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Cuando, desde el colegio en que estaba internada regresaba a su casa, yo solía verla, y a veces hasta varios días seguidos, porque sus padres vivían frente al Anexo de la Municipalidad, donde yo trabajaba. Ella y su hermanita menor iban y venían muy a menudo, acompañadas con frecuencia por muchachos, lo cual, como es natural, no me agradaba mucho que digamos. Cada vez que los archivos y carpetas me dejaban un momento libre, iba a la ventana para mirar hacia la calle cubierta de escarcha, y aunque no siempre, algunas veces conseguía verla. Todas las noches consignaba el hecho en mi libro diario de observaciones. Al principio, en aquellas anotaciones, ella era X; pero después, o sea, desde que supe cómo se llamaba, ya fue M. También la vi varias veces en la calle. Un día estuve un largo rato detrás de ella, en una cola de la Biblioteca Pública de la calle Crossfield. No me miró ni una sola vez, pero yo no aparté ni un instante la mirada de su nuca y de su pelo, que peinaba en una larga trenza.

Era un pelo de un rubio muy pálido, sedoso, como capullo de gusano de seda. Todo él estaba apretado en una larga y gruesa trenza que le llegaba a la cintura: algunas veces por la espalda, y otras, a un costado del pecho. Pero de vez en cuando la trenza desaparecía, remplazada por un peinado alto. Sólo una vez, antes de que viniera a esta casa como mi huésped, tuve la suerte de verla con el pelo suelto, y me dejó casi sin aliento. ¡Tan hermosa estaba, que parecía una sirena! Otra vez, un sábado que yo tenía libre, cuando hice una visita al Museo de Historia Natural, volví en el mismo tren que ella. Ocupaba un asiento tres filas delante de mí, en el otro lado del coche, y estaba concentrada en la lectura de un libro, lo que me brindó la oportunidad de mirarla a mi gusto durante treinta y cinco minutos.

Cada vez que la veía experimentaba la misma sensación que cuando conseguía atrapar un raro ejemplar de mariposa, acercándome con suma cautela, con el corazón en la boca como suele decirse. Por ejemplo, una Amarilla Pálida Anublada. Siempre pensaba en ella así, quiero decir, con palabras como, por ejemplo, «elusiva» y muy «refinada», de ninguna manera como las otras muchachas, ni siquiera las bonitas. Como quien dice, en buen conocedor.

El año en que ella estaba aún en el colegio no pude saber quién era; sólo que su padre era el doctor Grey, y un rumor que oí sin quererlo un día, en una reunión de la Sección de Insectos, en el sentido de que su madre bebía con exceso. Otro día, en una casa de comercio, oí hablar a su madre, que tenía una voz afectada, y uno se daba cuenta en seguida, al verla, de que era ese tipo de mujer dada a la bebida, además de maquillarse exageradamente, etcétera. Otro día leí en el diario local un pequeño artículo sobre la beca que M había ganado, y lo hábil y lista que era, y su nombre, que me pareció tan hermoso como ella misma: Miranda. Entonces me enteré de que estaba en Londres y que estudiaba dibujo y pintura. Aquél articulito del periódico tuvo un significado especial para mí, pues desde que lo leí me pareció que ella y yo habíamos intimado más, aunque, naturalmente, no nos conocíamos de la manera común entre las personas. No puedo decir lo que me ocurrió, pero la verdad es que la primera vez que la vi tuve la seguridad de que era la única mujer en el mundo para mí. Claro que no estoy loco, y me percaté de que aquello era sólo un sueño. Y lo habría seguido siendo para siempre de no haber mediado eso del dinero. A menudo soñaba despierto con ella, y componía historias en las cuales llegaba a conocerla, hacía todas las cosas que admiraba más, me casaba con ella, y todo eso. Pero nada malo ni feo; eso no ocurrió hasta más tarde, según explicaré algo más adelante.

Ella pintaba cuadros, y yo cuidaba mi colección de mariposas (en el sueño, claro). Siempre era lo mismo: ella me amaba y la entusiasmaba mi colección, y a menudo dibujaba y coloreaba las mariposas. Trabajábamos juntos en una hermosa casa moderna, en una amplia habitación que tenía una de esas enormes ventanas de un solo vidrio. Allí se celebraban también reuniones de la Sección de Insectos, en las cuales, en lugar de decir poco o nada por miedo a cometer un error, los dos éramos populares y cordiales dueños de casa. Ella, preciosa con su pelo de color rubio pálido y sus hermosos ojos grises, y los otros hombres, claro, verdes de envidia ante mi gran suerte.

Las únicas veces que no soñaba despierto todas esas cosas tan lindas sobre ella era cuando la veía con cierto muchacho, un individuo vulgar, estrepitoso, que tenía un coche deportivo. Una vez me encontré a su lado en el «Banco Barclay», donde había ido a efectuar un depósito, y le oí decir: «Démelo en billetes de cinco libras». El chiste era que el cheque sólo había sido librado por diez libras. Todos los tipos como ése tienen cosas así.

Miranda subía algunas veces al coche de aquel tipo; otras, los dos paseaban por el pueblo a pie, y en esos días mi comportamiento en la oficina era hosco con los demás y no consignaba en mi diario de observaciones las notas relacionadas con X. (Entonces aún era X para mí). Pero todo eso ocurrió antes de que ella se fuese a Londres, pues después ya dejó a ese muchacho. Ésos eran días en que yo soñaba despierto cosas malas, a propósito y con un poco de rabia. En esos sueños ella lloraba o se arrodillaba ante mí. Un día, soñando así, despierto, le di una bofetada, como había visto que hacía el primer actor a la dama joven en una obra de la Televisión. Tal vez eso fue el principio de todo… Quiero decir, todo lo malo.

Mi padre murió mientras iba al volante de su coche. Entonces tenía yo dos años. Eso ocurrió en 1937. Mi padre guiaba en estado de ebriedad, más tía Annie dijo siempre que fue mi madre la que le empujó a la bebida. Nunca me dijeron la verdad de lo ocurrido, pero mi madre se fue poco después y me dejó con tía Annie. Parece que lo único que le interesaba a mi madre era pasarlo bien, sin complicaciones. Mi prima Mabel me dijo un día (cuando los dos éramos niños y en una disputa) que mi madre era una mala mujer y que se había escapado con un extranjero. Yo era un estúpido, y me fui en seguida a tía Annie, a preguntarle qué debía responder si alguien me preguntaba. Me dijo que no contestase nada, que ella se encargaría de eso y que yo debía ignorarlo todo. Ahora no me importa ya, y si mi madre vive todavía, no quiero encontrarme con ella. No me interesa. Tía Annie ha dicho siempre que es una gran suerte para todos que ella se haya marchado.

Así que fui criado como quien dice por tía Annie y tío Dick, con su hija Mabel. Tía Annie era hermana de mi padre, y mayor que él. Tío Dick murió cuando yo tenía quince años. Esto fue en 1950. Fuimos juntos al lago artificial de la represa de Tring, a pescar. Como de costumbre, yo me separé de él con mi red de cazar mariposas. Cuando me di cuenta de que tenía hambre, volví a donde lo había dejado y vi un grupo de gente apiñada. Pensé que tío Dick habría pescado algún ejemplar de gran tamaño. Pero no: había sufrido un ataque. Lo llevamos a casa, más ya no pudo hablar una palabra ni reconoció a ninguno de nosotros hasta que murió. Lo sentí mucho.

Los días que pasábamos juntos tío Dick y yo (bueno, juntos, lo que se dice juntos, no, porque yo siempre me iba a cazar mariposas y él se quedaba con sus cañas de pescar, aunque siempre comíamos y viajábamos de ida y vuelta juntos) fueron los mejores que recuerdo de toda mi vida. Tía Annie y mi prima Mabel miraban con desprecio mis mariposas cuando yo era niño, pero tío Dick siempre salía en defensa de mi hobby favorito. Admiraba la forma en que yo acomodaba mis ejemplares. Sentía lo mismo que yo ante alguna variedad rara. Se pasaba largos ratos mirando los movimientos de las mariposas, las orugas y demás insectos, y me cedió un espacio de su pequeño almacén de herramientas, para mi colección. Cuando gané un premio con un grupo de Fritillarias, me regaló una libra esterlina con la condición de que no le dijese una palabra a tía Annie. Pero, bueno: no sigo. Tío Dick fue tan bondadoso conmigo como un padre. Cuando tuve aquel cheque en la mano, él fue la persona, además de Miranda, claro, en quien pensé de inmediato. Le habría regalado los mejores trebejos de pesca que hubiese y cuanto hubiera querido. Pero estaba de Dios que no había de ser así, y me armé de paciencia.

Desde que cumplí los veintiún años empecé a jugar en las apuestas de fútbol. Todas las semanas jugaba un boleto de cinco chelines. El viejo Tom y Crutchley, que trabajaban conmigo en Tarifas, y algunas de las muchachas, se juntaron para jugar permanentemente un boleto mucho mayor que el mío, y no hacían más que insistir en que jugase con ellos, pero yo preferí seguir haciéndolo solo. Nunca me han gustado el viejo Tom y Crutchley. El primero es un hombre viscoso, que no hace otra cosa que hablar del gobierno municipal de la localidad y adular con todo descaro a Mr. Williams, el tesorero del Ayuntamiento. Crutchley es un hombre de mente sucia y un sádico. No deja pasar ni una oportunidad de burlarse de mi hobby, sobre todo cuando hay muchachas delante. Por ejemplo: «Fred tiene aspecto de cansado, porque se ha pasado un sucio fin de semana con un hermoso ejemplar de Col Blanca». O si no: «¿Quién era esa Dama Pintada con quien lo vi anoche, mi querido Fred?». Al oír esas salidas del sádico, el viejo Tom reía hipócritamente, y Jane, la novia de Crutchley, que trabaja en Sanidad y que siempre estaba en nuestra oficina, hacía coro a esa risa, como una perfecta idiota. Era todo lo que Miranda no era. Siempre he odiado a las mujeres vulgares, sobre todo a las jóvenes. De modo que, como ya he dicho, continué jugando solo. El cheque que recibí al acertar el boleto era de 73091 libras esterlinas, algunos chelines y peniques. No bien la gente de la administración de apuestas me confirmó el martes que todo estaba en regla, llamé por teléfono a Mr. Williams. En seguida me di cuenta de que estaba furioso, porque yo dejaba el empleo de esa manera, aunque al principio me felicitó y me dijo que se alegraba de mi buena suerte, y que estaba seguro de que todos en la oficina se alegraban también, lo que no creí, naturalmente, ni un momento. ¡Hasta me sugirió que invirtiese en bonos del 5% del Empréstito del Consejo! Hay tipos en el Ayuntamiento que pierden todo sentido de la proporción. Pero yo hice lo que me sugirió la gente de la administración de apuestas: me trasladé en seguida a Londres con tía Annie y Mabel, hasta que pasara el revuelo de mi buena suerte. Le mandé al viejo Tom un cheque de quinientas libras esterlinas, pidiéndole que las compartiese con los demás. No contesté las cartas de agradecimiento que me enviaron. Se adivinaba fácilmente que me consideraban un individuo mezquino.

Miranda estaba en la casa paterna, de vacaciones, cuando yo cobré el premio. Yo la vi sólo la mañana del gran día: el sábado. Todo el tiempo que estuvimos en Londres, gastando a manos llenas, se me ocurrió pensar que ya no la vería más. Después pensé que yo era ahora rico, y, por tanto, un buen partido para marido. Pero en seguida me di cuenta de que eso era ridículo, porque la gente se casaba sólo por amor, sobre todo una muchacha como era Miranda. Hubo momentos en que me pareció que podría llegar a olvidarla. Pero eso de olvidar no es algo que uno haga, sino algo que sucede. Y a mí no me sucedió, así que comprendí que aquella ilusión era muy tonta.

Si uno es de esos hombres que están siempre a la pesca de la mujer, y además inmoral, como lo son casi todos en nuestra época, supongo que puede pasarlo muy bien si tiene mucho dinero, como me ha sucedido a mí así, tan de repente. Pero me apresuro a decir que yo nunca he sido así. Por ejemplo, en la escuela y en el colegio no fue necesario castigarme nunca. Tía Annie pertenece a la Iglesia Anglicana Disidente, y jamás me obligó a ir a la capilla y cosas así, pero he sido criado en esa atmósfera severamente religiosa, aunque tío Dick solía ir algunas veces, clandestinamente, a la taberna. Después de una larga serie de discusiones y disputas, cuando fui dado de baja del Ejército, tía Annie me permitió que fumase cigarrillos, pero nunca le gustó que lo hiciera, y yo nunca fumaba en su presencia. Hasta con todo el dinero que yo tenía ahora, ella seguía diciendo que gastarlo estaba en pugna con sus principios; pero Mabel se encargaba de machacarla no bien se encontraban solas. Un día la oí, pero de todas maneras le dije que era mi dinero y mi conciencia, y que el anglicanismo disidente no se oponía a que una persona aceptase obsequios.

Aludo a todo esto para hacer constar que una o dos veces me embriagué mientras estaba en las fuerzas de ocupación en Alemania, pero que nunca tuve nada que ver con mujeres. Antes de ver por primera vez a Miranda, jamás había pensado mucho en las mujeres. Sé que no tengo eso —que no sé lo que es— que las muchachas buscan en los hombres. Conozco a tipos como, por ejemplo, Crutchley, que a mí me parecen el colmo de lo vulgar pero a quienes las muchachas aceptan encantadas. Algunas de las chicas del Anexo le miraban siempre de una manera que resultaba repugnante. Me parece que se trata de alguna cosa burda y animal que yo no tengo. (Y debo decir que me alegro mucho de no ser así, porque si hubiera mucha gente como yo, el mundo sería mejor).

Cuando uno no tiene dinero cree siempre que las cosas van a ser distintas en cuanto lo tenga. Yo no pretendía más que lo que me correspondía, nada excesivo, pero en el hotel nos dábamos cuenta de que, sí, eran respetuosos en lo aparente, pero no pasaban de ahí y, en realidad, nos despreciaban por tener todo ese dinero y no saber qué hacer con él. A nuestras espaldas seguían tratándome como lo que era: un modesto empleaducho. De nada valía tirar dinero a diestro y siniestro; en cuanto decíamos algo o hacíamos el menor gesto, nos delatábamos sin remedio. Casi podíamos oírles decir: «¡No se molesten en fingir y tratar de engañarnos! ¡Sabemos lo que son! ¿Por qué no se vuelven al lugar de la campiña de donde vinieron?».

Recuerdo una noche que fuimos a cenar a un restaurante de categoría. Figuraba en la lista que la gente de la administración de apuestas me había enviado. La comida era buena, muy buena, y la comimos, pero yo apenas le tomé el gusto debido a la manera en que nos miraba toda la gente, cómo nos trataron los viscosos mozos extranjeros y cómo todo lo que había en aquel salón parecía mirarnos con desprecio, porque no éramos de su categoría. El otro día leí un artículo sobre eso que la gente llama clase. Yo podría decirle unas cuantas cositas al autor. Si se me preguntase, diría que Londres está organizado por entero para la gente que se ha educado en colegios «bien» y que no va a ninguna parte si no posee modelos innatos y esa voz afectada que a mí me parece el colmo de la ridiculez. Claro que me refiero al Londres ese de la gente de la nobleza o de los que tienen dinero de antes. Y ese Londres está confinado en el West End.

Una noche —fue después de aquella cena en el restaurante, y yo me sentía muy deprimido— le dije a tía Annie que tenía ganas de ir a dar un paseo, y, en efecto, salí. Caminé un buen rato y, de pronto, se me ocurrió que me gustaría estar con una mujer. Llamé a un número de teléfono que me facilitó un hombre en cuanto recibí el cheque, a la vez que me decía: «Tome: por si un día quiere un poco de ya sabe qué».

Oí una voz de mujer que dijo: «No, no: estoy ocupada». Le pregunté si sabía de algún otro número, y me dio dos, con sus direcciones. Tomé un taxi y me fui a la segunda. No diré lo que ocurrió, a no ser que no pude. Estaba demasiado nervioso, traté de aparentar que conocía, como un veterano, de qué se trataba, pero, claro, ella se dio cuenta. Era vieja y horrible, ¡horrible! Quiero decir tanto la forma asquerosa de su comportamiento como su cara y su cuerpo. Estaba gastada y era ordinaria. Algo así como un pobre ejemplar de mariposa enferma o vieja, al que cualquier coleccionista volvería la espalda. Pensé en Miranda y en que pudiera verme allí, en semejante situación ridícula. Me aterré. Como he dicho, intenté hacer lo que se esperaba de mí, pero fue inútil. Bueno, la verdad es que no lo intenté con mucho entusiasmo.

Yo no soy uno de esos hombres que sólo viven pensando en la carne, y nunca lo he sido. Siempre he tenido aspiraciones más altas, como se suele decir. Crutchley solía aconsejarme que, para llegar a algo en estos tiempos, hay que ser rudo y empujar: «Mire al viejo Tom y adónde ha llegado con ese sistema», me decía. Crutchley se mostraba siempre untuoso, familiar, conmigo: demasiado, si se me pregunta. Pero sabía ser servil cuando le convenía, como, por ejemplo, con Mr. Williams. «Un poco más de vida, Clegg —me dijo Mr. Williams un día, cuando yo trabajaba en Consultas—. Al público le gusta ver una sonrisa, u oír un buen chiste de cuando en cuando. No hemos nacido todos con la capacidad de Crutchley para eso, pero podemos probar, ¿no le parece?». Eso me indignó. Puedo decir que estaba hasta la coronilla del Anexo y que, de todas maneras, pensaba presentar mi dimisión.

Yo no era diferente de los demás, y puedo probarlo. Uno de los motivos para que me hastiase de tía Annie fue que empecé a interesarme por esos libros que uno puede comprar en algunos comercios del barrio de Soho, libros de mujeres desnudas y todo lo demás. Podía ocultar las revistas, pero había algunos libros que quería comprar y no podía por si tía Anne se daba cuenta. Siempre me había interesado mucho la fotografía. Compré una cámara, claro, una «Leica», lo mejor, con lente para telefotos y todo. La idea era sacar fotos de mariposas vivas, como el famoso Mr. S. Beaufroy, pero al mismo tiempo, a menudo, cuando salía a cazar esos insectos, ustedes se sorprenderían si supiesen las cosas que hacen las parejas en lugares donde deberían saber que está mal hacerlas. Y ése era también otro uso que podría darle a la cámara.

Claro está que aquel asunto con la mujer pública me perturbó mucho, sobre todo porque se había producido encima de todas las otras cosas. Por ejemplo: tía Annie estaba muy entusiasmada con la idea de hacer un viaje por mar a Australia, para ver a su hijo Bob, así como a tío Steve, que era su otro hermano menor, y su familia. Quería que yo fuera con ellas, pero, como ya dije, yo no quería estar más con la tía y Mabel. No era que las odiase, ni mucho menos, pero cualquiera, al minuto de tratarlas, podía saber lo que eran, aún mejor que yo. Lo que eran resultaba claro. Quiero decir, personas mezquinas, que jamás habían salido de su casa. Por ejemplo: esperaban siempre que yo lo hiciese todo con y como ellas, y les dijese lo que había hecho si alguna vez había estado fuera de casa una o dos horas. El día después de lo de la mujer les dije claramente que no iría con ellas, y no lo tomaron a mal, porque supongo que ya habían tenido tiempo para pensar que, a fin de cuentas, el dinero era mío y podía hacer con él lo que quisiera.

La primera vez que salí a ver si me encontraba con Miranda fue unos días después del viaje que hice a Southampton para despedir a tía Annie y Mabel, el día 10 de mayo para ser más exacto. Me hallaba de vuelta en Londres. En realidad no tenía plan alguno, y había dicho a las dos viajeras que a lo mejor me iría a pasear fuera de Inglaterra, pero la verdad era que no sabía qué hacer. Tía Annie se mostró muy asustada. La noche antes de partir sostuvo una conversación muy seria conmigo, en la que me dijo que de ninguna manera tenía que casarme, por lo menos hasta que ella conociera a la que iba a ser mi esposa y pudiera aconsejarme. Me repitió mucho eso de que el dinero era mío y de nadie más, que la vida era mía también, y me agradeció mi generosidad para con ellas, pero me di cuenta de que estaba muy asustada ante el peligro de que yo me casase y ellas pudieran perder todo el dinero del cual estaban tan avergonzadas. No la culpo. Era la cosa más natural del mundo, sobre todo con una hija como Mabel, que es inválida. Creo que las personas como Mabel debería ser despenadas cuanto antes, sin dolor, por piedad, pero eso no viene a cuento ahora.

Lo que pensé que podía hacer (en preparación ya había comprado el mejor equipo que se podía conseguir en Londres) era ir a algunas localidades en las que existen especies raras de mariposas y «aberraciones» con el fin de conseguir series lo más completas posible. Quiero decir, llegar a la localidad y quedarme allí todo el tiempo que quisiera, para recorrer los alrededores en busca de material para mi colección, y al mismo tiempo sacar fotos. Antes que se fueran mi tía y Mabel había aprendido a conducir automóviles, y compré una furgoneta especial. Había muchas especies de mariposas que yo quería tener, por ejemplo, la Cola de Golondrina, la Azul Grande, y varios ejemplares de las Fritillarias, tales como la Heath y la Glanville. Ejemplares que el coleccionista apenas tiene probabilidad de cazar una o dos veces en su vida.

Lo que trato de decir es que tener a Miranda como huésped mía ocurrió repentinamente, y no fue algo que yo proyectase en cuanto tuve el dinero del boleto en mis manos. Bueno: claro está que al irse mi tía y mi prima compré todos los libros que quería tener. En algunos de ellos ni siquiera sospechaba que existiesen semejantes cosas y, la verdad, sentí una gran repugnancia al verlas. Pensé: «Aquí estoy, encerrado en una pieza de hotel con todo esto, y es muy distinto a lo que yo solía soñar que ocurriera entre Miranda y yo». Y de pronto me percaté de que yo la había creído desaparecida por completo de mi vida, como si no viviésemos sólo a unos pocos kilómetros uno del otro (entonces yo me había mudado ya al hotel de Paddington y no tenía todo el tiempo libre para descubrir dónde vivía ella). Pero me resultó fácil. Busqué en la guía de teléfonos la «Escuela Slade de Pintura», y una mañana estacioné la furgoneta frente al edificio. Ése vehículo era el único lujo que me había dado a mí mismo. Tenía en su parte posterior, cerrada, una cama de campaña plegable en la que se podía dormir muy bien. La compré para poder llevar todo mi equipo cuando salía a cazar mariposas y sacar fotos en el campo. Además, pensé que si compraba una furgoneta me vería libre de sacar a pasear a tía Annie y Mabel cuando volvieran de Australia. La verdad es que no la compré para lo que después la usé, porque esa idea invadió mi cerebro de repente, casi… casi como un chispazo de genio.

La primera mañana que me estacioné frente a la «Escuela Slade» no vi a Miranda, pero al día siguiente la vi por fin. Salió del edificio con un grupo de estudiantes de uno y otro sexo, pero en su mayoría varones. El corazón me latió como un caballo desbocado y me sentí mal. Tenía la cámara fotográfica preparada, pero no me atreví a usarla. Ella estaba igual: tenía un modo de caminar fluido, elegante, y usaba siempre zapatos de tacón bajo, por lo cual no pisaba con esos pasitos afectados de la mayoría de las muchachas. Se veía que, mientras caminaba, lo hacía sin pensar para nada en el efecto que producía en los hombres: como un pájaro. Ése día hablaba con mucha animación con un muchacho moreno de pelo negro cortado casi al rape. Tenía un aspecto como de artista. El grupo estaba integrado por siete personas. Ella y el muchacho se separaron de los demás y cruzaron la calle. Bajé de la furgoneta y los seguí. No fueron muy lejos: a una cafetería.

Yo entré detrás de ellos, así, de pronto, sin saber por qué, como si hubiera sido atraído por algo casi contra mi voluntad. El salón estaba lleno de gente, estudiantes, artistas y otros por el estilo. Por lo menos tenían aspecto de eso. Recuerdo que en las paredes había pintadas unas caras horripilantes. Creo que se había querido dar a aquello un ambiente africano.

Había tanta gente, y el ruido era tan enorme, que me puse nervioso, y al principio no pude ver a Miranda. Estaba sentada en un segundo salón, más pequeño, al fondo del principal. Yo me senté en una de las altas banquetas que había a lo largo de la barra del bar, desde donde podía verla bien. No me atrevía a mirar hacia ella con demasiada frecuencia, y la luz del salón, por otra parte, no era, por cierto, demasiado buena. Pero, de pronto, Miranda estaba de pie a mi lado, sin que yo la hubiese visto llegar, porque había estado fingiendo que leía un diario. Sentí que mis mejillas se tornaban furiosamente encarnadas. Miraba las palabras escritas, y no podía verlas. No me atreví a mirarla ni un instante, a pesar de que nuestros brazos casi se tocaban. Llevaba puesto un vestido a cuadritos azules y blancos, sin mangas, por lo cual sus brazos torneados y morenos estaban desnudos por completo. Y su pelo, suelto, caía como una cascada sobre sus hombros y espalda.

Le dijo a la muchacha que estaba detrás del mostrador:

—Jenny: no tenemos ni un penique partido por la mitad. Tú, que eres un ángel, ¡danos dos cigarrillos!

La muchacha respondió:

—¡No, Miranda…! ¡Otra vez, no! —o algo por el estilo.

Pero Miranda insistió:

—Mañana sin falta te los devolveremos. ¡Te lo juro…! —Y cuando la otra le dio los dos cigarrillos, agregó—: Muchas gracias, Jenny… ¡Dios te bendiga!

Todo eso pasó en cinco segundos. Miranda volvió junto al muchacho, pero oír su voz la convirtió, para mí, de una persona que era, casi podía decirse un sueño, en otra muy real. No puedo decir qué había de especial en su voz. Claro que era una voz culta, pero no melindrosa. No era aduladora. No había suplicado aquellos cigarrillos, ni los había pedido con arrogancia, casi exigencia. No: los pidió con toda naturalidad y, al oírla, nadie hubiera sospechado siquiera que ella se sintiese de distinta clase social que la modesta empleada. Hablaba como caminaba, podría decirse.

Pagué lo antes que pude y volví a la furgoneta, en la cual me fui al «Hotel Cremorne» y, en él, a mi habitación. Estaba realmente trastornado, en parte porque ella tenía que andar a la pesca de unos cigarrillos debido a que no tenía dinero para comprarlos, y yo tenía alrededor de sesenta mil libras esterlinas (le había dado diez mil a tía Annie) y estaba completamente dispuesto a ponerlas a sus pies, porque así era como me sentía respecto de Miranda. Haría cualquier cosa para tratarla, darle todos los gustos, ser su amigo y poder contemplarla abiertamente todo el tiempo que se me antojase, no como ahora, espiándola. Para que se vea cuál era mi estado de ánimo en aquel momento, metí en un sobre cinco billetes de cinco libras esterlinas, que era todo el dinero que llevaba encima, y escribí la dirección: «Señorita Miranda Grey, ‘Escuela Slade de Pintura…’». Sólo que, claro, no eché el sobre al buzón de correos. Lo habría hecho, de haber podido ver la cara que pondría al abrirlo.

Ése fue el día en que me procuré por primera vez el sueño que después se convirtió en realidad. Comenzó en el instante en que ella era atacada por un hombre, y yo corrí para salvarla.

La salvé, pero de pronto resultó que, sin saber cómo, yo era el hombre que la había atacado, aunque no le hice daño alguno. La capturé y me fui con ella, en la furgoneta, a una casa remota, donde la retuve cautiva, más de una manera bondadosa y agradable. Gradualmente llegó a conocerme y apreciarme, y el sueño fue desarrollándose hasta convertirse en el otro en que los dos vivíamos en una linda casa moderna, casados, con chiquillos y todo.

Aquello me perseguía constantemente. Me retenía despierto por la noche, y durante el día me hacía olvidar lo que estaba haciendo o tenía que hacer. Permanecí bastante tiempo en el «Hotel Cremorne». Aquello dejó de ser un sueño y empezó a ser lo que yo fingía que sería en realidad lo que habría de suceder (claro que lo pensé sólo como eso, un fingimiento), por lo cual me dediqué a pensar en los medios y arbitrios: todas las cosas que tendría que disponer y preparar y la manera en que lo llevaría todo a cabo. Pensé: «Jamás podré llegar a conocerla y tratarla como se conocen y tratan las personas comunes; pero si ella está conmigo, como mi huésped, tendrá ocasión de ver mis buenas cualidades, y comprenderá». Me perseguía incesantemente la idea de que me comprendería.

Otra cosa que empecé a hacer fue leer los diarios de categoría, y por la misma razón concurrí con cierta frecuencia al Museo Nacional y al Museo Tate. La verdad, no me hallaba muy a gusto en ellos, porque me parecieron los gabinetes destinados a los ejemplares extranjeros en el Salón de Entomología del Museo de Historia Natural. Uno se daba cuenta en seguida de que todo allí era hermoso, pero no lo conocía. Quiero decir, que yo no conocía aquellos ejemplares extranjeros como conocía los ingleses. Pero fui con el objeto de poder hablar con ella de eso, cuando llegase la ocasión, para no parecerle ignorante.

En la edición dominical de un diario vi un anuncio en letras mayúsculas en la página destinada a las casas en venta. No buscaba semejante cosa, pero dicho anuncio pareció llamarme la atención en seguida: «¿LEJOS DE LA MOLESTA MUCHEDUMBRE?», decía. Así, como suena. Y luego agregaba:

«Chalet antiguo, en un encantador y aislado paraje; gran jardín; a una hora de Londres en coche; a tres kilómetros de la aldea más cercana».

Y así sucesivamente. A la mañana siguiente fui en la furgoneta para verlo. Llamé por teléfono al agente en Lewes, y convinimos en que alguien me esperaría en el chalet para enseñármelo. Compré un mapa del condado de Sussex. Ésa es una de las cosas buenas que tiene el dinero: que elimina todos los obstáculos.

Esperaba encontrar un edificio semiderruido. Su aspecto era, en efecto, de vejez: muchas vigas negras, pintado de blanco por el exterior y con antiguas baldosas de piedra. Estaba en medio del extenso terreno propio. Cuando me acerqué en la furgoneta, el agente de la propiedad salió a recibirme. No sé por qué había supuesto que sería un hombre de edad; pero no: tenía más o menos la mía, y era un hombre lleno de observaciones tontas que se supone que son graciosas, como si estuviese muy por debajo de su categoría social vender algo que no fueran casas. Me desanimó en principio, porque resultó sumamente curioso e inquisitivo. Sin embargo, me pareció mejor echar un vistazo a la casa, ya que me había tomado la molestia de hacer el viaje hasta allí.

Las habitaciones no eran gran cosa, más el chalet contaba con agua corriente, electricidad, gas, teléfono, y todo. Parecía como si el propietario anterior hubiese sido un almirante retirado, o alguien por el estilo, pero murió, y el que lo compró después murió de repente también, y la propiedad fue puesta de nuevo a la venta.

Insisto en que no fui allí con la intención de ver si se adaptaba a lo que yo quería: tener un huésped secreto. Bueno, la verdad es que no podría decir qué intención tenía cuando fui. No lo sé. Me parece que lo que uno hace se confunde siempre con lo que ha hecho antes.

El agente quería saber si la casa iba a ser para mí solo. Le dije que era para una tía mía, lo cual era verdad. Añadí que quería darle una sorpresa cuando volviese de Australia, etcétera.

—Hablemos del precio —me dijo.

—Acabo de recibir una cantidad muy grande de dinero —respondí, para apabullarlo.

En aquel momento bajábamos la escalera cuando me dijo eso, y supuse que lo había hecho porque ya lo habíamos visto todo. Incluso estaba a punto de decirle que no era precisamente lo que yo buscaba, que era un poco pequeño, cuando él me dijo:

—Bueno: esto es todo, menos los sótanos, naturalmente.

Había que salir por la puerta posterior de la casa, junto a la cual estaban las de los sótanos. Tomó la llave, que estaba escondida debajo de una maceta. Naturalmente, la corriente eléctrica se hallaba cortada, pero el agente llevaba una linterna. Allí dentro, fuera de los rayos del sol, hacía frío, había mucha humedad y se respiraba un aire desagradable. La escalera que llevaba a los sótanos era de piedra. Al llegar abajo, el agente movió la linterna en todas direcciones, para que yo pudiera ver. Alguien había encalado las paredes, pero mucho tiempo antes, pues la cal había caído en grandes trozos, lo que daba al lugar un aspecto misérrimo.

—Éste sótano se extiende por debajo de toda la casa —dijo mi cicerone—. Y hay esto también.

Enfocó la linterna, y vi una puerta en una esquina de la pared frente a nosotros y a la escalera. Era otro sótano chico, cuatro escalones más bajo que el anterior. Su techo era también más bajo, pero estaba arqueado, como esos sótanos que a veces se encuentran bajo las iglesias. La escalera bajaba en diagonal.

—¡Ideal para celebrar orgías secretas…! ¿No le parece? —me dijo.

—¿Cómo dice? —le pregunté, sin hacer caso de su idiota insinuación.

—¿Para qué habrán servido estos sótanos? —dijo él.

