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Octubre, 14

Es la séptima noche.

Pienso y pienso constantemente en lo mismo. ¡Si supieran…! ¡Si ellos supieran…!

Tengo que compartir esta afrenta, este ultraje, con alguien o con algo.

Por ello trato ahora de contárselo a este bloc de papel, que él me compró esta mañana. Ésta es una muestra más de su bondad.

Tranquilamente.

En lo más recóndito de mi corazón tengo más y más miedo cada día. Por eso, mi tranquilidad, que me esfuerzo en aparentar, es sólo superficial.

No hay en esto nada sucio ni sexual. ¡Pero sus ojos son los ojos de un loco! Grises, con una grisácea luz perdida en su fondo. No he dejado de observarle ni un instante desde el principio. Creí, estaba convencida, de que todo esto desembocaría en un intento de violación. Cada vez que me volvía de espaldas, lo hacía de modo que él no pudiera lanzarse repentinamente sobre mí. Y escuchaba. Tenía que saber con exactitud en qué lugar de la habitación se encontraba él.

El poder… ¡Se ha convertido ahora, para mí, en una cosa tan real…!

Sí: ya sé que la bomba H es una monstruosidad. Pero ahora me parece que también es una monstruosidad eso de ser tan débil, ¡tan completamente débil!

¡Cuánto lamento no saber judo, porque así podría hacerle pedir misericordia a gritos!

¡Ésta habitación, pequeña como una cripta, es tan sofocante y está tan mal ventilada…! Las paredes parecen apretarme. Ahora, mientras escribo esas líneas, estoy escuchando por si acaso viene. Todos los pensamientos que acuden a mi mente son como dibujos malos, y siento la necesidad de destruirlos inmediatamente.

¡Escapar…! ¡Escapar…! ¡Tratar de escapar!

No me es posible pensar en otra cosa.

Pero hay algo muy extraño en todo esto. Ése hombre me fascina. Siento el más profundo desprecio y repugnancia hacia él. No puedo soportar la cárcel de este sótano. Además, no puedo apartar de mi mente la idea de que todos estarán desesperados por mi ausencia. Siento esa desesperación en todos mis huesos.

¿Cómo es posible que me ame como dice? ¿Cómo puede amarse a una persona a quien no se conoce?

Desea agradarme, y pone en ello una tremenda desesperación, pero estoy segura de que los locos son así. No son deliberadamente locos. En cierto modo, ellos deben de sentirse tan sobresaltados como todos los demás cuando, por fin, hacen algo tan espantoso como lo que este hombre acaba de hacer conmigo.

Hace solamente uno o dos días que puedo referirme a él de esta manera.

El viaje hasta aquí, en aquella furgoneta, fue una constante pesadilla. Fui todo el tiempo descompuesta, con ganas de vomitar, y semiasfixiada por la mordaza. ¡Y, por fin, los vómitos! ¡Y el pensar, el horrible pensar que se me iba a meter en alguna espesura del borde del camino, para violarme primero y asesinarme después! Tuve la seguridad, cuando se detuvo la furgoneta, de que eso era lo que me iba a suceder. Y creo que fue eso lo que me descompuso y me hizo vomitar, no sólo el bestial cloroformo que se me había hecho aspirar. (No hacía más que recordar las terroríficas historias de Penny Lester, en las que relata cómo se salvó su madre de ser violada por los japoneses. No cansaba de repetirse: «¡No resistas…! ¡No resistas!». Alguien, en Ladymont, dijo cierta vez que son necesarios dos hombres para abusar por la fuerza de una mujer, y que las mujeres que se dejan poseer por un hombre por la fuerza, quieren ser poseídas). Ahora sé, estoy segura, de que él no podría obrar de esa manera. Emplearía otra vez el cloroformo, o algo así. Pero aquella primera noche no pude pensar en otra cosa que en eso: «¡No resistas…, no resistas!».

Agradecí al cielo estar viva. Comprendo que soy terriblemente cobarde. No quiero morir, porque amo la vida apasionadamente. ¡Nunca había sabido hasta hoy cuánta es mi ansia de vivir! Si consigo librarme de este infierno, jamás podré volver a ser lo que era antes.

He buscado por todas partes algo que pueda servirme de arma, pero no hay nada, absolutamente nada, que me aproveche para ese propósito, aunque tuviera la fuerza y la habilidad necesarias, que no las tengo. Todas las noches apuntalo con una silla la puerta forrada de hierro. De este modo, por lo menos me enteraré si él intenta penetrar sigilosamente, para que yo no le oiga.

Hay en la habitación un odioso laboratorio y demás artefactos de higiene.

¡La gran puerta silenciosa inexpugnable! No tiene ojo de cerradura ni nada por el estilo.

El silencio. Ahora ya me he acostumbrado un poco más a ese silencio. Pero aseguro que sigue siendo terrible. Jamás se oye el menor ruido de fuera. Eso me hace experimentar la sensación de que estoy esperando constantemente, aterrada, sólo Dios sabe qué.

Viva. Pero viva a la manera en que está viva la muerte.

La colección de libros sobre pintura. Valen en total casi cincuenta libras esterlinas. He sumado todos los precios marcados. La primera noche se me ocurrió, de pronto, que esos libros estaban ahí por mí y para mí exclusivamente. Esto equivale a decir que no he sido una víctima casual de este secuestro, sino deliberadamente elegida.

Y están también esos cajones de la cómoda, abarrotados de prendas de vestir de todas clases: faldas, vestidos, blusas, medias de varios colores y una extraordinaria selección de ropa interior, toda de París. En seguida vi que todo aquello era de mi talla. En realidad, esa ropa me queda un poquito grande, pero él me ha dicho que los colores son los mismos que me ha visto usar antes de secuestrarme.

Antes de precipitarse sobre mí esta tragedia, mi vida me parecía realmente hermosa. Sí: ahí estaba G. P., pero hasta eso era también extraño. Excitante. ¡Excitante!

¡Y luego, esto!

Dormí un poco con la luz encendida, sobre la cama. Me habría agradado lo indecible poder beber una copa de cualquier cosa, pero pensé que a lo mejor la bebida estaría drogada. Todavía no he conseguido desprenderme del temor de que la comida está drogada también.

Hace ya siete días, pero me parece como si hubieran transcurrido siete semanas.

¡Parecía un joven tan inocente, sinceramente preocupado cuando me detuvo en la calle…! Me dijo que había atropellado con la furgoneta a un perro. Pensé con horror que podría ser Misty. Era exactamente ese tipo de hombre del cual una no sospecharía jamás. El hombre con menos aspecto de loco que he visto en mi vida.

Fue como si me hubiera caído, desde el borde del mundo, al vacío. Un borde que apareció así, como de repente.

Todas las noches hago una cosa que hace muchos años tenía olvidada por completo. Me acuesto y rezo. No me arrodillo, porque estoy segura, sé, que Dios desprecia a quienes se arrodillan. Me acuesto y le pido que consuele a mamá, papá, Minny y Caroline, que deben de sentirse tan culpables, y a todos los demás, hasta a todos aquellos a quienes les haría bien sufrir por mí (o por cualquier otra persona). Como, por ejemplo, Piers y Antoinette. Le pido que ayude a esta miseria humana que me tiene ahora en su poder. Le pido que me ayude, que no permita que él me viole y después me asesine. Le pido que me conceda la luz.

Literalmente, la luz del día.

No puedo soportar esta oscuridad absoluta.

Me ha comprado unas velitas de noche. Me duermo con una de ellas encendida, junto al camastro. Antes dejaba encendida la luz eléctrica.

Lo peor de todo es el despertar. Me despierto y, por un momento, me parece que estoy en mi dormitorio de casa, o en la casa de Carolina. ¡Y de pronto la terrible verdad me golpea como una tremenda maza!

No sé si verdaderamente creo en Dios. Le oré con desesperación durante el viaje en la furgoneta, cuando creí seguro que iba rumbo a la muerte («Ésa es una prueba en contra», me parece que oigo decir a G. P.). Pero es que al rezar parece que todo sea menos terrible.

No escribo más que trozos y fragmentos. No puedo concentrar mi mente para unirlos en un todo comprensible. ¡He pensado tantas cosas, y ahora no puedo pensar una sola!

Pero hace que me sienta más tranquila. Me queda la ilusión, por lo menos. Como, por ejemplo, calcular cuánto dinero ha gastado una en compras. Y cuánto le queda.

Octubre, 15

Él no ha tenido padres desde muy pequeño. Lo ha criado una tía. Me parece verla: una mujer delgada, seca, de cara pálida y una desagradable boca de labios apretados y ojos grises malignos, que usa siempre unos voluminosos sombreros color beige y se cubre con una ridícula prenda, para defenderse del polvo y la suciedad, porque el polvo y la suciedad lo son todo para ella, fuera de su horrible y mezquino mundo de callejuela oscura.

Le he dicho que lo que él busca es la madre que no ha tenido nunca; pero, como es natural, no ha querido escucharme.

No cree en Dios. Y eso es lo que más hace que yo quiera creer.

Le hablé de mí. Le hablé también de vosotros, papá y mamá, con toda la emoción que pude. Está enterado de lo de mamá. Por lo visto, todos en el pueblo lo saben también.

Mi teoría es que la tarea que debo realizar es la de convencerle de que no es un mártir, ni mucho menos.

¡El tiempo que llevo ya en esta prisión! Es un tiempo interminable.

La primera mañana.

Llamó a la puerta, y esperó alrededor de diez minutos (como lo hace invariablemente). No fueron diez minutos muy agradables por cierto. Todos los pensamientos que había tenido durante la noche para consolarme, desaparecieron como por encanto y me dejaron terriblemente sola. En aquel momento me dije: «Si lo intenta, no resistas… ¡No resistas!». Sí, le diría: «Haga lo que quiera conmigo, pero no me mate… ¡No me mate! ¡Puede hacerlo otra vez!». ¡Como si yo fuese una de esas telas lavables y duraderas que hay por ahí!

Todo fue distinto. Cuando él entró, se quedó de pie, mirándome como un papanatas, y luego, de pronto, al verle sin sombrero, supe quién era. Supongo que eso se debe a que yo retengo las facciones de la gente sin darme cuenta. Lo que los dibujantes llaman memoria gráfica. Era empleado del Anexo de la Municipalidad, y había ganado una fabulosa suma en una de esas quinielas de fútbol. Todos los diarios de Londres publicaron su fotografía. Y recuerdo que todos dijimos que le habíamos visto muchas veces por la calle.

Intentó negarlo, pero se puso colorado. Se pone encarnado por cualquier cosa.

Ponerle a la defensiva me resulta más fácil que estornudar. Su cara tiene algo así como una expresión natural de persona ofendida. Como una oveja. No, mejor como una jirafa. Insistí en mis preguntas, pero él no quiso contestarlas. Se limitó a mirarme con una expresión que parecía indicar mi poco o ningún derecho a preguntarle. Como si esto no fuese lo que se había convenido entre los dos. (No se convino nada, claro).

Nunca ha tenido relaciones de ninguna clase con muchachas. Por lo menos con muchachas como yo.

Es un joven puro «como la blanca y casta azucena».

Mide un metro ochenta, o sea, unos veinticinco centímetros más que yo. Delgado, por lo cual da la impresión de ser todavía más alto que lo que es. Un poco desgarbado. Su nuez, demasiado pronunciada. Las muñecas, excesivamente gruesas. El mentón, demasiado grande. El labio inferior casi mordido, y los bordes de las aletas de la nariz, rojos. Glándulas. Tiene una de esas extrañas voces intermedias, ineducada pero que quiere ser culta. Sin embargo, le falla constantemente. Su rostro, en general, es demasiado largo. Y, además, tosco, lo cual es peor. Como endurecido. Usa siempre chaqueta deportiva y pantalón de franela. ¡Y gemelos en los puños de la camisa!

Es lo que la gente llama «un joven agradable». Absolutamente neutro en materia sexual. Tiene la costumbre de pararse con los brazos caídos a los costados del cuerpo, o a la espalda, como si nunca supiera qué diablos hacer con ellos.

Esperando respetuosamente a que yo le dé mis órdenes.

Ojos de pez, siempre abiertos y vigilantes. Eso es todo. Sin la menor expresión.

Hace que me sienta caprichosa. Como si él fuese empleado en una tienda de tejidos, y yo, una cliente difícil de conformar.

Es su línea de conducta. Un remedo, una burla de humildad. Eternamente «lo siento mucho». Si le digo que se vaya, obedece en seguida, sin oponer la menor objeción.

Hace cerca de dos años que me observa en secreto. Me ama con desesperación; se sentía muy solo, y sabía que yo siempre estaría por encima de él. Fue horrible. Me habló con torpeza; siempre tiene que decir las cosas con rodeos, y ni una sola vez deja de tener una justificación para sí mismo. Yo me quedé muy quieta, oyéndolo. Pero no podía mirarlo.

