tregua entre él y yo.
Mañana voy a pedirle subir. Quiero comprobar si, en efecto, está haciendo algo en esa habitación de arriba.
Hoy le pedí que me atase y amordazara, para sentarme un rato al pie de la escalera del sótano principal, con la puerta abierta.
Después de mucho insistirle, accedió, por lo cual pude alzar la vista y ver el cielo. Era un cielo de color gris pálido. Vi unos pájaros que cruzaron volando rápidamente. Creo que eran palomas. Oí ruidos procedentes del exterior. Ésta es la primera luz del día propiamente dicha que he podido ver desde hace dos meses.
Era una luz que vivía.
¡Y me hizo llorar!
Diciembre, 6
He subido a darme un baño, y los dos hemos estado mirando la habitación que voy a ocupar. Ha hecho algunas cosas en ella. Va a ver si puede encontrar un antiguo silloncito Windsor que le pedí. Me tomé el trabajo de dibujárselo.
Eso me ha hecho sentirme feliz. O, por lo menos, algo menos desgraciada.
Estoy intranquila. No puedo escribir aquí. Ya me siento semifugada.
Lo que me hizo pensar que él estaba más normal ahora fue este pequeño trozo de diálogo:
M. (Estábamos de pie en la habitación). ¿Por qué no me deja que venga aquí y viva en esta habitación como si fuese su huésped? Si le doy mi palabra de honor, no hay peligro alguno para usted.
C. Si vinieran a mí cincuenta personas, verdaderas personas respetables y honestas, para jurarme por Dios y por todos sus antepasados que usted no intentaría fugarse, no me fiaría ni un instante de ellas. ¡No me fiaría de nadie en el mundo!
M. Pero ¿es posible que pase toda su vida sin tener confianza en alguien?
C. ¡Usted no sabe lo que es estar completamente solo!
M. ¿Y qué cree usted que ha sido mi vida aquí, durante los últimos dos meses?
C. Apuesto a que mucha gente piensa en usted, la echa de menos. Yo podría estar muerto, y a nadie, ¡absolutamente a nadie!, le importaría un comino.
M. ¿Y su tía?
C. ¡Ah, ella!
(Se produjo un silencio, y al ver que yo no decía nada, agregó):
C. ¡Usted no sabe, no sospecha siquiera, lo que significa para mí! ¡Todo! ¡No tengo nada si usted se va!
(Y otro gran silencio).
Diciembre, 7
Compró el silloncito, y lo bajó al sótano para que lo viese. Es muy bonito… Pero aunque me ofreció dejarlo aquí, me opuse terminantemente. Le dije que lo llevase a la habitación de arriba, y que allí no quiero que haya ni una sola cosa de las que tengo aquí abajo. El cambio tiene que ser absoluto.
Mañana me mudaré arriba definitivamente.
Se lo pedí anoche, y él, después de vacilar un buen rato, accedió. Ya no tendré que esperar toda la semana que dijo él que tardaría en arreglar la habitación.
Se ha ido a Lewes a comprar más cosas para la habitación. Y vamos a celebrar el acontecimiento con una cena «de gala».
Éstos últimos días ha estado muchísimo mejor. Más bondadoso, comprensivo…
No voy a perder la cabeza con un nuevo intento de fuga en cuanto se me presente la primera oportunidad. Porque sé que me vigilará concienzudamente. No puedo imaginar lo que hará. La ventana estará cubierta por unas tablas fuertemente clavadas. Cerrará la puerta con llave. Pero encontraré alguna manera de poder ver la luz del sol. Tarde o temprano, se me presentará la oportunidad (si antes no me deja ir voluntariamente) de fugarme.
Pero sé que será únicamente una oportunidad. Si fracaso, si me sorprende intentando la fuga, estoy segura de que me encerrará de nuevo en ese horrible sótano.
Por tanto, tiene que tratarse de una buena oportunidad, segura. ¡Y debo aprovecharla sin fallar!
Siempre me digo que tengo que prepararme para lo peor.
Pero hay algo en él que me produce la sensación de que esta vez va a cumplir lo que me ha prometido.
Me ha contagiado su resfrío. No me importa mucho.
¡Oh, Dios mío…! ¡Lo mataría!
¡Me va a matar de desesperación!
¡Todavía estoy aquí abajo, en el sótano! ¡Era mentira todo lo que me había prometido!
Ahora quiere sacar fotografías. Ése es su secreto. Quiere desnudarme, y entonces… ¡Oh, Dios, hasta ahora no sabía lo que es detestar a una persona!
Me ha dicho cosas irreproducibles. Entre ellas, que soy una mujer de la calle.
Me volví loca de furia, y le arrojé un tintero a la cabeza. No hice blanco.
Me dijo que si no accedía a eso de las fotografías, no me permitiría más baños ni salir al sótano principal. ¡Que me tendría encerrada aquí todo el tiempo!
¡En aquel momento afloró claramente el tremendo odio que existe entre nosotros!
Me ha contagiado su maldito resfrío. No puedo pensar muy coherentemente.
No podría suicidarme. Estoy demasiado furiosa con él para eso.
Siempre se ha burlado de mí. Desde el primer día en que nos hablamos. Aquélla burda historia del perro, que yo creí tan ingenuamente. Utiliza mi corazón como si fuese una herramienta. Luego lo deja y lo pisotea.