Yo también me hice varias veces esa pregunta. Pensé repetidamente que podría ser porque el chalet está muy aislado y sus ocupantes necesitarían aprovisionarse de todo, en especial alimentos, para cualquier emergencia. O puede suceder que hubiera sido una capilla secreta católica apostólica romana.

Uno de los electricistas declaró posteriormente que aquello fue un escondite de contrabandistas, que hacían la línea entre Londres y Newhaven.

Bueno: subimos de nuevo al chalet y salimos. Cuando él cerró la puerta y puso de nuevo la llave debajo de la maceta, fue como si aquellos dos sótanos no existiesen más. Aquello estaba dividido en dos mundos. Siempre ha sido así. Algunos días me he despertado, y todo me pareció un sueño, hasta que me encontraba frente a la realidad al bajar a los sótanos.

El agente miró su reloj.

—Estoy interesado —le dije—. Muy interesado. —Estaba tan nervioso, que él se volvió para mirarme, sorprendido, y yo agregué—: Creo que voy a comprar.

Así, sin ambages. Yo mismo me sorprendí. Porque hasta un rato antes lo que yo quería era una propiedad moderna, lo que se dice contemporánea. No una casa antigua como aquélla, y escondida en el campo, a gran distancia de todo.

El agente me miró estupefacto. Al parecer no podía creer que estuviese tan interesado; pero más sorprendido estaba al comprobar que yo tenía dinero. Bueno: como le habría ocurrido a cualquiera de sus colegas.

Regresó a Lewes, porque me dijo que tenía que traer a otra persona a quien interesaba también la operación. Le dije que lo esperaría en el jardín y que hasta su regreso pensaría bien el asunto antes de adoptar una decisión definitiva.

El jardín era muy bonito. Se extendía hasta un campo que entonces estaba sembrado de alfalfa, planta ideal para atraer mariposas. Ése campo ascendía hasta una loma (al Norte). Al Este se extendía, bueno, se extiende, un bosque, a ambos costados del camino, que avanza desde el valle hasta Lewes. Al Oeste, más campos. Hay una granja a alrededor de mil doscientos metros de distancia del chalet. Es la vivienda más cercana. Al Sur se extiende un hermoso panorama, pero es una lástima que lo tapen el cerco del frente del chalet y algunos árboles. ¡Ah! También tiene el chalet un buen garaje.

Me dirigí de nuevo hacia la casa, saqué la llave de su escondite y bajé otra vez a los sótanos. El más bajo tenía que estar por lo menos dos metros y pico bajo tierra. Era muy húmedo. Sus paredes, en invierno, parecían de madera mojada. No podía ver muy bien, porque la única luz de que disponía era la de mi encendedor. Resultaba un poco amedrentador; pero, por suerte, no soy supersticioso.

Alguien podría decir que tuve suerte al encontrar ese chalet a la primera intentona; pero yo respondería que tarde o temprano habría encontrado algo, por la sencilla razón de que tenía el dinero para comprarlo. Y, además del dinero, tenía la voluntad. Resulta raro eso que Crutchley llamaba «empujar». En el Anexo no empujé jamás, porque no estaba a gusto. Pero me habría gustado ver a Crutchley organizar lo que yo organicé el verano pasado, y luego llevarlo a cabo hasta el fin. No quiero hacer sonar las trompetas en mi honor, ni cosa parecida, más puedo asegurar que no fue moco de pavo.

El otro día leí en un diario, en la sección «Pensamientos del día»: «Lo que el agua es para el cuerpo, lo es el propósito para la mente». Me parece que eso es muy cierto, porque cuando Miranda se convirtió en el propósito de mi vida, demostré que, a juzgar por los resultados, por lo menos soy tan bueno como la generalidad de los hombres.

Tuve que pagar quinientas libras esterlinas más que el precio que se estipulaba en el anuncio, porque, al parecer, había otros interesados en la compra del chalet. Ahora me doy cuenta de que todos me engañaron: el agrimensor, los decoradores, los mueblistas de Lewes que llamé para amueblarlo. Pero no me importó mucho. ¿Por qué habría de importarme cuando no tenía la menor necesidad de andar escatimando el penique? Recibí varias y largas cartas de tía Annie, a las que contesté, dándole cifras que eran más o menos la mitad de lo que había pagado en realidad.

Hice que los electricistas tendiesen cables eléctricos hasta los sótanos, y ordené a los fontaneros que instalasen un servicio de agua y un sumidero. Alegué que quería hacer trabajos de carpintería allí, así como de fotografía, y que el sótano sería convertido en mi taller. No era todo mentira. Indudablemente tenía que hacer trabajos de carpintería. Y ya estaba sacando fotografías, que no habría podido hacer revelar en una casa de artículos fotográficos. Nada malo, claro. Sólo parejas.

Al finalizar el mes de agosto, salí del hotel y me instalé en el chalet. Al principio me pareció que estaba en pleno sueño, pero esa sensación se desvaneció bien pronto. No me quedaba tanto tiempo solo como había esperado. Primero vino un hombre a ofrecerse como jardinero. Me dijo que había hecho eso toda su vida, y cuando le contesté que no, se fue, no sin antes mostrarse bastante irritado e insultante. Luego vino el vicario del pueblecito más próximo, y no tuve más remedio que ser descortés con él, diciéndole que lo único que me interesaba era estar solo. Le agregué que era disidente anglicano y que no quería saber nada con la gente del pueblo, ante lo cual se marchó muy enfurruñado. Luego vinieron varios hombres, vendedores ambulantes, con sus furgonetas, y tuve que deshacerme de ellos lo mejor que pude. Les dije todo cuanto necesitaba lo compraba en Lewes.

Al propio tiempo hice desconectar el teléfono.

No tardé en adoptar la costumbre de cerrar con llave la puerta de entrada al jardín. Era sólo de rejilla de madera, pero tenía una cerradura.

Una o dos veces vi vendedores que miraban hacia dentro, pero en general la gente pareció darse cuenta, bastante pronto, de que nada quería saber con nadie.

Y por fin me dejaron solo y pude dedicarme al trabajo que me esperaba.

Trabajé por espacio de un mes, o algo más, preparando concienzudamente mis planes. Solo todo el tiempo, sin que nadie me importunase. Era una suerte para mí que no tuviera verdaderos amigos. (No podía llamar verdaderos amigos a los que trabajaban en el Anexo, a quienes no echaba de menos ni un instante, como creo que les ocurriría a ellos respecto a mí).

Yo siempre había realizado trabajos de toda clase para tía Annie, porque tío Dick me había enseñado a hacer muchas cosas. Era bastante bueno para la carpintería y cosas similares, y preparé la habitación, que daba gusto verla, aunque esté mal que yo lo diga. Después que conseguí que se secase bien, le puse varias capas de material aislante y cubrí el piso con una alfombra de color amarillo claro (alegre), para que hiciera juego con las paredes, que estaban ya perfectamente blanqueadas. Llevé allí una cama y una hermosa cómoda, una mesa, un bonito sillón, etcétera. En un rincón coloqué un biombo, y detrás de él, un lavabo con todos los demás etcéteras. Una vez terminado, daba la impresión de ser una pequeña habitación separada de la otra. Compré otras cosas: estantes, y muchos libros sobre pintura, así como novelas, para darle un aspecto más acogedor, el cual adquirió por fin. No me atreví a comprar cuadros, porque me pareció que Miranda tendría gustos avanzados en la materia, y difícilmente podría acertarlos.

Un problema con que tropecé, claro, fue el del ruido y las puertas. Encontré un excelente marco de roble entre los dos sótanos, pero carecía de puerta. Tuve que hacer una que encajase bien, y ése, lo confieso, fue mi trabajo más difícil. La primera que hice no sirvió, pero la segunda ya fue mejor. Ni un hombre de fuerza poco común habría podido echarla abajo, y mucho menos, naturalmente, una mujercita como era Miranda. Era de madera sazonada, de cinco centímetros, con una capa de metal por el lado interior para que la madera no pudiera ser atacada. Pesaba una barbaridad y no fue muy fácil, por cierto, colocarla, pero al fin lo conseguí. Por el lado exterior le coloqué unos cerrojos de veinticinco centímetros. Y a continuación hice una cosa que me pareció muy hábil. Construí lo que parecía una pequeña biblioteca, aunque estaba destinada a herramientas y demás. La hice con madera vieja, y la fijé con aldabas de madera a la entrada, de tal manera que si uno miraba sin mucha atención parecía ser un antiguo espacio parecido a un nicho, con estantes. Pero no había más que levantarlo y desprenderlo de las aldabas, y allí estaba la puerta. Además, servía para eliminar aún más cualquier ruido procedente de la habitación pequeña. Puse un cerrojo también en el lado interior de la puerta, que tenía también cerradura, para que no fuera posible molestarme. ¡Ah…! Y un sistema de alarma contra ladrones. Pero muy sencillo, únicamente para la noche.

Lo que hice en el primer sótano fue instalar una cocinita y todos los enseres necesarios. No podía estar seguro de que no hubiese curiosos que intentaran espiar, a quienes, si los había, parecería raro verme subir y bajar varias veces al día con bandejas de alimentos. Pero como los sótanos estaban situados en la parte posterior de la casa, no me preocupé mucho, pues por allí no había más que campos y bosques. En dos costados del jardín hay muros, y el resto de la propiedad está encerrada por espesos cercos vegetales, a través de los cuales no es posible ver nada. El conjunto era casi ideal. Pensé hacer una escalera que bajase a los sótanos por dentro, pero el gasto era elevado y no quise exponerme al riesgo de una sospecha. En la actualidad no es posible fiarse de los obreros, que quieren saberlo todo.

Quiero aclarar en seguida que durante todos aquellos preparativos, ni por un instante pensé que se tratase de un plan serio. Sé que esto parecerá muy extraño; pero así fue. Solía decirme, claro, que jamás llevaría a cabo lo que pensaba, que sólo fingía para engañarme a mí mismo. Y ni siquiera hubiese fingido de aquella manera de no haber tenido todo el tiempo y el dinero que necesitaba y quería. A mi juicio, muchas personas que ahora parecen felices harían lo que yo hice o alguna cosa similar, si tuviesen a su disposición el tiempo y el dinero necesarios. Quiero decir, el tiempo y el dinero suficiente para ceder a lo que ahora fingen que no deben ceder. Un maestro que tuve cuando era niño decía siempre: «El poder corrompe». Y, ¿quién duda ni un instante de que el dinero es poder?

Hice otra cosa. Compré, en una gran tienda de Londres, muchas prendas de ropa para ella. Vi que una de las empleadas tenía más o menos el mismo cuerpo que ella, le mencioné los colores que prefería Miranda, a juzgar por los vestidos que siempre le había visto, y compré todo lo que me dijeron que necesitaría una joven. Inventé una historia acerca de una amiga procedente del norte del país a quien habían robado todo su equipaje, a la cual deseaba sorprender con todo aquello, etcétera. Me parece que la empleada no me creyó; más se trataba de una venta como no suelen presentarse muchas, y no se preocupó gran cosa. Aquélla mañana pagué en la tienda alrededor de ciento noventa libras esterlinas.

Podía trabajar toda la noche en los preparativos, si quería. Solía bajar, y me sentaba en la habitación destinada a ella, para dedicarme a pensar lo que podría hacer Miranda, e incluso yo mismo, para escapar de allí. Pensé que quizá supiese algo de electricidad, porque en estos tiempos no es posible adivinar lo que saben las muchachas, por lo cual adopté la costumbre de usar zapatos con suela de goma. Jamás tocaba un enchufe sin observarlo detenidamente. Compré un incinerador especial para quemar la basura. Sabía que ni la menor cosa de ella debía salir de la casa, ni siquiera ropa para lavar. Porque uno ignora lo que puede ocurrir.

Bueno: por fin regresé a Londres, y me alojé de nuevo en el «Hotel Cremorne». Durante varios días traté de verla, pero no lo conseguí. Aquél período fue de mucha ansiedad para mí, más no desmayé. No llevaba nunca la cámara fotográfica, porque me pareció arriesgado. Iba en busca de caza mucho más importante que una simple instantánea callejera.

Fui dos veces a la cafetería.

Un día pasé allí casi dos horas, fingiendo leer un libro, pero Miranda no apareció.

Empecé a concebir las más alocadas ideas: tal vez habría muerto, quizás había abandonado sus estudios de dibujo y pintura.

Por fin, un día (no quería de ninguna manera que la furgoneta se tornase demasiado familiar en los alrededores), cuando salía del Metro en la calle Warren, la vi. Ella bajaba de un tren procedente del Norte, en la otra plataforma. Todo me resultó muy fácil. La seguí fuera de la estación, y vi que se alejaba en dirección a la «Escuela Slade de Pintura».

Los días siguientes me dediqué a vigilar la estación del subterráneo. Tal vez no siempre usaba aquel medio para dirigirse a su casa. No la vi por espacio de dos días seguidos, pero al tercero la sorprendí en el instante en que cruzaba la calle y entraba en la estación.

Así fue como pude descubrir de dónde venía: Hampstead. En dicho suburbio hice lo mismo. Al día siguiente esperé que saliese de aquella estación, y la seguí unos diez minutos por muchas callejuelas, hasta llegar a la casa en que vivía. Pasé frente al edificio sin detenerme, observé el número y, al llegar a la esquina, miré el nombre de la calle.

Aquél, por el buen trabajo realizado, fue un día de satisfacción.

Abandoné el «Hotel Cremorne», y durante tres noches dormí en un hotel distinto cada una, retirándome a la mañana siguiente, para que no fuera posible seguirme los pasos. En la furgoneta tenía ya preparada la cama de campaña, así como las correas y las mordazas. Pensaba emplear cloroformo. Un amigo que tenía en Análisis Públicos me dio un frasco. Su acción no se debilita con el tiempo, pero, para estar bien seguro, decidí mezclarlo con un poco de tetracloruro de carbón, lo que se llama CTC, que puede comprarse en cualquier parte.

Anduve recorriendo el distrito de Hampstead, y me enteré de todo lo que me interesaba de aquella parte del gran Londres y de la mejor manera de alejarme rápidamente hacia Fosters.

Todo estaba preparado. Ahora podía espiar y, cuando se me presentase la oportunidad, obrar. Debo reconocer que aquellos días me encontraba bastante raro. Pensaba en todo, como si en mi vida no hubiera hecho otra cosa que lo que ahora tenía pensado hacer. Como si fuese un detective o un agente secreto del Gobierno.

Finalmente, diez días después, ocurrió como algunas veces suele ocurrir con las mariposas. Quiero decir, que uno va a un lugar donde sabe que puede encontrar algo fuera de lo común, y no lo encuentra, pero luego, cuando ya no lo busca, lo descubre parado en una flor a medio metro de distancia, así, en bandeja, como suele decirse.

Aquélla noche, como de costumbre, estaba frente a la boca del Metro. Tenía la furgoneta en una calleja próxima. Había sido un día hermoso, pero pesado. Poco después estallaron varios truenos y empezó a llover. Yo estaba parado en la puerta de una tienda, frente a la salida del Metro, y la vi subir las escaleras, en el instante en que llovía a torrentes. Vi que ella no llevaba impermeable. Únicamente una chaquetita corta. No tardó en doblar la esquina corriendo, hasta la parte principal de la estación. Crucé la calle. Había una apiñada multitud que se movía en todos sentidos. Miranda estaba en una cabina de teléfono. Poco después salió, y en lugar de empezar a subir la cuesta, como hacía siempre, tomó por otra calle. La seguí, y me pareció que era inútil hacerlo. No comprendía lo que hacía. Pero de pronto entró corriendo en una callejuela, y vi un cine, en el que entró. Entonces comprendí. Había telefoneado a su casa para decir que estaba lloviendo muy fuerte y que iba a meterse en el cine hasta que parara de llover. Me di cuenta de que ésa era la oportunidad que tanto esperaba, a no ser que alguien fuese a buscarla al cine, con un impermeable o paraguas.

Una vez que entró, fui a ver cuánto tiempo duraba el programa. Era de dos horas. Me arriesgué. Tal vez quería darle al destino una oportunidad de oponerse a mi plan. Entré en un café y cené. Luego fui a buscar la furgoneta y la estacioné en un lugar desde el cual podía ver la entrada del cine. No sabía qué esperaba. Tal vez Miranda había citado a alguien allí. Lo que quiero decir es que estaba un tanto confundido, como si me arrastrase la fuerte corriente de un río, con peligro de estrellarme contra alguna roca.

Salió sola, exactamente dos horas más tarde. Había cesado la lluvia, y caía una finísima llovizna que apenas se notaba. Era ya casi de noche, y el cielo estaba muy encapotado. Vi que emprendía el camino de costumbre, pendiente arriba. Me metí en la furgoneta y pasé junto a ella, dejándola atrás hasta llegar a un sitio por el cual sabía que tenía que pasar. Era el lugar donde la calle en que ella vivía se separa de otra en una curva. A un costado había árboles y arbustos, y en el otro, un enorme caserón con un amplio parque. Me parece que estaba desocupado. Más arriba, en la loma, había otras casas, todas ellas grandes. La primera parte del camino que ella seguía era por calles bien alumbradas.

Pero había un lugar, y nada más que ése, que resultaba ideal para mi plan.

Llevaba una bolsa de plástico, dentro de la cual había puesto una almohadilla empapada en cloroformo y CTC. Podía sacarla en un segundo, cuando fuera necesario.

Dos viejas con paraguas (acababa de empezar a llover otra vez) se acercaron a mí subiendo la pendiente. Aquello era precisamente lo que yo no quería que ocurriese. Sabía que Miranda llegaría de un instante a otro, y estuve a punto de abandonar el plan por el momento. Pero me incliné en el asiento, y las dos viejas pasaron hablando como cotorras. Creo que ni siquiera me vieron. En el barrio había coches estacionados por todas partes. Pasó un minuto. Bajé del asiento delantero y abrí la puerta posterior del vehículo. Todo estaba perfectamente planeado. Y en ese momento la vi, a poca distancia. Había llegado casi hasta la furgoneta sin que yo la viese. Estaba a unos diez metros, y caminaba rápidamente. De haber sido una de esas noches claras, no sé lo que habría hecho. Pero el viento silbaba, a fuertes rachas, en los árboles. Comprobé que nadie llegaba detrás de ella. Cuando estuvo a mi lado —llegaba canturriando en voz baja—, le dije:

—Perdóneme, señorita, ¿sabe usted algo de perros?

Se detuvo, evidentemente sorprendida.

—¿Por qué me lo pregunta? —inquirió.

—¡Terrible…! ¡Acabo de atropellar un perro! —respondí—. Me salió repentinamente al paso y se metió bajo las ruedas. No sé qué hacer con él. No está muerto…

Y miré hacia la parte posterior de la furgoneta, muy preocupado.

—¡Oh, qué pena! —exclamó ella, preocupada también—. ¡Pobre animalito!

Se acercó para mirar dentro del compartimiento posterior. Precisamente lo que yo esperaba que hiciese.

—No hay sangre, pero no puede moverse —dije.

Me retiré un paso como para que pudiera mirar. Ella se inclinó hacia delante, para ver mejor. Lancé una rapidísima mirada hacia ambos extremos de la calle. No había un alma. Y entonces la agarré. No pronunció una palabra ni lanzó un grito. Parecía paralizada por el miedo y la sorpresa. Le apliqué la almohadilla del cloroformo sobre la boca y la nariz, y la atraje hacia mí. Ella comenzó a luchar furiosamente entonces, pero no era muy fuerte y resultó todavía más pequeña que lo que yo había calculado. Volví a mirar hacia delante y atrás, mientras pensaba: «Ahora luchará cada vez más fuerte y no tendré más remedio que lastimarla o escapar». La verdad es que ya estaba casi decidido a huir. Pero, de pronto, sentí que todo su cuerpo se aflojaba, y ahora ya la sostenía en mis brazos, en lugar de luchar con ella. La introduje a medias en el compartimiento. Luego abrí la otra mitad de la puerta, salté arriba y tiré de su cuerpo para introducirla del todo. Después cerré la puerta tranquilamente. Alcé el cuerpo y lo deposité, lo más suavemente que pude, en la cama de campaña. ¡Ya era mía! De pronto sentí una tremenda excitación, porque justo en ese instante tuve la sensación de haber triunfado en mi empresa.

Lo primero que hice a continuación fue ponerle la mordaza. Luego la sujeté firmemente con las correas, sin prisa, sin pánico, tal como lo había planeado, fríamente. Luego me encaramé al asiento del conductor. Todo ello no me ocupó más de un minuto. Puse en marcha la furgoneta, sin prisa, más bien lentamente, con absoluta tranquilidad, y luego salí del camino principal en un lugar que ya había visto antes en Hampstead Heath. Allí volví al compartimiento de atrás y la até como era debido, con las mordazas, tiras de tela y todo, de manera que no se causara el menor daño y no pudiera gritar o golpear fuertemente los costados del compartimiento. Estaba todavía dormida, pero su respiración era normal. La oía perfectamente, como si estuviese ligeramente acatarrada. Me tranquilicé, porque comprendí que estaba bien.

Cerca de Redhill abandoné la carretera que había retomado al poner en marcha la furgoneta nuevamente en Hampstead Heath, y entré en un camino vecinal, donde volví a bajar para ver cómo estaba. Puse la linterna encendida cerca de ella, para poder mirarla bien. Estaba despierta ya. Sus ojos me parecían enormes, pero no estaban asustados. Casi daban la impresión de mirarme con orgullo, como si ella hubiese decidido no asustarse por nada del mundo.

La miré un instante, y luego dije:

—No se asuste, señorita. No voy a causarle el menor daño…

Ella siguió mirándome fijamente.

Aquello resultaba molesto. No supe qué decir. Y, por fin, pregunté como un idiota:

—¿Está bien? ¿Quiere algo?

Como se verá, aquello era una imbecilidad, pero lo que yo quería preguntarle era si estaba cómoda o si quería salir del compartimiento.

Comenzó a sacudir la cabeza y comprendí que le molestaba la mordaza.

—Estamos a muchos kilómetros de Londres —le dije—. De nada le servirá gritar, y si lo hace, volveré a ponerle la mordaza. ¿Me ha entendido?

Afirmó con un movimiento de cabeza, por lo cual le desaté la mordaza. Antes que yo pudiera hacer nada, se enderezó todo lo que pudo, se volvió ligeramente hacia un lado y vomitó. Aquello me produjo un efecto horrible. Pude oler perfectamente el cloroformo y lo que había vomitado. No dijo una sola palabra. Sólo emitió un quejido. Perdí la cabeza. No sabía qué hacer. Y de pronto comprendí que teníamos que llegar cuanto antes a casa, por lo cual volví a ponerle la mordaza. Ella luchó, y la oí murmurar entrecortadamente: «¡No…! ¡No…!» fue horrible, pero me armé de valor y terminé de amordazarla, porque sabía que, a fin de cuentas, eso era lo mejor. Entonces me fui al asiento delantero, empuñé el volante y puse el vehículo en marcha.

Llegamos al chalet poco después de las diez de la noche. Metí la furgoneta en el garaje, hice un recorrido por la casa para asegurarme de que nada había ocurrido en mi ausencia, aunque, la verdad, estaba seguro de que todo estaba como lo había dejado. Pero no quería echar a perder todo el paciente trabajo de tanto tiempo, por no perder unos instantes en una revisión.

Bajé a la habitación sótano que había destinado a Miranda. Todo estaba en perfecto orden. El ambiente no estaba demasiado cargado, porque había dejado la puerta abierta. Había dormido una noche allí para comprobar si tenía suficiente aire, y lo tenía. Encontré todo lo necesario para hacer té. La habitación tenía un aspecto muy cómodo y acogedor.

Bueno: por fin había llegado el gran momento. Subí de nuevo al garaje y abrí la puerta del compartimiento posterior de la furgoneta. Como el resto de la operación, aquello resultó perfecto, de acuerdo con mi plan. Le quité las correas, la hice sentar, pero sin desatarle las piernas y los pies, claro. Se revolvió, furiosa, unos instantes, y me vi obligado a decirle que si no se quedaba quieta, tendría que recurrir de nuevo al cloroformo y al CTC. Le enseñé la almohadilla y le dije que si se quedaba quieta no le causaría daño alguno. El recurso dio resultado. La alcé y comprobé que no era tan pesada como yo había creído. La bajé con entera facilidad. Al llegar a la puerta de su habitación del sótano intentó una fugaz resistencia, pero ya no le era posible hacer nada. La tendí en la cama. ¡Mi plan, en su primera etapa, que era la más difícil, se había desarrollado sin la menor dificultad!

Estaba palidísima. Una parte de lo que había vomitado le manchó la chaquetita azul marino que llevaba puesta y, la verdad, me dio compasión verla en ese estado. Pero en sus ojos no pude advertir la menor señal de miedo. Era una cosa extraña. Me miraba, me miraba fijamente, como si esperase algo, silenciosa e inmóvil.

Le dije que aquélla iba a ser su habitación, y que si hacía lo que yo le dijese, lo pasaría bastante bien. Le advertí que no valía la pena de que se tomase la molestia de gritar, porque era imposible que nadie de fuera la oyese, puesto que jamás llegaba nadie hasta la casa.

—Ahora —terminé diciéndole— voy a dejarla. Ahí tiene galletitas y bocadillos (había comprado cierta cantidad en Hampstead), y si quiere hacer té o cacao, ahí tiene todo lo necesario. Volveré mañana por la mañana.

Comprendí que quería que le quitara la mordaza, pero no quise hacerlo. Lo que sí hice fue desatarle los brazos, y de inmediato retrocedí de cara a ella. Luchó para quitarse la mordaza, pero antes de que lo hiciera yo ya había cerrado la puerta con llave y pasado los cerrojos. La oí que me gritaba: «¡Vuelva…! ¡Vuelva!». Al cabo de un par de segundos repitió la llamada, pero en voz más baja. Luego sacudió la puerta, pero sin mucha fuerza. De pronto empezó a golpearla con algún objeto duro. Creo que fue con un cepillo de cabeza. No se oía mucho ruido. Entonces puse el falso estante en su lugar, y me percaté de que nadie podría oír desde fuera. Me quedé más o menos una hora en el sótano principal, por si acaso. Pero no fue necesario, porque en su habitación no tenía nada con lo cual pudiera romper la puerta, aun suponiendo que tuviese la fuerza suficiente para ello. Además, todo el servicio de té y para la comida que había comprado era de plástico, menos la tetera y los cubiertos, que eran de aluminio.

Transcurrida aquella hora, subí al chalet y me acosté. Miranda era mi huésped, ¡por fin!, y eso era todo lo que me importaba.

Estuve despierto bastante tiempo, pensando muchas cosas. No estaba muy seguro de que la Policía no pudiera seguir la pista de la furgoneta. Pero se me ocurrió que había cientos de vehículos iguales, y, además, las únicas personas que me preocupaban, aunque no mucho, eran aquellas dos viejas de los paraguas que pasaron junto a mí cuando estaba esperando la llegada de Miranda. Pero estaba seguro de que no podían haber visto ni oído nada.

Pensé que la muchacha estaría acostada también allá abajo, en el segundo sótano, despierta como yo. Tuve deliciosos sueños, y en uno de ellos bajaba a consolarla. Estaba excitado. Tal vez fui demasiado lejos en lo que me permití soñar despierto, pero no estaba realmente preocupado, porque sabía que mi amor era digno de ella. Y entonces me dormí.

Después, ella no hacía más que repetirme qué acción canallesca había cometido yo, y que era obligación moral mía pensar en ella y tratar de comprender su enormidad. Lo único que puedo decir es que aquella noche me sentía muy feliz, como ya he dicho antes, y se me antojó que lo que había hecho era algo sumamente audaz, como, por ejemplo, escalar la cumbre del monte Everest o realizar un acto de heroísmo en campo enemigo. Mis sentimientos eran todos felices, porque mis intenciones eran buenas. Eso fue lo que ella no pudo comprender nunca.

Para resumir, aquella noche señaló la mejor acción que he realizado en toda mi vida (menos, claro, la de ganar la quiniela de fútbol). Era como si hubiese conseguido cazar un maravilloso ejemplar de Azul Mazarino, o una fritillaria Reina de España. Quiero decir que fue algo así como una cosa que uno puede hacer sólo una vez en la vida, y eso no todas las personas: algo en lo cual uno sueña más que espera que pueda sucederle jamás.

No necesité el despertador. Antes de que sonara el timbre, ya estaba despierto. Bajé al sótano y cerré la puerta con llave. Había planeado todo. Golpeé en la puerta de la habitación de Miranda y le grité que hiciese el favor de levantarse. Esperé diez minutos, y luego corrí los cerrojos y entré. Llevaba conmigo el bolso de mano de la muchacha, que naturalmente había examinado. En él no había nada que pudiera utilizar, como no fuese una lima para las uñas y unos alicates, que retiré.

La luz estaba encendida, y ella se encontraba de pie junto al sillón. Se había vestido por completo, y volvió a clavar los ojos en mí, sin la menor señal de miedo: una mirada de lo más audaz y severa. Lo raro es que en aquel instante no se parecía en nada a la Miranda que yo recordaba de siempre. Claro que nunca la había visto tan de cerca.

Le expresé mi deseo de que hubiese pasado una buena noche.

—¿Dónde está enclavada esta casa? —me preguntó—. ¿Quién es usted y por qué me ha traído aquí?

Su voz era fría, enérgica, pero no violenta ni dura.

—No le puedo decir eso —contesté.

—Exijo que me ponga en libertad ahora mismo. ¡Lo que usted ha hecho es monstruoso! —exclamó.

Nos quedamos un buen rato mirándonos fijamente.

—¡Apártese de mi camino! ¡Me voy de aquí inmediatamente! —dijo, más enérgica.

Avanzó hacia mí y, por tanto, hacia la puerta. Pero yo no hice el menor movimiento. Por unos instantes pensé que iba a arrojarse sobre mí para atacarme, pero debió de recapacitar que eso era una tontería. Yo estaba decidido a todo, y ella, con sus escasas fuerzas, jamás habría conseguido dominarme. Se detuvo cuando estaba ya muy cerca de mí y gritó:

—¡Le he dicho que se aparte!

—Es que no puede irse todavía, señorita Miranda —le contesté—. Le ruego que no me obligue a emplear la fuerza.

Me miró con furia y se volvió de espaldas a mí.

—No sé quién cree usted que soy —dijo, un poco menos dura—. Si ha creído que soy hija de un señor rico y que va a recibir una fuerte suma por mi rescate, se va a llevar una enorme desilusión.

—Sé perfectamente quién es usted —le dije—. No se trata de dinero. En ningún momento he pensado en eso.

No supe decir más. ¡Estaba tan excitado por el hecho de que ella estuviera por fin en mi casa…! Cada vez me sentía más nervioso. Quería mirarla a la cara, con sus hermosos cabellos, toda ella tan chiquita y mona, pero no me era posible, tal era la fijeza con que ella me miraba. Hubo una pausa, que me pareció muy rara.

De pronto, me dijo con tono acusador:

—Y yo también sé quién es usted.

Noté que empezaba a ponerme colorado. No podía evitarlo, porque eso no había figurado en ningún momento en mis planes. ¡Jamás se me ocurrió pensar que ella pudiera conocerme!

—Usted es del Anexo —agregó lentamente, recalcando mucho cada palabra.

—No sé lo que quiere decir, señorita —respondí, con un gran esfuerzo por aparecer sorprendido.

—Usted usa bigote —añadió la joven.

Seguía sin comprender cómo podía conocer ella mi identidad. Supongo que me habría visto algunas veces por la calle, o por la ventana de su casa. No había pensado en eso, y el hecho me confundió tanto, que mi cerebro parecía un torbellino.

—Una vez vi su fotografía en un diario —replicó ella.

Siempre he odiado que se me descubra. No sé por qué siempre he tratado de explicar, quiero decir, inventar historias para explicar. Y de repente se me ocurrió una salida que me pareció feliz.

—No hago otra cosa que obedecer órdenes —dije.

—¿Órdenes? —repitió ella, con evidente extrañeza—. ¿Órdenes de quién?

—Como comprenderá, no puedo decírselo —repuse.

Seguía con los ojos clavados en mí, y manteniéndose a distancia, como para que yo me diese cuenta de su superioridad sobre mí, además de por precaución, pues supongo que pensaba que yo podría atacarla.

—¿Órdenes de quién? —repitió.

Traté de pensar en alguien. No sé por qué, el único nombre que pude recordar en aquel instante y que ella pudiera conocer fue el de Mr. Singleton, del «Banco Barclays». Sabía que el padre de ella tenía cuenta en ese Banco, porque le había visto varias veces allí, y una vez, hablando con Mr. Singleton.

—Por orden de Mr. Singleton —dije entonces.

Pareció realmente asombrada, por lo cual proseguí rápidamente:

—Como comprenderá, no debí habérselo dicho. ¡Si se entera, estoy seguro de que me matará!

—¡Mr. Singleton! —exclamó ella, como si no me hubiese podido oír bien.

—Sí, señorita… ¡No es lo que usted cree! —dije.

De pronto se sentó en el brazo del sillón, como si no pudiera tenerse en pie.

—¿Quiere usted decir que Mr. Singleton le ordenó que me secuestrara? —agregó.

Yo asentí con un movimiento de cabeza.