Fue su corazón, como desparramado por toda la espantosa alfombra color mandarina. Cuando terminó de hablar, los dos nos quedamos quietos allí, sin decirnos nada. Cuando se levantó para retirarse, intenté decirle que comprendía, que no diría una palabra si me llevaba otra vez a casa, pero él se resistió. Traté de dar la impresión de que le comprendía perfectamente y que simpatizaba con él y su problema, pero esto pareció asustarle aún más.

A la mañana siguiente, lo intenté de nuevo. Descubrí cómo se llama (¡vil coincidencia!), y me mostré muy razonable. Le miré a los ojos y apelé a sus buenos sentimientos, pero de nuevo no conseguí más que asustarle.

A la hora del almuerzo le dije que me había dado cuenta de que él estaba avergonzado de lo que hacía, y que no era demasiado tarde aún para enmendar la falta. Cuando uno machaca un poco sobre su conciencia, ésta cede, pero no por eso parece causarle el menor daño. «¡Estoy avergonzado! —dice—. Sí, sé que debía hacerlo», añade. Le dije que no tiene aspecto de ser un mal hombre, y me contestó: «Ésta es la primera cosa mala que he hecho en toda mi vida».

Probablemente será cierto. Pero esta primera cosa mala que ha hecho vale por varios centenares.

Algunas veces me parece que se muestra muy hábil. Está tratando de ganarse mi simpatía por medio del recurso de fingir que se encuentra atrapado por una cosa, en un callejón sin salida.

Aquélla noche traté de no mostrarme gentil, sino, por el contrario, maligna y dura. Se limitó a dar la impresión de estar más ofendido que nunca por mi actitud. Tiene una gran habilidad para eso. Podría decirse que pretende oprimirme entre los tentáculos de esa actitud de mostrarse tan profundamente afectado.

Y explota a maravilla el melancólico recurso de no pertenecer a la misma clase social e intelectual que yo.

Yo sé perfectamente lo que soy para él: una mariposa que siempre ha ansiado atrapar. Recuerdo que el día que conocí a G. P. me dijo que los coleccionistas son los peores animales de todos. Se refería a los coleccionistas de cuadros, naturalmente. Yo no le comprendí en realidad, y me pareció que sólo intentaba aterrorizar a Caroline y a mí. Ahora comprendo que tiene mucha razón. Los coleccionistas van contra la pintura, contra la vida misma y contra todo.

Escribo en este terrible silencio de la noche, como si me sintiese normal. Pero es todo lo contrario. ¡Estoy tan asustada, tan sola, y me siento tan mal…! Ésta soledad me resulta intolerable. Cada vez que se abre la puerta quiero lanzarme contra ella y huir de aquí. Pero sé que debo ahorrar esos intentos de fuga. ¡Tengo que superarle en astucia y planear para el futuro!

Sobrevivir.

Octubre, 16

Escribo por la tarde. Ahora yo estaría en la clase de dibujo con modelo vivo. ¿Sigue andando el mundo? ¿Continúa brillando el sol? Anoche pensé: «Ya estoy muerta». Sí, porque esto es la muerte. ¡El infierno! En el infierno no puede haber otras personas, o por lo menos, no más de una como él. El diablo no podría ser endiablado pero atractivo, sino exactamente como él.

Ésta mañana lo dibujé. Quería reproducir su rostro para ilustrar estas observaciones. Pero no me salió a mi gusto, y a él, claro, le pareció muy bueno. Me dijo que estaba dispuesto a pagarme doscientas libras esterlinas por el dibujo. ¡Está completamente loco!

La causa soy yo. Sí: me ha convencido de que yo soy su locura.

Durante años ha estado buscando algo en que volcar su locura. Y ahora, por desgracia, me ha encontrado a mí.

No puedo escribir en un vacío como éste. A nadie. Cuando dibujo, siempre pienso en alguien, como, por ejemplo, G. P. junto a mí, mirando lo que hago por encima de mi hombro.

Todos los padres deberían ser como los míos, porque así las hermanas llegan a convertirse en verdaderas hermanas. Tienen que ser una para la otra, lo que somos Minny y yo.

Querida Minny:

Ya llevo más de una semana en este terrible encierro, y te echo muchísimo de menos, igual que echo de menos el aire puro, los rostros de todas las personas a quienes tanto odiaba en el Metro, y las cosas nuevas que ocurrían todas las horas de todos los días, aunque yo no pudiera verlas, sino presentirlas. Pero lo que más echo de menos es la frescura y la delicia de la luz natural, la luz del día. No puedo vivir sin la luz del sol. En la luz artificial, todas las líneas mienten, y casi la llevan a una a desear la oscuridad.

No te he dicho cómo intenté huir. Estuve pensándolo toda la noche. No podía dormir, porque el ambiente de este sofocante agujero en que me encuentro encerrada me descompone, y tengo ya el estómago completamente destrozado (él trata de cocinar, pero es un verdadero desastre). Fingí que algo andaba mal en mi cama, y cuando él se acercó, di media vuelta como un rayo, y corrí. Pero no pude cerrar la puerta para dejarle atrapado, y me alcanzó en el sótano principal. Por el ojo de la cerradura se filtraba una monedita de luz de sol.

Piensa en todo. Cierra la puerta con llave y cerrojos. Pero no me arrepiento de haber realizado aquella tentativa, porque me permitió ver ese poquito de luz natural. Estoy segura de que él había previsto que yo intentaría salir y dejarlo encerrado aquí.

Durante tres días no permití que me viese más que de espalda. En esas setenta y dos horas ayuné, no le hablé una palabra, y dormí. Cada vez que me sentía segura de que él no vendría, me levantaba y me movía de un lado a otro, haciendo unos pasos de baile, para desentumecerme, y leía algunos libros de esos sobre pintura que él me trajo. ¡Ah, y bebía agua, mucha agua! Pero no toqué los alimentos que él me traía.

Conseguí imponerle un convenio. Las condiciones que me propuso incluyen un plazo de seis semanas más de encierro. ¡Hace una semana, seis horas me habrían parecido demasiadas! Lloré, vi que eso le afectaba y conseguí que me redujera el plazo a cuatro semanas. Pero esto no disminuye mi temor ante el hecho de estar en esta casa, sola con él. He llegado a conocer, hasta de memoria, el último centímetro de esta asquerosa y asfixiante cripta. Parece casi como si ya me estuviese amoldando físicamente a ella, como los peces de esos lagos de las grandes grutas se amoldan a la falta absoluta de luz y producen, al cabo de algunas generaciones, crías sin ojos. Pero el caso es que esas dos semanas menos parecen muy importantes.

Me siento como si me faltase por completo la energía. Estoy constipada en todas las formas imaginables.

Minny: ayer me permitió que subiera con él. Primeramente, la enorme alegría de aspirar el aire exterior, y luego, el hecho de encontrarme en un espacio mucho más amplio que el de tres por tres (lo he medido) del segundo sótano, y verme bajo las estrellas, aspirando a pleno pulmón el maravilloso, ¡maravilloso!, aire, a pesar de que el día era húmedo y había neblina.

Pensé que podría correr, pero él me cogió firmemente por un brazo. Además, estaba atada y amordazada. ¡Todo cuanto me rodeaba se hallaba envuelto en la más profunda oscuridad, y tan solitario…! ¡Ni siquiera habría sabido en qué dirección tenía que correr!

La casa es un viejo chalet. Es posible que por fuera tenga partes de madera. Dentro hay muchas vigas, los pisos están bastante desnivelados, y los techos son muy bajos. En realidad, es una encantadora casa antigua, pero que ha sido decorada y amueblada con el más deplorable «buen gusto», según lo preconizan las revistas femeninas. Hay espantosos choques de colores, una horrenda mezcla de distintos estilos de muebles, muchos chiches de esos que enloquecen de orgullo a los dueños de casa propia de la clase media para abajo, y horribles adornos. ¡Y los cuadros…! Nadie me creería si describiese el atentado múltiple que constituyen esos cuadros. Me dijo que una firma se hizo cargo de elegir todo el mobiliario y las decoraciones. Ésa firma tiene que haber dejado vacío su depósito de todo lo inservible e invendible.

El baño sí fue delicioso. Sabía que él podía entrar en cualquier momento (la puerta no tiene llave y ni siquiera puede cerrarse porque hay un taruguito de madera atornillado, que lo impide). Pero sin que pudiera decir por qué, estaba segura de que él no sería capaz de hacer eso. ¡Qué encantador es ver una bañera de agua caliente y todas las demás instalaciones de un excelente cuarto de baño! Tan encantador, que casi no me importó, por un buen rato, estar prisionera. Me metí allí, y le hice esperar horas y horas, fuera, cerca de la puerta. Pero no pareció que le importase mucho. Se portó muy bien.

Nada le hace preocuparse.

Pero creo haber descubierto la manera de enviar un mensaje al mundo exterior. Puedo meter un papel en un frasquito y echarlo por el desagüe del inodoro. Sería mejor rodear el frasquito con una cinta de color bien chillón. Tal vez alguien lo vería algún día, en alguna parte. Lo haré en cuanto se me presente la oportunidad.

Escuché atentamente para comprobar si se oía ruido de tráfico, pero sin resultado. Oí el canto de un búho, ¡y el zumbido del motor de un avión!

¡Si los aviadores supieran las cosas que pasan en los lugares sobre los cuales vuelan!

Estamos todos en aviones.

La ventana del cuarto de baño está cubierta por unas sólidas tablas fuertemente atornilladas. Enormes tornillos. Busqué por todas partes algo que pudiera servirme de arma. Pero nada encontré. Aunque encontrase algo, estoy segura de que no sabría usarlo.

Lo vigilo y me vigila. No nos brindamos la menor oportunidad. Él no parece muy fuerte, pero, como es natural, tiene más fuerza que yo. Tendría que cogerlo muy de sorpresa para triunfar.

Todo está cerrado con llave, y algunas cosas, con cerrojos también. En la puerta de mi celda hay hasta una de esas alarmas eléctricas contra ladrones.

Ha pensado en todo. Pensé incluir una notita en la ropa sucia, para cuando fuese enviada al lavadero. Pero no manda a lavar ni una prenda fuera de la casa. Cuando le pregunté cómo cambiaba las sábanas, me dijo que las compra nuevas, y que le avisara cuando quisiera un juego limpio.

Cada vez me convenzo más de que la única manera (también muy problemática, lo sé) es lo del frasquito por el desagüe del retrete.

Minny: no te escribo a ti; estoy hablando conmigo misma.

Cuando salí del baño, con una de las menos espantosas camisas que él me ha comprado, se levantó (había permanecido sentado todo el tiempo junto a la puerta). Yo me sentí como la Cenicienta cuando baja por la gran escalinata del salón de baile. Al verme, casi cae desmayado. Supongo que fue al verme con una de las camisas compradas por él. ¡Ah, y con el pelo suelto!

O tal vez haya sido la conmoción de verme sin la mordaza. Fuera por lo que fuere, le sonreí, lo engatusé y me dejó que siguiera sin la mordaza y que echara un vistazo a mi alrededor. Se mantuvo muy cerca de mí en todo momento. Comprendí que, si daba el menor paso en falso, saltaría sobre mí instantáneamente.

Arriba, dormitorios, habitaciones que podrían haber sido encantadoras, pero que están llenas de moho, totalmente abandonadas. Se ve que hace mucho que nadie las habita. Todo aquello tiene un extraño aire de muerte. En la planta baja, lo que él llamaba (¡cómo no!) sala, es una hermosa habitación, mucho mayor que las otras, cuadrada, con una enorme viga en el techo, sostenida por tres columnas que tienen su asiento en la mitad de la habitación. Tiene otras vigas, rinconcitos y deliciosos ángulos arquitectónicos, que sólo un arquitecto podría acumular en un milenio en una sola estancia. Pero todo eso «asesinado», claro, por los muebles y los adornos. En la repisa de una deliciosa chimenea antigua, mejor dicho, colgados de la pared sobre la misma, dos patos silvestres de porcelana. ¡No me fue posible resistirlo e hice que volviera a atarme las manos, pero por delante! ¡Luego descolgué aquellas monstruosidades y las hice pedazos contra el fogón!

Eso pareció herirle tanto como cuando le di una bofetada por no dejarme huir.

Me hace cambiar de ropa, quiere que baile con él, metafóricamente hablando, que le intrigue, le encandile, le asombre. ¡Es tan mentalmente lerdo, tan falto de imaginación, tan carente de vida…! Blanco, como el cinc. Veo que lo que ejerce sobre mí es una especie de tiranía. Me obliga a mostrarme cambiable, a obrar. A alardear. Es esa odiosa tiranía de las personas débiles. Así la calificó G. P. un día.

El hombre ordinario es la maldición de la civilización.