¡Me odia, quiere corromperme y destrozarme! ¡Quiere que me odie a mí misma hasta el punto de destruirme por medio del suicidio!
Como mezquindad final, no me bajó la cena. Encima de todo lo que me ha hecho, tendré que ayunar. Quizá piensa dejarme aquí sola, hasta que me muera de hambre. ¡Lo creo capaz de eso y de mucho más!
Tengo que tratar de sobrellevar este golpe. ¡No cederé! ¡No le permitiré que me venza!
Siento que tengo fiebre, y me encuentro bastante mal.
Todo está contra mí, pero no cederé.
He estado tendida en la cama, con el cuadro de G. P. a mi lado. Tengo una de las manos apoyada en el marco. Como en un crucifijo.
¡Sobreviviré! ¡Huiré de aquí! ¡No cederé!
¡No cederé!
¡Odio más allá del odio!
Odio a hombres como Calibán. Y situaciones como ésta.
¿Por qué este dolor, Dios mío?
¡Todo es mezquindad, egoísmo, mentiras!
No solamente nunca me he sentido así, como ahora, sino que ni siquiera lo imaginé posible.
Más que odio, más que desesperación. Ni siquiera puedo sentir lo que la mayoría de la gente considera desesperación. Está más allá de la desesperación. Es como si no pudiera sentir más. Veo, pero no puedo sentir.
Acaba de bajar. Yo estaba dormida sobre la cama. Tengo fiebre.
Es tan pesada la atmósfera… Debe de ser gripe. Me sentía tan mal, que no hablé una palabra.
No tengo ni la energía suficiente para expresar mi odio.
La cama está húmeda. Siento que me estalla el pecho.
No le dije una palabra. Esto ya ha pasado de las palabras. ¡Quisiera ser Goya! Podría entonces dibujar el absoluto odio que arde en mí hacia él.
¡Estoy tan asustada…! No sé qué ocurrirá si enfermo seriamente. No puedo comprender por qué parece estallarme el pecho. Es como si desde hace días tuviese una bronquitis.
Pero tendrá que traerme un médico. Podría matarme en un momento de furia, pero no puede, ¡no puede!, dejarme morir así, a sangre fría. ¡Oh, Dios! ¡Esto es horrible!
Por la noche.
Me ha traído un termómetro. A la hora del almuerzo tenía cerca de 40°, pero ahora ya ha pasado de esa cifra. ¡Me siento muy mal!
He pasado todo el día en la cama.
¡No es un ser humano!
¡Oh, Dios, estoy tan sola, tan tremendamente sola…!
¡No puedo escribir!
Por la mañana.
Realmente, tengo bronquitis. Estoy tiritando.
No he dormido bien. Tuve pesadillas horribles. G. P. estaba conmigo. Eso me hizo llorar. ¡Estoy tan asustada…!
No puedo comer. Cuando respiro, me duelen mucho los pulmones. No hago más que pensar en la pulmonía. ¡Pero no, no puede ser!
He tenido un sueño extraordinario.
Caminaba por un bosque. Miro por entre los árboles y veo un avión que atraviesa el cielo azul.
No sé cómo, pero sé que va a precipitarse a tierra. Más tarde, veo el lugar donde ha caído. Tengo miedo de seguir adelante. Una muchacha viene caminando hacia mí. ¿Es mi hermana Minny? No puedo ver. Viste un raro manto griego. Blanco. Lo iluminan los rayos del sol que se filtran por entre los árboles. Parece conocerme, pero yo no la conozco (no es Minny). No se acerca nunca. Quiero estar cerca, con ella. Y me despierto.
Si muero, nadie se enterará jamás.
Sólo de pensar en ello me sube la fiebre. ¡No puedo escribir!
Por la noche.
¡No hay compasión…!
Le grité, furiosa, y él se enfureció también. No tuve la fuerza suficiente para impedírselo, por lo cual me ató y amordazó. Y luego sacó esas sucias fotografías que quería.
No me importa mucho el dolor. ¡Es la humillación!
Hice lo que él quería. Para terminar de una vez.
Por mí ya nada me importa.
—¡Pero, oh Dios, la bestialidad de todo esto…! ¡Estoy llorando…! ¡Estoy llorando! ¡No puedo escribir más!
Pero no cederé.
¡No cederé!
No puedo dormir. ¡Voy a volverme loca! Tengo que estar con la luz encendida. Tengo sueños terribles. Creo que hay gente aquí conmigo. Minny, papá…
¡Es pulmonía!
Tiene que traerme un médico. Si no lo trae, será un verdadero asesinato.
No puedo consignarlo en el papel. Las palabras son inútiles.
(Acaba de llegar).
No quiere escucharme. Le he rogado, suplicado, le he jurado que será un asesinato. Estoy muy débil. La temperatura ha subido a más de 41.º. He vomitado.
Nada sobre anoche. Ni él ni yo.
¿Ha sucedido realmente? ¡Tengo mucha fiebre! ¡A veces deliro!
¡Si pudiera saber lo que he hecho! ¡Es inútil…! ¡Es inútil!
¡No quiero morir! ¡No moriré!
¡Querido G. P., esto…!
¡Oh Dios, oh Dios, no me dejes morir!
¡Dios, no me dejes morir!
¡No me dejes morir!