—¡Pero si su hija es amiga mía! ¡Si él…, oh, esto es una verdadera locura! —dijo.

—¿Recuerda usted la muchacha aquella de Penhurst Road? —pregunté.

—¿Qué muchacha de Penhurst Road? —inquirió ella.

—Ésa que desapareció hace tres años.

Era una invención mía del momento. Mi mente funcionaba maravillosamente rápida aquella mañana. O así lo creía yo.

—Probablemente yo estaría en el colegio. ¿Qué le sucedió a esa muchacha?

—No sé. Lo único que puedo decirle es que fue él también quien lo hizo.

—¿Quién hizo qué?

—No sé. No se lo que le ocurrió a esa muchacha. Pero fue él, fuera lo que fuere. Desde entonces no se ha vuelto a saber ni una palabra de ella.

De pronto preguntó la muchacha:

—¿Tiene un cigarrillo?

Yo estaba un tanto aturdido. Saqué un paquete del bolsillo, y el encendedor, y se los entregué. No sabía si era correcto que le encendiese el cigarrillo, pero me pareció tonto.

—Usted no ha comido nada —le dije.

Ella tomó muy finamente el cigarrillo entre los dedos. Observé que había limpiado la chaquetita. La atmósfera en la habitación era sumamente pesada.

La joven no parecía darse cuenta. Era muy raro. Y de pronto comprendí que sabía que yo acababa de mentirle.

—¿Lo que usted quiere decirme es que Mr. Singleton es un degenerado mental, un maniático sexual, y que hace secuestrar muchachas, en lo cual usted le ayuda?

—No tengo más remedio que hacerlo —le contesté, con una nueva mentira—. Robé una cantidad de dinero del Banco, y si me descubriesen, iría a la cárcel. Mr. Singleton tiene las pruebas, y me amenaza con descubrirme si no hago todo lo que me manda.

Ella no dejaba de mirarme con fijeza. Tenía unos ojos grandes y claros, muy curiosos, que constantemente trataban de descubrir algo.

—Usted ganó una cantidad enorme de dinero en una apuesta deportiva, ¿no es así? —me preguntó.

Sabía que lo que acababa de decir era muy confuso y, por ello, me sentía completamente avergonzado, a la vez que preocupado.

—Entonces, si tenía todo ese dinero de la apuesta, ¿por qué no pagó lo que había robado del Banco? ¿Cuánto cobró? ¿No fueron setenta y tantas mil libras? ¡Seguramente la cantidad que usted robó no era tanta! ¿O es que usted le ayuda porque le resulta divertido el asunto?

—Hay otras cosas que no puedo decirle, señorita. Le aseguro que me tiene en su poder y que no puedo hacer nada para librarme.

Se puso en pie, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Se miró un rato en el espejo (de metal, claro, no de vidrio) y a continuación me preguntó:

—¿Y qué va a hacer Mr. Singleton conmigo?

—Eso no lo sé —contesté.

—¿Dónde está él ahora?

—Le espero. Vendrá de un momento a otro.

No dijo nada por espacio de un par de minutos. De pronto, pareció habérsele ocurrido algo muy desagradable o repugnante, algo como si lo que yo había dicho pudiera resultar verdad, o algo parecido.

—Claro —exclamó de pronto, mirando a su alrededor—. Ésta tiene que ser su casa de Sussex…, no, quiero decir de Suffolk.

—Sí, es —dije, considerándome muy hábil.

—Mr. Singleton no tiene ninguna casa en Suffolk, ni en Sussex —dijo ella con voz terriblemente fría.

—Usted no sabe —repliqué, pero las palabras sonaron a mentira. A lo que eran.

Ella iba a decir algo, pero sentí la imperiosa necesidad de contener todas aquellas preguntas suyas. No me había imaginado que fuese tan lista y astuta.

—He bajado a preguntarle qué le gustaría tomar como desayuno —le dije—. Hay copos de avena, huevos, tocino veteado, etcétera.

—¡No quiero desayuno! —dijo severamente—. ¡Ésta habitación tan reducida y sofocante es horrible! ¡Y ese anestésico! ¿Qué era?

—Lo siento mucho, Miranda. La verdad es que ni sospeché que pudiera trastornarla. ¡Se lo juro!

—Mr. Singleton debió haberle avisado.

Me di cuenta entonces de que no había creído una sola palabra de lo que le dije sobre Mr. Singleton. Ahora se mostraba sarcástica.

Le pregunté apresuradamente, confundido:

—¿Qué prefiere, té o café?

—Café, siempre que usted tome unos sorbos antes —me respondió.

La dejé y me dirigí al sótano principal. Justo antes de cerrar la puerta, me dijo:

—Se ha olvidado usted su encendedor.

—No importa. Tengo otro. (No lo tenía).

—Gracias —replicó ella.

Y lo más raro fue que en sus labios se dibujó una leve sonrisa.

Hice el nescafé y se lo llevé. Ella me observó atentamente mientras yo tomaba unos sorbos, y a continuación tomó también. Todo el tiempo hacía preguntas. No: mejor dicho, todo el tiempo experimenté la sensación de que podía hacerme preguntas. De vez en cuando me hacía una, rapidísimamente, como para sorprenderme. Sobre cuánto tiempo tendría que estar allí, por qué me mostraba tan bondadoso con ella, y demás. Inventé respuestas, pero sabía muy bien que sonaban a mentiras. No era fácil inventar así, instantáneamente, para estar a tono con la rapidez de sus preguntas. Al final le manifesté que iba a hacer unas compras, y que me dijera lo que quería que le trajese.

Le aseguré que compraría lo que ella quisiera.

—¿Cualquier cosa? —me preguntó.

—Bueno: cualquier cosa razonable —respondí.

—¿Le ordenó Mr. Singleton que lo hiciera?

—No —contesté—. Esto es por cuenta mía.

—Pues lo único que quiero es que me permita volver a mi casa —repuso.

No pude conseguir que dijera una palabra más. Era horrible: de pronto dejó de hablar, y después de intentar vanamente que me contestase, me fui.

A la hora del almuerzo tampoco quiso hablar.

Hice la comida en el sótano principal, y se la entré. Pero apenas probó bocado. Trató por todos los medios de que la dejase en libertad, pero no le hice caso y me retiré.

Aquélla noche, después de la cena, de la cual no comió casi nada, me senté al lado de la puerta. Ella se quedó fumando un buen rato en silencio, con los ojos cerrados, como si mi sola presencia le hiciera daño a la vista.

—He estado pensando mucho —me dijo por fin—. Todo eso que me ha contado usted de Mr. Singleton es un cuento de hadas. No creo ni una sola palabra. En primer lugar, Mr. Singleton no es hombre capaz de hacer una cosa así, y además, si lo fuera, no encargaría a otro que le hiciera el trabajo. Ni habría efectuado todos estos fantásticos preparativos.

No le contesté por la sencilla razón de que ni siquiera podía mirarla a la cara.

—Usted se ha tomado una gran tarea. Todas estas ropas, y los libros… Ésta tarde sumé lo que han costado, y son muchas libras esterlinas; tal vez pasen de cuarenta y tres. —Hablaba como si lo hiciera consigo misma. Y luego agregó—: Soy su prisionera, pero veo que usted quiere y hace todo lo posible para que sea una prisionera feliz. Por tanto, se me ocurre que existen dos posibilidades: que me tenga aquí para cobrar un rescate, o que sea usted miembro de una banda o algo por el estilo.

—No, no es eso, ya se lo dije… —respondí rápidamente.

—Usted sabe quién soy. Tiene que saber, por consiguiente, que mi padre no es rico ni cosa parecida. En consecuencia, no puede tratarse de pedir un rescate.

Me resultaba pavoroso oírla razonar con tanta serenidad, como si la secuestrada fuese una amiga suya y no ella misma.

—La otra cosa, única que se me ocurre, es que me ha raptado por motivos de orden sexual. Usted quiere hacer algo conmigo. Al decir eso me miraba fijamente.

Aquélla pregunta, porque era una pregunta, me desconcertó bastante. Y me apresuré a contestar.

—¡No, Miranda, no es eso, ni cosa que se le parezca! ¡La respetaré en todo momento, ocurra lo que ocurra! ¡No soy de esa clase de hombres, se lo juro!

Mis palabras me sonaron a severas y duras, como si me doliese que ella pudiera pensar tal cosa de mí.

—Bueno, entonces usted debe de estar loco —dijo, tras una breve pausa—. Sí: loco, con una locura buena y suave, claro…

Y me volvió la espalda.

Al cabo de un rato, se volvió de nuevo y me preguntó:

—¿Reconoce que esa historia de Mr. Singleton es una sarta de mentiras?

—Yo quería decírselo de la manera más suave posible —le respondí.

—¿Decirme qué? —preguntó ella—. ¿Algo sobre violación y asesinato?

—¡No! ¡No he dicho eso en ningún momento! —protesté.

Tenía la rara habilidad de ponerme siempre a la defensiva. En mis sueños, tanto dormido como despierto, ocurría siempre todo lo contrario: era yo quien dominaba.

—Entonces, dígame: ¿por qué estoy aquí?

—Porque quiero que sea mi huésped.

—¡Su huésped! —exclamó la joven, lanzándome una mirada de evidente asombro.

Se levantó, fue hasta el sillón y se recostó en el respaldo, sin dejar de mirarme ni un instante. Se había quitado la chaquetita azul marino, y estaba con un vestido verde oscuro de tartán, cuyo corte era parecido al de las túnicas de las escolares. La blusa blanca debajo del vestido era escotada. Llevaba el pelo anudado en aquella trenza que le había visto algunas veces. Su cara era hermosísima en aquel momento. Y parecía valiente, llena de decisión. No sé por qué, pero pensé en ella sentada sobre mis rodillas, muy quietecita, mientras yo le acariciaba el pelo rubio, suelto, cayendo en cascada sobre la espalda.

De pronto, sin que me fuera posible callarlo más tiempo, dije con ímpetu:

—La amo, Miranda. ¡Y me está volviendo loco!

—¡Ah, ahora comprendo! —contestó ella, con una voz extrañamente grave.

Entonces dejó de mirarme.

Ya sé que resulta anticuado decir que uno ama a una muchacha, y confieso que no tenía la menor intención de decírselo en aquel momento. En mis sueños ocurría siempre que nos mirábamos uno al otro a los ojos un día, a continuación nos besábamos y no nos decíamos nada hasta después. Un muchacho llamado Nobby, compañero mío en el RAPC, que sabía cuanto hay que saber acerca de las mujeres, me decía siempre que uno no debía decirle nunca a una mujer que la ama. Y aunque lo dijese, si se veía obligado a pronunciar las dos palabras «La amo», tenía que hacerlo como si fuese en broma. Decía que, de esa manera, las mujeres andarían siempre detrás de uno, en lugar de uno detrás de ellas. En una palabra, que uno debía fingirse difícil de conquistar. Lo tonto del asunto fue que yo me dije una docena de veces por lo menos que no tenía que decirle a Miranda que la amaba, pasara lo que pasase, sino dejar que ello llegara de la manera más natural, y no de mi parte, sino de ambos. Pero me falló la decisión: la cabeza empezó a darme vueltas y, como me ha ocurrido tantas otras veces, dije una cosa que no quería decir.

No quiero decir que se lo revelara todo. No. Le dije que trabajaba en el Anexo, y que al verla y pensar en ella y la forma en que se movía y se comportaba y caminaba y todo eso, llegó a significar para mí más que nadie en este mundo. Y luego, al encontrarme de pronto con una gran fortuna y sabiendo que ella jamás me miraría a pesar de mi dinero, me sentí solo, muy solo y muy triste. Cuando dejé de hablar, ella estaba sentada en la cama y tenía los ojos fijos en la alfombra. No dijimos nada durante lo que me pareció mucho tiempo. No se oía más que el leve zumbido del ventilador allá arriba, en el sótano principal.

Yo estaba avergonzadísimo y encarnado como un tomate.

—¿Y cree usted que va a conseguir que yo le ame teniéndome encerrada aquí? —preguntó ella por fin.

—Es que quiero que se acostumbre a verme y me vaya conociendo poco a poco —contesté.

—¡Pero mientras yo permanezca aquí, usted no será para mí otra cosa que el hombre que me secuestró! —dijo—. ¿No lo comprende?

Me puse en pie bruscamente. De pronto desapareció en mí todo deseo de estar con ella.

—Espere —me dijo, acercándoseme lentamente—. Voy a hacerle una promesa. Comprendo. Realmente comprendo. Déjeme en libertad, y le prometo que no diré a nadie nada de lo que ha ocurrido. Por tanto, puede usted estar seguro de que nada le pasará.

Aquélla era la primera vez que me miraba con cierta bondad. Lo que estaba diciendo equivalía a «Confíe en mí». Y unas chispitas como de sonrisa que vi en sus ojos, cuando me miró, me llenaron de alegría.

—Podría hacerlo —insistió, ansiosa—. Podríamos llegar a ser buenos amigos. Creo, no, estoy segura de que yo podría ayudarlo.

Volvió a mirarme, hasta con cariño, e insistió:

—Todavía no es demasiado tarde.

No pude decir lo que sentía en aquel momento, y no tuve otro remedio que irme. Me estaba hiriendo con sus palabras. Me fui y cerré cuidadosamente la puerta. Ni siquiera le di las buenas noches.

Sé que nadie comprenderá; que todos pensarán que yo la había secuestrado en busca de lo obvio. Algunas veces, cuando hojeaba los libros antes de traerla a ella, eso era lo que yo pensaba, o no lo sabía. Pero ocurrió que cuando ya la tuve allí, todo fue distinto, ya no pensé más en los libros ni en que ella posara para mis fotos. Ésas cosas me repugnaban por el simple hecho de que estaba seguro de que le repugnarían a ella también. ¡Había en la joven algo tan bueno, tan hermoso, tan delicado, que uno se sentía obligado a ser así también, y se daba cuenta de que ella lo esperaba de uno! Quiero decir que sólo por tenerla allí, en el sótano, ya me hacía ver todas las demás cosas como sucias y desagradables. Ella no era como una mujer a la que uno no respeta, por lo cual no le importa lo que le haga. No: yo la respetaba a ella y, por tanto, tenía que andar con mucho cuidado.

Aquélla noche no dormí mucho, porque estaba disgustado por el giro que habían tomado las cosas: haberle confesado tanto ya el primer día y el modo en que me hizo quedar como un verdadero tonto. Hubo momentos en que pensé que tendría que bajar y llevármela de vuelta a Londres, como ella quería. Podría dirigirme en seguida al extranjero. Pero pensé en su cara y la forma en que su rubia trenza caía sobre un costado de su pecho, cómo se paraba y cómo caminaba, y en sus maravillosos ojos claros. Y comprendí que eso no podría ser, porque no podría hacerlo.

Después del desayuno —aquella mañana comió sólo unas tostadas y unos sorbos de café, pero no nos dirigimos una sola palabra— estaba ya levantada y vestida cuando llamé, pero la cama había sido hecha de manera distinta al día anterior, por lo cual deduje que había dormido en ella. Fuera como fuese, me detuvo cuando yo me retiraba.

—Quisiera hablar un momento con usted —me dijo, y yo me detuve.

—Diga —respondí.

—Siéntese —dijo.

Y me senté en la silla, junto a la escalera del sótano principal.

—Mire: esto es una verdadera locura —agregó—. Si es verdad que usted me ama, en cualquiera de las acepciones de la palabra amor, no puede tenerme encerrada aquí de esta manera. Se habrá dado cuenta ya de que me siento triste, desesperada. Durante las noches no puedo respirar, porque aquí no hay aire. Me he despertado varias veces con un horrible dolor de cabeza. Si me tuviese mucho tiempo en este verdadero calabozo, me moriría.

Me miró con ojos realmente desesperados.

—No será por mucho tiempo, se lo prometo —le dije.

Ella se levantó y quedó de pie junto a la cómoda, mirándome fijamente.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó.

—Clegg —respondí.

—Ése es el apellido, pero ¿su nombre de pila?

—Ferdinand.

Me miró rápidamente, como si temiese que me estuviera burlando de ella.

—¡Eso no es cierto! —dijo.

Recordé que tenía mi cartera, con mis iniciales en oro en el bolsillo. La saqué de inmediato y se la enseñé. Como es natural, no podía saber que la F. era Frederick. Dije Ferdinand, porque siempre me ha gustado mucho ese nombre, aun antes de conocer a Miranda. Hay en él algo que suena a exótico y distinguido, ¿verdad? Tío Dick solía llamarme por ese nombre algunas veces, bromeando. Lord Ferdinand Clegg, Marqués de las Mariposas y Gusanos, me decía riendo.

—Es una coincidencia —dije.

—Supongo que sus parientes y amigos le llamarán Ferdie o Ferd, ¿verdad? —dijo.

—No, siempre Ferdinand.

—Bien. Mire, Ferdinand. No sé qué ha visto usted en mí. No sé por qué se ha enamorado de mí. Es posible que yo pudiese enamorarme también de usted en otro lugar. Yo… —parecía no saber qué decir, lo cual, en ella, era sorprendente. Por fin arrancó—: Siempre me han gustado los hombres cariñosos y buenos. Pero, como comprenderá, no podría, aunque lo intentase desesperadamente, enamorarme de usted en este calabozo. Aquí no podría enamorarme de nadie. ¡Jamás!

Me apresuré a contestarle:

—Esto es sólo temporal, mientras llegamos a conocernos.

Durante todo aquel tiempo estuvo ella sentada en la cómoda, observándome para ver qué efecto producían en mí las cosas que me decía. Por tanto, empecé a desconfiar. Me di cuenta de que me estaba sometiendo a una prueba.

—Pero… ¿No comprende, Ferdinand, que no se secuestra a una muchacha nada más que para llegar a conocerla? —dijo.

—Yo quiero conocerla muy bien —dije—. En Londres no se me presentaría la menor oportunidad. No soy hábil ni cosa parecida. No pertenezco a la misma clase social que usted. A usted no le agradaría que ninguna de sus amistades la viese conmigo en Londres.

—Eso que acaba de decir no es justo —protestó ella—. Yo no soy una muchacha estirada ni orgullosa. Odio a las personas que lo son. Y, además, nunca prejuzgo cuando se trata de personas.

—No, si no la culpo por eso —me apresuré a decir.

—Odio todo lo que sea esnobismo —dijo con rara violencia. Tenía la costumbre de pronunciar algunas palabras así, muy enfática y duramente. Y añadió—: Algunos de mis mejores amigos de Londres son…, bueno, lo que se llama de la clase trabajadora. En su origen. Pero nunca se nos ocurre ni hablar de eso.

—Como Peter Catesby —dije. (Ése era el nombre del muchacho dueño del coche deportivo).

—¡Ah, él! Hace meses y meses que no lo veo. No es más que un pobre bobalicón de suburbio.

En aquel momento me pareció verla subir al coche deportivo «MG». Y no supe si fiarme o no de ella.

—Supongo que todo esto habrá salido ya en las páginas de los diarios —me dijo.

—No sé. No los he leído —respondí.

—Usted puede ir a la cárcel por muchos años.

—¡Valdría la pena! ¡Valdría la pena hasta perder la vida por esto! —respondí.

—Le prometo, le juro que si me deja ir, no le diré una palabra a nadie. Inventaré una historia cualquiera. Y haré lo imposible para verle a usted a menudo, siempre que quiera y pueda hacerlo cuando yo trabaje. Nadie sabrá una palabra de la verdad sobre todo esto, a excepción de nosotros dos.

—¡No puedo! —le contesté—. Por lo menos ahora…

Me sentía como un rey cruel, tal era el tono suplicante que ella había empleado.

—Si me deja ir ahora, comenzaré a admirarle, porque pensaré: «Me tenía a su merced, pero fue todo un caballero, se portó como un verdadero señor y me dejó ir».

—¡No puedo! —repetí—. ¡Le ruego que no me pida eso! ¡Por favor, no me lo pida!

—Creo que usted mismo, al saber que había obrado de esa manera, se admiraría a sí mismo —insistió ella, siempre sentada sobre la cómoda observándome fijamente.

—Ahora tengo que irme —dije. Salí con tanta rapidez que tropecé en el último escalón.

Ella bajó de la cómoda y se quedó mirándome con una expresión extraña.

—¡Por favor! ¡Se lo ruego! —dijo con voz dulcísima.

Y confieso que me costó mucho resistirme a su súplica.

Era como no tener una red y capturar con el pulgar y el índice un ejemplar que uno ansiaba poseer (siempre había sido muy hábil para capturar las mariposas así) acercándome lentamente por detrás del insecto hasta atraparlo. Pero uno tenía que pellizcarle el tórax y lo encontraba siempre palpitante. No resultaba tan fácil como con la botella letal. Y en el caso de Miranda era dos veces más difícil, porque yo no quería matarla. ¡No, no: eso era lo último que se me habría ocurrido!

Muchas veces hablaba y hablaba sobre lo mucho que odiaba las distinciones de clases, pero, la verdad, nunca consiguió convencerme. Lo que en realidad delata a la gente es su modo de hablar, no las palabras que pronuncia. No había más que observar un rato sus delicados modales, para darse cuenta de cómo había sido criada. No era una orgullosa como tantas, sin motivo, pero en toda ella se adivinaba la clase. Se veía cuándo se tornaba sarcástica e impaciente conmigo porque yo no pudiera explicarme o porque hiciera las cosas mal. «¡Déjese de pensar en la diferencia de clases!», me decía. Era como si un rico le dijese a un pobre: «¡Déjese de pensar en el dinero!».

No la culpo por eso, ya que sospecho que probablemente decía y hacía algunas de las cosas terribles que le oí y vi, para demostrarme que no era realmente refinada. Pero lo era. Indiscutiblemente lo era. Cuando se irritaba, era muy capaz de encaramarse en el caballo de su superioridad, y convertirme en algo más insignificante que una hoja de papel.

De esta manera siempre, en todo momento, la clase se alzaba entre nosotros para separarnos.

Aquélla mañana fui a Lewes.

El viaje obedeció, en parte, a que quería leer los diarios. Los compré todos. Y en todos había algo. Los periódicos sensacionalistas dedicaban mucho espacio al asunto, y dos de ellos publicaban fotografías. Me resultó raro eso de leer todo lo que se decía. Porque en los artículos encontré cosas de las que no tenía la menor noticia.

«Miranda Grey, la rubia estudiante de dibujo y pintura, de 20 años, que el pasado año ganó una importante beca para la Escuela Slade de Pintura, en Londres, ha desaparecido misteriosamente. Durante los cursos en la mencionada escuela, vivía en una casa de la calle Hamnett 29, N. W. 3, con su tía, Miss C. Vanbrugh-Jones, que anoche, a hora avanzada, denunció la desaparición a la Policía.

»Después de su clase del martes, Miranda telefoneó a su tía y le dijo que iba a meterse en un cine, porque llovía mucho, y llegaría a casa después de las ocho.

«Ésa fue la última comunicación que se ha tenido de ella».

El diario publicaba una foto bastante grande de Miranda, y, como epígrafe, lo que sigue: «¿Ha visto usted a esta joven?».

Otro diario me hizo reír de buena gana. Decía:

«Los residentes de Hampstead se han visto cada día más preocupados, desde hace unos meses, a causa de los “lobos” que merodean por sus calles en automóviles. Piers Broughton, un condiscípulo e íntimo amigo de Miranda, me declaró en la cafetería a la cual llevaba frecuentemente a la joven desaparecida, que ella parecía completamente contenta y feliz el día de su desaparición, y que aquel mismo día había convenido ir a visitar una exposición con él a la tarde siguiente. Me dijo: “Miranda sabe muy bien lo que es Londres. Estoy seguro de que nadie podría convencerla de que subiera al coche de un desconocido, ni cosa parecida”. Estoy profundamente preocupado por todo esto».

«Un representante de la Escuela Slade de Pintura me dijo: “Miranda Grey es una de nuestras alumnas de segundo año que más promete. Estamos seguros de que su desaparición tendrá a su debido tiempo una explicación perfectamente plausible. Éstos jóvenes de tendencias artísticas tienen a veces sus caprichos”».

»Y ahí queda el misterio.

»La Policía pide a toda persona que haya visto a Miranda Grey el martes en horas de la tarde, o que haya oído o tenido cualquier sospecha en el ámbito de Hampstead, que se ponga en contacto cuanto antes con la Jefatura».

Los diarios detallaron qué prendas vestía Miranda, y dieron toda clase de datos, además de publicar su fotografía. Uno de los rotativos dijo que la Policía iba a rastrear los estanques y pequeñas lagunas de Hampstead Heath. Otro se refería a Piers Broughton, y decía que él y la joven desaparecida estaban oficialmente comprometidos. Me pregunté si ese Piers sería el imbécil con quien había visto a Miranda algunas veces. Otro decía: «Es una de las alumnas más populares de la Escuela Slade de Pintura. Siempre estaba dispuesta a ayudar a sus compañeras en cuanto le era posible». Todos coincidían en decir que era bonita. Y todos publicaban las fotos. De haber sido fea, el secuestro sólo habría merecido unas pocas líneas, perdidas en alguna página interior.

Me senté en la furgoneta, al borde del camino, cuando iba ya de regreso al chalet, y allí leí cuanto decían acerca del hecho. Aquello me dio una sensación de poder, aunque no sé por qué. ¡Toda aquella gente buscando desesperadamente, y sólo yo conocía la respuesta al misterio! Cuando reanudé la marcha, decidí definitivamente que no diría una palabra a Miranda.

No bien me vio al llegar, lo primero que me preguntó fue sobre los diarios. ¿Decían algo de ella? Le respondí que no había leído ninguno y que no tenía intención de leerlos. Añadí que los diarios no me habían interesado nunca, porque lo único que publicaban era una sarta de mentiras y fantasías. Ella no insistió.

En ningún momento le permití que leyera diarios, ni le llevé un aparato de radio o un televisor. Un día, antes de llevar la muchacha al chalet, leí un libro titulado Secretos de la Gestapo, en el cual se detallaban las torturas y todo cuanto hicieron los alemanes durante la guerra y cómo una de las primeras cosas que uno tenía que soportar, si estaba prisionero, era el no saber qué sucedía fuera de la prisión. Quiero decir que no permitían que los prisioneros se enteraran de nada, ni siquiera les permitían que hablasen entre sí, por lo cual se encontraban completamente aislados de su mundo anterior.

Ése sistema quebrantaba la moral de los prisioneros. Claro que yo no quería quebrantar a Miranda como la Gestapo quería hacerlo con sus cautivos. Pero me pareció que sería mucho mejor que no estuviese enterada de lo que sucedía y se decía en el mundo exterior, porque de ese modo se vería obligada a pensar cada vez más en mí. Por ello, a pesar de sus numerosos intentos para que yo le consiguiese los diarios y un aparato de radio, no la complací. En los primeros días, no quería que ella se enterara de lo que estaba haciendo la Policía para descubrir su paradero y demás, porque eso no habría hecho otra cosa que entristecerla y disgustarla. Podría decirse, casi, y sin casi, que esta conducta mía era una bondad hacia ella.

Aquélla noche le preparé una cena consistente en pescado, guisantes y pollo frío con salsa blanca. Miranda la comió y pareció gustarle. Después que hubo terminado, le pregunté:

—¿Puedo quedarme un rato aquí?

—Si lo desea… —me respondió.

Estaba sentada sobre la cama, con la manta doblada a su espalda, a modo de almohadón, apoyada contra la pared. Sus pies desaparecían bajo la falda, pues los había recogido doblando las rodillas. Durante un rato se limitó a fumar en silencio y mirar uno de los libros sobre pintura que yo le había comprado.

Por fin, levantó la cabeza, me miró y preguntó:

—¿Sabe usted algo de pintura?

—Nada que pueda ser considerado como conocimiento —respondí.

—Me pareció que era así —replicó ella—. Porque, de saber algo, no tendría prisionera a una persona inocente.

—La verdad, no veo qué relación puede haber entre una cosa y otra —le dije.

Ella cerró el libro y añadió:

—Hábleme algo de usted. Dígame qué hace en sus momentos libres. Cuáles son sus aficiones…

—Soy entomólogo. Colecciono mariposas.

—¡Claro! —exclamó—. Ahora recuerdo que el diario lo decía. Así que colecciona usted mariposas… ¡Y ahora me ha coleccionado a mí!

Pareció creer que aquellas palabras que acababa de pronunciar eran muy graciosas, por lo cual le dije:

—No, estrictamente hablando, no es así. Literalmente, no es así.

—En efecto —respondió ella—. En cierto sentido, estrictamente hablando, no es así. Literalmente, usted me ha clavado con un alfiler en este calabozo, que es una cripta, y luego viene a gozar con mi impotencia y a jactarse de su poder.

—Yo no hago eso ni cosa parecida —dije.

—¿Sabía usted que soy budista? Como tal, odio a toda persona o animal que priva de la vida a un ser, aunque ese ser no sea más que un pequeño insecto.

—Pero usted acaba de comerse esos trozos de pollo —dije, satisfecho de haberla atrapado.

—Sí, los comí, pero me desprecio a mí misma por ello. Si yo fuese una mujer mejor de lo que soy, sería vegetariana.

—Si usted me pidiera: «Deje de coleccionar mariposas», la obedecería en el acto. ¿Y sabe por qué? Porque estoy dispuesto a hacer cualquier cosa que usted me pida.

—Sí: menos dejarme en libertad, ¿no?

—Prefiero no hablar de eso ahora. Nada ganaremos con volver al mismo tema.

—Pues yo no podría respetar a nadie, y menos aún a un hombre que hiciera cosas únicamente para darme gusto. Querría que las hiciera por estar convencido de que debía hacerlas porque eran cosas buenas.

No dejaba de aprovechar la menor oportunidad de contraatacarme. Pero quien nos oyera podría creer que hablábamos de algo perfectamente inocente.

—¿Cuánto tiempo piensa tenerme aquí? —preguntó después de una breve pausa.

—No sé, no podría decírselo, porque depende de…

—¿De qué depende?

No le contesté, porque en aquel momento me hubiera sido imposible hacerlo.

Ella pareció vacilar un instante y luego dijo:

—¿Depende de que yo me enamore de usted?

Era cruel. No escatimaba los pinchazos, por mucho que supiera que me dolían.

—No, lo dije —agregó— porque, si mi libertad depende de eso, entonces estaré aquí hasta el día de mi muerte.

Tampoco contesté a eso.

—¡Váyase! —me espetó—. ¡Váyase, y piense un poco en lo que acabo de decirle!

A la mañana siguiente realizó su primer intento de fuga. No me cogió desprevenido, pero me enseñó una lección importante. Desayunó, y una vez que hubo terminado, me dijo que la cama tenía floja una de las patas. Era una de las de atrás, que venía a quedar en la esquina de la pequeña habitación.

—Tiene un tornillo flojo, y me pareció que iba a caerse —me dijo.

Como un verdadero tonto, me acerqué para ayudarla a levantar la cama y, de pronto, me empujó violentamente, justo en un instante en que estaba mal parado, y salió corriendo con todas sus fuerzas hacia la escalera, que subió en pocos saltos. Yo había previsto que algún día podría ocurrir algo parecido, y coloqué un gancho de seguridad que mantenía la puerta casi abierta. Cuando la alcancé, estaba tratando de desengancharlo para pasar al primer sótano y cerrar la puerta tras de sí. Se volvió y corrió gritando desesperadamente: «¡Auxilio! ¡Auxilio…! ¡Auxilio!», escaleras arriba, hasta llegar a la puerta que daba al exterior de la casa, la cual, como es natural, yo había dejado cerrada con llave. Empezó a golpear la puerta con furia y siguió gritando, pero entonces la sujeté. Me dolió mucho hacerlo, pero lo que se necesitaba en aquel instante era acción. La cogí de la cintura y puse una mano sobre su boca, arrastrándola de nuevo al segundo sótano. Pateó y luchó frenética, pero era demasiado pequeña y yo tal vez no sea un Mr. Atlas, pero tampoco soy débil. Al final, su cuerpo quedó inmóvil y flojo en mis brazos, como si se hubiera desmayado. La solté. Ella quedó quieta un segundo, y luego, lanzándose sobre mí, me golpeó en la cara. Realmente no me hizo daño alguno, pero la conmoción fue bastante desagradable, pues se produjo cuando menos la esperaba, después que yo me había mostrado tan razonable, cuando cualquier otro hombre habría podido perder la cabeza.

Penetró en su habitación y cerró, dando un portazo. Se me ocurrió que podía entrar yo también y cantarle las cuarenta, pero comprendí que tenía que estar sumamente irritada. Me había mirado con verdadero odio. Por tanto, corrí los cerrojos y puse sobre la puerta el falso estante.

Tras aquel incidente, Miranda se quedó como muda. Durante el almuerzo siguiente no pronunció una palabra cuando le hablé para decirle que estaba dispuesto a olvidar lo ocurrido. Se limitó a mirarme un buen rato con el mayor desprecio. Lo mismo ocurrió durante la cena. Cuando entré para llevarme los platos y cubiertos, me entregó la bandeja y se volvió de espalda. Se tomó bastante trabajo en demostrarme que no quería que me quedase ni un segundo allí. Pensé que se le pasaría, pero al día siguiente fue todavía peor. No sólo no habló, sino que no comió.

—Le ruego que recapacite y no insista en eso, Miranda. No ganará nada con ello —le dije.