Pero, al mismo tiempo, éste es tan ordinario que resulta extraordinario.

Le gusta hacer fotografías. Y quiere sacarme una: un retrato.

¡Ah! No debo olvidarme de sus mariposas, que supongo pueden ser consideradas hermosas. Sí, y bastante bien dispuestas en sus bandejas, con sus pobres alitas extendidas, todas en el mismo ángulo. Tuve compasión de aquellas pobres mariposas muertas, víctimas, como yo, del monstruo. Las que él muestra con más orgullo son las que denomina «aberraciones».

Abajo, me permitió que le mirase mientras hacía el té (en el sótano principal), y algo muy ridículo que dijo me hizo reír…, o querer reír.

¡Terrible!

De pronto me di cuenta de que yo también me estaba volviendo loca, y de que él era malignamente astuto. Claro que no le importa lo que yo le diga sobre sí mismo. Tampoco pareció importarle que destrozara aquellos horrorosos patos silvestres de porcelana. Porque, de pronto, a pesar de que me ha secuestrado, ve que río con él y le sirvo el té, como si fuera su mejor amiga, o su novia.

Lo insulté. Y de pronto me convertí en la hija de mi madre: una perra, casi una ramera.

Ahí lo tienes, Minny. ¡Cuánto daría por tenerte aquí a mi lado, para que pudiéramos hablar las dos en la oscuridad! ¡Si pudiera hablar con alguien, aunque sólo fuera por espacio de unos minutos…! Pero alguien querido para mí. Porque así, escribiendo estas notas, lo presento todo mucho menos sombrío que lo que es en realidad.

Voy a llorar otra vez.

¡Esto es tan injusto…!

Octubre, 17

Me produce una tremenda indignación el cambio que se ha operado en mí.

Acepto demasiado. Para empezar, debo decir que me pareció que debería esforzarme por parecer, o ser, real, positiva, y no permitir que su anormalidad llegase a dominar la situación. Pero es posible que él lo haya planeado. Porque la verdad es que ha conseguido que yo me comporte tal y como él lo desea.

Ésta no es una mera situación fantástica: es una fantástica variación de una situación fantástica. Quiero decir, que ahora que me tiene ya a su merced, no va a portarse como se portaría cualquier otro hombre, o como se esperaría de él. En consecuencia, hace que yo me sienta falsamente agradecida. Tiene que darse cuenta de eso: de que puede obligarme a depender de él.

¡Estoy nerviosísima! Ni remotamente tan tranquila como aparento estar cuando leo esto que acabo de escribir.

Lo que ocurre es que queda todavía tanto tiempo que pasar así… Un tiempo interminable, ¡interminable!, ¡interminable!

Todo esto que escribo no es natural. Es algo así como dos personas que tratan de mantener una conversación.

En cierto sentido, es todo lo contrario de dibujar. Una dibuja una línea, y en seguida sabe si está bien o mal. Pero una escribe una línea, y le parece que está bien, pero la vuelve a leer más tarde, y es todo lo contrario.

Anoche quiso sacarme una fotografía, y le permití que hiciera varias. Pienso: es posible que un día se descuide y que alguien me vea por aquí. Pero me parece que vive solo en este chalet. Tiene que ser así. La noche anterior debió de pasársela revelando y haciendo copias de las fotos que me sacó (¡cualquier día se le va a ocurrir llevarlas a revelar a la ciudad!). Las fotos que me sacó fueron con un «flash», y no me gusta ese sistema. Además, el fogonazo me hizo daño en los ojos.

Hoy no ha sucedido nada, como no sea que hemos llegado a una especie de arreglo respecto de mi necesidad de hacer ejercicio. Hasta ahora no me ha permitido estar a la luz del día. Pero puedo subir al sótano principal. Me sentía irritada, por lo cual me mostré tal como me sentía. En cuanto terminé el almuerzo, le dije que se fuera, y lo mismo después de la cena. Las dos veces me obedeció sin chistar. La verdad es que en ese sentido se porta muy bien. Hace todo lo que le pido o digo.

Me ha comprado un fonógrafo y discos, así como todas las cosas de la larguísima lista que le di. Se ve que le agrada comprar cosas para mí. Podría pedirle lo que se me antojase. Bueno, menos mi libertad, naturalmente.

Me ha regalado un reloj suizo costoso. Le dije que lo usaré mientras esté aquí, y que se lo devolveré cuando me vaya. Le hice saber que me resulta imposible soportar esa espantosa alfombra amarilla, y me ha comprado varias para remplazarla: todas persas o turcas. Además, me trajo tres esteras de la India y una divina alfombra turca color púrpura, rosa-naranja y sepia, con bordes blancos. Me dijo que era la única que tenían, por lo cual no puedo decir que se deba a su buen gusto.

Así, esta horrible celda es un poco más habitable. El piso está ahora muy blando con todas las alfombras. He roto todos los feos ceniceros y bibelots. Todos esos adornos horribles no merecen persistir.

¡Soy tan superior a él…! Sé que esto suena a malignamente vanidoso, pero la verdad es que lo soy, ¡lo soy! Y así, es algo que se parece a una reproducción de Ladymont y Boadicea, así como noblesse oblige. Estoy convencida de que tengo la obligación de mostrarle cómo viven y se comportan los seres humanos decentes.

¡Él es la fealdad propiamente dicha! Pero no es posible destruir la fealdad humana como si fuese de porcelana, barro o cristal.

¡Qué extraño me pareció todo hace tres noches! ¡Estaba tan excitada al salir de esta cripta…! ¡Me sentía tan dueña de mí misma! Todo lo sucedido me pareció, de pronto, una gran aventura, algo que un día cercano contaría a todas mis amistades. Una especie de partida de ajedrez contra la muerte, que yo hubiese ganado inesperadamente. Una sensación de haber corrido un tremendo peligro, pero que ahora iba a marchar como sobre ruedas. Hasta que él me iba a dejar volver a mi casa.

¡Locura!

Sí: está loco, y no tengo más remedio que darle ese nombre. Desde hoy, voy a llamarle Calibán

Piero. He pasado el día entero con Piero, he leído todo cuanto a él se refiere, he contemplado largamente todas las ilustraciones del libro, y en cierto modo he vivido con ellas. ¿Cómo es posible que llegue algún día a ser una buena pintora, cuando conozco tan poco de Geometría y Matemáticas? Voy a pedirle a Calibán que me compre libros. Me convertiré en una geómetra. Tengo enormes dudas sobre la pintura moderna. Pensé en Piero de pie ante una tela de Jackson Pollock, no, ante un Picasso o un Matisse. Y veo sus ojos.

¡Las cosas que Piero puede decir en una mano, o en un pliegue de una manga! Sé perfectamente todo eso. Nos ha sido dicho una y otra vez, y yo misma lo he dicho. Pero hoy lo he sentido realmente. He tenido la sensación de que toda nuestra era es una burla y una simulación. La forma en que la gente habla del cubismo, y otros ismos, y las largas y difíciles palabras que emplea, me parecen tan inútiles como tontas. ¿Y todo para qué? Para ocultar el hecho de que uno puede y sabe pintar o no puede ni sabe.

Yo quiero pintar como Berthe Morisot. No quiero decir con sus colores, formas o nada físico, sino con su simplicidad y su maravillosa luz. No quiero ser hábil o lista, o grande o «significativa». Lo que quiero es pintar la luz del sol sobre los rostros de los niños, o flores en un cerco, o una calle después de una lluvia de abril.

La esencia. No las cosas propiamente dichas. Saetas danzantes de luz sobre las cosas más pequeñas.

¿O será eso un sentimentalismo?

Me siento deprimida.

¡Estoy tan lejos de todo…! De la normalidad… De la luz… De lo que quiero ser.

Octubre, 18

G. P.: Tienes que pintar con toda tu alma, con todo tu ser. Eso es lo que se aprende primero. Lo demás es suerte.

Ésta mañana dibujé una serie completa de rápidos bosquejos de fruteros llenos de fruta. Puesto que Calibán está siempre dispuesto a comprarme cosas, no me interesa la cantidad de papel de dibujo que desperdicio. Colgué los bosquejos, y le pedí que eligiese el que a su juicio era el mejor. Como es natural, eligió el peor de todos, y luego fue eligiendo los que más se «parecían» al frutero con su fruta. Intenté explicarle. Me estaba jactando sobre uno de los bosquejos (el que más me gustaba). Me irritó, porque para él el dibujo y la pintura no significan nada, y lo dijo bien claro con sus siempre vacilantes palabras. Por lo visto, para él yo no era otra cosa que una criatura que se estaba divirtiendo.

En realidad fue culpa mía, porque yo había estado alardeando. ¿Cómo podía esperar que él viese la magia y la importancia de la pintura (no mi pintura o mis dibujos), sino de la pintura en general?

Después del almuerzo tuvimos una discusión. Siempre me pregunta si le permito quedarse un rato. Algunas veces me siento demasiado sola y tan amargada por mis propios pensamientos, que le dejo que se quede, y hasta podría decir que quiero que se quede. Eso es lo que le hace este encierro a una.

La discusión fue sobre el desarme nuclear. El otro día yo tenía dudas, pero ahora ya no.

Diálogo entre Miranda y Calibán:

M. (Sentada en mi cama. Calibán, en su silla de costumbre, junto a la puerta forrada de hierro. En el sótano principal, el ventilador estaba funcionando). ¿Qué opina usted sobre la bomba H?

C. Nada de importancia.

M. Pero algo tiene que pensar.

C. Sí: que ojalá no caiga sobre usted o sobre mí.

M. Me doy cuenta de que usted no ha vivido nunca con gente que tome las cosas en serio y las discuta seriamente. (Él adoptó su pose de hombre herido, afectado). Bueno: probemos otra vez. ¿Qué piensa usted de la bomba H?

C. Si dijera algo serio, usted no lo tomaría con seriedad. (Le miré fijamente hasta que no tuvo más remedio que seguir). Es obvio. Nada se puede hacer ya contra ella. Ha sido inventada y la tendremos para siempre.

M. ¿Entonces?, ¿no le importa lo que le suceda al mundo?

C. ¿Qué diferencia habría si me importase?

M. ¡Oh, Dios!

C. En esta clase de problemas, nosotros, el pueblo, no tenemos ni voz ni voto.

M. Veamos: si hubiese un número suficiente de nosotros convencidos de que la bomba H. es maligna, y que una nación que se precie de decente jamás podría adoptarla fueran cuales fueren las circunstancias, el Gobierno tendría que hacer algo al respecto. ¿No le parece?

C. La verdad, no es una esperanza muy grande.

M. ¿Cómo cree usted que empezó el cristianismo? ¿O cualquier otra cosa? Pues todo empezó con un pequeño grupo de personas que se negó a abandonar sus esperanzas.

C. ¿Qué ocurriría, entonces, si los rusos se lanzasen contra nosotros? (Cree que ha expuesto un argumento muy hábil).

M. Si se trata de no tener más remedio que elegir entre arrojarles bombas o tener que soportarlos aquí, como conquistadores, entonces, creo que lo segundo, sin discusión.

C. Eso es pacifismo. (Jaque mate).

M. ¡Claro que lo es, gran tonto! ¿Sabe usted que yo he caminado, paso a paso, todo el camino desde Aldermaston a Londres? ¿Sabe usted que he dedicado horas y más horas de mi tiempo para distribuir volantes y poner direcciones en sobres, y discutir con gente miserable como usted, que no cree en nada…, gente que realmente merece que les caiga encima una bomba de ésas?

C. Eso no demuestra nada.

M. Es la desesperación ante la falta de sentimientos, amor y razón que hay hoy en el mundo. (Esto es, ya lo sé, hacer trampa. Porque no dije lo que acabo de escribir, pero ahora voy a escribir lo que quiero decir, así, como lo que hice). Es la desesperación ante la posibilidad de que una persona pueda siquiera considerar la idea de dejar caer una bomba H., u ordenar que la misma sea arrojada. Es la desesperación ante el hecho de que somos tan pocos los que demostramos que nos importa. Es la desesperación al ver que hay tanta brutalidad e insensibilidad en el mundo. Es la desesperación ante el hecho de que hombres jóvenes perfectamente normales puedan ser víctimas de esa monstruosidad, y otros sean convertidos en seres depravados y malignos, porque han ganado mucho dinero. Y una vez que ya son así, que hagan lo que usted ha hecho conmigo.

C. ¡Ah! ¡Ya sabía que, tarde o temprano, volvería a su eterno tema!

M. ¡Pero si usted es parte del mismo! Todo lo decente y libre en la vida es encerrado en repugnantes y pequeños sótanos por gente bestial a la que nada le importa de nada.

C. Conozco a la gente de su clase. Creen que todo el maldito mundo está dispuesto de tal modo que las cosas salgan como ellos las desean.