Ella no me contestó, y ni siquiera se dignó mirarme.

Al día siguiente, lo mismo. No quiso comer, y no me dirigió la palabra. Yo había estado esperando que usara algunas de las prendas de ropa que le había comprado, pero insistió en ponerse la blusa blanca y la túnica verde de tartán. Empecé a preocuparme muy seriamente. No sabía hasta qué punto podía resistir una persona sin comer. Me parecía que Miranda estaba pálida y muy débil. Se pasaba todo el tiempo sentada, con la espalda contra la pared, sobre la cama, sin mirarme, con un aspecto tan triste y vencido que yo ya no sabía qué hacer.

Al día siguiente le llevé el café del desayuno, con unas ricas tostadas, mermelada y mantequilla. Dejé que esperara un poco, a fin de que percibiera el aroma. Luego le dije:

—No espero que usted me entienda. Tampoco espero que me ame como se ama la mayor parte de la gente. Lo único que quiero es que trate de comprenderme todo lo que le sea posible y que no le resulte tan antipático y repelente como parezco ser para usted.

Ella no hizo el menor movimiento.

—Vamos a hacer un trato —le dije—. Le diré a usted cuándo puede irse de aquí, pero sólo con algunas condiciones.

No puedo explicar por qué le dije eso. Porque, en realidad, sabía muy bien que jamás podría dejar que se fuera. Sin embargo, no se trataba enteramente de una mentira descarada. A menudo pensaba que se iría en la fecha que habíamos convenido, porque, me decía, una promesa es una promesa. Pero en otros momentos me confesaba que jamás podría dejar que se fuera.

Se volvió hacia mí y me miró fijamente. Era la primera señal de vida que daba desde hacía tres días.

Entonces esperé que hablara, pero como no lo hizo, agregué:

—Las condiciones que impongo para eso son: que coma los alimentos que le traigo, que me hable como lo hacía en los primeros días de su llegada y que no intente escapar como lo hizo hace unos días.

—Ésa última condición no puedo aceptarla, porque siempre intentaré huir.

—¿Y las primeras dos? —repuse. (Pensé que aunque ella me prometiese que no trataría de evadirse, yo tendría que estar constantemente alerta y adoptar todas las precauciones, por lo cual carecía de sentido dicha condición).

—Pero hasta ahora no me ha dicho cuándo —dijo ella.

—Dentro de seis semanas —contesté.

Ella se limitó a volverse de espalda otra vez. Al ver que no respondía, esperé un rato y, por fin, dije:

—Bueno: digamos cinco semanas.

—No: me quedaré aquí una semana, ni un solo día más.

—Como comprenderá, no puedo acceder a eso —le dije, y ella se volvió de nuevo hacia la pared.

Unos segundos después, comenzó a llorar desconsoladamente. Veía cómo sus hombros eran sacudidos por los sollozos. Quería acercarme rápidamente a ella, y di unos pasos hasta cerca de la cama, pero se volvió hacia mí tan bruscamente que estoy convencido de que creyó que iba a golpearla o algo así. Tenía las mejillas empapadas de lágrimas. Y me entristeció terriblemente verla en aquel estado.

—¡Por favor, le ruego que sea razonable! —supliqué—. ¡Usted sabe muy bien lo que significa para mí ahora! ¿No comprende que no he realizado todos los preparativos y arreglos para que usted se quede aquí sólo una semana más?

—¡Le odio…! ¡Le odio! —exclamó, con voz entrecortada por los sollozos.

—Le doy mi palabra de honor de que, en cuanto se cumpla el plazo, podrá usted abandonar esta casa cuando lo desee —dije.

No quiso saber nada. Era una escena extraña. Ella, sentada sobre la cama, llorando y mirándome sin cesar. Tenía las mejillas encendidas. Creí que iba a lanzarse otra vez contra mí. Parecía desearlo con toda su alma. Pero de pronto empezó a secarse los ojos. Luego encendió un cigarrillo y, por fin, dijo secamente:

—¡Dos semanas!

—Usted dice dos y yo digo cinco —apunté—. Partamos la diferencia, con una semana en mi favor. Convengo en un mes. Eso sería, por tanto, el 14 de noviembre.

Se produjo una pausa, y luego ella contestó:

—Muy bien: pero cuatro semanas se cumplen el 11 de noviembre.

Me tenía preocupado, pero deseaba llegar de una vez a un acuerdo, por lo cual le dije:

—Quise decir un mes ideal: hagamos que sean veintiocho días. Le concedo esos tres días.

—Gracias… ¡Muchísimas gracias! —respondió, sarcásticamente, claro.

Le alargué una taza de café y ella la tomó.

—Yo también pongo mis condiciones —dijo antes de tomarlo—. ¡No puedo vivir todo el tiempo aquí abajo! ¡Es necesario que respire un poco de aire fresco y que mis ojos vean un poco de luz natural! ¡Ah! Y quiero bañarme algunas veces. Además, necesito materiales de dibujo, un aparato de radio o un tocadiscos, y algunas cosas de la farmacia. Por último, quiero frutas y ensaladas. Y hacer algo de ejercicio.

—Si le permito salir al exterior, se escapará —le dije.

Se enderezó sobre la cama. Tenía que haber estado fingiendo un rato antes, porque el cambio fue sumamente brusco.

—¿Sabe usted lo que significa la palabra de honor?

Contesté afirmativamente, y ella prosiguió:

—Entonces, podría dejarme salir bajo palabra de honor. Le prometo no gritar ni intentar la fuga.

—Desayúnese y, entretanto, lo pensaré —respondí.

—¡No…! ¡Creo que no es mucho lo que le pido! Si esta casa está realmente tan aislada de toda otra vivienda, no se expone usted a nada accediendo.

—Sí, no hay duda de que la casa está aislada —le dije—. Pero no pude adoptar una decisión.

—Bueno: entonces, me declaro otra vez en huelga de hambre —dijo ella.

Se volvió de espalda. No cabía duda de que trataba de presionarme todo cuanto podía.

—No tengo el menor inconveniente en comprarle esos materiales de dibujo —le dije—. Sabe perfectamente que no tenía más que pedírmelos. Y un tocadiscos también. Con todos los discos que quiera. Y libros. Lo mismo digo respecto de la comida. Todo lo que quiera. Ya le he dicho varias veces que no tiene más que pedir. Pero un aparato de radio no.

—¡Aire fresco y luz natural, eso es lo que más necesito! —exclamó casi en un grito, siempre vuelta de espalda.

—¡No, no, eso es demasiado peligroso! —respondí.

Se produjo un silencio, pero ella insistió poco después, y al final no tuve más remedio que ceder.

—Bien —dije—. Tal vez en horas de la noche. Veré qué podemos hacer sobre eso.

—¿Cuándo? —preguntó ella, y ahora sí que se volvió para mirarme.

—Tengo que pensarlo. Y desde ahora le advierto que si accedo, tendría que atarla.

—¡Pero es que yo le daría mi palabra de honor de no intentar escaparme! —protestó.

—Tómelo o déjelo —repliqué—. Ésta vez me muestro inflexible.

—¿Y respecto a los baños? —preguntó.

—Sí, algo puedo arreglar —dije.

—Quiero un baño como es debido, en la bañera. Arriba debe de haber una, ¿no?

Algo en lo que yo había pensado muchísimo era lo que me gustaría que ella viese mi casa y todos los muebles y adornos. En parte era que deseaba verla a ella allí, entre todas aquellas cosas. Naturalmente, cada vez que soñaba despierto, ella estaba arriba conmigo, no allá abajo, en el segundo sótano. Yo soy así. A veces obro por impulsos, aceptando riesgos que otros no se atreverían a correr.

—Bien: veré qué podemos hacer —dije—. Primero tendría que preparar algunas cosas.

—Si yo le doy mi palabra de honor, no la violaré.

—Sí, sí: de eso estoy seguro —dije.

Y en eso quedamos.

Aquello pareció aclarar notablemente la atmósfera, por así decirlo. Desde aquel momento, yo la respeté y ella me respetó más. Lo primero que hizo fue escribir una lista de cosas que quería que le comprase. Tenía que encontrar una tienda especializada en Lewes, para comprar papel de dibujo y toda clase de lápices y cosas: tinta china, pinceles, tubitos de pintura al óleo, acuarela y qué sé yo. También había cosas de la farmacia: desodorantes, etcétera. Era un poco peligroso ir a comprar artículos femeninos de esos que sólo la mujer puede usar, pero me arriesgué. A continuación figuraban los artículos alimenticios: café fresco, muchas frutas, verduras y hortalizas. Insistió muy particularmente en que comprara todo aquello.

Después de ese día me hacía todas las mañanas la lista de alimentos y empezó a enseñarme cómo tenía que cocinarlos. Era exactamente igual que tener una esposa inválida, a la cual tuviera uno que hacerle las compras. En Lewes puse extremo cuidado. Nunca fui dos veces al mismo sitio, quiero decir dos veces seguidas, para que no pudieran pensar que estaba comprando demasiadas cosas para una sola persona. Sin saber por qué, pensaba siempre que la gente podía darse cuenta de que yo vivía solo.

El primer día compré también un tocadiscos. Uno pequeño, pero debo decir que al verlo pareció muy contenta. No quería que ella supiese que yo carecía por completo de conocimientos musicales, pero mientras compraba el aparato oí tocar un disco en el que una orquesta ejecutaba música de Mozart, y lo compré también. Fue una excelente compra, porque a ella le gustó y creo que me agradeció mucho que se lo comprase. Un día, mucho después, cuando lo estábamos oyendo los dos, la sorprendí llorando. Quiero decir que sus ojos estaban húmedos de lágrimas. Después me dijo que Mozart estaba muriéndose cuando escribió aquella música. La verdad, a mí me sonaba igual que todas las demás, pero es que ella tenía una mente musical.

Bueno. Al día siguiente volvió a insistir en que quería bañarse otra vez, y tomar un poco de aire fresco. Yo no sabía qué hacer. Subí al cuarto de baño para pensarlo, pero sin prometerle nada. La ventana del baño daba exactamente sobre el porche de la casa, pero el porche posterior, al otro lado de la puerta del sótano, lo cual era mucho mejor para mí…, y más seguro. Por fin, subí unas tablas y las clavé sobre el marco de la ventana, colocando, además de los clavos, unos fuertes tornillos de seis centímetros, para que le fuera imposible hacer señales con la luz o tratar de salir por allí. Sin embargo, a aquellas horas de la noche nadie podía oírla en aquella dirección.

Y el cuarto de baño quedó listo para que la muchacha lo usara cuando quisiese.

A continuación hice otra cosa: supuse que ella estaba conmigo, y volví a subir desde la planta baja, para fijarme bien en qué lugares podía haber el menor peligro. Las habitaciones de abajo tenían persianas interiores de madera, y resultaba facilísimo y rápido cerrarlas y ponerles cerrojos (los cuales compré después), por lo que Miranda no podría llamar la atención de nadie por ninguna de las ventanas, y, además, ningún curioso podría espiar desde fuera, para ver qué ocurría dentro de la casa. En la cocina, me aseguré de que todos los cuchillos y demás estuviesen fuera de su alcance. En una palabra: pensé en todo lo que ella podría hacer para tratar de escapar, y por fin tuve la sensación de que había una absoluta seguridad.

Bueno: después de la cena me insistió de nuevo acerca del baño, y dejé que empezara a ponerse hosca, para de pronto decirle:

—Bueno, muy bien: correré ese riesgo; pero si usted no cumple su promesa, en adelante tendrá que quedarse encerrada aquí.

—¡En mi vida he dejado de cumplir una promesa! —respondió, muy digna.

—¿Me da usted su palabra de honor de que no gritará ni intentará fugarse?

—Le doy mi palabra de honor de que no intentaré fugarme, ¿está satisfecho?

—¿Y que no gritará o hará señales desde alguna ventana?

—Sí: le doy mi palabra de honor de que no gritaré ni haré señales desde ninguna ventana.

—Bueno: voy a atarla.

—¡Pero eso es insultante…!

—¿Quiere que le diga una cosa? Usted me ha dado su palabra de honor; pero la verdad es que yo no la culparía si no la cumpliese.

—Pero es que yo…

No terminó la frase. Se limitó a encogerse de hombros y colocar las manos a la espalda. Yo tenía ya una tira de tela lista, y se la coloqué alrededor de las muñecas, bajo la cuerda, para que ésta no pudiera lastimarla. La apreté bastante, pero no como para hacerle daño. Luego, cuando iba a amordazarla, me hizo recoger todos los artículos de higiene que necesitaba, y (me alegró mucho comprobarlo) eligió algunas de las prendas de ropa que yo le había comprado.

Llevé sus cosas y subí los escalones del sótano principal. Ella esperó que yo abriese la puerta, y subió cuando se lo ordené, lo que hice después de escuchar un buen rato por si se oía algún ruido fuera.

Naturalmente, estaba muy oscuro, pero el cielo estaba limpio y se podían ver algunas estrellas. La cogí fuertemente de un brazo y dejé que permaneciese allí por espacio de unos cinco minutos. La oía respirar ansiosa y profundamente. Me pareció una escena muy romántica. Su cabeza apenas llegaba a mi hombro.

—Supongo que se dará cuenta de que esta casa está muy lejos de cualquier otra vivienda —le dije después de un silencio.

Cuando terminó el tiempo que yo había decidido concederle allí (tuve que llevarla casi a la fuerza), entramos en la casa por la puerta de la cocina, pasamos por el comedor y llegamos al vestíbulo, desde donde subimos al piso alto, y allí entramos en el cuarto de baño.

—No hay llave en la puerta, y ésta ni siquiera puede cerrarse porque he clavado en ella un taruguito de madera; pero puede tener la completa seguridad de que respetaré su deseo de estar sola, siempre que usted cumpla su palabra. Estaré aquí, junto a la puerta.

Había colocado una silla cerca de la puerta del cuarto de baño.

—Bien —le dije—. Ahora voy a desatarla si me promete que no hará nada para quitarse la mordaza. Para contestarme, no tiene más que mover la cabeza de arriba abajo.

Lo hizo así y le desaté los brazos. Se los frotó un buen rato, supongo que para que yo me diese cuenta de que la había lastimado con las cuerdas, y por fin entró en el cuarto de baño.

Todo transcurrió sin el menor inconveniente. La oí chapuzar en la bañera, al parecer muy contenta, y de la manera más natural; pero cuando salió, recibí una gran sorpresa. En primer lugar, no tenía puesta la mordaza. En segundo término, el cambio que se había operado en ella con las ropas nuevas. Además, se había lavado el cabello, y éste caía, mojado y suelto, sobre sus hombros. Parecía tornarla más suave, hasta más joven. No era que en momento alguno pareciese, a mis ojos, dura o fea…

Debí poner una cara de perfecto estúpido, y tal vez algo irritado por lo de la mordaza, pero sin conseguir irritarme realmente ante ella, que estaba tan encantadora en aquel momento.

Me miró, bajó ligeramente la cabeza y me dijo rápidamente:

—¿Sabe lo que pasó? Cuando se mojó la tela, empezó a dolerme terriblemente. Le he dado mi palabra de honor. Se la voy a dar otra vez. Puede ponerme otra vez la mordaza si lo desea… Aquí la tiene. Más, como comprenderá, si hubiese querida gritar, ya lo habría hecho antes de este momento.

Me extendió la mordaza, y vi algo en sus ojos que no me permitió ponérsela otra vez. Por eso le dije:

—Bueno: bastará con atarle las manos.

Tenía puesta su túnica verde, pero, debajo de ella, una de las camisas que yo le había comprado, y adiviné que también se había puesto alguna de mi ropa interior.

Le até las manos a la espalda.

—Siento mucho ser tan desconfiado —le dije—. Lo que ocurre es que, para mí, usted es todo cuanto hay en el mundo por lo que merezca la pena vivir.

No era el momento más oportuno para decir eso, lo sé, pero el verla allí, de pie junto a mí de esa manera, me hizo perder un poco la cabeza.

Callé un instante y, como ella no dijera nada añadí:

—Si usted se fuera, creo que me mataría.

—Lo que necesita usted es un médico —dijo.

Me limité a emitir algo así como un gruñido.

—Quisiera ayudarle —agregó.

—Usted cree que estoy loco por lo que hice —dije—. Puedo asegurarle que no lo estoy. Lo que pasa es que…, bueno, que no tengo a nadie más que a usted. En toda mi vida no hubo nadie más que usted que me inspirase el menor cariño.

—Ésa es la peor enfermedad que podría tener —dijo ella. Se volvió al decirlo, mientras yo seguía atándole las manos. Me miró y dijo—: Créame que lo siento mucho por usted.

Pero, en seguida, cambió como solía hacerlo, bruscamente, y añadió:

—He lavado unas cosas. ¿Podría tenderlas fuera de la casa? ¿O hay un cuarto de lavar?

—Las secaré yo, en la cocina —le respondí—. No podemos mandar nada a lavar fuera.

Echó una mirada a su alrededor. Algunas veces había en ella algo de travesura, y me di cuenta de que andaba buscando algún motivo para pelear, pero sin maldad, como para hacerme rabiar, amistosamente.

—¿No piensa enseñarme su casa? —dijo.

La vi sonreír por primera vez desde que había entrado en el chalet. Y no tuve más remedio que sonreírle yo también.

—Es tarde ya —contesté.

—¿Cuántos años tiene esta casa? —preguntó, sin hacer caso de mi observación.

—Sobre la puerta hay una piedra en la cual está inscrito un año: 1621 —respondí.

—El color de esta alfombra es horroroso —replicó ella—. Tendría que poner en su lugar una estera o algo así. ¿Y los cuadros? ¡Brrr! ¡Horribles, espantosos!

Anduvo por el pasillo para mirarlos. Astuta.

—Pues costaron bastante —dije.

—Muchas cosas no pueden ser juzgadas por el dinero que cuestan, ¿no cree?

No puedo expresar lo extraño que era aquello: los dos allí de pie, y ella formulando críticas sobre esto y lo otro: la típica mujer.

—¿Me permite que asome la cabeza a las habitaciones? Me gustaría verlas.

Yo me sentía aturdido, fuera de mí mismo. No pude resistir el placer de acceder a su solicitud, y le enseñé todas las dependencias. La habitación destinada a tía Annie y la de Mabel, si es que volvían de Australia y se avenían a vivir allí conmigo. Y la mía. Miranda las observó atentamente, como si quisiera grabar en su memoria hasta los más insignificantes detalles. Las cortinas estaban bajas, y yo no me separé de ella ni un instante, para impedir que hiciera alguna tontería.

—Una firma se hizo cargo de todo esto —le dije cuando llegamos a la puerta de mi habitación.

—Observo que es usted muy cuidadoso —respondió.

Vio algunas reproducciones de mariposas que yo había comprado en una casa de antigüedades:

—Las elegí yo —le dije.

—Son lo único interesante que hay aquí —dijo ella.

¡Otra vez! Pero ahora era para lisonjearme, confieso que aquello me agradó mucho.

Y de pronto dijo:

—¡Qué silencioso está todo! He estado escuchando, y no pasa ni un coche. Me parece que debemos estar en el norte de Sussex.

En seguida me percaté de que aquello era una celada, y vi que ella me vigilaba estrechamente.

—Lo ha adivinado usted —le dije, como si me hubiese sorprendido su perspicacia.

Pero de pronto ella dijo:

—Es muy extraño. Debería estar temblando de miedo, pero me siento perfectamente segura junto a usted.

—¡Jamás le causaré el menor daño! —le dije—. Es decir, a no ser que usted me obligue a ello.

Y de pronto todo pareció ser como yo había deseado siempre: ella y yo juntos, conociéndonos cada momento más. Me pareció que ella empezaba a ver en mí lo que realmente era.

—Ése aire es maravilloso —exclamó de pronto—. Usted ni siquiera puede imaginarlo. Hasta este aire… ¡es libre…! ¡Es todo lo que yo no soy!

Y se alejó, por lo cual tuve que seguirla escaleras abajo. Al llegar al vestíbulo me dijo:

—¿Puedo mirar ahí?

«Ahorcado por una oveja o por un cordero es lo mismo», me dije. De todos modos, las persianas estaban cerradas y corridas las cortinas. Entró en la antesala y echó una mirada a su alrededor. Después la recorrió, deteniéndose ante todos los objetos que veía, con las manos atadas a la espalda. Realmente, aquello resultaba cómico.

—¡Ésta es una habitación encantadora! —exclamó—. ¡Pero es un verdadero crimen llenarla con todas estas cosas falsificadas y burdas! ¡Realmente son espantosas! —le dio un puntapié a una de las sillas. Supongo que mi aspecto era fiel reflejo de lo que sentía (ofendido), porque Miranda me dijo con impaciencia—: ¡Es imposible que no se dé cuenta de que todo esto está mal aquí! ¡Ésas lámparas de pared, cursis, feas y…! (de pronto pareció fijarse en ellos). ¡No…! ¡No me diga que son patitos de porcelana!

Me miró, realmente irritada, y luego volvió a mirar los patos.

—Me duelen los brazos —agregó—. ¿No le sería lo mismo atarme las manos delante por una vez?

No quise, negándome, agregar un nuevo motivo de irritación para la joven. No veía peligro alguno en acceder a su demanda, y en cuanto tuve la cuerda en las manos, ella se volvió y me extendió las suyas para que las atara, y así lo hice. Luego, me sorprendió. Se dirigió a la chimenea en la cual estaban los patos de porcelana. Había tres colgados en la pared, sobre la repisa. Cada uno de ellos me había costado treinta chelines, y en menos que canta un gallo los desprendió de los ganchos y los arrojó violentamente contra el fogón de la chimenea. Se hicieron trizas, claro.

—Gracias, muchas gracias —dije, muy sarcástico.

—Una casa tan antigua como ésta tiene un alma —respondió ella—. Y no pueden hacerse cosas como ésa en una habitación tan encantadora como lo es este antiguo saloncito, en el cual habrá vivido tanta gente. ¿No lo cree usted así?

—Es que carezco de toda experiencia en materia de muebles y decoración para una casa —dije.

Ella se limitó a mirarme de un modo raro, y se puso a mi lado para entrar en la habitación de enfrente, la que yo llamaba el comedor, aunque la gente de la casa de muebles la denominó «habitación de doble propósito», y en consecuencia la amuebló y decoró como para que sirviese de lugar de trabajo en una de sus mitades. Allí estaban mis tres vitrinas con las mariposas que la joven descubrió instantáneamente.

—¿No piensa enseñarme a mis compañeras de cautiverio? —me preguntó, sonriendo levemente.

Claro que aquello me encantó. Saqué una o dos de las bandejas más atrayentes, en las que se veían ejemplares de una misma especie, nada serio en realidad, sólo para la vista.

—¿Las ha comprado usted? —me preguntó.

—¿Comprarlas? —pregunté a mi vez, atónito y no poco indignado—, todas ellas han sido capturadas o criadas por mí, y arregladas y dispuestas de acuerdo con mi gusto. ¡Todas!

—¡Están divinamente colocadas! —exclamó.

Le mostré una bandeja de Chalkhill y Azules Adonis, en la que tengo una hermosa variedad, dicho sea sin falsa modestia. Le fui explicando el nombre científico de cada ejemplar, diciéndole:

La variedad Ceronea que usted ve ahí, es mucho mejor que cualesquiera de las que tienen en el Museo de Historia Natural.

Me enorgulleció mucho eso de poder decirle algo por el estilo. Miranda jamás había oído hablar de las aberraciones.

—Son hermosas, pero tristes —dijo.

—Todo es triste si uno lo hace triste.

—¡Pero es usted quien lo hace así! —dijo. Me estaba mirando por encima de la bandeja—. ¿Cuántas mariposas ha matado usted?

—Ya lo puede ver.

—No, no puedo. Estoy pensando en todas las mariposas que podrían haber nacido de ésas, si usted les hubiese permitido vivir. Estoy pensando en toda la belleza viviente a la que usted ha puesto fin.

—Es imposible calcularlo; así que, ¿para qué?

—Y usted ni siquiera comparte esto. ¿Quién ve estas mariposas? Usted es como un avaro: acumula y esconde toda esta belleza en esas bandejas.

Aquello me produjo una verdadera desilusión, y me pareció que cuanto ella decía era tonto, falto de sentido. ¿Qué diferencia podía significar una docena más o menos de ejemplares, para una especie de mariposa? ¡Ninguna, claro!

—Odio a los hombres de ciencia —agregó—. Odio a la gente que colecciona cosas, las clasifica y les da nombres, olvidándose después de ellas. Eso es lo que la gente está haciendo siempre en la pintura. Llaman impresionista a un pintor, o cubista, o algo por el estilo, y luego lo colocan en un cajón de un mueble y ya no lo ven como individuo que vive y pena. Pero en el caso de estas mariposas, tengo que reconocer que las ha dispuesto usted de una manera hermosa.

Se veía que trataba de halagarme nuevamente.

—Además de este hobby de las mariposas, tengo el de la fotografía —le dije.

Tenía algunas fotos de los bosques que se extendían detrás del chalet, y otras, de las olas del mar saltando furiosas sobre el parapeto de la rambla de Seaford, que me parecían realmente bonitas. Las había ampliado yo mismo, y ahora las extendí sobre la mesa para que ella pudiera verlas mejor.

Las contempló, mientras yo la miraba en silencio.

—No valen gran cosa —dije por fin, como si buscase su elogio—. No hace mucho que me dedico a la fotografía.

—Sí —respondió ella—. Están muertas. —Me miró de soslayo, de una manera extraña, y añadió—: No me refiero particularmente a éstas, sino a todas las fotografías… Cuando una persona dibuja algo, ese algo vive, pero al fotografiarlo, muere.

—Sí: es como un disco —dije.

—Eso es: todos secos y muertos… —Iba a discutir, pero ella no me dio tiempo a empezar, y prosiguió—: Éstas son hábiles, ¿ve? Teniendo en cuenta que son fotografías, son buenas, pero fotografías al fin.

Al cabo de unos segundos dije:

—Me gustaría hacerle algunas fotografías.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque usted es lo que se llama fotogénica.

Bajó los ojos un segundo, pero luego me miró y dijo:

—Muy bien. Si lo desea, mañana mismo. Aquello me entusiasmó verdaderamente. Las cosas estaban cambiando, indiscutiblemente.

Entonces decidí que había llegado el momento de que ella se retirase a su sótano. Apenas se opuso. Se limitó a encogerse de hombros, me dejó que le colocase la mordaza y todo marchó bien, como antes.

Bien: una vez que estuvimos en el segundo sótano, me dijo que tomaría una taza de té (un té especial, de China, que me había hecho comprar).

Le quité la mordaza, y salió al primer sótano (con las manos todavía atadas). Se puso a mirar el lugar donde yo cocinaba sus comidas. No dijimos una palabra, ni ella ni yo. Me pareció hermoso verla a ella allí, y la tetera moviendo alegremente la tapita al hervir. Naturalmente, no dejé de vigilarla ni un instante.

Cuando el té estuvo hecho, le pregunté.

—¿Quiere que haga de mamá?

—¡Ésa palabra, aquí y en estos momentos, me parece horrenda! —exclamó.

—¿Por qué…? ¿Qué tiene de malo?

—Es como los patos de porcelana. De barro, rancia, gastada… ¡Muerta…!

—Bien: entonces, creo que será mejor que haga usted de madre.

Ella sonrió en seguida, y estuvo a punto de lanzar una carcajada, pero de pronto se contuvo y entró en su habitación del segundo sótano, a la cual la seguí con la bandeja. Sirvió el té, pero había algo que la había irritado. Pude advertirlo fácilmente. Y no quiso mirarme.

—No he querido ofenderla —dije.

—Es que de pronto se me ocurrió pensar en mi familia. Ellos no estarán riendo, por cierto, mientras toman unas tazas de té esta noche.

—Cuatro semanas solamente —le dije.

—¡No me lo haga recordar…! ¡Es horrible!

Era como cualquier otra mujer. Imprevisible. Sonriendo un segundo y llorando, o rencorosa, al siguiente.

—¡Es usted despreciable! —me dijo casi en un grito—. ¡Y está consiguiendo que yo me parezca despreciable a mí misma!

—Pero ahora ya falta menos… ¡No tardará en llegar el día!

Y entonces me dijo algo que nunca oí decir a mujer alguna y que me produjo una verdadera conmoción.

—No me gusta oírle decir palabras como ésas, Miranda —le dije—. Me resultan un poco repugnantes.

Las dijo otra vez. No, me las gritó a la cara, brillantes de furia los ojos.

Confieso que no me era posible comprender todos sus estados de ánimo.

A la mañana siguiente había cambiado por completo, aunque no me pidió disculpas por lo de la noche anterior. Cuando entré pude observar que las dos vasijas de barro que había en su sótano estaban hechas pedazos. Como siempre, la joven estaba levantada ya y esperándome cuando le tendí la bandeja del desayuno.

Lo primero que quiso saber fue si aquel día iba a permitirle ver la luz del sol.

Le respondí que estaba lloviendo.

—¿Por qué no me deja subir al sótano superior? Allí podría caminar un poco. ¡Necesito hacer ejercicio!

Discutimos un buen rato acerca del particular. Al final, el arreglo fue que si ella quería caminar por allí durante el día tendría que ser con la mordaza puesta. No podía exponerme a que alguien se acercara a la parte trasera de la casa, aunque ello era sumamente improbable, porque tanto la puerta del chalet como la del garaje estaban siempre cerradas con llave. Ahora que si quería hacerlo de noche, bastaría con que tuviese las manos atadas. Además, le dije que no podía prometerle más de un baño por semana. Y nada durante las horas del día. Por un momento pensé que ella estallaría en una de aquellas repentinas furias que de nada le valían, pero pareció empezar a darse cuenta de la inutilidad de semejantes explosiones, por lo cual aceptó mis propuestas.

Tal vez me excedí en la rigidez. Si erré, lo hice en ese sentido. Pero no tenía más remedio que adoptar todas las precauciones. Por ejemplo: durante los fines de semana, había mucho más tránsito que los demás días. Cuando el tiempo era bueno, pasaban coches por el camino cada cuatro o cinco minutos. A menudo aminoraban la marcha al pasar frente a Forsters, y algunos incluso se detenían unos metros después y se volvían para mirar. Otros hasta tuvieron la desfachatez de meter el objetivo de sus cámaras por la verja, para sacar fotos del jardín y de la casa. Por tanto, en días semejantes no le permitía que saliese ni un instante de su sótano.

Un día, cuando salía en la furgoneta para dirigirme a Lewes, un hombre que estaba al volante de un coche me hizo seña y me detuve. Me preguntó si era yo el dueño de aquella hermosa propiedad. Se trataba de uno de esos hombres que no piensan más que en salirse con la suya, ese tipo de los «yo soy amigo del patrón». Me habló mucho sobre la casa y me dijo que estaba escribiendo un artículo para una revista. ¿Le permitiría que diese una vuelta por la propiedad y obtuviera algunas fotografías? Lo que más le interesaba era ver la capilla.

—En esta propiedad no hay capilla alguna —le dije.

—Pero, mi querido señor, eso es fantástico —dijo—. ¡Claro que tiene que haberla…! ¡Si hasta se menciona en la Historia del condado, y en otros muchos libros!

—¿Se refiere usted a ese viejo lugar que hay en el sótano? —dije como si acabara de caer en la cuenta—. Está clausurado… La entrada ha sido cubierta con una pared de ladrillos.

—¡No puede ser! —exclamó—. ¡Éste es un cottage incluido en una lista de edificios que casi podrían ser monumentos nacionales!

—Lo siento, pero el hecho es que ha sido clausurado. Es imposible ver nada. Se hizo eso antes de llegar yo aquí.

Luego expresó su deseo de echar un vistazo a la casa. Le dije que llevaba prisa y que me era imposible esperar un minuto más. Me dijo que volvería, y añadió: «Fíjeme usted un día». Le dije que me era imposible, porque tenía infinidad de solicitudes como la suya. Continuó insistiendo, y hasta se atrevió a formular una amenaza, diciéndome que traería una orden de la «Comisión de monumentos antiguos», para obligarme a que le dejase entrar. Se mostró realmente ofensivo y untuoso al mismo tiempo. Por fin se alejó en su coche. Comprendí que todo aquello había sido un bluff de su parte, pero ésa y otras eran las cosas en que yo tenía que pensar y contra las cuales debía precaverme.

Saqué las fotos aquella misma noche. Fotos comunes todas, de Miranda sentada, leyendo. Y me salieron bastante bien.

Un día, más o menos por entonces, dibujó un retrato mío, como si quisiera devolverme la atención. Tuve que sentarme un buen rato en una silla y mirar hacia uno de los rincones de la habitación. Al cabo de media hora de trabajo rompió el dibujo antes de que yo pudiera impedírselo. (Eso de romper lo que dibujaba se repetía con mucha frecuencia. Supongo que se debía a su temperamento artístico, demasiado exigente).

—Me habría gustado tener ese retrato —le dije. Ella ni siquiera me contestó, limitándose, al cabo de un rato, a decir—: Un momento, no se mueva.

De vez en cuando decía algunas palabras. En su mayor parte, observaciones personales.

—Usted es difícil de retratar —dijo—. ¿Y sabe por qué? Porque carece de características destacadas. Todo en usted es curiosamente irreproducible. Estoy pensando en usted como si fuese un objeto, no una persona. ¿Me entiende?

Poco después dijo:

—Usted no es feo, pero su rostro posee una larga serie de características que lo afean. Lo peor de él es su labio inferior. Lo delata despiadadamente.

Cuando salí de su habitación, me miré en el espejo de arriba, pero no me fue posible ver lo que ella quiso decir.

Algunas veces salía como de un ensimismamiento con repentinas y extrañas preguntas.

—¿Cree usted en Dios? —fue una de ellas.

—No mucho —le respondí.

—No, no: tiene que contestarme afirmativa o negativamente, no con paños tibios —insistió.

—La verdad es que no pienso nunca en eso, porque no veo qué pueda importar.

Ella me miró, como extrañada, un buen rato, y luego dijo:

—¡Usted es el que está encerrado en ese sótano!

—¿Y usted cree? —pregunté.

—¡Claro que creo! ¡Soy un ser humano!

Intenté meter baza, pero ella me ordenó secamente:

—¡No diga nada!

A continuación se quejó de la luz del sótano, diciendo:

—Lo que me pone las cosas más difíciles es esta luz artificial. Jamás he podido dibujar con luz artificial. Es una luz que miente.

Me percaté de adónde quería ir a parar, por lo cual no dije esta boca es mía.

Y luego, otra vez —no pudo ser la misma mañana en que me dibujó, pero no puedo recordar cuándo fue— me salió repentinamente con:

—Usted tiene mucha suerte de ser solo, sin padres. Los míos se han mantenido unidos gracias exclusivamente a mi hermana y a mí.

—¿Y cómo puede usted saber eso? —pregunté.

—Porque mi madre me lo dijo —respondió—. Y mi padre también. Mi madre es una mala mujer. Una ambiciosa y sucia mujer de la clase media. Bebe y se embriaga casi a diario.

—Sí, lo he oído decir —contesté.

—Nunca he podido tener amigas que pasaran unos días en casa de mis padres.

—Lo siento —dije.

Ella me miró, como extrañada, penetrantemente, pero en mis palabras no había el menor sarcasmo. Le conté que mi padre también había sido un borracho consuetudinario, y que todos decían que era mi madre la que le había empujado a la bebida.

—Mi padre es un hombre débil, sin carácter, aunque le quiero profundamente —repuso ella—. ¿Sabe lo que me dijo un día? Me dijo: «Hija mía, no puedo explicarme cómo un padre y una madre tan malos pueden haber traído al mundo dos hijas tan buenas…». Pensaba realmente en mi hermana. Ella es la mejor de las dos, y la que más vale.

—No: usted es la que vale más. Lo demuestra esa importante beca que ganó.

—Soy una dibujante relativamente buena —contestó—. Es posible que llegue a ser una pintora hábil, pero jamás seré una gran pintora. Por lo menos así lo creo, y me parece que no me equivoco.

—Eso es imposible de pronosticar.

—Es que no soy lo suficientemente egocéntrica. Soy mujer. Tengo que apoyarme siempre en algo. —No sé por qué, pero repentinamente cambió de tema y me preguntó—: ¿Es usted excéntrico?

—¡Claro que no! —respondí, mientras notaba que me sonrojaba, naturalmente.

—No es nada que deba avergonzarle. Muchos hombres lo son —dijo ella, y tras una pausa añadió—: Usted quiere apoyarse en mí. Supongo que eso se debe a lo que me dijo de su madre. Usted busca a su madre en mí.

—No creo en esas paparruchas —dije.

—Usted y yo jamás iríamos a ninguna parte juntos. ¿Sabe por qué? Pues porque los dos queremos apoyarnos en alguien o algo.

—Usted podría apoyarse en mí financieramente —le dije.

—¿Y usted en mí para todo lo demás…? ¡Dios no lo quiera! —exclamó, cómicamente asustada—. Entonces, tome —me dijo, y me extendió el dibujo.

Era un retrato realmente notable. Lo que más me sorprendió fue la semejanza; me tornaba más digno, mejor parecido de lo que realmente soy.

—¿Accedería usted a venderme ese retrato? —le pregunté.

—No había cruzado mi mente semejante pensamiento —contestó—; pero no me parece mal la idea. Se lo vendo… ¡Doscientas libras esterlinas!

—Acepto —dije.

Me miró otra vez, penetrantemente.

—¿Quiere usted decir que me daría doscientas libras esterlinas por esto?

—Sí —respondí—. Porque lo dibujó usted.

—Démelo un momento —pidió. Se lo entregué y, antes de que pudiera impedírselo, lo rompió en dos pedazos.

—¡No, por favor, no haga eso! —rogué. Ella se detuvo, pero el papel estaba ya rasgado en dos.

—¡Pero si esto es malo, muy malo, malísimo! —gritó ella, y de pronto me lo dio, pero casi tirándomelo a la cara—. ¡Ahí tiene! ¡Guárdelo en una de las bandejas, con sus mariposas!

La próxima vez que fui a Lewes le compré otros discos, todos los que encontré de Mozart, según creo por el solo hecho de que a ella le gustaba Mozart.

Otro día dibujó un frutero lleno de frutas. Lo dibujó unas diez veces, y luego prendió todos los bosquejos, con alfileres, a las hojas del biombo, pidiéndome que eligiera el mejor. Le dije que todos los dibujos eran hermosos, pero ella insistió, y no tuve más remedio que elegir uno.

—¡Ése es el peor de todos! —exclamó—. Es un dibujito hábil de una pequeña alumna de dibujo y pintura. Uno de ellos es bueno. Sé que es bueno. Vale cien veces más que todos los demás juntos. Si puede usted descubrirlo en tres intentos, se lo regalo…, es decir, se lo regalaré cuando me vaya… Si me voy. Si no me voy, tendrá que darme diez libras esterlinas por él.

Sin hacer caso de sus palabras, elegí tres veces, y las tres me equivoqué. Él que según ella era el mejor, me pareció estar a medio terminar, apenas podía decirse qué frutas aparecían en él y, en una palabra, no me gustó nada.

—Bueno: estoy en el umbral de decir algo sobre la fruta. En realidad no lo digo, pero a usted le produce la impresión de que podría decirlo. ¿Tiene esa impresión?

—No, la verdad, no —dije.

Ella tomó un libro sobre la pintura de Cézanne.

—Ahí tiene —dijo, señalándome una lámina en la cual aparecía un plato con manzanas—. En esa pintura, Cézanne no sólo dice cuanto hay que decir sobre las manzanas, sino sobre todas las formas y colores.

—Si usted lo dice, debe de ser cierto —respondí—. Todos sus dibujos son preciosos.

Ella no hizo otra cosa que mirarme, y poco después dijo:

—Ferdinand… ¡Deberían haberle llamado Calibán!

Un día, tres o cuatro después de su primer baño, la vi muy intranquila. Después de la cena se puso a caminar de un lado a otro por el sótano principal, y se sentó en la cama para levantarse en seguida y volver a pasear. Yo estaba contemplando unos dibujos que ella había hecho aquella tarde. Todos ellos eran copias de las láminas de los libros sobre pintura, muy hábiles, a mi juicio, y parecidísimos a dichas láminas.

De pronto, se volvió hacia mí y me dijo:

—¿No podríamos salir los dos a dar un paseo…? Siempre con mi palabra de honor…

—¡Pero si está todo empapado y hace mucho frío!

Estábamos en la segunda semana de octubre.

—¡Es que me estoy volviendo loca encerrada aquí en este cuchitril! —gritó—. ¿Qué mal hay en que demos un paseo por el jardín?

Se acercó mucho a mí, cosa que siempre evitaba cuidadosamente, y extendió las dos muñecas. Hacía unos días que llevaba el pelo suelto o atado a la nuca con una cintita azul que me había encargado en una de sus listas. Su pelo siempre me parecía hermoso. En mi vida he visto otro más hermoso. A menudo me acometía un enorme deseo de tocarlo, acariciarlo, sentirlo entre mis dedos como hebras de seda. Y tuve la oportunidad, aunque fugaz, cuando fui a ponerle la mordaza.

Salimos. Era una noche rara. Tras las nubes asomaba de vez en cuando la luna, pero abajo, en la tierra, apenas corría una levísima brisa. Cuando salimos, ella se pasó varios minutos aspirando profundamente. Después la tomé respetuosamente de un brazo y la conduje por una senda del jardín, entre el muro de la casa y el césped. Pasamos junto al cerco de alheña y entramos en el huerto, donde había varios árboles frutales. Como ya he dicho, nunca tuve el menor deseo pecaminoso de aprovecharme de la situación. En todo momento me mantenía en una actitud respetuosa hacia ella (hasta que hizo lo que hizo); pero tal vez a causa de la oscuridad y al hecho de caminar ambos muy juntos por la angosta senda, y una de mis manos en contacto con la tibieza de la carne del brazo, el caso es que yo temblaba como una hoja. Tenía que decir algo, o perdería la cabeza sin remedio.

—Usted no me creería si le dijese que me siento muy feliz, ¿verdad? —murmuré.

Y ella, claro, no me contestó. Insistí:

—Lo que pasa es que usted cree que yo no siento nada debidamente, y por eso no sabe que tengo profundos sentimientos, pero que no me es posible explicarlos como usted lo hace.

—El hecho de que no pueda expresar sus sentimientos no quiere decir que los mismos no sean profundos —respondió ella. Durante aquel breve intercambio de frases, caminábamos bajo las ramas de los frutales, envueltos en la oscuridad.

—Lo único que le pido es que comprenda cuánto la amo, cuánto la necesito, cuán profundo es mi cariño hacia usted —dije—. Algunas veces he de hacer un verdadero esfuerzo…

No quería jactarme de nada, pero sí que ella pensase por un momento lo que podían haberle hecho otros hombres en mi situación, de haberla tenido así, completamente en su poder.

Habíamos llegado al césped del extremo opuesto, y luego a la casa. Se oyó el estruendo del motor de un coche que se acercaba; pero pasó por el camino y se alejó de la casa. Yo la tenía bien sujeta en mis brazos.

Llegamos a la puerta del sótano.

Le dije:

—¿Quiere que demos otra vuelta a la casa? Con gran sorpresa para mí, movió la cabeza negativamente.

La conduje hasta su sótano. Cuando le quité la mordaza y le desaté las manos, me dijo:

—Le agradecería una tacita de té. Hágame el favor de hacerlo. Cierre la puerta. Yo me quedaré aquí.

Hice el té. No bien se lo llevé y lo serví en su taza, me habló:

—Quiero decirle algo que me parece necesario decir.

La escuché en silencio.

—Cuando estábamos ahí fuera, en el jardín, usted sintió deseos de besarme, ¿verdad?

—Lo siento —respondí y, como siempre, comencé a notar que enrojecía.

—En primer lugar, quiero darle las gracias por no haberlo hecho, porque no quiero que me bese. Me doy cuenta de que estoy completamente a su merced, y que he tenido la enorme suerte de que usted sea un hombre decente, que se ha portado caballerosamente en todo momento desde que llegué.

—Puedo asegurarle que lo de hace un rato no se repetirá más.

—Eso es, precisamente, lo que quería decirle. Si vuelve a suceder, pero algo peor, y usted se ve obligado a declararse vencido por la tentación, quiero pedirle que me prometa una cosa.

—Le he dicho que puedo asegurarle que no se repetirá más.

—Quería pedirle que no lo haga canallescamente. Por ejemplo, dándome un golpe para que me desmaye y aprovechar mi desmayo, o cloroformizarme. Le aseguro que no lucharé, y que le dejaré que haga lo que usted quiera.

—Repito que no sucederá otra vez. Perdí la cabeza por un instante. No podría explicarle lo que me sucedió.

—Ahora, que debo advertirle una cosa: si usted llegara a hacer algo así, ya no me sería posible respetarle como hasta ahora, y no volveré a dirigirle la palabra. Creo que reconocerá que tendría razón de sobra, ¿no es así?

—Sí: no podría esperar otra cosa —respondí.

Mis mejillas estaban coloradas como tomates.

Ella me tendió la diestra. La estreché emocionado. Y no sé ni cómo salí del pequeño sótano. Aquélla noche consiguió la joven aturdirme completamente.

Todos los días era lo mismo. Yo bajaba entre las ocho y las nueve de la mañana, le preparaba el desayuno, vaciaba los baldes y algunas veces hablábamos un ratito. Ella me entregaba la lista de los artículos que quería que le comprase, si los había, y me retiraba. Algunas veces me quedaba en la casa, pero la mayor parte de los días me iba a comprar los vegetales y frutas o la leche. Casi todas las mañanas hacía la limpieza de la casa después de mi regreso de Lewes; luego preparaba su almuerzo, y una vez terminado el mismo charlábamos un rato o ella ponía algunos discos en el gramófono, o dibujaba, mientras yo la miraba trabajar. A la hora del té, ella se lo preparaba y yo la dejaba sola. No sé por qué, pero convinimos en no reunirnos a esa hora, y yo respeté el convenio, aunque mi mayor alegría era estar a su lado. Después venía la cena, y tras ésta hablábamos casi siempre otro rato. Algunas veces me recibía cordialmente. Por lo general quería salir a caminar un poco por el sótano principal. Y otras veces hacía que me retirara no bien terminaba la cena.

Saqué fotos de ella cada vez que me lo permitió. Y ella me hizo otras. La retraté en numerosas poses, todas decentes, claro. Quería que se pusiera siempre los vestidos más bellos, pero no me atrevía a pedírselo.

—No sé para qué quiere tantas fotos mías —me decía siempre—. ¿No me tiene aquí todo el día, para verme al natural?

En realidad, no ocurrió nada. Aquéllas veladas que pasábamos juntos charlando, no creo posible que vuelven a repetirse. Era, para mí, algo así como si fuésemos las únicas personas vivas en el mundo. Nadie podrá comprender jamás lo felices que éramos —bueno, en realidad, yo solo— pero había momentos en que me parece recordar que a ella no le habría gustado suprimir aquellos momentos de amable charla. Yo habría sido capaz de quedarme allí toda la noche, mirándola, contemplando la forma de su cabeza y la manera en que su pelo caía tan graciosamente con una suave curva sobre su espalda, adoptando la forma de la cola de una golondrina. Era como un velo o una nube, y se tendía, ligeramente revuelto, como hilos de seda sobre sus hombros, encantador y hermoso. Lamento no tener palabras para describirlo como lo haría un poeta o pintarlo como un pintor. Tenía un movimiento especial para echarlo hacia atrás cuando se había volcado demasiado hacia delante, un movimiento perfectamente natural, pero que a mí me estremecía de deleite. Algunas veces me acometían ganas de pedirle que lo hiciera otra vez, pero me abstenía de hacerlo porque, seguramente, ella lo habría considerado como una imbecilidad de mi parte. Todos los movimientos tenían la misma delicadeza. Pasar la hoja de un libro, levantarse, sentarse, beber, fumar, todo… Hasta cuando hacía cosas que todo el mundo considera feas, tales como bostezar y desperezarse, las llevaba a cabo de una manera encantadora. Lo que pasaba era que, aunque quisiera, no podía hacer nada que no resultara encantador. Era demasiado hermosa para ello.

Además, siempre estaba limpia como el oro. Jamás percibí en ella olor alguno que no fuera el de la frescura juvenil, no como algunas mujeres que me sería muy fácil nombrar. Odiaba la suciedad exactamente igual que yo, aunque solía reírse de mí por ello. Una vez me dijo que era señal de locura ese desmedido afán de verlo todo relucientemente limpio. Si es así, entonces los dos debíamos de estar completamente locos.

Claro que no todo era paz y luz entre nosotros. Varias veces intentó fugarse, lo cual demostraba lo que acabo de decir. Por suerte, no pudo sorprenderme nunca desprevenido.

Pero un día casi lo consiguió. Era astuta como un zorro. Cuando entré en el pequeño sótano estaba descompuesta. Vomitaba y tenía un aspecto lamentable. Le pregunté una y otra vez qué tenía, pero no me contestó; yacía en el lecho retorciéndose un poco como si tuviese fuertes dolores en el vientre.

—Es un ataque de apendicitis —me dijo por fin, hablando con voz entrecortada.

—¿Cómo lo sabe?

—Anoche creí que iba a morirme —agregó.

Sus palabras eran cada momento más incomprensibles. Le dije que podría tratarse de alguna otra cosa sin importancia, pero ella se limitó a volverse de cara a la pared y gemir:

—¡Dios mío…! ¡Oh, Dios mío!

Bueno: pasado el primer momento de dolorosa sorpresa, se me ocurrió que aquello podía ser una treta suya.

Y no bien lo pensé, ella se dobló como presa de terribles dolores, y cuando se sentó en la cama y me miró, diciéndome que estaba dispuesta a prometerme algo pero que yo tenía que ir a buscar un médico inmediatamente o llevarla a un hospital, le respondí:

—¡Imposible! ¡Eso sería mi ruina, porque usted les diría cuanto ha ocurrido!

—¡No, no, se lo prometo, le juro que no diré nada! —exclamó.

Su tono era convincente. En realidad, era una consumada actriz.

—Le haré una taza de té —le dije.

Lo que necesitaba era algún tiempo para pensar. Pero ella volvió a doblarse, y retorcerse.

Había vomitado por toda la estancia. Recordé que tía Annie decía que la apendicitis podía matar. El hijo de unos vecinos tuvo un ataque el año anterior y esperaron demasiado para atenderlo; mi tía estaba segura de que ya era tarde para hacer nada, pero lo milagroso fue que no murió. Y al recordar el caso me dije que tenía que hacer algo.

—Iré corriendo a una casa de este mismo camino, en la cual hay teléfono —le dije.

—¡No, lléveme a un hospital…! ¡Es menos peligroso para usted! —respondió.

—¡Qué me importa el peligro si usted está mal! —exclamé, fingiendo una sinceridad que no existía—. ¡Esto es el fin! ¡Es nuestro adiós! ¡Ya no nos veremos hasta que llegue el día del proceso, ante el tribunal de justicia!

Yo también podía ser actor.

Salí corriendo, como si estuviese muy perturbado. Dejé la puerta abierta, y también la exterior, pero me quedé al lado de ésta, esperando.

Un minuto después salió ella corriendo. Estaba tan enferma como yo, o quizá menos todavía. Pero no hubo lucha, forcejeo, ni nada. Me miró, se volvió, y yo la miré furioso, tanto como para darle un susto.

Tenía esos cambios bruscos de carácter que me dejaban aturdido siempre. Le gustaba tenerme vacilante tras de sí. (¡«Pobre Calibán! —me dijo un día—. ¡Siempre trastabillando tras Miranda!»). Algunas veces me llamaba así, Calibán, y otras, Ferdinand. Unos días se mostraba maligna y dura, burlándose de mí, imitando mis modales para ridiculizarlos y desesperarme por medio de preguntas a las cuales me era imposible contestar. Otras veces se mostraba buena y comprensiva. Yo estaba seguro de que nadie, salvo tal vez tío Dick, había llegado a comprenderme tan profundamente como ella, y debido a eso se lo perdonaba todo.

Recuerdo una gran cantidad de cosas insignificantes.

Un día estaba sentada explicándome los secretos de algunas pinturas. Secretos son las cosas sobre las cuales tiene uno que meditar para llegar a comprenderlas, pero ella las llamaba los secretos de la proporción, la perspectiva, la armonía y demás. Estábamos sentados con el libro entre los dos, y ella hablaba, entusiasmada con el tema. Nuestro asiento era la cama (me había hecho poner almohadones sobre la misma, y una pequeña alfombra en el piso, para la ocasión). Nos hallábamos muy cerca uno del otro, pero sin tocarnos. Yo me había preocupado muy especialmente de tal detalle, después de aquello del jardín. Pero ella me dijo de pronto:

—¡No esté tan rígido, hombre…! ¡No voy a matarlo si su brazo toca el mío, por casualidad!

—Bueno —respondí, pero sin hacer el menor movimiento para aproximarme más.

Fue ella entonces quien se movió, y nuestros brazos se tocaron. Miranda siguió hablando a más y mejor acerca del cuadro que estábamos mirando. Creí que no se había dado cuenta de que nos tocábamos, pero un rato después me miró y dijo:

—¡No me está escuchando!

—Sí, sí: la escucho —respondí rápidamente.

—No, no me escucha. Está pensando en que nuestros brazos se tocan. ¡Y está rígido como un poste! Tranquilícese, por favor.

¡No había nada que hacer! ¡Me había puesto en un tremendo estado de tensión! Se puso en pie. Llevaba puesta una falda azul muy estrecha que yo le había comprado, y un chaquetón bajo el cual se veía una blusa blanca. Aquéllos colores le sentaban admirablemente. Se paró delante de mí y al cabo de un rato exclamó:

—¡Oh, Dios mío!

Luego se dirigió hacia una de las paredes y la golpeó fuertemente con un puño. Ésta era una cosa que solía hacer con cierta frecuencia.

—Tengo un amigo —dijo— que me besa cada vez que me encuentra, pero sus besos no tienen el menor significado para mí… Besa a todas las muchachas que conoce. Es precisamente todo lo contrario de usted. Usted no tiene contacto alguno con nadie, y él los tiene con todo el mundo. Los dos están igualmente enfermos.

Yo sonreí. Desde hacía unos días, cada vez que me atacaba adoptaba la sonrisa como un sistema de defensa.

—¡No sonría así, como un idiota! —me dijo, exasperada.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer, Miranda? ¡Usted siempre tiene razón! —contesté.

—¡Pero no siempre quiero tener razón…! ¡Dígame que no la tengo! —exclamó, irritada.

—Pues la tiene, y sabe muy bien que la tiene.

—¡Oh, Ferdinand! —y repitió dos veces mi nombre, pronunciándolo muy claramente. Después alzó los ojos al techo, como si orase al cielo, y fingió estar muy dolorida, por lo cual no tuve más remedio que reírme, y ella, al verme reír, se puso muy seria en seguida, o lo fingió a la perfección. Luego añadió—: ¡Es terrible, verdaderamente terrible eso de que usted no pueda tratarme como a una simple amiga! ¡Olvídese de una vez de mi sexo! ¡Tranquilícese y obre naturalmente!

—Lo intentaré —dije.

Pero ya no quiso sentarse otra vez a mi lado. Se reclinó contra la pared, para leer otro libro.

Otro día, cuando estábamos abajo, lanzó de pronto un agudo chillido. Sin el menor motivo. Yo estaba arreglando un dibujo que ella había hecho y que deseaba colocar en la pared. De repente, mientras estaba sentada en la cama, emitió aquel chillido. Fue horrible, y me hizo dar un salto y volverme hacia ella rápido como un rayo, dejando caer todo lo que tenía en las manos. Al verme así lanzó una carcajada.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Nada. ¿Por qué ha de pasar algo? ¡Tenía muchas ganas de gritar, y grité, eso es todo!

Era una muchacha imprevisible.

Siempre estaba criticando mi modo de hablar. Recuerdo que un día me dijo:

—¿Sabe lo que hace usted? ¿Sabe cómo la lluvia le arrebata el color a todo? Pues eso precisamente es lo que hace usted con el idioma inglés. Cada vez que abre la boca para decir una palabra, la esfumina, la borra, la emplasta.

Ése no es más que un ejemplo entre muchos de la manera en que me trataba.

Otro día suscitó la conversación relacionada con sus padres. Hacía muchos días que me repetía lo mismo: ¡qué tristes estarían por su desaparición y qué malo era yo porque no la dejaba volver a su hogar, o por lo menos notificarles que estaba bien y que no corría el menor peligro!

Le contesté que no podía exponerme, pero una noche, después de la cena, me dijo:

—Yo le diré cómo puede hacerlo sin el menor riesgo. Póngase unos guantes. Compre un sobre y hojas de papel de carta en «Woolworth». Luego me dicta una carta, que yo escribiré. Después, se dirige a la ciudad importante que quiera y la echa al correo. De esa manera, nadie podrá seguirle el rastro a la carta. Puede comprar sobre y papel en cualquier sucursal de «Woolworth» del país.

Siguió insistiendo sobre el mismo tema con tanta terquedad que un día hice lo que ella me sugirió y compré el sobre y el papel. Aquélla noche se lo di y le dije que escribiera.

—«Estoy bien y no corro el menor peligro» —le dicté.

Escribió, y al terminar me dijo:

—Muy pobremente expresado, pero no importa.

—Usted escriba lo que yo diga —le respondí. Y proseguí—: «No traten de encontrarme, porque es imposible».

—No hay nada imposible —dijo ella, atrevida como de costumbre.

—«Un amigo me cuida muy bien» —continué. Y luego añadí—: Esto es todo, ahora ponga su firma.

—¿No puedo decirles que Mr. Clegg les envía sus más atentos saludos? —preguntó, haciéndose la inocente.

Le respondí con gran firmeza:

—¡Muy gracioso, señorita!

Escribió algo más en el papel, y luego me lo entregó. Decía al final: «Pronto los veré. Muchos cariños. Nanda».

—¿Qué quiere decir eso? —pregunté.

—Es mi diminutivo de niña —contestó—. Lo he puesto, porque así mis padres sabrán con toda seguridad que soy yo y no otra persona quien envía la nota.

—Prefiero Miranda —dije.

Aquél era el nombre más hermoso del mundo para mí. Cuando terminó de escribir el sobre, introduje en él la hoja doblada de papel, y luego, por suerte, se me ocurrió mirar dentro. En el fondo del sobre había un pedacito de papel, que no sé cómo pudo meter allí. Tuvo que tenerlo preparado de antemano y deslizarlo en un instante en que yo me descuidé. Lo saqué y la miré. Estaba tranquila como si nada hubiese ocurrido. Se limitó a mirarme fijamente y recostarse contra el respaldo del sillón. Había escrito con letra muy pequeña y con un lápiz muy afilado, pero las letras eran claras. Decía:

Papá y mamá: Secuestrada por loco llamado F. Clegg, empleado Anexo, que ganó quiniela fútbol. Prisionera en sótano chalet solitario que tiene en la fachada, grabado en piedra, año 1621. Camino sinuoso, dos horas de coche de Londres. Hasta ahora no corro peligro. Asustada. M.

Me irrité muy de veras. Y al mismo tiempo sentí un vacío en el estómago al pensar en el peligro que habría corrido de haber llegado el papelito a su destino. No sabía qué hacer, pero al fin le pregunté:

—¿Es cierto eso de que está usted asustada? Ella no me contestó más que con un leve movimiento afirmativo de cabeza.

—Pero ¿qué le hice yo? —inquirí, con tristeza.

—Nada. Y eso es lo que me tiene asustada.

—No comprendo.

Ella bajó los ojos y, por un instante, no dijo nada. Luego contestó:

—Es que estoy esperando que haga algo.

—Se lo he prometido y vuelvo a prometérselo —dije—. Usted se pone furiosa y me ataca porque no creo en su palabra, pero no sé por qué tiene que ser distinto en mi caso.

—Lo siento —dijo.

—Confiaba en usted. Creí que ya se había dado cuenta de que mi actitud era bondadosa. Pues bien: no estoy dispuesto a tolerar que se burle de mí y juegue conmigo como si fuese un muñeco. ¡No me importa nada esa carta suya!

Me la puse en el bolsillo. Siguió un prolongado silencio. Me di cuenta de que ella me miraba, pero sin mirarla yo a mi vez. Entonces, de repente, se puso en pie y se acercó hasta quedar frente a mí. Alzó los brazos y los posó sobre mis hombros, obligándome así a mirarla. Me hizo que la mirase a los ojos. No puedo explicar por qué, pero cuando ella se mostraba sincera era capaz de arrancarme el alma. Yo era como cera entre sus dedos.

—Ahora —me dijo— se está usted portando como un chiquillo. Se olvida de que me tiene encerrada aquí por la fuerza. Reconozco que es una fuerza completamente suave y caballeresca, pero es fuerza y, como tal, me asusta.

—Mientras usted cumpla su palabra de honor, yo haré lo mismo con la mía…

Naturalmente, yo estaba todo colorado de vergüenza.

—Pero yo no le he dado palabra de no intentar la fuga. Dígame, ¿se la he dado?

—¡Usted no vive más que para el día en que me pierda de vista! —contesté—. Todavía soy un don nadie para usted, ¿verdad?

—Lo que quiero es perder de vista esta casa, no a usted —dijo, volviéndose a medias.

—Pero me considera loco —dije—. ¿Cree usted que un loco la habría tratado como yo la trato? Voy a decirle lo que haría un loco en mi lugar. ¡Ya la habría matado! Como ese individuo Christie. Supongo que usted cree que en cualquier momento la atacaré armado con un cuchillo de cocina o algo así. (Aquél día estaba realmente harto de ella). ¿No tiene límites su idiotez? Muy bien: usted cree que yo no soy normal porque la tengo aquí de esta manera. Tal vez tenga razón, y no soy normal. Pero le puedo asegurar que habría mucho más de esto en el mundo si la gente tuviese el dinero y el tiempo suficientes para hacerlo. De todos modos, hay mucho más hoy que lo que la gente cree. La Policía lo sabe, pero las cifras son tan elevadas, que no se atreve a revelarlas.

Me estaba mirando como si fuésemos dos perfectos desconocidos uno para el otro. Yo debía de tener un aspecto raro en aquel momento, y, además, jamás le había hablado con palabras tan crudas.

—¡No me mire con tanto odio! —dijo ella—. ¡Lo que yo temo es algo que ni usted mismo sabe que lleva dentro!

—¿Y qué es eso? —pregunté.

Todavía estaba furioso.

—No lo sé. Está acechando, en alguna parte de esta casa, esta habitación, esta situación, a la espera del momento propicio para saltar. En cierto modo, ambos estamos juntos contra eso.

—Me parece que todo eso no son más que palabras —dije.

—Todos queremos cosas que no podemos conseguir. Ser una persona decente es aceptarlo y conformarse.

—Todos tomamos cuanto nos es posible tomar —repliqué—. Y si durante la mayor parte de nuestra vida no hemos tenido mucho, nos desquitamos mientras podemos hacerlo. Claro que usted no puede saber nada de eso…

Entonces me sonrió, como si realmente fuese mayor en años que yo y supiese mucho del mundo y sus cosas.

—Lo que usted necesita es un tratamiento psiquiátrico —dijo.

—El único tratamiento que necesito es que usted me trate bondadosamente, como amiga —repliqué.

—¡Lo soy…! ¡Le juro que lo soy! —repuso ella—. ¿Es que usted no se da cuenta?

Hubo un largo silencio entre los dos, pero fue ella quien lo rompió, para decir:

—¿No le parece que esto se ha prolongado ya bastante?

—No.

—¿No quiere dejarme en libertad ahora?

—No.

—Podría amordazarme, atarme y llevarme después a Londres, para dejarme donde más le conviniera. ¡Le juro que no diría una palabra a nadie!

—No.

—¡En ese caso tiene que haber algo que usted quiere hacer conmigo! —exclamó, impaciente.

—No quiero más que estar con usted. Todo el tiempo.

—¿Y en la cama?

—Ya le he dicho que no.

—Sí, bueno, pero ¿no lo desea?

—Prefiero no hablar de eso.

Entonces ella calló.

—Jamás permito que crucen por mi mente pensamientos sobre eso ni acerca de ninguna otra cosa que yo sé que no es correcta —dije—. No me parece bien hacerlo.

—Usted es un hombre extraordinario —dijo ella, mirándome con evidente curiosidad.

—Muchas gracias.

—Si me deja usted en libertad, me gustaría seguir viéndolo, porque me interesa muchísimo.

—¿Cómo le podría interesar cualquier animal que va a ver al Zoológico? —pregunté.

(Debo confesar, porque me parece que sería indigno no hacerlo, que me agradaba ese aspecto de hombre misterio de nuestra conversación, pues creo que le demostraba a ella que no lo sabía todo).

—En efecto —dijo ella—: creo que nunca lo conseguiría.

Y, de repente, la vi de rodillas ante mí, con las manos en alto, tocándose la parte superior de la cabeza, a la manera oriental. Y repitió aquella operación tres veces.

—¿Aceptará el misterioso Gran Señor las humildes excusas de su muy humilde esclava? —dijo.

—Lo pensaré —respondí.

—Vuestra humilde esclava lamenta profundamente esa poca bondadosa expresión, Gran Señor —replicó ella.

Y no tuve más remedio que reír. La escena se estaba perdiendo una gran actriz.

Se quedó así, de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo a los costados del cuerpo, más seria, sin dejar de mirarme.

—Entonces —me preguntó, ¿enviará usted esa carta?

Le hice repetir la pregunta, pero al final cedí. Y aquél fue el error más grande de toda mi vida.

Al día siguiente me fui a Londres en la furgoneta. Le dije que iba a la capital, como un perfecto tonto, y ella aprovechó para darme una lista de cosas que quería que le comprase. Había muchas (más tarde me di cuenta que era para retenerme ocupado más tiempo). Tenía que comprar un queso extranjero especial e ir a un lugar en Soho donde vendían las salchichas alemanas que a ella le gustaban. Además, quería algunos discos, ropas y otras cosas, como por ejemplo, unos cuadros originales de un pintor determinado, y tenía que ser ese y no otro. Aquél día fui realmente feliz, porque en mi cielo no hubo una sola nube. Pensé que ella ya se había olvidado de las cuatro semanas de plazo, bueno, olvidarlo no, pero que aceptaba que yo quisiera retenerla algún tiempo más.