M. ¡No sea tan tonto!

C. Yo fui soldado en la guerra. ¡A mí no me va a decir usted! ¡La gente de mi clase hace lo que se le ordena que haga (estaba realmente furioso)!, y ¡guay!, ¡del que no lo haga!

M. Sí, pero ahora usted es rico, y eso que acaba de decir ya no le afecta.

C. El dinero no es todo lo que importa en este mundo.

M. ¡Ya nadie puede ordenarle que haga esto o lo de más allá!

C. ¡Usted no me comprende ni me ha comprendido en ningún momento!

M. Sí, sí: le comprendo. Usted ha sido siempre el perro que pierde todas las peleas, y se indigna porque no puede expresarse como es debido. Los otros salen y se llevan todo por delante: usted se muerde. Jura: «¡No ayudaré al mundo!», o «¡No moveré un solo dedo en favor de la Humanidad! ¡Pensaré sólo en mí y la Humanidad entera puede irse al diablo!». ¿De qué cree usted que sirve el dinero, si no se lo utiliza para algo? ¿Comprende usted lo que le estoy diciendo?

C. Sí.

M. ¿Y qué me responde?

C. ¡Oh…! Que tiene razón, como siempre.

M. ¿Otra vez con sus sarcasmos?

C. Usted es como mi tía Annie… Siempre despotricando sobre la forma en que se porta la gente en nuestros días. Pero, al mismo tiempo, sin que le importe un rábano.

M. Parece que usted cree que es bueno ser malo.

C. ¿Quiere que le sirva el té?

M. (Con un esfuerzo sobrehumano.)Vea: digamos que por mucho bien que usted tratase de hacer a la sociedad, en realidad no hiciese jamás ningún bien. Eso es ridículo, pero no importa. Siempre queda usted. No creo que la Campaña de Desarme Nuclear tenga muchas probabilidades de afectar realmente al Gobierno. Ése es una de las primeras cosas a las que hay que hacer frente. Pero nosotros lo hacemos para seguir respetándonos a nosotros mismos, para demostrarnos, cada uno a sí mismo, que nos importa. Y para que la otra gente, todos esos perezosos, hoscos, inútiles como usted, sepan que hay alguien a quien le importa. Estamos tratando de avergonzarlos hasta el punto de que no tengan más remedio que abandonar su desidia y obrar. (Él, silencio. Yo, un grito). ¡Dígame algo!

C. Sí, ya sé que eso está mal.

M. ¡Entonces, haga algo! (Me miró, asombrado, como si le hubiera dicho que cruzara el Atlántico a nado). Vea. Un amigo mío se fue caminando a un aeródromo norteamericano en Essex. Al llegar a la puerta le salió al paso un sargento y le habló. Se produjo una discusión, que fue subiendo de tono hasta volverse muy violenta, porque el sargento norteamericano creía que él y sus compatriotas eran algo así como caballeros andantes de la Edad Media que habían llegado a Inglaterra a salvar a una damisela del terrible dragón. Decía que la bomba H. era absolutamente necesaria y que patatín y patatán. Gradualmente, mientras discutían, mi amigo empezó a darse cuenta de que el norteamericano le caía simpático, porque sentía profundamente y con entera honestidad los puntos de vista que expresaba. Y no fue sólo mi amigo, sino algunos otros ingleses los que fueron llegando y oyeron la discusión. Lo único que realmente importa es sentir y vivir lo que uno cree, siempre que sea algo más que una simple creencia en el propio bienestar. Mi amigo me dijo después que se sentía mucho más cerca de aquel norteamericano que de todos los risueños idiotas que oyeron la discusión, y los vieron internarse luego en el aeródromo. Es como el fútbol. Dos bandos pueden desear ardientemente vencerse el uno al otro, y hasta odiarse mutuamente como bandos, pero si alguien se acercase para decirles que el fútbol es un juego idiota, que no merece la pena de jugarse o interesarse por él, se unirían para oponerse al intruso. Lo que cuenta es lo que se siente, y nada más. ¿No lo comprende?

C. Yo creí que estábamos hablando de la bomba H.

M. ¡Váyase! Me extenúa… ¡Usted es como un mar de algodón en rama!

C. (Se levantó en seguida). Será así, pero me gusta oírla hablar. Y pienso en todo cuanto me ha dicho.

M. No, no piensa. Pone lo que le he dicho en su mente, lo envuelve bien, y desaparece para siempre.

C. Si yo quisiera enviar un cheque a…, bueno a esas personas…, ¿qué dirección tienen?

M. ¿Lo hace para comprar mi aprobación?

C. Y si así fuese, ¿qué tiene eso de malo?

M. Necesitamos dinero para la campaña de organización. Pero más que el dinero necesitamos sentimientos. No creo que usted tenga sentimiento alguno que donar. Eso no se consigue llenando un boleto para una quiniela de fútbol.

C. (Después de un molesto silencio). Bueno, entonces, hasta más tarde.

(Mutis de Calibán. Yo golpeo mi almohada con tal fuerza, que el pobre, desde entonces, parece mirarme con reproche).

(Ésta noche —como sabía que podía y lo haría— lo engatusé, y luego lo traté duramente, y por fin libró un cheque por cien libras esterlinas, que me ha prometido enviar mañana a la organización. Sé que eso está bien. Hace un año, me habría ceñido estrictamente a lo moral. Pero es que necesitamos dinero; no de dónde procede el mismo ni por qué es enviado).

Octubre, 19

He salido de este asfixiante sótano.

Estuve copiando toda la tarde (Piero) y estaba en ese estado de ánimo en que, normalmente, tengo que ir a un cine o a la cafetería. A cualquier parte, pero salir.

Le obligué a que me llevase, dándome a él como una esclava. «Áteme si quiere —le dije—, pero lléveme».

Me ató y amordazó, me cogió de un brazo y dimos un lento paseo por el jardín. Un paseo muy largo. Estaba muy oscuro. La propiedad está realmente sola. Perdida en la campiña, pero no sé dónde.

Y de pronto, en la oscuridad, me di cuenta de que a él le pasaba algo. Verdaderamente no podía verle bien, pero sentí un repentino miedo, pues sin que pueda explicarme por qué, tuve la seguridad de que quería darme un beso… o algo mucho peor. Intentó decirme algo, creo que para revelarme que se sentía muy feliz, pero su voz era tensa y vacilaba. Siempre había creído que él no tenía sentimientos, pero en aquel momento comprendí que estaba equivocada. ¡Qué terrible es eso de no poder hablar! En lo que a él se refiere, mi lengua es mi defensa casi siempre. Mi lengua y mi mirada. Nada dijo, y yo callé también, pero vi claramente que él se sentía como acorralado.

Yo, mientras tanto, respiraba con deleite aquel maravilloso aire de la campiña. Me hizo bien, tanto que me sería imposible describirlo. ¡Todo tan vivo, tan lleno de efluvios de plantas y campos, así como los mil aromas mojados de la noche!

Y entonces pasó un automóvil.

Eso quiere decir que hay un camino que tiene algún tráfico, aunque poco, frente a la casa. No bien oyó el tronar del motor, me cogió fuertemente del brazo. Yo pedí a Dios que el auto se detuviera, pero sus faros iluminaron fugazmente el camino, frente a nosotros, y luego pasaron de largo, hasta desaparecer.

¡Suerte que había pensado bien en esto! Si alguna vez intento huir, y fracaso, jamás me dejará que salga otra vez al jardín. Por tanto, no debo precipitarme ante la primera oportunidad. Al pasar el auto, tuve la seguridad de que él me mataría antes de permitir que huyese. (Pero no habría podido huir, porque me tenía agarrado el brazo como una tenaza).

Aquello fue terrible. Me refiero a saber, a ver gente tan cerca de mí pero sin saber nada de lo que me ocurría, y no podía llamar su atención por miedo a que él me matara.

Me preguntó si quería dar otra vuelta por el jardín, pero rechacé el ofrecimiento con un movimiento de cabeza. ¡Estaba demasiado asustada!

De regreso en mi sótano, le dije que era imprescindible que yo aclarase la cuestión sexual.

Después de armarme de valor, le dije que si él quería repentinamente violarme, yo no me resistiría, le dejaría que hiciese cuanto quisiera, pero que jamás volvería a dirigirle la palabra. Agregué que estaba segura de que él se avergonzaría de sí mismo también. ¡Miserable criatura! Ya parecía avergonzado sin necesidad de eso. Fue tan sólo «una debilidad del momento». Le obligué a que me diese la mano, pero apostaría cualquier cosa a que él respiró con un suspiro de alivio cuando salió del sótano.

Nadie, estoy segura, creería esta situación. Me mantiene absolutamente prisionera. Pero en todo lo demás, yo soy la señora de la casa. Comprendo que él lo fomenta, porque es un medio de impedir que yo me sienta tan descontenta como debería sentirme.

Lo mismo ocurrió cuando empecé a sentirme tan enamorada de Donald en la primavera pasada. Comencé a creer que era sólo mío, que sabía cuanto había que saber sobre él. Por eso me indignó tanto cuando se fue a Italia de aquella manera, sin decirme una sola palabra, y hasta sin despedirse. No porque le amara seriamente, pues ahora comprendo que no era así, sino porque era vagamente mío y no me pidió permiso para irse.

¡El aislamiento en que me tiene…! ¡Ni un diario! ¡Ni un miserable aparato de radio! ¡Ni un televisor! Echo terriblemente de menos los noticiarios. Antes, ni los oía, pero ahora tengo la impresión de que el mundo ha dejado de existir.

Todos los días le pido que me compre un diario, pero ésa es una de las cosas en que no cede ni a tiros. Y no hay razón alguna que lo justifique. Insisto todos los días, aunque sé positivamente que es inútil. Lo mismo sería pedirle que me llevase en la furgoneta hasta la estación de ferrocarril más próxima. Creo que lo hago exclusivamente para hacerle rabiar.

De todos modos, estoy decidida. Seguiré pidiéndole el diario todos los días.

Me ha jurado por todo lo que la gente suele jurar, que ha enviado el cheque, pero no sé… Le pediré que me enseñe el recibo.

Un incidente.

Hoy, durante el almuerzo, yo quería la salsa Worcester. Apenas se olvida de traer cuanto le pongo en mis listas, pero lo cierto es que no trajo la salsa Worcester. Por lo menos, a la mesa. Entonces se levantó, salió de mi sótano, descorrió el cerrojo, cerró con llave la puerta, y volvió con la salsa, que por lo visto había dejado olvidada en el sótano principal. Y luego, cuando yo me eché a reír, pareció muy sorprendido.

En lo que se refiere a abrir y cerrar la puerta y correr los cerrojos jamás descuida un solo detalle. Por eso, aunque yo consiguiese salir al sótano principal sin ataduras, ¿qué podría hacer? No puedo dejarle encerrado a él, ni puedo salir yo al exterior. La única oportunidad que podría presentárseme es cuando él entra con la bandeja de alimentos. Algunas veces no cierra con llave la puerta antes de entrar en mi sótano. Por tanto, si me fuera posible ganarle en velocidad hasta la puerta, podría encerrarlo aquí. Pero él no pasa de la puerta, a no ser que yo esté bien separada de la misma. Generalmente, le salgo al paso para recibir la bandeja.

El otro día no quise hacerlo. Me limité a recostarme contra la pared junto a la puerta. Él me dijo en seguida:

—Haga el favor de retirarse.

No le contesté, y me quedé mirándole fijamente. Entonces me extendió la bandeja, que yo fingí no ver. Se quedó indeciso, sin saber qué hacer. Luego se inclinó muy cautelosamente, sin dejar de vigilarme, y puso la bandeja en el suelo, en el mismo umbral de la puerta. Y se retiró al sótano principal.

Ganó, pero porque yo tenía hambre.

¡Es inútil…! ¡No puedo dormir!

El de hoy pareció un día raro. Hasta para esta casa.

Ésta mañana sacó muchas fotografías. Parece que le produce gran satisfacción fotografiarme. Le gusta que yo sonría ante la cámara, por lo cual, dos veces hice unas muecas repugnantes. Aquello no pareció divertirle mucho. Luego me levanté el pelo con una mano y fingí que era una modelo.

—Usted debería ser modelo —dijo él. Con toda la seriedad del mundo. Ni siquiera se dio cuenta de que me burlaba de él.

Sé por qué le gusta tanto eso de la fotografía. Cree que de esa manera voy a pensar que tiene alma de artista. Y, claro, nada más lejos de la verdad. Lo único que hace es enfocarme bien, y basta. Porque carece de imaginación.

Es horrible, pavoroso, pero lo cierto es que hay una especie de relación entre nosotros dos. Yo me burlo de él. Le ataco constantemente, pero él percibe infaliblemente cuándo me «ablando». O sea, cuándo puede devolverme la pelota sin que yo me irrite. Por tanto, nos deslizamos a estados en los cuales nos hacemos rabiar mutuamente, de una manera casi amistosa. Ello se debe, en parte, a que me siento muy sola, y en parte es deliberado (quiero que él se tranquilice, se relaje, tanto por su propio bien como para ver si algún día comete un error o se olvida de alguna precaución). Por eso, en parte es debilidad, en parte, astucia, y en parte, caridad. Pero hay una misteriosa cuarta parte que no es posible definir. Y no puede ser amistad, porque le detesto.

Tal vez no sea más que saber. Sí: saber mucho sobre él. Y eso de conocer a una persona le hace a una sentirse automáticamente cercana a ella. ¡Aunque una desee que estuviese en otro planeta!

En los primeros días de mi cautiverio no podía hacer nada si él estaba presente. Fingía leer, pero no me era posible concentrarme. Ahora eso ha pasado, y algunas veces hasta me olvido de que está conmigo. Se sienta junto a la puerta, y yo leo sentada en mi silla. Parecemos un hombre y una mujer que llevan ya muchos años casados.

No es que yo me haya olvidado de cómo son otras personas. Pero esas otras personas parecen haber perdido la realidad. La única persona real en este mundo mío de ahora es Calibán.

Esto no puede entenderse. Es, y nada más.

Octubre, 20

Son las once de la mañana.

Acabo de realizar un intento de evasión.

Lo que hice fue esperar que él corriese los cerrojos de la puerta, que se abre hacia fuera. Se trataba de cerrarla con la mayor violencia posible.

Está forrada con una plancha de hierro por el lado interior, pero el resto es de madera, y muy pesada. Se me ocurrió que tal vez podía hacer que se desmayara con el impacto de la puerta, si la empujaba en el momento exacto.

De modo que, no bien la puerta empezó a moverse hacia atrás, le di el empujón más violento que pude. Al ser golpeado, él vaciló, y yo salí a todo correr, pero, claro, todo dependía de que él hubiese quedado aturdido por el golpe. Y resultó que no lo estaba. Debió de recibir el impacto en el hombro, y la puerta no se mueve con facilidad.

Sea como fuere, me agarró de la chaqueta. Por un instante vi el otro aspecto suyo que siempre he presentido: la violencia, el odio, la absoluta determinación de no dejarme escapar. Entonces cedí y dije:

—Está bien…, está bien.

Me desprendí de sus manos y volví al sótano.

—Pudo haberme lastimado seriamente —respondió él—. Ésa puerta es muy pesada.

—Usted me lastima cada segundo que me tiene encerrada aquí; así que no se queje.

—Creí que los pacifistas no eran partidarios de lastimar a nadie —replicó él.

Me limité a encogerme de hombros y encendí un cigarrillo. Todo mi cuerpo temblaba violentamente.

Realizó la rutina de todas las mañanas sin pronunciar una palabra. En cierto momento le sorprendí frotándose el hombro, pero me pareció que lo hacía demasiado ostentosamente, como para que yo lo viera. Y eso fue todo.

Ahora voy a dedicarme a buscar pacientemente piedras sueltas en el piso o las paredes del sótano. Claro que ya lo he hecho antes, pero no concienzudamente como pienso hacerlo ahora, literalmente piedra por piedra, desde el techo al piso de todas las paredes, y todo el suelo.

Es de noche ya, y él acaba de retirarse.

Me trajo la bandeja de la cena, pero silencioso, sin hablarme. Con un gesto desaprobatorio. Me reí de buena gana cuando se fue con las cosas de la comida. Se está portando exactamente como si fuera yo la que debe estar avergonzada.

No lograré sorprenderle con la treta de la puerta otra vez. Y no hay piedras sueltas. Todas ellas están firmemente colocadas con argamasa. Supongo que habrá cuidado también ese detalle, como todos los demás.

He pasado la mayor parte del día de hoy pensando sobre mí misma. ¿Qué me ocurrirá? Jamás he sentido, tanto como aquí, en este calabozo, el misterio del futuro. ¿Qué ocurrirá…? ¿Qué ocurrirá?

No se trata sólo de ahora, en esta situación, sino de cuando me vaya de aquí. ¿Qué podré hacer? Quiero casarme. Ansío tener hijos. Quiero probarme a mí misma que todos los casamientos no tienen por qué ser fatalmente iguales al de papá y mamá. Sé exactamente con qué clase de hombre quiero casarme: alguien que tenga la mentalidad de G. P., pero que esté mucho más cerca de mi edad, y que posea el físico que a mí me agrada. ¡Y, sobre todo, que no tenga esa horrorosa debilidad que tiene Calibán! Quiero poner en juego mis sentimientos sobre la vida. No quiero usar mi habilidad vanamente. Pero deseo ardientemente crear belleza. Y por esa razón, el casamiento y la maternidad me aterran. ¡Eso de hundirse para siempre en la casa y los quehaceres del hogar, el mundo de las criaturas, el de la cocina y el de las compras! Experimento la sensación de que todo eso le resultaría agradable a una yo perezosa, porque olvidaría lo que otrora quería hacer, y al olvidar me convertiría en una Gran Col. O tendría que hacer todos los miserables trabajos, y dibujar ilustraciones o dibujos comerciales, para mantener la casa. O volverme una mujer maligna y bebedora, como mamá. (¡No, no: jamás podría llegar a ser tan mala como ella!). O, lo que es peor que todo eso, llegar a ser como Caroline, que corre patéticamente tras la pintura moderna y las ideas actuales sobre pintura, pero jamás las alcanza, porque es una persona completamente distinta a eso, aunque no lo advierte.

Pienso, pienso y pienso aquí abajo, en mi pequeña celda. Comprendo cosas sobre las cuales jamás antes se me había ocurrido pensar.

Dos cosas. Mamá. Nunca he pensado realmente en Mamá objetivamente, como otra persona. Siempre ha sido mi madre: esa madre a la cual he odiado o de la cual me he avergonzado. Sin embargo, de cuantas personas dignas de lástima he conocido en mi vida, ella se lleva la palma. Yo nunca le he dado bastante afecto o comprensión. Durante el último año (desde que salí de casa) no le he brindado ni la mitad de la consideración que le estoy dando a esta bestial criatura que ahora está arriba desde hace una semana. Siento que ahora podría abrumarla con mi amor. Porque hace muchos años que no me inspiraba tanta compasión. Siempre me he excusado diciendo: «Soy buena y tolerante con todos los demás, pero ella es la única con quien no puedo serlo, y tiene que haber una excepción de la regla general». Pero ella es la última persona que debería ser la excepción de la regla general.

¡Minny y yo hemos despreciado tantas veces a papá por tolerarle tantas cosas…! ¡Tendríamos que caer de rodillas ante él!

La otra cosa que ocupa mis pensamientos es G. P.

Cuando le conocí, no me cansé de decir a todo el mundo lo maravilloso que era. Luego vino una especie de reacción: me pareció que estaba alimentando ridículamente una tonta pasión de escolar hacia él, y entonces empezó a suceder la otra cosa. Él se mostró excesivamente emocional.

Porque me ha cambiado más que nadie o cualquier cosa. Más que Londres, y más que la «Escuela Slade de Pintura».

No es solamente que haya sido tanto en mi vida. Ni que haya tenido tanta experiencia artística. Y que se le conozca extensamente. Es que dice exactamente lo que piensa, y siempre me hace pensar. Eso es lo grande en él. Me obliga a interrogarme a mí misma. ¿Cuántas veces he estado en desacuerdo con él? Sin embargo, una semana después descubro que estoy discutiendo con cualquier otra persona y empleando los mismos argumentos que él emplearía. Juzgando a la gente por sus propias normas.

G. P. me ha limado, hasta hacerla desaparecer, una parte apreciable de mis tonterías, mis estúpidas ideas sobre la vida, la pintura y el arte moderno. Desde que me dijo cuánto odiaba a los modernistas, yo ya no soy la misma.

Lista de las formas en que me ha cambiado, ya sea directamente o en alteraciones progresivas confirmadas:

1. Si uno es un verdadero pintor, da todo su ser a su arte. Todo lo que no alcance a ser eso, significa que uno no es un artista. Por lo menos, no lo que G. P. llama un artista.

2. No se deben tener ideas fijas que uno está dispuesto a verter a cada momento con el único propósito de impresionar a los demás.

3. El verdadero artista tiene que ser políticamente de izquierda, porque los socialistas son la única gente a quien, a pesar de todos sus errores, les importa. Sienten, y ansían mejorar el mundo.

4. Hay que crear siempre, constantemente. Y hay que obrar, creer en algo. Hablar de obrar es una jactancia, como vanagloriarse de las telas que uno va a pintar. Y eso está terriblemente mal.

5. Si el pintor siente algo profundamente, no debe tener vergüenza de ese sentimiento.

6. Uno debe aceptar su propia nacionalidad, y no decir que preferiría ser francés o italiano, o algo así, en lugar de lo que es: inglés. (Piers está hablando siempre de su abuela norteamericana).

7. El verdadero artista tiene que desprenderse de su viejo Yo, que le estorba para llegar. Si uno pertenece a los suburbios (como me doy cuenta que son papá y mamá, porque sus burlas contra los suburbios no son más que una careta), elimina todo lo suburbano en uno, y lo mismo ocurre si pertenece a la clase trabajadora.

8. Y queda el asunto político de la nacionalidad. El pintor (yo en este caso, para G. P.) lo odia todo, en política, en pintura y en todo lo demás, que no sea legítimo, profundo y necesario. No tiene tiempo para las cosas triviales y tontas. Vive seriamente. No va a ver estúpidas películas, aunque desee ir; no lee diarios «bajos»; no escucha todas esas paparruchas que propalan la Televisión y la Radio: y no pierde el tiempo en hablar de cosas que no son nada. En una palabra: Usa su vida.

Yo debo haber creído siempre en esas cosas; creía en ellas de una manera vaga, antes de conocer a G. P. Pero me ha hecho creer en ellas. Es pensar en él lo que hace que me sienta culpable cuando violo alguna de las normas.

Si él me ha hecho creer en todo eso, significa que a él hay que reconocerle que ha formado una gran parte de mi nuevo yo.

Si yo tuviese un hada madrina le pediría: «¡Por favor, haz que G. P. sea veinte años más joven! Y, por favor, te ruego, ¡te suplico!, ¡que le hagas físicamente atractivo para mí!».

¡Cómo odiaría él esto, si se enterase!

Es raro (y me siento un poco culpable), pero hoy me he sentido más feliz que en ningún momento desde que llegué aquí. Quiero decir que experimento la sensación de que, al final, todo resultará en bien mío. En parte, porque esta mañana hice algo: intenté evadirme. Y, lo que es más importante, que Calibán lo ha aceptado. Es decir, que, de atacarme, es seguro que lo haría en algún momento en que tuviera poderosas razones para estar irritado. Como lo estuvo esta mañana. Pero el caso es que, en ciertos sentidos, posee un tremendo dominio sobre sí mismo.

Sé que también me siento feliz porque no he estado encerrada aquí, en el sótano, durante la mayor parte del día. Principalmente estuve pensando en G. P. En su mundo, no en este de aquí. ¡Recordé tanto…! Me habría gustado escribirlo todo. Me sacié de recuerdos. ¡Éste mundo hace que aquél parezca tan real, tan verdaderamente vivo, tan hermoso…! Hasta en sus cosas más sórdidas.

Y en parte, también, ha sido algo así como dedicarme a una criticable vanidad respecto a mí misma. Recordando cosas que G. P. me ha dicho, y cosas que me dijeron otras personas. Sabedora de que soy algo así como una persona especial. Sabedora de que soy inteligente, que estoy empezando a entender la vida mucho mejor que la mayoría de las personas de mi edad. Y hasta sabedora también de que jamás seré tan estúpida como para envanecerme de ello, sino, por el contrario, mostrarme agradecida, terriblemente contenta (en especial después de esto) de estar viva, de ser quien soy: Miranda, y original.

Jamás permitiré que nadie lea estas observaciones mías. Porque a pesar de ser verdad, tienen que sonar a vanidosas.

De la misma manera que nunca permito que las otras muchachas vean que soy bonita. ¡Nadie sabe los tremendos esfuerzos que he realizado siempre para no aprovechar esa ventaja! Y los ojos masculinos que he despreciado y desalentado…

Un día en que íbamos a un baile, despotriqué largamente sobre un vestido de Minny, que me parecía un poco exagerado.

—¡Cállate! —me dijo ella—. Tú eres tan bonita, que ni siquiera tienes que tratar de parecerlo.

G. P. me ha dicho varias veces:

—Tú tienes toda clase de rostros. ¡Qué malo!

Octubre, 21

Estoy consiguiendo que cocine bastante mejor. Rechazo todo lo que sean comidas frías. Necesito frutas, vegetales frescos. Como bistecs. Y salmón. Ayer le ordené que comprase caviar. Me irrita no poder pensar en suficientes alimentos raros y caros que nunca he comido y que quiero que compre.