No regresé hasta la hora del té y, naturalmente, bajé directamente a su sótano, para verla, pero de inmediato me di cuenta que había algo que no andaba bien. No pareció contenta ni mucho menos de verme, y ni siquiera miró un segundo el gran montón de cosas que le llevaba.

No tarde en darme cuenta de lo que era: cuatro piedras del sótano se había conseguido aflojar, supongo que con la intención de hacer un túnel. Había tierra en la escalera. Y no tuve que hacer la menor fuerza para sacar una de las piedras. Durante esa operación, ella permaneció sentada sobre la cama, sin mirarme. Detrás de la cama, la pared era de piedra así que no me preocupé. Pero adiviné su jueguecito: las salchichas, los cuadros que tenía que ser de tal pintor, y demás. Todo para retenerme más tiempo ausente del chalet.

—Así que intentó fugarse, ¿eh? —le dije.

—¡Oh, cállese! —exclamó furiosa.

Comencé a buscar el instrumento o herramienta con la cual había conseguido aflojar las piedras. De pronto, un objeto puntiagudo pasó zumbando junto a mi cabeza y se estrelló contra la pared, para caer luego en el suelo. Era un gran clavo de quince centímetros. Hasta hoy no sé cómo y dónde pudo conseguirlo.

—Es la última vez que la dejaré sola tanto tiempo —le dije—. Ya no puedo fiarme más de usted.

Ella se volvió, sin decir una palabra, y me asusté ante la idea de que volviera a declarar otra de aquellas huelgas de hambre, por lo cual no insistí. La dejé sola. Más tarde le bajé la cena. No me dirigió la palabra, por lo cual me retiré.

Al día siguiente estaba otra vez normal, aunque no habló, salvo una palabra sobre la fuga que estuvo a punto de producirse. Después, jamás volvió a referirse al asunto. Pero vi que tenía un arañazo bastante feo en una muñeca, y que hizo una mueca de dolor cuando intentó agarrar un lápiz para dibujar.

Claro que no había echado la carta al correo. La Policía es asombrosamente astuta en casos como aquél. Un hombre a quien conocí en el Anexo tenía un hermano que trabajaba en Scotland Yard. No necesitaban más que un insignificante pellizco de tierra para decir de dónde procedía, y muchas otras cosas.

Naturalmente, cuando me preguntó si la había enviado, enrojecí, y le dije que no, pero que eso obedecía a que sabía que ella no me tenía confianza, etcétera. Pareció que aceptaba aquella excusa. Mi actitud podía no haber sido muy bondadosa hacia los padres de ella, pero, por lo que me dijo, ninguno de los dos valía gran cosa.

Hice lo mismo respecto al dinero que ella quería que enviase al «Movimiento Bomba H». Llené un cheque y se lo enseñé, pero no lo envié. Ella me pidió una prueba (el recibo) pero le dije que había enviado la donación anónimamente. Escribí el cheque para que se conformara, pero no pensé en ningún momento mandarlo, porque no veo por qué se ha de malgastar el dinero en una cosa que uno no cree. Sí, ya sé que algunos ricos dan dinero para cosas así, pera a mi juicio lo hacen exclusivamente para que sus nombres sean publicados en los diarios, o para burlar a la sección de impuestos sobre la renta.

Para cada baño me veía obligado a atornillar de nuevo las tablas. No me gustaba dejarlas colocadas definitivamente. Todo salió bien. Un día se hizo tarde (las once o algo más), por lo cual, cuando entró en el cuarto de baño le quité la mordaza. Era una noche en la que soplaba un viento que era casi un huracán. Cuando bajamos, quiso que nos sentáramos en el living (me criticó tanto por llamarlo sala, que al final me hizo cambiar el nombre). Naturalmente, ella estaba con las manos atadas, y me pareció que no había peligro alguno, por lo cual encendí la estufa eléctrica (ella me había dicho que esos leños de imitación que se colocan en la chimenea son la cosa más cursi del mundo y que tenía que encender una hoguera de verdad en el fogón, lo que hice posteriormente). Estuvimos sentados allí un rato, ella sobre la alfombra, secándose el pelo cerca de la estufa, y yo sin dejar de mirarla un instante. Llevaba puesto uno de los vestidos que yo le había comprado, todo negro —estaba encantadora con él— y un pequeño chal rojo. Tuvo el pelo suelto así todo el día, y después lo peinó en dos trenzas. Uno de los grandes placeres para mí era ver cómo llevaba el cabello cada día. Ahora, ante el calor de la estufa, estaba suelto y extendido, que era como más me gustaba.

Después de un rato se levantó, e intranquila, dio una vuelta a la habitación. Repetía una y otra vez la palabra «aburrida». Muchas veces, con pequeños intervalos. Me pareció extraño oírsela repetir así, con el aullar del viento a modo de música de fondo.

De pronto se detuvo ante mí, me miró y dijo:

—Entreténgame. ¡Haga algo para entretenerme!

—¿Qué quiere que haga? —pregunté—. ¿Sacamos unas fotos?

Pero ella no quería fotos.

—No sé —dijo—. Cante, baile, haga algo, cualquier cosa.

—No sé cantar ni bailar.

—Cuénteme todos los cuentos cómicos que sepa.

—No sé ninguno —respondí.

Era cierto. En aquel momento no recordaba ninguno, suponiendo que lo hubiera sabido alguna vez.

—¡No es posible que no sepa ninguno! —exclamó—. No hay un solo hombre que no sepa muchos chistes verdes.

—Aunque los supiera, no se los contaría —dije, muy serio.

—¿Y por qué no?

—Porque esas cosas son para hombres, y no me parecen convenientes para mujeres.

—¿Y de qué cree usted que hablan las mujeres? ¡Le apuesto lo que quiera a que yo sé más chistes sucios que usted!

—Eso no me sorprendería nada —dije.

—¡Oh! —exclamó, nerviosa—. ¡Usted es igual que el mercurio…! ¡No se le puede agarrar por ningún lado!

Se alejó unos pasos, pero de pronto agarró uno de los almohadones que estaban sobre la cama y le dio un puntapié hacia donde yo estaba. Naturalmente, aquello me sorprendió. Me puse en pie, y entonces ella hizo lo mismo con otro almohadón, y luego otro, que le salió desviado y derribó una tetera de cobre que había sobre una mesita.

—¡Calma, calma! —la amonesté.

—¡Ven aquí, tortuga! —dijo, y me pareció que era una cita literaria.

De todos modos, inmediatamente tomó una vasija de la repisa de la chimenea y me la arrojó.

Creo que me gritó «¡Coja!», pero yo no la cogí, y la vasija se rompió contra la pared.

—¡Basta…! ¡Basta! —le dije, pero ya venía otra vasija por el aire.

Mientras tanto, ella reía feliz. No había nada de maligno en todo lo que estaba haciendo, pero parecía que de pronto la había acometido un ataque de locura infantil. Había un hermoso plato verde, con un chalet en relieve. Estaba colgado de la pared, junto a la ventana. Ella lo arrancó de su gancho y lo hizo pedazos contra el suelo. No sé por qué. Probablemente fue porque aquel plato siempre me había parecido muy bonito y ahora me enfureció ver que lo rompía de aquella manera, por lo cual grité duramente:

—¡Le he dicho que basta!

Su respuesta fue aplicar un pulgar a la nariz y hacer un gesto sucio con la lengua fuera. Era como un arrapiezo de la calle.

—¿No le da vergüenza comportarse de esa manera? —dije.

Ella se burló de mí, repitiendo mis propias palabras exageradamente. Luego me dijo:

—Hágame el favor de ponerse a este lado, y así podré coger estos hermosos platos que tiene usted detrás de sí… —Había dos junto a la puerta, y agregó—: A no ser que quiera romperlos usted mismo.

—Bueno, basta… ¡Le he dicho que basta!

Pero de pronto se metió detrás del sofá con intención de apoderarse de aquellos platos. Me introduje entre ella y la puerta; ella trató de esquivarme por debajo de mi brazo alzado, pero la agarré por uno de los suyos.

Y de repente cambió.

—Suélteme —dijo muy tranquila.

Claro, no la solté, porque pensé que a lo mejor seguía bromeando.

Pero inmediatamente repitió «¡Suélteme!» o con voz tan dura, que la solté. Ella se fue a sentar cerca de la estufa. Al cabo de un silencio prolongado me dijo:

—Vaya a buscar una escoba. Barreré todo esto.

—Deje —respondí—. Lo haré yo mañana.

—Quiero limpiar yo —insistió ella, muy en ama de casa.

—No: lo haré yo.

—Ha sido culpa suya —sentenció.

—Sí, claro, lo reconozco.

—Usted es el ejemplar más perfecto del pequeño burgués y su rectitud típica, que he conocido en mi vida.

—¿Le parece? —inquirí.

—Sí lo es. Usted desprecia a la verdadera clase burguesa por todos los defectos de su vulgaridad y jactancia, y por sus modales y costumbres afectados. No lo niegue, porque es cierto, ¿no? Sin embargo, todo cuanto emplea usted para remplazar a esos defectos es una horrible e insignificante negativa a dar cabida en su mente a pensamientos sucios o feos, y a ser sucio y feo en forma alguna. ¿Sabe usted que todas las grandes cosas que han sucedido en la historia del mundo, sobre todo en las artes, y en todas las cosas hermosas de la vida son en realidad lo que usted llama sucias o feas, o han sido causadas por sentimientos sucios o feos según su criterio? Sí, sí: por la pasión, el amor, el odio, la verdad… ¿Lo sabía usted?

—No sé de qué me está hablando —dije.

—Sí, lo sabe perfectamente —agregó ella—. ¿Por qué tiene siempre presentes esas estúpidas palabras «sucio, feo, correcto, digno»? ¿Por qué le preocupa tanto lo que es o no correcto? Usted es como una viejecita que opina que el casamiento es sucio, y que todo lo que no sean tacitas de té tomadas en una habitación antigua con olor a humedad, es sucio y feo. ¿Por qué se empeña usted en despojar de toda vida a la vida? ¿Por qué da muerte a toda la belleza?

—¿Quiere saber por qué? —contesté. Pues, sencillamente porque yo nunca he tenido las ventajas que tuvo usted.

—Usted puede cambiar. Es joven y, además, tiene dinero. Pero ¿qué ha hecho? Ha acariciado un sueño pequeño, esa clase de sueño que supongo acarician los niños y que lleva a masturbarse, y se desviven por portarse bien conmigo, a fin de no tener que reconocer que todo esto de encontrarme yo aquí una cosa sucia, fea, repugnante, repudiable…

Se detuvo bruscamente, me miró y añadió:

—¡Es inútil que siga hablando…! ¡Es como si lo hiciese en chino! ¿Para qué seguir?

—Pero yo la entiendo. Lo que pasa es que no he tenido educación.

—¡Es usted tan estúpido y tan perverso…! —exclamó, alzando la voz hasta convertirla en un grito. Y agregó—: Tiene todo el dinero que quiere… Pensándolo bien, no es estúpido, y podría llegar a ser lo que quisiera. Lo único que tiene que hacer es sacudirse para quitarse de encima el pasado. Tiene que eliminar a su tía y a la casa en que vivió, con toda la gente que estuvo allí con usted. Quiero decir, eliminar todo eso de su cerebro, definitivamente para siempre. ¡Tiene que convertirse en un nuevo ser humano…! ¿Me comprende?

Me miró, irritada adelantando el rostro hacia mí como un desafío, como si todo lo que acababa de decirme pudiera hacerse fácilmente, sin el menor esfuerzo. Como si yo pudiese hacerlo pero no quisiera.

—¡Una buena tarea! —respondí.

—Escúcheme, y le diré lo que tendría que hacer. Podría…, podría coleccionar cuadros, por ejemplo. Yo le asesoraría sobre lo que debería buscar. Le presentaría a la gente que podría ilustrarle sobre todo lo referente a coleccionar obras de arte pictórico. ¡Piense a cuántos pintores podría ayudar en lugar de pasar el tiempo dando muerte a pobres mariposas como un escolar estúpido!

—Hay personas muy cultas e inteligentes que coleccionan mariposas igual que yo —dije.

—Sí, puede ser que tengan inteligencia y cultura, pero ¿quiere decirme para qué sirve eso? ¿Son seres humanos, acaso?

—No entiendo lo que quiere decir.

—Si tiene que preguntármelo, entonces no puedo darle la respuesta.

Hubo una pausa, que ella rompió para decir:

—Parece que siempre termino por hablar para criticarle, y, aunque usted no lo crea, no me agrada nada hacerlo. Pero es que usted se empeña siempre en rebajarse hasta una profundidad a la cual no me es posible llegar.

A menudo era ése el tono de sus conversaciones conmigo. Claro que yo la perdonaba siempre, aunque en el momento me resultaba doloroso oírla. Lo que ella quería o pedía, aparentemente, era un hombre completamente distinto a mí, alguien que yo jamás podría llegar a ser. Por ejemplo: toda aquella noche en que me sugirió que podría coleccionar cuadros, me la pasé pensando en eso. Soñé que era un coleccionista de cuadros y que tenía una enorme mansión cuyas paredes estaban llenas de obras de pintura de famosos pintores, y que mucha gente venía especialmente a verlas. Claro que Miranda estaba también allí conmigo. Pero a través de todo el sueño me daba cuenta de que aquello era ridículo. ¡Yo jamás coleccionaría otra cosa que mariposas! Los cuadros no tienen para mí el menor significado. Si coleccionara pinturas, no lo haría porque deseara hacerlo, no tendría sentido. Pero Miranda no podía o no quería comprenderlo.

Dibujó varios retratos míos, que me parecieron muy buenos, pero había algo en ellos que no me gustaba. Al parecer, a ella no le preocupaba mucho conseguir un parecido agradable. Por el contrario, se empeñaba en llevar al papel lo que llamaba mi carácter, por lo cual algunas veces me ponía la nariz tan afilada que habría pinchado, y la boca extremadamente delgada y desagradable, quiero decir, más de lo que realmente es, porque no soy ningún tonto para creer que soy bien parecido.

No me atrevía a pensar en el día en que finalizaran las cuatro semanas, porque ignoraba lo que pasaría. Pensé que habría discusiones, que ella se irritaría y que, al final, yo conseguiría que se quedase otras cuatro semanas. Es decir, creía poseer una especie de poder sobre ella, que la obligaría a satisfacer mi deseo. Realmente, vivía de día en día, o sea, que no había trazado plan alguno. Me limitaba a esperar. Hasta casi esperaba que llegase la Policía. Una noche tuve una pesadilla, en la cual llegó, en efecto, la Policía, y tuve que matar a Miranda antes que los agentes entraran en la habitación. Consideraba que aquello era mi deber, pero no tenía más que un almohadón para matarla. La golpeé con él innumerables veces, pero ella reía, hasta que por fin salté sobre ella y la asfixié. Cuando retiré el almohadón, la vi tendida allí, riendo. La había creído muerta, pero todo había sido una treta suya. Me desperté empapado en sudor. Era la primera vez, en mi vida, que mataba a una persona.

Empezó a hablar de su marcha unos días antes del final. Decía y repetía hasta la saciedad que jamás diría una palabra a nadie de lo nuestro, y naturalmente tuve que decirle que la creía, a pesar de saber muy bien que, aunque fuese sincera al prometerlo, la Policía o sus padres le arrancarían fácilmente la verdad. Además, insistía en que íbamos a ser muy buenos amigos, y que ella me ayudaría a elegir los cuadros y me presentaría a personas que se encargarían de asesorarme. Durante ese período se mostró muy afectuosa conmigo, aunque, claro, tenía sus razones para que así fuera.

Por fin llegó el día fatal: 10 de noviembre. Como se recordará, el día 11 era el de su liberación. Lo primero que hizo cuando entré en su sótano con el café, fue preguntarme:

—¿No podríamos celebrar esta noche el acontecimiento con una especie de fiestecita?

—¿Y los invitados? —dije, bromeando, aunque, la verdad, no tenía el ánimo para bromas, como se comprenderá.

—No, no: nada de invitados. Usted y yo solos. Porque…, bueno, hemos salido con bien de este trance, ¿no es así?

No respondí, y ella, ya entusiasmada con la idea, agregó:

—Sí: podría ser arriba, en su comedor. ¿No le parece que sería hermoso?

Accedí. ¿Qué iba a hacer?

Me dio una lista de cosas que debía comprar en Lewes, y luego me preguntó si le compraría jerez y una botella de champaña, a todo lo cual le contesté afirmativamente. Nunca la había visto tan excitada, y yo me contagié de aquella euforia. Porque lo que ella sentía era siempre lo que sentía yo.

Para provocar su risa, que tanto me encantaba, le dije:

—¡Ah…! Falta una cosa, claro. ¡Un vestido para la fiesta!

—¡Qué no daría por tener uno bien bonito, para esa ocasión! —contestó—. Además, necesito agua caliente para lavarme el cabello.

—Bueno: le compraré un vestido. Antes dígame de qué color lo quiere y demás detalles, y veré lo que puedo encontrar en Lewes.

Lo raro es que, después de tanto tiempo cuidando de todos los detalles, adoptando todas las precauciones, ahora me olvidaba de todo, entusiasmado por la perspectiva de aquella velada con ella. Pero Miranda me lo pagó con una gran sonrisa.

—Ya sabía, por una etiqueta que había en una de las prendas de ropa que me trajo, que la ciudad próxima era Lewes. Bueno: prefiero que el vestido sea negro o, si no, color piedra… No, no: espere.

Fue a su caja de pinturas y mezcló unos colores, como hacía siempre que quería un chal de un color especial, cada vez que yo iba a Londres.

—Ya está —dijo poco después—. Éste color; pero tiene que ser un vestido bien sencillo, que no pase de las rodillas y las mangas, más o menos así (las dibujó rápidamente en un papel), o sin mangas, algo así, o así…

A mí me encantaba siempre verla dibujar: lo hacía rápidamente, con enorme facilidad, y uno recibía la impresión de que no podía esperar para expresar con líneas lo que pensaba.

Naturalmente, mis pensamientos de aquel día distaban mucho de ser alegres. Era típico de mi carácter no haber trazado plan alguno para la emergencia. No sé qué pensaba que iba a suceder. No sé siquiera si no pensé en cumplir el convenio que teníamos, aunque éste me había sido impuesto, y las promesas forzadas no son promesas, según suele decirse.

Me fui en la furgoneta a Brighton, y allí, después de mirar y mirar en varias tiendas, vi un vestido en una pequeña casa de modas, que me pareció el que buscaba. Se veía inmediatamente que era una prenda de categoría. Al principio, la dueña del establecimiento no quería vendérmelo sin probarlo primero a la persona a quien se destinaba, aunque el número de la talla era el correcto. Al regresar al lugar donde había estacionado la furgoneta, pasé por una joyería, y de repente se me ocurrió la idea de que a Miranda le agradaría recibir un regalo y, además, quizá facilitara las cosas cuando llegara el momento crítico. Sobre un pedazo de terciopelo negro en forma de corazón había un collar de zafiros y de diamantes. Quiero decir que el joyero había dispuesto el collar formando la silueta de un corazón. Entré y me pidieron trescientas libras esterlinas por él. Casi me fui, pero por fin triunfó la parte generosa de mi carácter. Después de todo, podía permitirme el lujo de aquel gasto.

El joyero llamó a una empleada y le puso el collar para que yo pudiese apreciar el efecto. Realmente era bello y daba la impresión de una joya más cara. Eran piedras chicas, me dijo, pero puras, y el diseño era de la época victoriana. Recordé que Miranda me había dicho un día que le gustaban todas las cosas de esa época, y tal recuerdo me decidió. Hubo alguna dificultad respecto al cheque, claro. El joyero no quería recibirlo al principio, pero hice que telefonease al Banco, y entonces aceptó en seguida. Si yo hubiese hablado desde el primer momento afectadamente y dicho que era Lord Muck, o algo por el estilo, apuesto a que él… Pero, bueno, no tengo tiempo para eso.

Resulta raro cómo una idea nos lleva a otra, y así sucesivamente. Mientras estaba ocupado en la compra del collar, vi unos anillos, y eso me proporcionó un plan: podía pedirle que se casara conmigo, y si se negaba, ello significaría que yo no tendría más remedio que retenerla en mi poder, Aquello podría ser la solución, porque sabía muy bien que ella se negaría. Por tanto, compré el anillo, muy bonito, pero no muy caro.

Cuando regresé a casa, lavé el collar (no me agradaba que hubiese tocado la piel de otra mujer) y lo escondí para poder sacarlo en el momento debido. Luego hice todos los preparativos que ella me había dicho. Había flores, y coloqué las botellas en la mesita auxiliar, poniendo la mesa para la cena con tanto esmero, que quedó como si fuese un gran restaurante, pero naturalmente sin olvidar todas las precauciones necesarias. Habíamos convenido en que yo bajaría al pequeño sótano, para buscarla, exactamente a las siete de la tarde. Después de entrarle todos los paquetes, no tenía que verla hasta que llegase el momento. Era lo mismo que ocurre antes de los casamientos.

Decidí dejarla que subiese sin la mordaza y sin ataduras, sólo por esta vez. Me arriesgaría, pero vigilándola estrechamente y con la almohadilla de cloroformo y CTC preparada, por si se producía algún incidente. Por ejemplo: que alguien llamase a la puerta. Así, podría utilizar la almohadilla y luego amordazarla y atarla antes de ir a ver quién era.

A las siete me vestí con mi mejor traje, camisa limpia y una corbata que había comprado aquel mismo día, y bajé a verla. Llovía, lo cual me pareció de perlas, porque cooperaba con mi plan. Me hizo esperar unos diez minutos, y luego salió. Pudo habérseme derribado con una pluma. Por un instante pensé que no era ella, tan distinta estaba. Se había puesto bastante perfume francés, y en realidad era la primera vez que la veía maquillada desde que la tenía en el chalet. Se había puesto el vestido de fiesta y le sentaba maravillosamente, como hecho para ella. Era muy sencillo, pero elegantísimo, de un color crema o algo así, sin mangas y con un escote bastante bajo. No era un vestido para una muchacha, y con él parecía toda una mujer. Se había peinado como no lo hiciese hasta entonces, con una combinación de rodetes y qué sé yo, que le quedaba muy bien. Me dijo que el nombre de ese peinado era «Imperio». Parecía una de esas chicas modelos que se ven en las ilustraciones de las revistas femeninas. Y me sorprendió ver lo que podía embellecerse cuando quería. Recuerdo que hasta sus ojos eran distintos. Se había dibujado unas finas líneas que le daban un aspecto muy sofisticado. Sí: sofisticado es la palabra justa.

Claro que, a su lado, yo tenía que parecer tosco y torpe. Me acometió la misma sensación que experimenté el día en que observé la aparición de un imago, para luego tener que matarlo. Quiero decir que la belleza lo confunde a uno, hasta que llega el momento en que ya no sabe qué es lo que quiere hacer, ni lo que debe hacer.

—Bueno: ¿qué le parezco? —preguntó, girando sobre sus pies lentamente, como una modelo.

—¡Maravillosa! —exclamé.

—¿Nada más que eso?

Me miró tras los entornados párpados. Estaba verdaderamente sensacional.

—¡Hermosísima! —dije.

La verdad, no se me ocurrían palabras para expresar lo que sentía. Quería mirarla sin cesar, y no podía. Además, sentía una especie de miedo. Quiero decir, una sensación de que ella y yo estábamos más separados que nunca en aquel momento. Y entonces me di cuenta de que, ocurriera lo que ocurriese, no podría dejar que se fuera.

—Bueno: ¿le parece que subamos? —dije.

—¿Sin mordaza y sin atarme? —preguntó ella, un tanto extrañada.

—Ya ha pasado el tiempo de eso. ¡Terminó!

—Creo que lo que está usted haciendo hoy y lo que hará mañana, es una de las cosas mejores que le han sucedido en toda su vida.

—Sí, pero al mismo tiempo una de las más tristes —no pude menos de decir.

—¡De ninguna manera! —exclamó ella—. ¡Es el principio de una nueva vida y de un nuevo usted!

Extendió una mano y tomó una de las mías, llevándome hacia la escalera.

Llovía a cántaros, y ella aspiró profundamente antes de entrar en la cocina y, después de atravesar el comedor, en el living.

—¡Está muy lindo! —dijo—. Hermosísimo…

—Me pareció oírle decir hace un rato que esa palabra no significa nada —dije.

—Algunas cosas son lindas, y otras, hermosas —respondió ella—. ¿Puedo tomar una copita de jerez…?

Serví una copa para cada uno y nos quedamos allí, de pie. Me hizo reír, pues fingía que la habitación estaba llena de gente y saludaba a unos y otros con ligeros movimientos de cabeza y de sus manos, para luego hablarles de mí, contándoles lo que iba a ser mi nueva vida.

Después puso un disco en el fonógrafo. Era una pieza de música muy lenta y dulce, y ella estaba hermosísima. Tan cambiada, que sus ojos parecían haber adquirido una nueva vida. El aroma del perfume francés que se había puesto invadía ya toda la habitación. Aquél aroma, el jerez y el calor de la estancia, producido por los leños de verdad que ardían en la chimenea, me hicieron olvidar lo que tenía que hacer después. Hasta me atreví a contarle algunos chistes idiotas. Pero ella los recibió con sonoras carcajadas.

Tomó una segunda copa de jerez, y después nos fuimos al comedor, donde yo había colocado disimuladamente el regalo en su lugar de la mesa. Ella lo vio inmediatamente.

—¿Para mí? —preguntó.

—Mírelo y verá —contesté. Desenvolvió el paquetito y se encontró con el estuche de cuero azul oscuro. Apretó el cierre y miró. No dijo una palabra. Se quedó un buen rato mirando el collar.

—¿Son legítimas esas piedras? —preguntó, verdaderamente perturbada.

—Sí —dije—. Son pequeñas, pero legítimas, y, según me han dicho en la joyería, de gran pureza.

—¡Fantástico! —exclamó. Luego me tendió el estuche. Y agregó—: No puedo recibir esto. Comprendo, creo comprender por qué me ha regalado usted este collar, y le aseguro que sé apreciar debidamente la atención, pero… ¡no, no puedo aceptarlo!

—Yo le ruego que lo acepte. Me proporcionaría un enorme placer.

—Pero… Ferdinand, si un joven le regala a una muchacha una joya como ésa, ello sólo puede tener un significado.

—¿Qué significado?

—Hay muchas personas que únicamente piensan cosas sucias y feas.

—Sin embargo, yo le ruego que lo acepte, Miranda… ¡Hágame el favor de no rechazarlo!

—Lo usaré esta noche, y fingiré que es mío.

—¡Es suyo, completamente suyo!

Rodeó la mesa con el collar en la mano y se acercó a mí.

—Póngamelo —pidió—. Cuando un hombre regala una joya a una mujer, tiene que ponérsela.

Se quedó quieta ante mí, mirándome, muy cerca. Luego se volvió de espalda cuando yo tomé de sus manos el collar. Se lo ceñí al cuello. Me costó mucho trabajo, porque el broche era muy pequeño, mis manos grandes y, además, temblaban violentamente. Era la primera vez que le tocaba otra parte del cuerpo que no fuera su mano. Tenía un perfume tan delicioso, que me habría quedado así, junto a ella, toda la noche. Era como tener junto a mí una mujer hermosísima, de esas que se reproducen en los anuncios, pero que de pronto hubiera adquirido vida. Por fin se volvió y la contemplé de frente, con el collar puesto, mirándome.

—¿Le gusta? —pregunté.

Casi no podía hablar. Quería decirle algo agradable, un piropo, pero no se me ocurría una palabra.

—¿Le agradaría que le diese un beso en la mejilla? —preguntó.

No le respondí, pero ella puso sus manos sobre mis hombros y se alzó de puntillas para besarme. Debía de estar ardiendo, porque yo la sentía encendida.

Bueno: cenamos pollo frío y otras cosas. Abrí la botella de champaña, que nos pareció muy rico. Me sorprendió y lamenté no haber comprado otra botella, porque me pareció una bebida muy fácil de tomar. Aunque los dos reímos mucho, ella fue la que se mostró realmente divertida y graciosa, fingiendo que hablaba con otras personas que no estaban allí.

Después de la cena hicimos juntos el café, en la cocina (siempre con el ojo bien abierto, por si acaso) y lo llevamos al living. Ella puso unos cuantos discos de jazz de los que yo había comprado. Y nos sentamos juntos en el sofá.

Luego jugamos a las charadas. Ella, mediante movimientos, gestos y ademanes, pero sin palabras, representaba algo que yo debía adivinar. La verdad, no me mostré muy hábil en aquel jueguecito, ni para averiguar ni para representar cuando me tocaba. Recuerdo que una de las cosas que ella representó fue la palabra «mariposa». Lo hizo una y otra vez, pero yo no podía adivinar. Dije «aeroplano», «pájaro», y muchas otras cosas que se me ocurrieron, hasta que por fin se dejó caer en una silla, muerta de risa, diciendo que yo no tenía remedio. Luego intentamos el baile. Trató de enseñarme los pasos de una samba brasileña, pero eso significaba tocarla y agarrarla, y me confundí hasta tal punto que no pude llevar el compás ni un solo paso. Estoy seguro de que ella me creyó un perfecto retrasado mental.

Luego tuvo que irse un minuto. No me gustó mucho, pero me daba cuenta de que ella no podía ir abajo. Tuve que dejarla que subiera al cuarto de baño, y me quedé al pie de la escalera, desde donde podía ver si hacía algo sospechoso. (No había puesto las tablas en la ventana, lo cual fue un grave error). La ventana era alta, y sabía muy bien que no podría salir por ella sin que yo la oyese. Además, tendría que saltar desde una gran altura. Pero volvió casi en seguida y me vio allí, al pie de la escalera.

—¿No puede confiar en mí ni un instante? —preguntó, con tono duro, mirándome enojada.

—Sí, sí: no era eso —contesté casi sin saber lo que decía.

Volvimos juntos al living.

—¿Qué era entonces? —inquirió.

—Si usted escapase ahora —le dije—, podría decir que yo la tuve encerrada y prisionera. Pero si yo la llevo a su casa, puedo decir que fui yo quien la puso en libertad. Sé que es una tontería, pero…

Naturalmente, estaba fingiendo un poco. La situación era realmente difícil.

Me miró, y tras una pausa dijo:

—Venga, vamos a hablar. Siéntese aquí, junto a mí.

La obedecí y me senté a su lado.

—¿Qué va a hacer cuando yo me haya ido?

—No sé: no lo he pensado todavía. Me aterra pensar en eso —le respondí.

—¿Querrá seguir viéndome?

—¡Claro! —exclamé impulsivamente, y ella sonrió.

—¿Tiene intención de quedarse a vivir definitivamente en Londres? —preguntó—. Verá cómo conseguimos convertirle en un hombre verdaderamente moderno, un hombre que resulte interesante conocer y tratar.

—Usted se avergonzará de mí ante sus amigos —dije.

Todo aquello era irreal. Sabía que ella, igual que yo, estaba representando un papel. Me dolía bastante la cabeza. La conversación iba por mal camino.

—Tengo muchísimos amigos —dijo ella—. ¿Sabe usted por qué? Porque jamás me avergüenzo de ninguno de ellos. Los tengo de todas clases. Puedo asegurarle que usted no es el más raro de ellos, ni mucho menos. Tengo uno que es un hombre de lo más inmoral. Pero es un gran pintor, y por eso le perdonamos todo lo que hace. ¡Y él no se avergüenza! Usted tendrá que llegar a ser como él. A no avergonzarse de nada de lo que hace. Yo le ayudaré, y verá cómo, si lo intenta realmente, no es tan difícil.

Parecía el momento menos oportuno, pero confieso que yo no podía resistir ni un momento más.

—¡Cásese conmigo, Miranda! —imploré.

Tenía el anillo preparado en el bolsillo.

Hubo un silencio bastante prolongado.

—¡Todo cuanto tengo, incluso mi vida, es suyo! —añadí.

—El casamiento significa amor —dijo ella, muy seria.

—Yo no espero nada —repliqué—. No espero que usted haga nada que no quiera hacer. Puede hacer todo lo que desee, estudiar pintura, etcétera, y yo no le pediré nada, salvo que sea mi esposa de nombre y que viva en la misma casa conmigo.

Ella estaba inmóvil, mirando fijamente la alfombra.

—Podrá tener su dormitorio aparte y cerrarlo con llave todas las noches —añadí.

—¡Pero eso sería horrible…, inhumano! —exclamó, como aterrada—. ¡Jamás podríamos entendernos! ¡No tenemos la misma clase de corazón!

—Yo tengo corazón, por lo menos —dije.

—Yo no hago otra cosa que mirar las cosas y pensar en ellas como hermosas o no. ¿No me comprende? No pienso en ellas como buenas o malas, sino simplemente como hermosas o feas. Creo que hay muchas cosas buenas que son feas y muchas cosas malas que son hermosas.

—Usted está jugando con las palabras —le dije.

Ella se limitó a mirarme; luego sonrió, se puso en pie y se quedó así junto a la chimenea. Estaba realmente hermosísima. Pero lejana, recogida en sí misma. Superior.

—Supongo que estaba usted enamorada de ese Piers Broughton —dije.

Quería sorprenderla, y lo logré.