El caviar es maravilloso.

Me he dado otro baño. No se atreve a negármelo, porque, según creo, está convencido de que las «damas» caen muertas si no pueden bañarse cuando lo desean.

Ya he enviado un mensaje por medio del desagüe del retrete. En un frasquito de plástico, con un metro de cinta roja arrollado al recipiente. ¡Ojalá que alguien lo encuentre y lea el papelito que va dentro del frasco! En algún lugar y algún día. Si así ocurre, no les será difícil encontrar la casa en que estoy encerrada. Calibán fue tan tonto que me dijo que una piedra del frente tiene la inscripción del año en que fue construida. Tuve que terminar la notita con estas palabras: «Esto no es un engaño». Era sumamente difícil que lo escrito no resultara muy parecido a un chiste. Agregué que cualquiera que se pusiese en contacto con papá y le informara del contenido de la nota, recibiría 25 libras esterlinas. Voy a enviar un frasquito al mar (¡huuuuum!) cada vez que me dé un baño.

Ha quitado todos los adornos de cobre que había en la escalera y el vestíbulo. Lo mismo hizo con los horribles cuadros que representaban escenas en aldeas de pescadores de Mallorca. Parece que el lugar ha emitido un suspiro de alivio al perder de vista aquellas monstruosidades.

Me agrada estar arriba. Me parece que estoy más cerca de la libertad. Todo está cerrado con llave. Todas las ventanas de la fachada principal del chalet tienen persianas interiores. Las otras están cerradas con candados. (Ésta noche pasaron dos coches, pero este camino debe de carecer de toda importancia).

También he comenzado a educarlo. Ésta noche, en el living (con mis manos atadas, claro), revisamos uno de los libros sobre pintura. Carece de mentalidad propia. Me parece que la mitad del tiempo ni siquiera escucha lo que le digo. Está pensando en sentarse cerca de mí, y se esfuerza en acercarse lo más posible, sin llegar a tocarme. No sé si es sexualidad, o miedo de que yo esté a punto de intentar algo.

Si piensa en los cuadros, acepta todo cuanto le digo. Si yo le dijera algún día que el David de Miguel Ángel es una sartén, estoy segura de que respondería: «Sí, sí».

Tengo que haber estado al lado de gente así en el Metro, o pasado cerca de ella en las calles. Naturalmente, oí hablar a esas personas y sabía que existían. Pero nunca creí realmente en su existencia. ¡Tan totalmente ciegas! Jamás me pareció posible.

Diálogo entre él y yo.

Calibán estaba sentado mirando todavía el libro con aire de asombrada admiración, como si dijese: «¡Qué maravillosa es la pintura!», pero, claro, para que yo me diese cuenta de que pensaba eso, no porque él lo crea.

M. ¿Sabe lo que es verdaderamente extraño en esta casa? ¡Que no hay libros! Es decir, aparte los que usted ha comprado para mí.

C. Arriba hay algunos.

M. Sí: sobre mariposas.

C. Y otros.

M. Sí: algunas novelas policíacas. ¿No lee usted nunca verdaderos libros, serios, de los que cuentan? (Silencio). Quiero decir, libros referentes a cosas importantes, escritos por autores que sientan realmente la vida, no esas paparruchas con tapa de papel, editadas para que la gente pase el tiempo en el tren. ¿Comprende lo que quiero decirle? ¡Libros!

C. Las novelas ligeras me gustan más (Es como uno de esos boxeadores que uno está deseando que el rival lo ponga K. O).

M. Pues podría leer The catcher in the Rye. Yo casi la he terminado. ¿Sabe usted que ya la he leído dos veces, y tengo cinco años menos que usted?

C. Bueno: la leeré.

M. ¡No lo diga con ese tono! ¡No se trata de un castigo!

C. Ya le di un vistazo cuando traje el libro.

M. Y seguramente no le gustó, ¿verdad?

C. Lo leeré.

M. ¡Me indigna usted!

Un silencio. Yo me sentía irreal, como si aquello fuese una obra de teatro y no pudiera recordar qué papel desempeñaba yo en ella.

Hoy, antes de producirse el diálogo precedente, le pregunté por qué coleccionaba mariposas.

C. Es que así uno llega a conocer gente de otra categoría superior.

M. ¡Pero no es posible que usted las coleccione nada más que por eso!

C. No: quien me alentó fue un maestro que tuve cuando era un chiquillo todavía. Me enseñó lo que debía hacer, pero ahora comprendo que el maestro no sabía mucho. Disponía los ejemplares a la manera antigua. (Algo que por lo visto tiene que ver con el ángulo de las alas. Según la técnica actual, las mismas deben estar en ángulos rectos). Y además, mi tío. Le interesaba mucho la Naturaleza. Y siempre me ayudaba.

M. Su tío debe de haber sido un hombre agradable.

C. Las personas que se interesan por la Naturaleza son siempre agradables. Tomemos, por ejemplo, la Sección Entomológica de la «Sociedad de Historia Natural». Allí tratan a cada uno por lo que es. No miran a nadie con desprecio u orgullo. Nada de eso.

M. No siempre son agradables. (No captó el sentido).

C. En general, la gente con quien uno tropieza mientras se ocupa de este hobby son, como le he dicho, personas de una clase mejor que las que uno conocería en la vida común.

M. ¿Y sus amigos? ¿No le desprecian? ¿Nunca le consideraron afeminado por ese hobby?

C. No tengo ni he tenido nunca amigos. Se trata nada más que de personas que trabajaban en el mismo lugar que yo. (Al cabo de un rato agregó que eran hombres y mujeres que tenían sus chistes tontos).

M. ¿Chistes tontos? ¿Cómo, por ejemplo…?

C. ¡Oh, no sé…! Chistes tontos.

No seguí. Algunas veces me acomete el irresistible deseo de llegar al fondo de él, de arrancarle cosas sobre las cuales no quiere hablar. Pero eso no puede ser, porque suena a que yo me preocupo por él y su miserable, mojada vida.

Cuando uno utiliza palabras, éstas tienen siempre brechas, vacíos. La forma en que se sienta Calibán… ¿Por qué? ¿Vergüenza? ¿Para poder saltar sobre mí si trato de escapar? Puedo dibujarlo. Puedo dibujar su rostro y sus expresiones, pero las palabras están tan usadas, han sido tan utilizadas para expresar tantas cosas y personas… Escribo: «Calibán sonrió». ¿Qué significa eso? Nada más que uno de esos carteles de las escuelas de párvulos, en los que se ha dibujado una zanahoria con una sonrisa de boca de luna en cuarto menguante.

Sin embargo, si dibujo esa sonrisa…

¡Las palabras son tan crudas, tan terriblemente primitivas si se las compara con el dibujo, la pintura y la escultura…! «Yo estaba sentada en la cama, y él, junto a la puerta. Hablamos, e intenté persuadirle de que debe emplear su dinero para educarse. Me contestó que lo hará, pero yo no me convencí de la sinceridad de su decisión». No: eso es algo muy parecido a una cosa suciamente embadurnada.

Como si alguien tratase de dibujar con una mina rota.

Todo esto es mío, lo que yo pienso…

Necesito ver a G. P. Él me diría los títulos de diez libros en los cuales se dice todo eso de una manera muchísimo mejor.

¡Cómo odio la ignorancia! La de Calibán, la mía, la del mundo entero. ¡Oh, podría aprender, aprender y aprender…! ¡Es tal mi ansia de aprender, que me echaría a llorar!

¡Amordazada y atada de manos!

Bueno: esconderé esto donde realmente vive: debajo del colchón. Y luego oraré a Dios para que me dé la sabiduría.

Octubre, 22

Hoy hace quince días. Los he ido marcando en el borde del biombo, como Robinson Crusoe.

Me siento deprimida. Insomne. Tengo que escapar… ¡Tengo que escapar!

¡Estoy palideciendo tanto…! ¡Me siento enferma, débil, constantemente desanimada!

¡Éste terrible silencio…!

Él no tiene la menor compasión de mí. ¡Y es tan poco comprensivo…! ¿Qué es lo que quiere? ¿Qué será lo que me espera?

Tiene que darse cuenta de que estoy enfermando de verdad.

Ésta noche le dije que necesito aire puro, la luz del día. Le obligué a que me mirase, para que pudiera ver lo pálida que estoy.

Mañana, ¡mañana! Nunca dice que sí ni que no de primera intención.

Hoy he estado pensando en que podría tenerme encerrada aquí para siempre. No sería mucho tiempo, porque me moriría. Es absurdo, diabólico…, pero no encuentro la manera de huir. He tratado otra vez de encontrar algunas piedras flojas, y podría excavar una especie de túnel alrededor de la puerta. Podría excavarlo hasta fuera, pero entonces tendría una longitud de lo menos siete metros. ¡Jamás podría hacerlo! No: prefiero morir. Pero el agujero alrededor de la puerta, sí. Para hacerlo, necesito algún tiempo. Debo contar con la seguridad que él estará ausente por lo menos seis horas: tres para excavar el agujero, dos para abrirse paso por la puerta exterior. Estoy segura de que es lo mejor que puedo hacer, y, por lo mismo, no tengo que desperdiciar ese plan, echarlo a rodar por falta de preparación.

No puedo dormir.

Tengo que hacer algo.

Voy a escribir sobre el día en que conocí a G. P. Caroline le dijo:

—¡Ah…! Ésta es Miranda, mi sobrina…

Y siguió diciéndole cosas odiosas sobre mí. Era una mañana, mientras andábamos de compras. Yo no sabía qué hacer ni hacia dónde mirar, aunque hacía tiempo que deseaba conocerlo. Porque Caroline me había hablado varias veces de él.

En seguida me gustó la manera en que la trataba, con verdadera frialdad, sin ocultar que estaba aburrido. Sin ceder ante ella como lo hacían todos los demás. Caroline me habló de él durante todo el trayecto de vuelta a casa. Me di cuenta de que ella había escandalizado, aunque no lo confesaba. Los dos matrimonios abortados, y luego el evidente hecho de que él no tenía una opinión muy elevada de ella… Por eso deseé defenderlo desde el primer momento.

Luego lo encontré otro día, y deseé encontrarlo de nuevo, pero con cierta vergüenza.

¡Su manera de caminar! No suelta, sino como dominándose. ¡Y qué lindo impermeable viejo! Apenas me dijo dos palabras, y comprendí que no deseaba estar con nosotros (con Caroline), pero ello no tenía remedio. Nos alcanzó. Desde detrás, no era posible que hubiese sabido quiénes éramos. Evidentemente seguía el mismo rumbo que nosotros. O tal vez (y esto es vanidad) fue algo que ocurrió cuando Caroline seguía hablando con esa manera que pretende dar a entender que ella es una mujer de ideas avanzadas. Lo que ocurrió fue una mirada entre él y yo. Yo vi que él estaba irritado, y él vio que yo estaba avergonzada. Siguió con nosotros por Kenwood, y Caroline comenzó a alardear.

Hasta que dijo, en momentos en que estábamos detenidos ante un Rembrandt:

—¿No le parece que Rembrandt se cansó un poco, más o menos, al llegar a la mitad de esta tela? Quiero decir, que habría pensado «Nunca siento que siento lo que debería sentir», ¿me comprende?

Y le sonrió con aquella estúpida sonrisa suya.

Yo miraba a G. P., y vi que su rostro se endureció repentinamente, como si hubiese sido sorprendido con la guardia baja. No fue hecho para que yo lo viese: fue un cambio casi invisible en sus labios… Se limitó a mirarla, casi divertido. Pero su voz no lo estaba, sino fría, helada:

—Perdón, pero tengo que irme. Adiós.

El adiós fue para mí. Me hacía desaparecer del mapa. O decía: «¿Así que usted puede soportar a esta mujer?». Quiero decir (retrotrayendo mi memoria), que parecía estar dándome una lección. Tenía que elegir: o la manera de Caroline, o la suya.

Y se fue. Nosotros ni siquiera le contestamos. Caroline le miraba alejarse. Luego se encogió de hombros, me miró y dijo:

—¡No lo entiendo! ¡No lo entiendo!

Yo también le vi partir, con las manos en los bolsillos. Estaba roja de vergüenza. Caroline estaba furiosa y trataba de desentenderse del asunto. («Siempre es así… ¡Lo hace deliberadamente!») Luego empezó a criticar su pintura, hasta que llegamos a casa, calificándola como «Paul Nash de segunda mano», lo cual era ridículamente injusto. Yo estaba irritada contra ella, y al mismo tiempo me inspiraba compasión. No podía hablar. Y tampoco podía decirle que era él quien tenía razón.