—¿Qué y cómo sabe usted de él?

Le dije que lo había leído en los diarios.

—Decían que usted y él estaban comprometidos extraoficialmente —agregué.

Ella lanzó una carcajada, y en seguida me di cuenta de que no existía semejante compromiso.

—Es el último hombre en quien se me ocurriría pensar para casarme. ¡Antes me casaría con usted!

—Entonces, ¿por qué no puedo ser yo?

—Porque no puedo casarme con un hombre al cual no me es posible pensar que pertenezco totalmente. Mi mente tiene que ser suya, mi cuerpo tiene que pertenecerle. De la misma manera que tengo que estar completamente segura de que él me pertenece.

—Yo le pertenezco, Miranda —le dije—. Totalmente, en cuerpo y alma, absolutamente.

—¡Pero no, no me pertenece! —dijo ella, rotunda—. Pertenecer significa dos cosas, o en este caso dos personas: una que da y otra que acepta lo que se da. Usted no me pertenece, porque yo no puedo aceptarlo, y porque no puedo darle nada a cambio.

—Yo no pretendo nada, o muy poca cosa.

—Ya lo sé, ya lo sé. Sólo las cosas que yo tengo para dar. La manera que tengo de mirar, de hablar, de moverme. Pero yo soy otras cosas además de eso. Tengo otras cosas que dar, y no puedo dárselas a usted, porque no le amo.

—Entonces —respondí—, me parece que eso lo cambia todo, ¿no es así?

Me puse en pie. Me latían dolorosamente las sienes. Ella comprendió en seguida lo que quería decirle. Lo adiviné en su rostro. Pero fingió no comprenderme.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—Usted sabe muy bien lo que quiero decir —contesté.

—Me casaré con usted… ¡Me casaré con usted en cuanto quiera! —exclamó ella con evidentes señales de miedo.

—¡Ja, ja, ja! —reí.

—¡Cómo…! ¿No era eso lo que quería usted que le dijera?

—Supongo que usted me cree ignorante hasta el extremo de no saber que se necesitan testigos, un cura, etcétera, para casarse —dije, sarcástico.

—¿Y…? Siga, siga.

—Que no me fío de usted en absoluto —respondí.

Me miró de una manera que me irritó. Como si yo no fuera un ser humano. Porque no fue con un gesto de desprecio, no: fue algo así como si yo fuera el más miserable y repugnante de los gusanos, algo a lo cual no era posible mirar sin que, de asco, se le erizase a uno el vello.

—Seguramente —agregué— cree usted que no adivino lo que hay detrás de todas esas palabras y gestos afectuosos suyos. Pero se equivoca.

—¡Ferdinand! —dijo ella sencillamente.

Sólo eso, mi nombre, como si apelase a él por algo. En suma, otra de sus tretas.

—¡Deje de llamarme Ferdinand! —ordené seca y duramente.

—¡Pero usted me prometió…! ¡No es posible que ahora deje de cumplir su promesa!

—Es posible eso y todo, ¡todo!, ¿comprende?, lo que se me antoje —repliqué.

—¡Pero es que no sé lo que quiere de mí! ¿Cómo puedo probarle que soy su amiga, si usted no me brinda nunca la oportunidad de hacerlo? ¡Contésteme!

—¡Cállese! —grité.

Y, de repente, se puso otra vez a representar. Adiviné que iba a explicarse. ¡Y estaba preparado al efecto!, pero para lo que no estaba preparado era para el ruido del motor de un coche que se escuchó fuera. Al acercarse al hogar, extendió un pie como para calentarlo ante la chimenea, pero de pronto sacó de un puntapié uno de los leños que ardían en la hoguera, que cayó sobre la alfombra. Al mismo tiempo emitió un estridente grito y corrió hacia la ventana, pero al ver que tenía corridos los cerrojos desvió su carrera hacia la puerta.

Pero yo llegué primero y la agarré. No pude coger la almohadilla de cloroformo, que estaba en un cajón, porque en aquel momento lo más necesario era la rapidez. Ella se volvió y me atacó a arañazos, sin dejar de gritar con todas sus fuerzas, pero en ese momento yo no estaba para delicadezas. A golpes la obligué a bajar los brazos, y luego le tapé la boca con una mano. Quiso mordérmela, y me la golpeó, pero yo estaba ya asustado, y la así por los hombros arrastrándola hasta el cajón donde tenía la almohadilla de cloroformo, en su bolsita de plástico. Ella se dio cuenta y se retorció desesperadamente para impedirme que le aplicara la almohadilla, pero por fin conseguí hacerlo y se la apreté bien sobre la nariz y la boca. Mientras tanto, no había dejado de escuchar y de vigilar el leño, que estaba quemándose sobre la alfombra y había llenado ya toda la habitación de humo.

Cuando cesaron sus esfuerzos y comprendí que el cloroformo hacía ya su efecto, la solté y corrí a apagar el principio de incendio. Arrojé sobre el leño y la alfombra el agua de un tiesto de flores. Tenía que obrar rapidísimamente, y decidí bajarla a su sótano mientras aún tenía tiempo. Lo hice, la tendí sobre la cama, y luego corrí otra vez arriba, para asegurarme de que el fuego se había apagado del todo y no había nadie en los alrededores del chalet.

Abrí la puerta principal sin apresuramiento, con toda naturalidad. No había nadie ante ella. Todo estaba tranquilo.

Bajé de nuevo al sótano.

Ella seguía bajo los efectos del cloroformo, tendida sobre la cama. Presentaba un aspecto deplorable. El vestido se le había bajado y tenía un hombro descubierto. No sé qué fue, pero lo cierto es que me excité terriblemente. Tal vez verla así me sugirió alguna idea. Pero al mismo tiempo estaba satisfecho porque le había demostrado, sin lugar a dudas, que el que mandaba allí era yo. Como dije, el vestido se le había bajado, y mirando por el interior hacia abajo, pude ver la parte superior de una de las medias, con la liga. No sé qué fue lo que me hizo recordar una película norteamericana que había visto una vez (¿o había sido una revista?), donde un hombre que encontraba a una mujer borracha y la llevaba a su casa, la desnudaba y la acostaba en su cama. Nada sucio ni pecaminoso; hizo eso y nada más. Y ella se despertó con el pijama del hombre puesto.

Eso mismo fue lo que hice yo. La desvestí, es decir, le quité el vestido y las medias, y le dejé puestas ciertas prendas íntimas: el sujetador y el pantaloncito, para que no quedase completamente desnuda. Parecía un maravilloso cuadro, tendida allí sólo con lo que mi tía Annie llamaba «pedacitos de nada» puestos (tía Annie aseguraba que a eso se debía que tantas mujeres padecieran cáncer). Era algo así como si tuviese puesto un bikini.

Aquélla era la oportunidad que yo llevaba tanto tiempo esperando. Traje en seguida la cámara fotográfica y saqué algunas fotos. Habría sacado más, pero ella empezó a moverse un poco, y tuve que poner pies en polvorosa.

Inmediatamente revelé y saqué copias de las fotos. Me salieron muy bellas. No eran artísticas, pero resultaban sumamente interesantes.

Aquélla noche no pude dormir, porque me había excitado enormemente. Hubo momentos en que pensé bajar de nuevo al sótano, aplicarle la almohadilla de cloroformo otra vez y sacar más fotos. Tal era mi estado de nerviosismo. En realidad, yo no soy un hombre así, y lo fui únicamente aquella noche, debido a todo lo que sucedió y a la tensión que sufría. Además, el champaña me había hecho un efecto raro y nada bueno. Igual que todo lo que ella había dicho. Era lo que suele denominarse una «culminación de circunstancias».

Después de lo ocurrido, las cosas no volvieron a ser como antes. Sin que yo pueda decir exactamente cómo, demostró que los dos jamás podríamos estar de acuerdo. Ella no me comprendía, y no me comprendería nunca. Y supongo que diría que yo tampoco la comprendía, aunque los dos viviéramos cien años.

Respecto a eso de desnudarla, cuando lo pensé más tarde, me di cuenta de que no estaba tan mal. No muchos hombres habrían conseguido dominarse como yo lo hice y limitarse a sacar fotos en lugar de ir mucho más lejos. Me pareció que aquello era un punto a mi favor.

Medité con todo detenimiento lo que me convenía hacer, y decidí que lo mejor era escribirle una cartita. Por tanto, le escribí lo que sigue:

Siento mucho lo que sucedió anoche, y supongo que usted estará pensando en estos momentos que no podrá perdonarme jamás.

En efecto, le dije un día que jamás emplearía métodos de violencia a no ser que usted me obligase a ello. Creo que reconocerá que me obligó con lo que hizo.

Le ruego comprenda que hice sólo lo absolutamente necesario. Le quité el vestido, porque temí que volviera a descomponerse y lo manchara todo.

Le aseguro que la respeté en todo instante y manera, dadas las circunstancias. Le suplico que me otorgue, por lo menos, el crédito de no haber llegado mucho más lejos, tanto como lo habrían hecho otros hombres en mi situación.

No quiero decir nada más. Salvo que tengo que retenerla a usted aquí algún tiempo más.

Muy sinceramente suyo, etcétera.

No escribí encabezamiento alguno. No pude decidir cómo debía dirigirme a ella. «Querida Miranda», me pareció excesivamente familiar y bastante inapropiado en este caso.

Bueno: bajé al sótano con su desayuno. Y ocurrió lo que yo esperaba y temía. Estaba sentada en su silla, mirándome con fijeza. Le di los buenos días, y ella no contestó. Dije algo, si no recuerdo mal, para preguntarle si quería bizcochos o pan tostado, pero se limitó a no separar los ojos de mí, muda, inmóvil. Le dejé la bandeja del desayuno, con la cartita, y esperé en el sótano principal. Cuando volví a buscar la bandeja, vi que no había tocado nada y que el sobre de la carta seguía intacto. Ella seguía sentada allí, mirándome, mirándome… Me di cuenta de que era inútil que le hablara. Estaba realmente indignada conmigo.

Se mantuvo en esa actitud varios días. Que yo sepa, lo único que tomaba era un poco de agua. Por lo menos una vez al día, cuando yo entraba con los alimentos, ella los rechazaba. Intenté discutir. Volví a llevarle la carta, y esta vez la leyó, porque cuando volví a buscar la bandeja vi que el sobre estaba abierto. Puse en juego todos los recursos que se me ocurrieron. Le hablé con dulzura, fingí estar irritado, amargado, le rogué, pero todo fue inútil. Casi siempre la encontraba sentada, de espalda a mí, y sin moverse ni contestarme, como si no oyese lo que le decía. Le compré cosas especiales, como chocolate francés, caviar ruso y los mejores alimentos que era posible comprar (en Lewes), pero no los tocó ni una vez.

Empezaba ya a preocuparme muy seriamente. Pero una mañana, cuando entré en el pequeño sótano, ella estaba de pie junto a la cama, pero de espalda a mí. No bien me oyó entrar, se volvió y me dio los buenos días. Pero con un tono de voz raro. Lleno de odio.

—Buen día —le respondí—. Es hermoso volver a oír su voz, después de tantos días de silencio.

—¿Si? Pues dentro de unos segundos ya no lo será. ¡Y usted deseará no haberla oído nunca!

—Bueno: eso es lo que usted cree, pero ya veremos —respondí.

—¡Voy a matarlo! Me he dado cuenta de que usted sería capaz de matarme de hambre. Sí: lo creo muy capaz de eso, e incluso de mucho más —acusó ella.

—Sí, claro, porque en todos estos días no le he traído los alimentos como siempre, ¿verdad?

No quiso o no pudo responder a eso, y se quedó mirándome como lo hacía siempre, con fijeza y hostilidad.

—No sé si se habrá dado usted cuenta —respondió— de que ya no me tiene prisionera. A quien tiene prisionera ahora es a la muerte.

—¿Por qué no se desayuna ahora? Le hará bien —sugerí.

Bueno: desde aquel momento comió normalmente a las horas debidas, pero ya no fue lo mismo que antes, porque apenas me dirigía la palabra, y cuando lo hacía, era siempre hoscamente o con sarcasmo. Estaba de un humor tan desagradable, que no había manera de estar con ella. Si me quedaba allí más de un minuto, cuando no era absolutamente necesario, me ordenaba, furiosa, que me fuera. Un día, poco después, le llevé un plato de frijoles cocidos, que eran pura manteca, con tostadas. Ella tomó el plato y, sin decir ¡agua va!, me lo arrojó con todas sus fuerzas. Sentí un profundo deseo de darle una buena bofetada. Ya estaba harto de todo aquel asunto, porque me parecía que era inútil todo cuanto hacía. Lo intenté todo, pero ella seguía echándome en cara lo que había sucedido aquella noche. Al parecer, habíamos llegado a un callejón sin salida.

Pero un día me sorprendió al pedirme algo. Yo había adoptado la costumbre de retirarme inmediatamente después de que ella terminaba la cena y antes que pudiera empezar a criticarme e insultarme; pero esta vez me dijo:

—Quédese un instante.

—¿Para qué?, pregunté, un tanto extrañado.

—Quería decirle que necesito un baño.

—Ésta noche no puede ser —le respondí.

No estaba preparado para aquella demanda.

—Entonces, ¿mañana?

—Creo que mañana no habrá inconveniente. Pero bajo palabra de honor, ¿entendido?

—Sí: le daré mi palabra de honor.

Lo dijo con tono duro, hostil. Pero yo sabía muy bien lo que valía su palabra de honor.

—Y quiero caminar un poco también… En el sótano grande.

Me extendió las manos, y yo se las até. Era la primera vez que la tocaba en muchos días. Como de costumbre, fui a sentarme en uno de los peldaños de la escalera que daba a la puerta exterior, y ella se puso a caminar desde una a otra pared del sótano, con aquel pasito raro que tenía. Hacía mucho viento, y era posible oírlo silbar allí abajo. Eso, y el ruido de sus pasos, era lo único que se oía. No habló durante un rato bastante largo, y sin saber por qué tuve la seguridad de que quería hablar.

—¿Está usted gozando de esta vida? —me preguntó de pronto, deteniéndose ante mí.

—Si quiere que le diga la verdad, no mucho —le respondí, cauteloso, sin saber a qué obedecía la pregunta.

Reanudó su paseo de uno a otro extremo del sótano. Y luego comenzó a canturriar algo.

—Ésa es una bonita tonada —le dije.

—¿Le gusta?

—Sí —respondí.

—Pues entonces, ya no me gusta a mí.

Dio otros dos o tres paseos de una punta a la otra y luego ordenó:

—Hábleme.

—¿De qué quiere que le hable?

—De cualquier cosa… Mariposas.

—¿Qué quiere saber de las mariposas?

—Todo. Por qué las colecciona. Dónde las encuentra. Todo, todo. Vamos, empiece…

Aquello me pareció raro, pero hablé, y cada vez que me detenía, ella ordenaba: «¡Siga, siga!». No sé cuánto tiempo hablé, pero estoy seguro de que pasó de una hora. Hasta que por fin ella me detuvo para decir:

—Bueno, basta.

Bajó de nuevo a su sótano. Yo le quité la cuerda, y ella se sentó sobre la cama, dándome la espalda. Le pregunté si quería té o algo, pero no me contestó. De repente, me di cuenta de que estaba llorando. ¡No podía resistir aquella demostración de dolor! Me acerqué a ella y le dije:

—Dígame lo que quiere. ¡Le compraré lo que sea!

Ella se volvió hasta quedar cara a cara conmigo. Estaba llorando, en efecto, pero sus ojos brillaban de furia. Avanzó hacia mí, mientras gritaba una y otra vez:

—¡Váyase…! ¡Váyase…! ¡Fuera de aquí!

Aquélla escena me sobresaltó. Porque parecía estar enteramente loca.

Al día siguiente la encontré muy tranquila. No habló una palabra. Yo puse las tablas atornilladas ante la ventana del cuarto de baño, y lo preparé todo. Ella parecía estar lista ya para bañarse después de dar su paseíto por el sótano grande. Así que la amordacé y le até las manos, llevándola al piso alto. Le quité la mordaza y las ligaduras, y se bañó. Cuando salió del cuarto de baño, me extendió las manos inmediatamente para que se las atase, y levantó la cabeza para que la amordazara.

Yo siempre salía de la cocina delante de ella, pero sin soltarla, por si acaso; pero había un escalón allí. Yo ya había tropezado en él y caído una vez, y tal vez por eso no me extrañó que ella lo hiciese ahora, y juzgué natural que los cepillos, frascos y cosas que llevaba en una toalla (tenía las manos atadas delante, por lo cual siempre se arrimaba las cosas al pecho) cayesen con bastante ruido al suelo. Se enderezó, muy inocente, frotándose las rodillas, y yo, como un tonto, me incliné para coger todo lo que había caído al suelo. No solté su albornoz, pero por un instante dejé de mirarla, lo cual fue fatal.

Antes que pudiera darme cuenta de nada, había recibido un terrible golpe en un lado de la cabeza. Por suerte no hizo impacto directo en ésta, pues mi hombro, o, mejor dicho, mi clavícula, recibió lo más fuerte del golpe. Pero a pesar de eso, caí hacia un lado, en parte para tratar de evitar un nuevo golpe. Había perdido el equilibrio, y no pude asirla por los brazos, aunque seguía sin soltar el albornoz. Vi que tenía algo en una de las manos, y en seguida me di cuenta de que era una pequeña hacha que había en la casa para hacer algunos trabajos. La había usado aquella misma mañana en el jardín, donde el viento de la noche anterior desgajó una rama de uno de los manzanos. Comprendí, en medio de mi aturdimiento, que por fin fallé en mi vigilancia. Había dejado dicha herramienta de trabajo en el borde exterior de la ventana de la cocina, y ella debió de descubrirla allí. ¡Un error, sólo un error, y todo se pierde!

Por un instante me tuvo a su merced, y fue un milagro que no me liquidara. Volvió a golpear, y yo sólo conseguí levantar a medias un brazo, al mismo tiempo que sentía un tremendo golpe en la sien, que me repercutió en toda la cabeza. En seguida comenzó a brotar abundante sangre. No sé cómo lo hice. Supongo que fue por instinto, pero lo cierto es que estiré bruscamente una pierna hacia un lado y me retorcí. Ella cayó casi sobre mí, al tropezar en la pierna, y sentí el ruido metálico de la hoja del hacha al golpear ruidosamente en el suelo.

La cogí rudamente con una mano y tiré, hasta arrancarla de las suyas. Luego la arrojé lejos, y antes de que ella pudiera quitarse la mordaza, le agarré las dos manos. Forcejeamos un buen rato, pero al fin parece que ella decidió que eran inútiles sus esfuerzos y que había tenido la oportunidad pero que ésta había pasado ya, porque de repente dejó de luchar, y yo la introduje a empujones en su sótano. No me preocupé de tratarla con delicadeza. Me sentía muy mal; la sangre manaba abundantemente de la herida, y quería encerrarla antes de que me sobreviniese un desmayo. La introduje en su sótano con un empujón final, y ella me lanzó una mirada rara antes que la puerta se cerrase entre los dos. Luego corrí los cerrojos. No me preocupé de desatarle las manos ni de quitarle la mordaza.

Me fui arriba y me lavé bien la herida. Creí que iba a perder el conocimiento al ver mi cara en el espejo. Estaba completamente cubierta de sangre. Sin embargo, había tenido mucha suerte. El hacha no estaba afilada y, además, no me había golpeado plenamente con el filo, sino de refilón. La herida me pareció terriblemente amplia, pero no muy profunda. Estuve sentado largo rato, con un puñado de gasa apretado contra ella. Nunca había creído que podría soportar la vista de una cosa tan sangrienta como la que soporté.

Como es natural, estaba indignado, amargado. De no haberme sentido algo mareado, no sé lo que habría hecho. Aquello era la gota de agua que hacía desbordar el vaso, como vulgarmente se dice, y por mi mente cruzaron ciertas ideas. Como digo, no sé lo que habría hecho si ella hubiese seguido en su empeño de buscarme para hostigarme y hacerme perder la paciencia. Pero eso no tiene nada que ver ahora ni importa mucho.

A la mañana siguiente bajé al sótano. Todavía me dolía fuertemente la cabeza, e iba dispuesto a demostrarle que yo también sabía ser brutal. Pero lo que ocurrió estuvo a punto de hacerme perder el sentido a causa de la sorpresa. Lo primero que hizo al verme fue ponerse en pie, acercarse a mí y preguntarme cómo me sentía de la herida. Por la forma en que formuló la pregunta y el tono de su voz, comprendí que deseaba mostrarse distinta a la noche antes. Bondadosa.

—Tengo suerte de estar aún vivo —le respondí.

Ella estaba muy pálida y muy seria. Extendió las dos manos. Se había quitado la mordaza, pero debió de dormir toda la noche con las manos atadas, porque la vi así. Inmediatamente se las desaté.

—Déjeme que mire la herida —pidió.

Yo retrocedí un paso. Había conseguido ponerme con los nervios de punta.

—No tengo nada en las manos —agregó—. ¿Se lavó y desinfectó la herida?

—Sí.

—Pero ¿con desinfectante también?

—Sí, sí; está bien, no se preocupe.

Ella tomó un frasquito de Dettol que tenía, empapó un poco de algodón en rama y volvió a mi lado.

—¿Qué es lo que intenta ahora? —pregunté.

—Quiero ponerle esto. Siéntese, siéntese…

Por el tono de su voz me pareció que era sincera. Es raro que a veces uno reciba la impresión de que ella no podía mentir.

Quitó la venda y la gasa, con mucho cuidado para no hacerme daño. La sentí sofocar una exclamación de terror cuando vio la herida al descubierto. La verdad, no era muy bella que digamos. La lavó en seguida suave pero concienzudamente, y luego volvió a poner la gasa.

—Muchas gracias —le dije.

—Siento mucho que…, que hiciera lo que hice —dijo—. Y quiero darle las gracias porque no trató en ningún momento de vengarse. Tenía usted toda la razón del mundo para hacerlo.

—Le aseguro que no es muy fácil contenerse cuando usted hace las cosas que ha estado haciendo.

—Sí, sí, comprendo; pero ahora no quiero hablar de nada de eso, sino decirle que siento mucho lo ocurrido.

—Acepto sus excusas.

—Gracias.

Todo este intercambio de palabras fue muy cortés, muy estirado. Ella se volvió para ocuparse en su desayuno, y yo salí al sótano grande, a esperar que terminara. Cuando golpeé en la puerta, para ver si podía retirar las cosas, Miranda estaba vestida, y la cama, debidamente hecha. Le pregunté si quería algo, y me contestó que no. Me dijo que debía comprar ungüento TCP para la herida, y me entregó la bandeja con las cosas del desayuno, al tiempo que me miraba; y en sus labios observé una sospecha de sonrisa. No parece mucho, ¿verdad? Sin embargo, aquello fue un gran cambio en ella. Hasta llegó a parecerme que bien valía la pena de que lo hirieran a uno en la cabeza, si el resultado iba a ser tan agradable. Aquélla mañana me sentí completamente feliz. Como si el sol hubiese salido de pronto tras una ausencia de muchos días.

Después de aquel incidente, por espacio de dos o tres días no fuimos amigos ni enemigos. Ella hablaba muy poco, pero por lo menos no se mostraba hostil ni amargada. Y un día, después del desayuno, me pidió que me sentase, como lo hacia al principio, porque quería dibujar otro retrato mío. Pero comprendí que no era más que una excusa para tener la oportunidad de hablar.

—Ferdinand… —dijo—. Quiero que usted me ayude.

—Siga —contesté.

—Tengo una amiga, una muchacha jovencita, de la cual hay un joven que está completamente enamorado…

Calló, y yo pensé: «Es para verme caer en la trampa». Pero le dije:

—Siga, siga.

—Ése joven está tan enamorado de mi amiga, que la ha secuestrado. Y la tiene encerrada en un sótano pequeño, como un calabozo.

—Qué coincidencia, ¿no? —dije, sarcástico.

—¿Verdad que sí? Bien: ella quiere ser libre otra vez, pero al mismo tiempo no quiere causar ningún daño al muchacho. Y no sabe qué hacer. ¿Qué aconsejaría usted?

—Paciencia —respondí.

—¿Qué tendrá que suceder antes de que ese joven deje en libertad a mi amiga?

—No sé —dije—. Pueden suceder tantas cosas…

—Bueno: dejémonos de jueguecitos, y dígame, Ferdinand, ¿qué debo hacer para que usted me deje salir de aquí?

No me fue posible contestarle. Pensé que si le decía «vivir conmigo para siempre», retrocederíamos otra vez a donde habíamos empezado.

—El casamiento sería inútil, porque usted no confía en mí —dijo ella.

—Es cierto: todavía no puedo confiar.

—¿Y si me acostase con usted?

Había dejado de dibujar. Yo no le contesté. Esperó un momento, y luego dijo:

—¿Y…? ¿Qué me contesta?

—Jamás hubiera creído que usted fuese una muchacha de ésas —dije.

—Y no lo soy. Lo que pasa es que estoy tratando de saber cuál es el precio que usted pone a mi libertad. Así, simplemente, como si se tratase del precio de una lavadora, una nevera eléctrica o algo por el estilo.

—Usted sabe perfectamente lo que quiero —le dije.

—¡Pero el caso es que no lo sé, se lo aseguro!

—Sí, lo sabe.

—¡Oh, Dios! Mire. Contésteme, simplemente, sí o no. ¿Quiere que yo me acueste con usted?

—Tal como estamos los dos ahora, no.

—¿Y cómo estamos ahora, si puede saberse?

—Creí que era usted la considerada como muy lista. Suspiró profundamente. Me gustaba eso de tenerla así, sujeta por el freno.

—Usted cree, y no le culpo por ello, que lo único que busco es escapar —dijo ella—. Haga lo que haga, siempre será con ese fin, ¿verdad? ¿No es eso lo que cree?

—Sí —respondí.

—Y si creyese que lo hacía por otro motivo, como, por ejemplo, porque me gusta usted, o por placer… ¿Le agradaría entonces? Contésteme sinceramente: ¿le agradaría entonces?

—Eso a que usted se refiere, lo puedo comprar en Londres en el momento en que se me ocurra —dije.

Eso la hizo callar por un rato. Y comenzó a dibujar otra vez.

Pero, después de unos minutos, volvió a la carga.

—Eso quiere decir que usted no me trajo aquí porque me considere sexualmente atractiva, ¿verdad?

—La encuentro sumamente atractiva…, ¡más que ninguna otra mujer!

—Usted es exactamente igual a una caja china —dijo.

Luego siguió dibujando y no hablamos más. Yo intenté hacerlo, pero ella me dijo que no hablara, porque me movía y echaba a perder la pose.

Ya sé lo que pensarían algunos: pensarían que mi comportamiento fue extraño. Sé que la mayoría de los hombres habrían sólo pensado en aprovechar aquella injusta ventaja, pues las oportunidades se les presentaban sumamente favorables. Pude haber utilizado la almohadilla del cloroformo, y haber hecho lo que se me antojase, pero yo no soy de la clase de hombres capaces de hacer eso. Miranda era algo así como una oruga que necesita tres meses para alimentarse y que trata de hacerlo en unos pocos días. Yo sabía muy bien que nada bueno resultaría de eso. Ella siempre tenía prisa. La gente de hoy no hace otra cosa que querer esto y lo otro y lo de más allá. No bien lo piensan, ya querrían tenerlo en las manos. Pero yo soy distinto. Soy anticuado, gozo pensando en el futuro y dejando que las cosas se desarrollen a su debido tiempo, sin forzarlas para nada. Con tranquilidad se consigue todo, como solía decirme tío Dick, cuando un pez gordo mordía el anzuelo.

Lo que Miranda no entendió nunca fue que para mí era suficiente tenerla. Tenerla a ella me bastaba. Ya no había necesidad de hacer nada más. Yo lo único que quería era tenerla junto a mí, y segura.

Pasaron dos o tres días.

Miranda seguía sin hablar mucho, pero un día, después del almuerzo, me dijo:

—Yo tendré que estar encerrada aquí toda mi vida, ¿verdad?

Me di cuenta de que decía aquello sólo por hablar, por lo cual no le contesté.

—¿No será mejor que reanudemos nuestra amistad de antes? —agregó al cabo de un breve silencio.

—Yo no tengo el menor inconveniente —dije.

—Ésta noche quisiera darme un baño.

—Bueno: puede hacerlo —respondí.

—¿Y después del baño podríamos sentarnos un rato arriba? ¡Es este sótano, tan falto de aire, lo que me está matando!

Aquéllas palabras me irritaron y respondí:

—Bueno, veré.

Encendí el fuego y lo preparé todo, pero no sin asegurarme de que no había nada que ella pudiera utilizar como arma para golpearme otra vez. De nada serviría fingir que volvía a confiar en ella como lo había hecho hasta el día de los hachazos.

Subió para su baño y todo se desarrolló normalmente, como de costumbre. Cuando salió, le até las manos delante, pero no la amordacé, y la seguí escaleras abajo. Observé que se había puesto mucho perfume francés, que se había peinado con el pelo alto, como lo hiciera en otra oportunidad y que llevaba puesta una fina bata, color púrpura y blanco, que yo le había comprado. Quería que le sirviese una copa del jerez que no terminamos aquel día (quedaba todavía más o menos media botella). Le serví, y ella se arrimó a la chimenea, en la que ardían unos leños, y se puso a mirar el fuego, apoyada en la repisa, bajo la cabeza. De vez en cuando estiraba un pie desnudo y luego el otro, como para calentarlos, y luego los introducía otra vez en las chinelas.

Estuvimos un rato bebiendo el jerez, sin decir una palabra, pero ella me miró dos o tres veces de manera muy extraña, como si supiese algo que yo ignoraba. Y eso me puso muy nervioso.

Bebió otra copa de jerez, casi de un sorbo, y luego me pidió una tercera.

—Siéntese —me dijo, y yo me senté en el sofá, donde ella me señaló.

Por espacio de unos segundos me miró, sentado cerca de ella, pero después se levantó y se quedó parada frente a mí. Me miraba sonriendo levemente, y me pareció cómica su actitud. Luego dio un paso hacia delante y, de pronto, de un salto se sentó sobre mis rodillas. Me cogió completamente por sorpresa. Me rodeó el cuello con los brazos y, cuando me di cuenta, me estaba besando en la boca. Luego apoyó la cabeza en uno de mis hombros.

—¡No esté tan rígido! —me dijo.

Yo estaba aturdido, sin saber qué decir ni qué hacer. ¡Aquello era el colmo para mí!

—¡Por favor! ¡Abráceme bien fuerte! —dijo ella—. ¡Así, así! ¿No le parece hermoso? ¿Soy muy pesada?

Y volvió a apoyar la cabeza en mi hombro, mientras yo tenía una mano en su cintura. Estaba perfumada, y su carne era tibia y suave. Debo decir que la bata se había abierto por el cuello y por la parte baja, lo que dejaba al descubierto sus piernas y una buena parte del busto, pero a ella parecía no importarle aquello, y estiró las piernas a lo largo del sofá.

—¿Qué significa esto? —dije, desconfiado.

—Pero ¡qué rígido está usted! Tranquilícese. Relaje sus músculos. No tiene por qué preocuparse de nada…

Lo intenté, y ella se quedó quieta; pero yo sabía que en aquella situación había algo que no encajaba.

—¿Por qué no me besa? —dijo ella.

Y entonces tuve ya la seguridad de que algo tramaba. No sabía qué hacer, y la besé en la cabeza.

—¡No, no! ¡Ahí no! —protestó ella, riendo.

—Es que no quiero —dije.

Ella se enderezó, siempre sentada sobre mis rodillas, y me miró.

—¿Dice que no quiere? —preguntó, extrañada.

Desvié la cabeza. Era difícil, porque ella tenía las manos atadas alrededor de mi cuello. No sabía qué hacer para poner fin a aquella situación.

—¿Y por qué no quiere? —agregó, riéndose de mí.

—Porque podría llegar demasiado lejos —dije.

—Lo mismo podría ocurrirme a mí.

Estaba seguro de que todo aquello era una burla.

—Yo sé muy bien lo que soy —repuse.

—¿Y qué es usted?

—Un hombre muy distinto de lo que usted cree. Y tampoco soy de esos que le gustan.

—Pero…, ¿no sabe que hay momentos en que todos los hombres son atractivos? ¿No lo sabe? Me sacudió juguetonamente la cabeza con las manos unidas tras de mi nuca.

—No lo sabía —contesté.

—¿Y entonces?

—Lo que me preocupa es lo que puede pasar.

—No me importa lo que pueda pasar —dijo ella—. ¡Qué lerdo es usted para todo!

Y de pronto empezó a besarme otra vez.

—¿No le parece hermoso? —repitió separando su boca de la mía.

Claro, tuve que decir que sí, que lo era. No sabía qué juego era el suyo, y eso me encrespaba los nervios, aparte el nerviosismo que ya me habían provocado los besos y demás.

—Bueno, venga entonces, pruebe… —agregó.

Me obligó a volver la cabeza. Lo hice y encontré su boca, que me pareció deliciosa, suave, fresca, húmeda.

Sé que fui débil. Debí haberle dicho directamente, sin ambages, que no fuera tan descocada. Sí, fui muy débil. Era como si una fuerza irresistible me arrastrase contra mi voluntad.