Caroline y mamá poseen todas las cualidades que yo odio en otras mujeres. Durante unos días después de aquel encuentro, tuve una especie de desesperación, porque se me ocurrió preguntarme cuánta de su sangre mala y pretenciosa corría por mis venas. Claro que hay momentos en que me gusta Caroline. Me refiero a su viveza, su entusiasmo, su bondad. Y hasta todo lo presuntuoso, que tan horrorosamente se acerca a lo legítimo. Porque me parece que eso es mejor que nada. Yo la apreciaba sin medida años atrás, cuando venía a pasar algunos días en casa. O cuando yo iba a la suya. Ella me defendió cuando se produjo la gran guerra familiar respecto a mi porvenir. Pero todo eso terminó en cuanto viví con ella y pude saber realmente cómo era. O sea, cuando yo había crecido ya.

Una semana después, lo encontré en el Metro. Era la única persona que iba conmigo en el ascensor. Lo saludé, y temo que con demasiada efusividad. Enrojecí de nuevo. Él me respondió con un pequeño movimiento de cabeza, como si no quisiera hablar, y cuando llegamos abajo (vanidad, porque no quería que él me juzgase igual a Caroline) le dije:

—Siento mucho eso que dijo a mi tía en Kenwood.

—Siempre me irrita —respondió él.

Comprendí que no deseaba hablar de eso. Mientras caminábamos hacia las plataformas, le dije:

—Es que tiene un miedo horrible a que se la juzgue como una mujer que no está a tono con la época.

—¿Y usted no lo está? —dijo, y me sonrió levemente, con cierta sequedad.

Pensé: «No le gusta que yo haya intentado hacer causa común con él contra Caroline».

Pasamos frente al anuncio de una película, y él dijo:

—Buena película. ¿La ha visto? Véala.

Cuando salimos a la superficie me invitó a que fuera a verlo algún día.

—Pero deje a su maldita tía en casa.

Y sonrió, con una sonrisa infecciosa, traviesa. Se fue. Indiferente, encerrado en sí mismo.

Y fui. Un sábado por la mañana. Se sorprendió. Tuve que permanecer sentada y en silencio por espacio de veinte minutos, con él y aquella horripilante música de la India. Él se tendió sobre el diván y cerró los ojos, como si dijese que yo no debía haber ido allí, y realmente yo pensé lo mismo (sobre todo sin habérselo dicho antes a Caroline). Por fin me preguntó acerca de mí, pero con cierta sequedad, como si todo aquello le aburriese. Y yo, como la estúpida que soy, traté de impresionarle. Hice lo que nunca debí haber hecho. Alardear. Pero, entretanto, pensaba: «Cuando me invitó, no pensó en ningún momento que yo fuera a venir».

De pronto me cortó en seco y me hizo recorrer la amplia habitación y ver las cosas.

Su estudio. ¡Una habitación maravillosa! Siempre me siento feliz allí. Todo está en perfecta armonía. Todo lo expresa únicamente a él (no es deliberado, él odia las «decoraciones de interiores» y los chiches). Pero todo allí es él. Toinette, con sus tontas ideas femeninas extraídas de la revista Casa y Jardín sobre la austeridad en el buen gusto, dice que el estudio está siempre en desorden. ¡Le arrancaría la cabeza de un mordisco! Porque esta habitación produce la sensación de que alguien vive en ella constantemente, trabaja en ella, es ella.

Yo abandoné todo intento de aparecer como lista y hábil. E inmediatamente quedó roto el hielo entre él y yo.

Me enseñó cómo obtiene el efecto de bruma. Gouache de Tonksing, con todas sus pequeñas herramientas de confección casera.

Llegaron algunos amigos suyos: Barber y Frances Cruikshank. Él me presentó:

—Ésta es Miranda Grey. No puedo tolerar a su tía —todo dicho así, en una sola frase, y todos rieron.

Son viejos amigos suyos. Yo quería irme, pero iban a dar un paseo y habían ido a buscarle para que los acompañase. Me pidieron que fuera yo también. Es decir, me lo pidió Barber Cruikshank, que me estaba mirando con ojos de seductor.

—¿Y si nos ve la tía? —dijo G. P.—. Además, Barber tiene la peor reputación de todo el condado de Cornualles.

—Es mi tía, no mi dueña —respondí.

Nos fuimos todos a la taberna «Valle de la Salud», y de allí a Kenwood. Frances me habló sobre la vida que llevaban en Cornualles, y yo consideré, por primera vez en mi vida, que me encontraba entre personas de una generación mayor, a quienes comprendía: verdaderas personas. Y al mismo tiempo no pude menos de darme cuenta de que Barber era un poco simulador. ¡Todas aquellas historias cómicas y maliciosas…! Por el contrario, G. P. era siempre el que conducía la conversación por cauces serios. No quiero decir con esto que no fuese un hombre alegre. Lo que pasa es que tiene esa extraña cualidad de lanzarse repentinamente a lo que importa. En cierto momento, cuando él se fue a buscar algo que beber, Barber me preguntó cuánto tiempo hacía que conocía a G. P., y luego me dijo:

—¡Ojalá yo hubiera conocido a alguien como él cuando era estudiante!

Y la pequeña y callada Frances dijo:

—Creemos que es la persona más maravillosa del mundo. Es uno de los pocos.

No dijo a qué pocos se refería, pero yo comprendí lo que quería decir.

En Kenwood, G. P. nos hizo separar. Me llevó ante el Rembrandt, y me habló de la tela, sin bajar la voz, y yo cometí la mezquindad de avergonzarme porque otras personas nos miraban. Pensé: «Seguramente creen que somos padre e hija». G. P. me habló sobre los antecedentes de la tela, lo que Rembrandt sentía probablemente cuando la pintó, lo que trató de expresar con ella, y cómo lo expresó. Como si yo no supiese una sola palabra de pintura. Como si él estuviese tratando de desprenderme de toda una nube de falsas ideas que yo pudiera abrigar sobre aquéllos.

Salimos para esperar a los Cruikshank, y me dijo:

—Ésa tela me emociona siempre profundamente.

Y me miró como si creyese que yo iba a reírme. ¡Uno de esos relámpagos de timidez que suele tener!

—A mí me emociona también —dije.

Pero él rio. Y respondió:

—¡No es posible! Tardará años en producirle ese efecto.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Supongo —dijo— que hay personas a quienes emociona la gran pintura. Jamás he conocido un pintor a quien le suceda eso. A mí no me emociona. Lo único en que pienso cuando veo un cuadro es que posee la suprema maestría que yo he pasado toda mi vida para alcanzar. Y que jamás alcanzaré. ¡Jamás! Tú eres joven y puedes comprender. Pero todavía no puedes sentir.

—Creo que siento —le dije.

—Entonces, eso es malo —respondió él—. A tu edad, debes ser ciega al fracaso. ¡No trates de obrar de acuerdo con tu edad! ¡Te despreciaré si lo haces! Tú, ahora, eres como una chiquilla que quiere ver lo que pasa al otro lado de un muro de dos metros de altura.

Eso fue la primera vez, y él me odió porque le atraía. Ése era el aspecto profesor Higgins que hay en él.

Más tarde, cuando salieron los Cruikshank, dijo, mientras ellos caminaban hacia nosotros:

—Barber es un hombre que no piensa en otra cosa que en las mujeres. Niégate a verte con él si te pide una cita.

Le miré con sorpresa, y él agregó, sonriendo a sus amigos:

—No lo hago por ti, es que no podría soportar el dolor que causaría a Frances.

De vuelta en Hampstead, me separé de ellos y regresé a casa. Durante todo el trayecto me di cuenta de que G. P. hizo todos los esfuerzos imaginables para que Barber Cruikshank y yo no nos quedáramos solos ni un segundo.

Ellos (Barber) me pidieron que fuera a verlos si alguna vez iba a Cornualles.

—Te veré un día de éstos —me dijo G. P., como si no le importase volver a verme o no.

Le dije a Caroline que me había encontrado con él por casualidad, y que me había dicho que sentía mucho lo ocurrido (mentira). Si ella prefería que no volviese a verlo, no lo vería. Pero agregué que me resultaba un compañero muy estimulante, lleno de ideas, y que yo necesitaba conocer a personas así.

—Muñeca —me respondió—, tú sabes perfectamente que yo no soy una mojigata. No lo he sido ni lo seré jamás, pero la reputación que tiene G. P…, tiene que haber fuego ahí, porque hay algo de humo.

—Sí, ya he oído hablar de su reputación, pero creo que sé cuidarme —le contesté.

La culpa es exclusivamente de ella. No debería insistir en que se la llame Caroline y se la trate como si fuese una muchacha, en tantos sentidos. No me es posible respetarla como tía. O como consejera.

Todo está cambiando. No hago más que pensar en él: en cosas que me ha dicho y le he dicho, y en cómo ninguno de los dos entendimos realmente lo que queríamos decir. No: él entendió, según creo. Cuenta las posibilidades con mucha más rapidez que yo. ¡Estoy creciendo tan rápidamente aquí…! Como un hongo. ¿O será que he perdido mi sentido del equilibrio? Tal vez todo sea un sueño. Me pincho con el lápiz. Pero tal vez eso sea un sueño también.

Si él apareciese en la puerta ahora, correría a refugiarme en sus brazos. Querría que él me tomase la mano y no la soltase en semanas enteras. Quiero decir, que creo que podría amarle de la otra manera, su manera, ahora.

Octubre, 23

Tengo encima la maldición. Para Calibán soy una perra. Sin piedad. Es la falta de aislamiento, encima de todo lo demás. Le obligué a que me permitiera caminar un poco por el sótano principal esta mañana. Me pareció oír el ruido de un tractor que funcionaba fuera. Y gorriones. ¡Qué luz del día son los gorriones! ¡Ah…! Y otro aeroplano. Estaba llorando.

Mis emociones están completamente trastornadas, como monos asustados dentro de una jaula. Anoche creí que estaba a punto de enloquecer, por lo cual escribí y escribí hasta sentirme transportada a otro mundo. Para poder huir de aquí en espíritu, ya que no de hecho. Para probar que todavía existo.

He estado dibujando bocetos para una tela que pintaré cuando sea libre. La vista de un jardín a través de una puerta. Así, en palabras, parece una tontería. Pero yo lo veo como algo muy especial, todo negro, sombreado, oscuro, gris oscuro, con formas angulares en sombra, que llevan el rectángulo distante, blancoamarillento, de la puerta llena de luz. Una especie de haz horizontal de luz.

Le dije que se fuera después de la cena, y he estado terminando la lectura de Emma. Yo soy Emma Woodhouse. Siento por ella, de ella y en ella. Tengo una clase diferente de esnobismo, pero comprendo el suyo. Y lo admiro. Sé que hace cosas malas, trata de organizar las vidas de otras personas y no puede ver a Mr. Knightley como un hombre en un millón. Es temporalmente tonta, pero, a pesar de todo, uno sabe que siempre es básicamente inteligente, viva, creativa, decidida a establecer las normas más elevadas. Un verdadero ser humano. Sus faltas son las mías: sus virtudes tengo que hacerlas mías.

Y todo el día he estado pensando. Ésta noche escribiré algo más sobre G. P.

Una vez le llevé algunos de mis trabajos para que él los viese. Llevé las cosas que me pareció que le gustarían (no simplemente las cosas hábiles, como, por ejemplo, esa perspectiva difícil de Ladymont). No dijo una palabra mientras las miraba. Ni siquiera cuando estudiaba las que, como Carmen en Ivanhoe, me parece que son de lo mejor que he hecho. Y cuando terminó de verlas me dijo:

—A mi juicio, no valen gran cosa. Pero son un poco mejores que lo que yo esperaba.

Fue como si se hubiese dado vuelta repentinamente para aplicarme un puñetazo. No me fue posible ocultarlo. Y él prosiguió:

—Es completamente inútil que piense en tus sentimientos. Veo claramente que eres una dibujante, que posees un sentido regular del color, y que tienes sensibilidad. Reconozco todo eso. Pero no estarías en la «Escuela Slade» si no fuera así.

Yo quería que no dijera una palabra más, pero él continuó:

—Es evidente que has visto muchas buenas telas, que has tratado de no plagiar demasiado flagrantemente. Pero este trabajo que has hecho de tu hermana… ¡es el estilo de Kokoschka, a un kilómetro de distancia!

Tuvo que ver que mis mejillas estaban rojas, porque agregó:

—¿Te resulta desilusionante todo lo que acabo de decirte? Porque lo he dicho precisamente con ese propósito: desilusionarte.

Aquello casi me mató. Sé que tenía razón; habría sido ridículo que no hubiera dicho exactamente lo que pensaba, que me hubiera tratado como lo haría un tío cariñoso. ¡Pero me dolió! ¡Me dolió como una serie de sonoras bofetadas! Yo había decidido que a él le gustarían algunas de mis cosas. Pero lo que contribuyó más a empeorar la impresión fue su frialdad. ¡Parecía tan absolutamente serio y clínico…! Ni la menor señal de humor, ternura, o siquiera sarcasmo en su rostro. De repente, me pareció mucho, muchísimo más viejo que yo.

—Uno tiene que aprender que el pintar bien —en el sentido académico y técnico— figura en el último lugar de la lista. Quiero decir, que tú tienes esa habilidad. Lo mismo que muchos miles de personas. Pero no encuentro aquí lo que busco. Y no lo encuentro, porque no está.

Me miró un instante, movió la cabeza y dijo:

—Sé que esto te duele, pequeña. Es más: estuve a punto de decirte que no me trajeras estos trabajos. Pero luego pensé…, bueno, vi en ti una especie de ansiedad…

—Tú sabías que no iban a ser buenos —dije.

—Esperaba más o menos algo como esto. ¿Qué te parece si olvidamos que los trajiste?

Pero me di cuenta de que me estaba desafiando.

—Dime detalladamente lo que tienen de malo —rogué, mientras le extendía una escena callejera.

—Esto es completamente gráfico —dijo él—, y está bien compuesto. No puedo explicarte detalles. Pero te diré que no es arte vivo. No es un miembro de tu cuerpo. No puedo esperar que, a tu edad, entiendas esto. Tampoco puede serte enseñado. O bien lo tienes un día, o no lo tienes. En la «Escuela Slade» te están enseñando a expresar la personalidad…, la personalidad en general. Pero por muy buena que llegues a ser en lo referente a traducir personalidad a líneas o pintura, de nada te servirá si tu personalidad no merece ser traducida. Es una cosa puramente de suerte. De azar.

Hablaba a trompicones. Hubo un silencio, tras el cual dije:

—¿Qué te parece…? ¿Los rompo?

—Bueno, pequeña, eso es histerismo.

—¡Tengo tanto que aprender…! Se levantó y dijo:

—Creo que hay algo en ti. No lo sé todavía con seguridad. Las mujeres lo tienen muy pocas veces. Quiero decir que la mujer sólo pretende ser buena en algo, tiene la mente dispuesta para eso. Pero jamás puede comprender que si su deseo es llegar al límite extremo de sí misma, entonces la forma que adopta su pintura parece no tener importancia para ella. Es decir, la forma de su arte, porque ocurre lo mismo con las palabras o las notas musicales.

—Sigue, sigue —le rogué.

—Es algo parecido a la voz —dijo él—. Uno se conforma con su voz, y habla con ella, porque no le queda otro remedio. Pero lo que cuenta es lo que esa voz dice. Y eso es lo que distingue al gran arte, la gran pintura, de la otra clase. Los individuos que han logrado dominar la técnica se encuentran a razón de dos por penique en cualquier época. Sobre todo en esta gran era de la educación universal…

Estaba sentado en el diván, hablándole a mi espalda. Yo tenía que mirar por la ventana hacia fuera, porque temía estallar en llanto de un instante a otro.

Los críticos se hartan de hablar sobre la perfección técnica. Toda esa cháchara carece por completo de significado. La pintura es cruel. Empleando palabras, uno puede salvarse hasta de un asesinato. Pero una tela es como una ventana que se abre directamente a la parte más recóndita de nuestro corazón. Y lo único que has hecho tú con todos estos trabajos es construir un montón de pequeñas ventanas que dan a un corazón lleno de las pinturas de otros pintores de moda.

Se acercó a mí, y se detuvo a mi lado, tomando uno de los dibujos abstractos. Lo había hecho en casa.

—Aquí —dijo— expresas algo sobre Nicholson o Pasmore, no sobre ti misma. Es como si empleases una cámara fotográfica. De la misma manera que trompe-l’œil es fotografía descanalizada, lo es la pintura empleando el estilo de otro pintor. En esto, tú has estado fotografiando. Eso es todo.

—¡No aprenderé jamás! —dije, desconsolada.

—Lo que tienes que hacer es desaprender —agregó—. Casi has terminado de aprender. El resto es cuestión de suerte. No: un poco más de suerte. Valor. Paciencia.

Hablamos durante horas. Es decir, habló él, y yo escuché.

Fue como el viento y la luz del sol. Aventó todas las telarañas. Brilló sobre todas las cosas. Ahora que escribo lo que él dijo, me parece sumamente obvio. Pero lo interesante es la forma en que dice las cosas. Es la única persona que yo conozco que siempre da la impresión de que habla creyendo lo que dice. Y si un día descubriese uno que no lo hace así, sería como una blasfemia.

Además, está el hecho de que es un buen pintor, y sé que algún día será famoso, lo cual influye en mí más de lo que debiera. No sólo lo que es, sino lo que llegará a ser.

Recuerdo que más tarde dijo (otra vez el profesor Higgins que hay en él):

—De todos modos, tú no tienes ni la más remota probabilidad. Eres demasiado bonita. Tu línea es más bien el arte del amor, no el amor al arte.

—Ahora me voy al Heath para ahogarme —dije.

—Voy a darte un consejo. Yo, en tu lugar, no me casaría. Ten un asunto amoroso trágico. Haz que te eliminen los ovarios. Algo…

Y me regaló una de sus miradas realmente malignas, casi de soslayo. Pero no fue sólo eso. Vi que daba señales de estar asustado como un niño. Tal como si hubiese dicho algo que sabía que no debió decir, y temiera mi reacción. De pronto me pareció que era mucho más joven que yo.

Muy a menudo se me aparece joven, en una forma que no puedo explicar. Tal vez sea que ha hecho que me mire a mí misma y vea que lo que creo es viejo y mohoso. La gente que enseña a uno lo abarrota de viejas ideas, viejos puntos de vista y vieja tierra. No es de extrañar, por tanto, que muy pocas veces produzca algo fresco y verde.

Otro mal día.

Yo me aseguré que lo fuera para Calibán también. Algunas veces me irrita tanto, que podría gritarle enfurecida. Y no sólo por su aspecto, aunque debo decir que es bastante malo. Siempre se muestra respetable. Su pantalón tiene siempre las rayas planchadas. Sus camisas están siempre impecablemente limpias. Realmente creo que se sentiría más feliz si usase cuellos almidonados. Y siempre está de pie. Es el más tremendo campeón de esa postura que he conocido en mi vida. Y siempre con esa expresión «lo siento mucho» en su rostro, que empiezo a darme cuenta que en realidad es contento. El puro deleite de tenerme bajo su poder, de estar en condiciones de poder pasarse todos los días mirándome. No le importa lo que yo digo y lo que siento. Mis sentimientos no significan nada para él. El hecho que le importa es que me tiene en su poder.

Podría gritarle insultos todo el día, pero a él no le importaría absolutamente nada. Lo que él quiere es tenerme: mi exterior, no mis emociones, mi mente o mi alma, o hasta mi cuerpo. No le interesa nada humano de mí.

Es un coleccionista. Ésa es la gran cosa muerta que hay en él.

Lo que más me irrita de él es su manera de hablar.

Clisé tras clisé tras clisé, y todos ellos antiguos, como si hubiese pasado toda su vida entre gente de más de cincuenta años. Hoy, a la hora del almuerzo, me dijo:

—Entré para hablar sobre esos discos que ha pedido.

—¿Por qué no se limita a decir: «He pedido los discos que usted solicitó»?

—Ya sé que mi inglés no es muy correcto, pero trato de que lo sea.

No discutí. Eso lo pinta de cuerpo entero. Tiene que ser correcto, tiene que hacer lo que considera que está bien. Pero siempre se trata de algo que estaba «bien» cuando ni él ni yo habíamos nacido todavía.

Sé que es patético. Sé que él es una víctima de un mundo miserable, disidente y suburbano, y de una miserable clase social. Yo solía considerar que la clase social a la que pertenecen papá y mamá era la peor. Todo lo que esa clase hace es sucio, viciado, pero la Inglaterra que representa Calibán es más inmunda.

Me descompone, me repugna esa ceguera, esa falta de vida, lo anticuado y, sí, la pura maldad celosa de la gran masa de la población de Inglaterra.

G. P. habla algunas veces sobre la rata parisiense, que ya no puede hacer frente a Inglaterra. Puedo comprenderlo muy bien. Es esa sensación de que Inglaterra oprime, sofoca y asfixia como una apisonadora que pasase sobre todo lo que es fresco, verde, original. Y eso es lo que provoca trágicos fracasos como Matthew Smith y Augustus John, que han hecho la vida de la rata parisiense, y desde entonces viven a la sombra de Gauguin y Matisse, o quien sea, lo mismo que G. P. dice que vivió un tiempo a la sombra de Braque y despertó de pronto para darse cuenta de que todo cuanto había hecho durante cinco años era una inmensa mentira, porque se basaba en los ojos y la sensibilidad de Braque y no en la suya propia.

Fotografía.

Y todo eso ocurre porque en Inglaterra hay tan poca esperanza, que uno no tiene más remedio que volver los ojos a París o algún otro lugar del extranjero. Pero uno tiene que forzarse a sí mismo y aceptar la verdad: que París es siempre un escape hacia abajo (palabras de G. P.), sin que ello signifique decir nada contra París. Los verdaderos santos son los hombres como Moore y Sutherland, que luchan desesperadamente para ser pintores ingleses en Inglaterra. Como Constable, Palmer y Blake.

Otra cosa que le dije a Calibán el otro día, cuando estábamos escuchando unos discos de jazz:

—Usted es tan cuadrado, que resulta inconcebible.

—Si a usted le parece… —me respondió, sumiso como siempre.

Es como la lluvia, esas interminables y tristes lluvias, que matan todos los colores.

He olvidado escribir la pesadilla que tuve anoche.

Siempre se me presentan más o menos al amanecer. Debe de ser a causa de la pesadez del ambiente en este sofocante sótano, cuando ya llevo toda la noche encerrada en él. (¡Qué alivio cuando llega él, la puerta está abierta y entra el aire del ventilador! Le he pedido que me deje salir a respirar el aire del sótano principal, pero él me hace esperar siempre a que termine el desayuno. Como pienso que a lo mejor no me permite esa media hora promediada la mañana, si me deja salir más temprano, no insisto).

La pesadilla fue así.

Yo había pintado una tela. Realmente no puedo recordar cómo era, pero sí que estaba muy satisfecha de ella. Era en mi casa. Salí, y mientras me hallaba fuera tuve la seguridad de que algo malo había sucedido. Tenía que volver a casa. Llegué, y cuando corrí a mi habitación de arriba, encontré a mamá sentada ante una mesa (Minny estaba de pie junto a la pared, con cara de asustada, y creo que G. P. estaba allí también, igual que otras personas, por algún motivo particular). El cuadro que yo acababa de pintar estaba hecho trizas, largas tiras de tela. Y mamá clavaba una y otra vez en la mesa unas podaderas de jardinero, pálida de rabia. Yo sentí lo mismo: una furia salvaje y un inmenso odio.

En aquel momento desperté. Jamás he sentido un odio semejante contra mamá, ni siquiera aquel día en que estaba borracha y me pegó ante aquel odioso muchacho, Peter Catesby. Recuerdo que me quedé inmóvil, encendida la mejilla por el cachete, avergonzada, ultrajada…, pero compadeciéndola. Me acerqué, me senté junto a su cama y le cogí una mano, dejando que llorara. La perdoné, y después la defendí ante papá y Minny. ¡Pero esta vez la pesadilla me pareció tan real, tan terriblemente natural…!

He aceptado que ella tratara de impedir que yo fuese pintora. Los padres nunca comprenden debidamente a sus hijos (no: jamás haré eso con los míos), y yo sabía que en mi caso tenía que haber sido el hijo y cirujano que el pobre papá jamás pudo llegar a ser. Carmen lo será ahora. Quiero decir, que les he perdonado todo lo que lucharon contra mi ambición, por propia ambición. Gané, y, por tanto, tengo que perdonar.

¡Pero ese odio de la pesadilla fue tan real…!

No sé cómo exorcizarlo. Podría contárselo a G. P. Pero lo único que puedo hacer es garabatearlo con el lápiz en el bloc de papel.

Nadie que no haya vivido en un calabozo como éste podría comprender cuán absoluto es el silencio aquí abajo. Ni el más leve ruido, como no lo produzca yo. Por eso me siento tan próxima a la muerte. Enterrada. Ningún ruido exterior que me ayude a estar viva. Con frecuencia pongo un disco. No para oír música, sino para oír algo.

Hay una extraña ilusión que acude a mi cerebro muy a menudo. Creo que me he quedado sorda. Tengo que provocar algún ruido para convencerme de que no es así. Carraspeo, para demostrarme que todo está normal. Es como aquella niña japonesa que encontraron entre las ruinas de Hiroshima: todo muerto a su alrededor, y ella cantándole dulcemente a su muñequita.