Ella puso la cabeza en mi hombro otra vez, como para que no le viese la cara. Y en aquella postura me preguntó:

—¿Soy la primera mujer que ha besado?

—¡No sea tonta!

—Tranquilícese… Póngase cómodo. No tiene por qué ponerse nervioso ni avergonzarse.

Se volvió otra vez, y empezó a besarme, con los ojos cerrados. Claro que había bebido tres copas de jerez. Y lo que ocurrió entonces fue muy desconcertante para mí. Empecé a sentirme excitado, tremendamente excitado, y tenía entendido (por lo que había oído decir en el Ejército) que un caballero se domina siempre en el momento crítico, por lo cual no sabía qué hacer. Pensé que ella se ofendería y, por tanto, me enderecé y traté de hacerlo todavía más cuando ella separó su boca de la mía.

—¿Qué le pasa? ¿Le hago daño?

—Sí —dije sin saber lo que decía.

Se quitó de mis rodillas, sacó los brazos de mi cuello por encima de la cabeza, pero seguía sentada muy cerca de mí.

—¿Quiere hacerme el favor de desatarme las manos? —rogó.

Me levanté. Estaba terriblemente avergonzado. Tuve que acercarme a la ventana y fingir que hacía algo con la cortina. Pero ella, apoyada en el respaldo del sofá, no me perdía de vista.

—Ferdinand —dijo—. ¿Qué le pasa? Dígamelo.

—No me pasa nada —contesté.

—No hay motivo alguno para que se asuste.

—No estoy asustado.

—Entonces vuelva a mi lado. Apague la luz. Con la del fuego de la chimenea tenemos bastante.

Hice lo que me decía, y quedamos en una semioscuridad, pero luego me quedé junto a la ventana.

—¡Venga! —me rogó, mimosa.

—¡Esto no está bien…! ¡Usted está fingiendo y burlándose de mí! —protesté.

—¿Le parece?

—Sabe perfectamente que es así.

—¿Por qué no se acerca para ver?

No me moví. Sabía muy bien que era un serio error. Ella se acercó a la chimenea. Yo ya no me sentí excitado, sino raro, como si un enorme frío interior me tuviese aterido. Era la sorpresa.

—Venga y siéntese aquí —dijo ella.

—Estoy bien donde estoy —contesté.

De pronto se acercó a mí, me tomó una mano con las dos suyas atadas y me llevó hasta cerca del fuego. Yo la dejé hacer. Cuando estuvimos al lado de la chimenea, me extendió las manos y vi en sus ojos una mirada tan no sé qué, que se las desaté en seguida. Entonces se acercó mucho a mí y me besó otra vez, para lo cual tuvo que ponerse de puntillas.

Y en aquel momento hizo algo tremendo.

Apenas podía creer lo que estaba viendo.

Se retiró un paso, se desabrochó la bata y comprobé que debajo de aquella prenda no llevaba absolutamente nada. Estaba enteramente desnuda. La miré sólo una fracción de segundo. Allí estaba ante mí, de pie, sonriente, esperando, era evidente, a que yo hiciese algo. Levantó los brazos y empezó a soltarse el pelo. Aquello era una provocación deliberada. La desnudez de su cuerpo ejercía en mí, al verla allí en la semioscuridad, iluminada solamente por el fuego del fogón, un efecto extraño. No podía creerlo, es decir, tenía que creerlo, pero no podía creer que fuera lo que parecía.

Era una situación terrible, que me hacía temblar. Me sentía como descompuesto. Hubiera querido estar en el extremo opuesto del mundo. Era peor que aquella noche de la prostituta. Yo no respetaba a aquella mujer, pero con Miranda sabía que no me sería posible soportar la vergüenza.

Nos quedamos un rato así: ella frente a mí, sacudiéndose el pelo para que le cayese sobre los hombros, y yo cada vez más avergonzado. Luego se acercó algo más y empezó a quitarme la chaqueta, luego la corbata, y a continuación fue desabrochando los botones de mi camisa. Yo era como blando barro en sus manos. Y me fue quitando la camisa lentamente.

Yo no hacía más que pensar desesperadamente: «¡Deténla, deténla! ¡Esto no está bien! ¡Es un verdadero delito!», pero me sentía demasiado débil. Cuando me di cuenta, estaba completamente desnudo, y el cuerpo de Miranda se apretaba contra el mío, y sus brazos me ceñían. Sentía que me ponía todo tenso. Era como si yo y ella fuésemos un hombre y una mujer distintos. Sé que entonces no estaba normal y que no hacía lo que se esperaba de mí. Ella hizo algunas cosas que no voy a relatar, como no sea para decir que jamás las hubiera creído de ella. Se tendió a mi lado en el sofá y todo, pero yo no era yo; me sentía como muerto por dentro.

Me hizo aparecer como un perfecto imbécil. Sabía lo que ella pensaba: que a eso se debía que yo fuese siempre tan respetuoso. Yo quería hacerlo; quería demostrarle que podía hacerlo, para que se diese cuenta de que mi actitud era en verdad legítimamente respetuosa. Quería que ella comprobase que podía hacerlo, y entonces le diría que no lo haría, que aquello no era digno de mí ni de ella, que era repugnante.

Bueno: estuvimos así, tendidos en el sofá, durante un buen rato, y comprendí que ella me despreciaba, porque yo no era un hombre normal a su juicio, sino un aborto de la naturaleza.

Por fin, se levantó del sofá, se arrodilló a mi lado y empezó a pasarme la mano por la cabeza, como acariciándome.

—No se disguste —dijo—. Eso le pasa a muchos hombres, y verdaderamente no tiene importancia.

Al oírla expresarse así, daba la impresión de que poseía una enorme experiencia sobre aquello.

Se acercó otra vez al fuego y se puso la bata, para sentarse después de mirarme largamente. Yo me vestí. Le dije que estaba seguro de que no podría hacer nunca aquello. Inventé una larga historia, para que ella me compadeciera. Pero todo era una colosal mentira. No sé si la creyó o no. Le dije que yo sentía profundamente el amor, pero que no podía llegar a la consumación del mismo. Y que a eso se debía que no pudiera resistir la idea de dejarla marchar.

—Pero, dígame… ¿No le proporciona la menor sensación tocar mi cuerpo? Me pareció que le agradaba besarme.

—Sí, besarla sí: fue cuando ya pasó de los besos…

—¡No debí producirle semejante conmoción así, de repente! —dijo ella, como arrepentida.

—¡No! ¡No ha sido suya la culpa! —exclamé—. Yo no soy como otros hombres. Nadie lo entiende.

—Yo lo entiendo.

—Sueño con eso, pero sé que jamás podrá convertirse en realidad.

—Como Tántalo —y me explicó quién era.

Calló durante largo rato. Sentí ganas de aplicarle la almohadilla del cloroformo, llevarla a su sótano y terminar así de una vez aquella humillante situación. Quería estar solo.

—¿Qué clase de médico le dijo que nunca podría hacerlo?

—Un médico.

(Era mentira. Naturalmente, jamás había visto a un médico para eso).

—¿Un psiquiatra?

—En el Ejército —respondí—. Sí, un psiquiatra.

—¿Y qué clase de sueños tenía usted sobre mí?

—De todas clases.

—¿Sexuales?

Y siguió con sus preguntas, siempre acerca de lo mismo. Parecía que le era imposible apartar de su mente aquel tema.

—No: la abrazaba, eso es todo. Dormíamos muy juntos, abrazados, mientras fuera silbaba el viento y se oía el repiquetear de la lluvia en los cristales de la ventana.

—¿Quiere que probemos eso aquí ahora?

—No; sería inútil.

—Yo estoy dispuesta, si usted quiere.

—No, no quiero… ¡Y ojalá no hubiera empezado usted nunca!

Guardó silencio por espacio de lo que me pareció un siglo.

—¿Por qué cree usted que hice eso? ¿Solamente para escapar?

—Por amor no fue, de eso estoy seguro.

—¿Quiere que se lo diga? —Se levantó—. Tiene que comprender, Ferdinand, que esta noche he sacrificado todos mis principios. ¡Oh, sí, claro, para escapar! Pensaba en eso, y no lo niego, pero quiero asegurarle que tengo un verdadero deseo de ayudarle. ¡Tiene que creerme! Tratar de demostrarle que eso del sexo no es más que… una actividad como cualquier otra. No es sucio, sino dos personas que juegan con sus respectivos cuerpos. Como, por ejemplo, el baile. Como cualquier otro juego. —Pareció creer que yo debía decir algo, pero la dejé que siguiese hablando, y dijo—: Estoy haciendo por usted algo que jamás hice por hombre alguno. Y por eso, creo que… bueno: creo que usted me debe algo.

Me di cuenta de su jueguecito, claro. Miranda era una verdadera maestra en eso de envolver en un montón de palabras lo que realmente quería decir. Hacerle sentir a uno que en verdad le debía algo a ella, igual que si no hubiese sido ella la que empezó todo el asunto.

—¡Por favor, dígame algo! —agregó, al ver que yo guardaba silencio.

—¿Qué quiere que le diga?

—Por lo menos que comprende lo que acabo de decirle.

—Sí, lo comprendo.

—¿Eso es todo?

—Es que no tengo muchas ganas de hablar —dije.

—Podía habérmelo dicho antes, y no dejarme hacer todo lo que hice sólo por su bien.

—Lo intenté —repuse.

Ella se arrodilló frente a la chimenea.

—¡Esto es fantástico! —exclamó—. ¡Estamos más alejados que nunca uno del otro!

—Usted me ha odiado hasta esta noche —contesté—. Ahora supongo que, además de odiarme, me despreciará.

—No, Ferdinand. Le compadezco. Le compadezco por lo que es y por no ver lo que soy yo.

—Sí: me es posible comprender lo que es usted —dije—. No crea que no lo comprendo.

El tono de mi voz era áspero. Ya estaba harto. Ella volvió la cabeza rápidamente, luego se inclinó y sus dos manos cubrieron su cara. Me parece que fingía llorar un poco. Y por fin, después de un largo silencio, me dijo:

—Por favor… ¡Le ruego que me lleve abajo!

Bajamos. Cuando había entrado ya en el pequeño sótano, se volvió hacia mí. Yo iba a retirarme ya, después de haberle desatado las manos.

—Hemos estado completamente desnudos uno frente al otro —dijo—. Sin embargo, ¡no podemos estar más separados!

Cuando salí de allí, estaba como loco. No puedo explicarlo. No dormí en toda la noche. Aquello volvía a ocupar mi mente una y otra vez: yo, de pie primero, y acostado después junto a ella, completamente desnudos los dos… La forma en que me comporté, y lo que ella tenía que pensar de mí. Me parecía estar oyéndola reír a carcajadas en su encierro. Cada vez que pensaba en eso era como si todo mi cuerpo enrojeciera de vergüenza. No quería que la noche terminase jamás. Ansiaba que todo permaneciese envuelto en tinieblas para siempre, ¡para siempre!

Durante horas y horas recorrí mi habitación del piso alto. Por fin salí, saqué del garaje la furgoneta y me dirigí a la costa, a toda velocidad. ¡No me importaba lo que pudiera ocurrirme!

Podía haber hecho cualquier cosa. Podía haberla matado. Y todo lo que hice posteriormente se debió a lo ocurrido aquella noche, nada más que a lo de aquella noche.

Era casi como si ella fuese una muchacha estúpida. Claro que en realidad no lo era. Lo que pasaba era que no podía amarme limpiamente, como yo quería. Porque había muchas, muchísimas maneras en que ella podría haberme agradado.

Pero Miranda era como todas las mujeres. Tenía una mente que sólo conocía un camino.

Jamás volví a respetarla. Y aquello me hizo estar irritado durante varios días.

Porque yo podía hacerlo.

Las fotografías (de aquel día en que le apliqué la almohadilla de cloroformo) las tenía siempre a mano y las miraba a menudo. Tenía todo el tiempo que quisiera para mirarlas. Pero eran mudas y no me hablaban.

Eso fue lo que ella no supo nunca.

Bajé a la mañana siguiente, y fue como si lo de la noche anterior no hubiese ocurrido. Ella no me dijo una palabra al respecto, y yo tampoco. Preparé su desayuno, y ella me dijo que no necesitaba nada de Lewes, pero que quería salir un poco al sótano principal, para hacer ejercicio. Dejé que lo hiciera, y luego la encerré y me fui. A dormir, que bien lo necesitaba.

A la noche fue distinto.

Cuando bajé, me dijo:

—Quiero hablar con usted.

—Bueno —contesté.

—Lo he intentado todo —añadió—. Sólo me queda una cosa por hacer. Voy a suprimir los alimentos otra vez. ¡No comeré un solo bocado hasta que me permita irme!

—Le agradezco mucho el aviso —dije.

—A no ser que…

—¡Ah…! ¿Hay un «a no ser qué»?

—Sí: a no ser que lleguemos a un acuerdo.

Parecía esperar que yo le preguntara. Y le dije:

—Bueno: todavía no me ha dicho qué acuerdo es ése.

—Estoy dispuesta a aceptar que usted no me deje en libertad inmediatamente —dijo—. Pero no estoy dispuesta a permanecer aquí encerrada en este maldito sótano. Quiero que me traslade arriba. ¡Necesito la luz del sol y aire puro!

—Así, simplemente, porque usted lo ha decidido, ¿eh? —dije.

—Sí, así, simplemente.

—Supongo que desde esta misma noche, ¿no?

—Muy pronto.

—Y usted espera que yo llame a un carpintero, decoradores, etcétera, para que preparen todo arriba…

Ella suspiró. Me parece que empezó a comprender.

—¡No sea así…! ¡Le ruego que no sea así! —Me miró de un modo raro—. ¿A qué viene todo ese sarcasmo? ¡No ha sido mi intención herir sus sentimientos! —añadió.

Era inútil. Ella había matado todo romance entre los dos, y se había convertido en una mujer cualquiera para mí. Como las demás. Ya había dejado de respetarla; ya nada quedaba de respetar en ella. Sabía cuál era su juego, y que no bien saliese del pequeño sótano era casi como si se hubiese ido de la casa.

Pero pensé que lo que no quería en modo alguno era aquello de no comer, de ayunar otra vez, por lo cual me pareció que lo mejor era tratar de ganar tiempo.

—Dijo usted muy pronto… ¿Cuánto tiempo significa eso?

—Podría encerrarme en uno de los dormitorios, después de clavar tablas sobre la ventana. Allí podría dormir. Y pensé que podría atarme y amordazarme, para que pudiera sentarme algunas veces ante una ventana abierta. Eso es todo lo que pido.

—Sí, eso es todo. ¿Y qué pensará la gente que pase y vea que todas las ventanas tienen maderas clavadas para taparlas?

—Prefiero dejarme morir de hambre a permanecer encerrada aquí en esta cueva. Encadéneme, Si quiere, pero arriba. ¡Haga cualquier cosa, pero déjeme que respire un poco de aire puro y que vea la luz del día!

—Lo pensaré —le dije.

—¡No, no, por favor, decida ahora mismo!

—Usted olvida quién es el que manda aquí.

—¡Ahora…! ¡Ahora!

—Ahora no puedo decidir. Tengo que meditarlo.

—Muy bien. Mañana por la mañana. O me dice que va a trasladarme arriba, o no pruebo más alimentos. ¡Y eso será lo mismo que asesinarme!

Su aspecto era duro, furioso. Di media vuelta y salí del sótano.

Pensé en el asunto durante toda la noche. Sabía que debía ganar tiempo, y por ello decidí fingir que lo haría. En otras palabras, hacer todo lo que diese la impresión de hacerlo, pero sin hacerlo.

Lo otro que pensé fue algo que podría hacer cuando llegara el momento oportuno.

A la mañana siguiente bajé al sótano y le dije que había estado meditando acerca de su petición, que comprendía lo que ella decía, etcétera, etcétera. Sí: podía arreglarse una de las habitaciones, pero eso tardaría alrededor de una semana. Creí que ella, al oírme, se pondría furiosa otra vez, pero no, lo tomó con mucha tranquilidad.

—Pero ya sabe —me dijo—. Si esto es sólo una nueva excusa, en cuanto me convenza de ello iniciaré el ayuno.

—Lo haría mañana mismo, pero necesito mucha madera y otras cosas. Probablemente tardaré dos o tres días en conseguir todo lo necesario.

Me miró fijamente, como si quisiera leer en mis ojos si mentía o era verdad lo que decía, pero yo cogí el balde y salí.

Después de eso anduvimos muy bien, sólo que yo fingía sin cesar. No nos hablamos mucho, pero cuando lo hacía, ya no se mostraba tan dura. Una noche quiso bañarse y ver la habitación donde se alojaría, para comprobar lo que había hecho en ella. Yo había previsto aquella petición. Había conseguido una cantidad de madera, y la dispuse como para dar la impresión de que, en efecto, estaba preparando algo allí. Era un dormitorio de la parte posterior de la casa. Me dijo que quería uno de esos antiguos silloncitos Windsor en la nueva habitación (ya me pedía cosas como antes), y lo compré al día siguiente, lo llevé a la casa y se lo enseñé. No quiso que se lo dejase en el sótano, sino que lo llevara a la habitación de arriba. Dijo que no quería nada de cuanto tenía (en materia de muebles) en la nueva habitación. Todo resultó más fácil de lo que yo esperaba. No bien vio la madera, los agujeros para los tornillos y demás, pareció creer realmente que yo me ablandaría y le permitiría trasladarse arriba en seguida.

Parece que la idea era que yo bajara y la subiese. Después, cenaríamos arriba, y luego ella pasaría su primera noche allí, y al llegar la mañana podría ver la luz del sol.

En algunos momentos, hasta llegó a mostrarse alegre. No tuve más remedio que reírme. Bueno, digo reír, pero la verdad fue que yo también estaba nervioso cuando llegó el día.

Lo primero que dijo cuando bajé a las seis de la tarde fue que le había contagiado mi catarro, el que yo había contraído en la peluquería de Lewes.

Estaba muy animada, y se mostró mandona, riéndose de mí a cada momento, claro. Pero no sabía que quien reiría el último sería yo.

—Éstas son mis cosas para esta noche —dijo—. Mañana podrá subirme el resto. ¿Está lista la habitación?

Ya me había hecho la misma pregunta durante el almuerzo, y yo le contesté afirmativamente. Ahora repetí:

—Sí: está lista.

—Vamos entonces. ¿Tiene que atarme?

—Sí —dije—, pero es que hay una cosa, una condición.

—¿Una condición?

Inmediatamente se puso muy seria. Adivinó en seguida.

—He estado pensando en esto —dije.

—¿Sí?

Sus ojos parecían dos brasas.

—Me gustaría sacar algunas fotos suyas.

—¿Mías…? ¡Pero si ya ha sacado muchas!

—Pero no de la clase que quiero.

—No le entiendo —pero comprendí que sí me entendía.

—Quiero sacar unas fotos de usted, tal como estaba la otra noche —repliqué.

Ella se sentó en un extremo de la cama.

—Siga —dijo duramente.

—Y usted tiene que aparentar que le agrada posar para ellas —dije.

Ella siguió inmóvil, sin decir una palabra. Pensé que, por lo menos, se enfurecería, pero no: se quedó quieta, sonándose con el pañuelo.

—¿Y si lo hago…?

—Si lo hace, cumpliré mi parte del convenio —dije—. Tengo que protegerme. Quiero tener unas fotos suyas, que usted se avergonzaría de enseñar a otra persona.

—¿Quiere decir que debo posar para fotografías obscenas, como para que, si escapo, no me atreva a decir nada a la Policía?

—Eso mismo. Pero no serán obscenas, sino fotos que a usted no le agradaría que se publicasen. Fotos artísticas.

—¡Pues no!

—Lo único que le pido es que haga lo que hizo el otro día sin que se lo pidiese.

—¡No, no, y no!

—He descubierto su juego, Miranda —dije.

—Lo que hice entonces estuvo mal, muy mal. Lo hice… ¡Lo hice por desesperación ante el hecho de que entre nosotros no hay una sola cosa que no sea sucia, mezquina y odiosa! Esto que me propone ahora es una verdadera vileza.

—No veo la diferencia.

Se levantó y se dirigió hacia la pared opuesta. Calló y yo agregué:

—Lo hizo una vez, y puede volver a hacerlo.

—¡Dios, Dios…! ¡Estamos como en un manicomio!

Miró a su alrededor, como si yo no estuviese allí, como si hubiese alguna otra persona, o como si fuera a derribar las paredes.

—O lo hace, o no sale más de aquí. Se terminaron los baños, y los ejercicios, ¡todo! Por un tiempo consiguió engañarme. Usted no tiene más que una idea: alejarse de mí, burlarse y echar a la Policía sobre mí. No es usted mejor que cualesquiera de esas mujeres trotacalles. Yo la respetaba, porque creía que era usted superior a todas. Diferente a las demás. Pero, no: es usted igual. Capaz de hacer la cosa más repugnante para conseguir lo que quiere.

—¡Basta, basta, por favor! —gritó.

—En Londres podría conseguir en cualquier momento muchas mujeres superiores a usted. Y hacer con ellas lo que quisiera.

—¡Usted es un canalla repugnante, ruin, asqueroso!

—Siga, siga, que ése es el lenguaje que mejor conoce y que más se adapta a usted.

—¡Usted está violando todas las leyes humanas de la decencia, todas las relaciones humanas decentes y todas las cosas decentes que se han producido entre su sexo y el mío!

—¡Qué llena de hollín estás, le dijo la cazuela a la tetera! Usted se desnudó ante mí y me pidió lo que yo no quise darle. Y ahora, pague las consecuencias.

—¡Váyase de aquí…! ¡Váyase! —gritó.

—Contésteme sí o no —dije.

Ella se volvió como una furia, cogió un frasco de tinta y me lo arrojó a la cabeza.

Me fui, cerré la puerta y corrí los cerrojos también. No le serví la cena. La dejé que se cociese en su propia salsa, como vulgarmente se dice. Yo tenía el pollo frío que había comprado por si acaso, y algo del champaña. El resto, después de beber, lo arrojé al sumidero.

Me sentía feliz. No podría explicarlo. Comprendí que antes había sido débil, y que ahora le estaba haciendo pagar todo lo que me había dicho y hasta lo que había pensado sobre mí. En mi dormitorio del piso alto, anduve de un lado a otro durante largo rato. Luego fui a ver la habitación de ella, y me hizo reír sólo pensar que estaba encerrada abajo, en el diminuto y asfixiante sótano. Ella era quien iba a permanecer abajo en todos los sentidos, y aunque no fuera lo que merecía al comienzo, ahora lo merecía por todo lo que había hecho. Creo que tenía motivos de sobra para enseñarle quién era quién en el chalet.

Bueno, al final me quedé dormido. Había estado mirando las fotos anteriores, y algunos libros, y todo ello me dio algunas ideas nuevas. Había uno de los libros, titulado Zapatos, con interesantísimas fotos de muchachas, principalmente de sus piernas, calzadas con distintos tipos de calzado. Algunas no llevaban más que zapatos y cinturones. Eran unas fotos poco comunes, artísticas.

A la mañana siguiente, cuando bajé al sótano, llamé a la puerta y esperé, como de costumbre, antes de entrar, pero cuando lo hice me sorprendió mucho ver que la joven estaba todavía en la cama. Se había quedado dormida vestida, abrigada únicamente con la manta, y por un momento pareció no darse cuenta de dónde estaba y quién era yo. Me quedé de pie junto a la cama, esperando el chaparrón de su ira, pero ella se limitó a sentarse en el borde del lecho, descansó los brazos sobre sus rodillas, y la barbilla entre las manos, como si acabara de salir de una terrible pesadilla y no pudiera soportar verse despierta.

Tosió. Era una tos seca, de pecho. Y su aspecto era realmente lamentable.

Al verla así, decidí no decirle nada entonces, y me fui a preparar su desayuno. Bebió el café cuando se lo llevé, y comió un poco de potaje. Por lo visto, había suspendido el ayuno. Pero inmediatamente después volvió a su posición anterior, con la cabeza entre las manos. Me di cuenta de que su juego ahora era provocar mi compasión. Parecía totalmente vencida, pero creo que todo era una pose para hacerme caer de rodillas a su lado, pedirle perdón, o alguna tontería por el estilo.

—¿Quiere que le dé unas píldoras de Coltrex? —le pregunté.

Porque me convencí de que, en efecto, estaba muy acatarrada.

Asintió con un movimiento de cabeza, la cual tenía aún entre las manos, y subí a buscar el remedio. Cuando regresé con él, no había cambiado de posición. Se veía claramente que estaba representando un drama, por lo cual pensé: «Bueno, ahí te quedas para representarlo sola. Yo no tengo prisa, y puedo esperar». Le pregunté si quería algo, y me respondió que no con la cabeza. Me retiré.

A la hora del almuerzo seguía en cama. Cuando me acerqué, miró sobre el embozo de la ropa y me dijo que no quería más que un poco de sopa y una taza de té, que le llevé poco después, y me retiré. Lo mismo, poco más o menos, ocurrió a la hora de la cena. Me pidió unas aspirinas. Apenas comió dos o tres bocados. Pero ése era el mismo juego que había puesto en práctica otras veces. Durante todo aquel día apenas cruzamos veinte palabras.

Al día siguiente, lo mismo. Permaneció en la cama, pero estaba despierta cuando entré por la mañana, porque me di cuenta de que me estaba esperando.

—¿Cómo está? —le pregunté, pero ella se quedó inmóvil, con la mirada clavada en mí, sin contestarme—. Si cree que me va a conmover con todo eso de quedarse en cama como si estuviese enferma, está muy equivocada. ¡Ya no me dejo engañar tan fácilmente!

Eso hizo que, por fin, hablara. Y me dijo, furiosa:

—¡Usted no es un ser humano! ¡Usted no es más que un sucio gusano! ¡Sí, un asqueroso gusano!

Fingí no haberla oído, y me fui a buscarle el desayuno. Cuando volví con la bandeja, me dijo:

—¡No se acerque a mí!

Su voz destilaba veneno.

—¿Qué ocurriría si yo me fuese definitivamente y la dejara encerrada aquí? ¿Qué haría?

—¡Si tuviera las fuerzas suficientes para matarlo, lo haría! ¡Cómo mataría a un escorpión! ¡Y lo haré en cuanto me encuentre mejor! ¡Jamás lo denunciaría a la Policía, porque me parece que la prisión no es castigo bastante para usted! ¡No, le daría la muerte!

Comprendí que estaba indignada de verdad, porque su juego le fallaba. Yo también estaba acatarrado y sabía muy bien que no era nada del otro mundo.

—Lo que pasa es que usted habla demasiado —respondí—. Se olvida de quién es el que manda aquí. Nada me resultaría más fácil que olvidar su existencia en este sótano. Nadie se enteraría.

Al oír tales palabras, cerró los ojos y no contestó.

Me fui entonces. Saqué la furgoneta y me dirigí a Lewes, para comprar los alimentos del día. A la hora del almuerzo, parecía dormir cuando le anuncié que estaba listo, pero hizo un pequeño movimiento. Me marché.

Todavía estaba en la cama al llegar la hora de la cena, pero sentada y leyendo el volumen de Shakespeare que yo le había comprado.

Le pregunté, sarcásticamente, claro, si se sentía mejor.

Ella continuó la lectura, sin responderme, y estaba a punto de arrancarle el libro de las manos para darle una lección, pero, con un gran esfuerzo, conseguí dominarme. Media hora después, tras haber cenado yo también, bajé de nuevo al sótano y vi que no había comido nada. Cuando hice un comentario al respecto, me contestó:

—Me siento muy mal. ¡Estoy segura de que esto es gripe!

Pero fue lo suficientemente estúpida para agregar inmediatamente:

—¿Qué haría usted si yo necesitara un médico?

—Espere y lo verá —respondí.

—¡Me duele terriblemente el pecho cuando toso!

—Lo que tiene no es más que un simple catarro.

—¡No es un catarro! —me gritó.

—¡Claro que es un catarro! —dije—. ¡Y déjese de representar dramas, porque sé perfectamente cuál es su juego!

—¡No estoy representando!

—¡Ah, no! Usted no ha representado en su vida, ¿verdad? ¡Claro que no!

—¡Oh, Dios…! ¡Usted no es un hombre! ¡Si lo fuese…!

—Repita eso —dije. Había bebido más champaña en la cena, por lo cual no estaba en un estado de ánimo muy propicio para tolerar aquellas tonterías suyas.

—¡Dije que usted no es un hombre!

—Muy bien —contesté—. ¡Levántese de la cama! ¡Desde este mismo momento soy yo quien va a dar las órdenes aquí!

Ya había soportado bastante. La mayoría de los hombres habrían llegado a este punto mucho antes que yo. Me acerqué y, de un tirón, le arranqué las ropas de cama y la cogí por un brazo, tirando fuertemente. Ella empezó a retorcerse y a luchar, arañándome en la cara.

—¡Ahora voy a darle una buena lección! —dije.

Tenía las cuerdas en el bolsillo, y después de luchar un rato conseguí atarle las manos y luego amordazarla. Si apreté las ataduras, la culpa fue de ella. Por fin la até a la cama y subí a buscar la cámara fotográfica. Ella se resistió duramente, claro, sacudiendo la cabeza y mirándome como si quisiera asesinarme con la mirada. Luego intentó el recurso de la blandura, pero yo no cedí ni un instante. Le quité las ropas, y al principio se negó a hacer lo que le ordenaba, pero al final se quedó quieta y me obedeció, porque le dije que me quedaría allí hasta que lo hiciera. Saqué las fotos que quería, hasta que ya no me quedaban más lamparitas de flash.

No fue culpa mía. ¿Cómo podía sospechar que ella estaba mucho más enferma que lo que parecía? Su aspecto era simplemente el de una persona con un catarro.

Aquélla misma noche revelé las fotos y saqué copias. Las mejores eran aquellas en que no aparecía su cabeza. Claro, con la mordaza, no quedaría muy bien. Aparte aquéllas, las mejores eran cuando estaba de pie, con zapatos de tacón alto, vista de espalda. Las manos atadas a la cama daban a las fotos un motivo interesante. Puedo decir que quedé ampliamente satisfecho con lo que había obtenido.

Al día siguiente, cuando entré en el sótano, estaba levantada y con la bata puesta, como si me estuviese esperando. Me sorprendió enormemente lo que hizo. Dio un paso hacia mí, y cayó de rodillas a mis pies. Como si estuviese ebria. Tenía el rostro muy congestionado, según observé. Me miró, y vi que lloraba y que estaba muy agitada.

—¡Estoy muy enferma, Ferdinand! —me dijo—. ¡Tengo pulmonía o pleuresía! ¡Es necesario que vaya a buscar un médico sin perder tiempo! ¡Me siento mal, muy mal!

—Levántese y vuelva a la cama —le ordené. Y me fui a buscar su desayuno.

Cuando volví, le dije:

—Usted, sabe perfectamente que no está enferma. Si tuviese pulmonía, no podría estar de pie ni un momento.

—¡No puedo respirar de noche! Me duele mucho aquí, y tengo que acostarme del lado izquierdo. ¡Por favor, tómeme la temperatura! ¡Tómemela!

Le tomé la temperatura y, efectivamente, era muy alta, pero yo sabía que había maneras de elevarla artificialmente.

—¡El aire es tan sofocante aquí…! —se quejó.

—¡Hay aire de sobra! —contesté.

La culpa era suya, por haber empleado aquella treta antes.

Pero fui a Lewes y conseguí que el farmacéutico me diese algo que, según me dijo, era muy bueno para congestiones, así como unas píldoras antigripales y un inhalador, todo lo cual le administré sin que ella se opusiera. Intentó comer algo a la hora de la cena, pero no pudo, y vomitó. Entonces me dio la impresión de que se encontraba muy decaída, y por primera vez puedo decir que tuve motivos para creer que lo de su enfermedad era cierto. Tenía el rostro muy congestionado, y algunos mechones de su pelo se adherían a las sienes, húmedas por la transpiración. Pero pensé que todo eso podía ser deliberado.

Limpié lo que había devuelto y le di las medicinas. Me disponía a retirarme cuando me pidió que me sentase en la cama, a su lado, para que no tuviera que forzar la voz.

—¿Cree usted que yo podría dirigirle la palabra si no estuviese gravemente enferma, después de todo lo que me ha hecho?

—Usted provocó todo lo que ha sucedido —respondí.

—¡Pero usted tiene que darse cuenta de que estoy grave, muy grave! —replicó ella.

—Es una simple gripe —dije—. ¡En Lewes hay una especie de epidemia de ese mal!

—¡No es gripe! ¡Lo que tengo es pulmonía! ¡Apenas puedo respirar, porque me duele terriblemente!

—Verá cómo no será nada —dije—. Ésas píldoras amarillas la mejorarán muy pronto. El farmacéutico me dijo que son buenísimas. Lo mejor que se elabora para eso.

—Usted, al negarse a traerme un médico, está cometiendo un verdadero asesinato. ¡Va a matarme!

—Le digo que lo que tiene no es nada. Una fiebrecita y nada más. En cuanto mencionó al médico, sospeché.

—¿Quiere hacerme el favor de enjugarme la cara con la toalla?

Fue una cosa rara. Hice lo que me pedía y, por primera vez en muchos días, me inspiró compasión. Aquello era trabajo para una mujer, no para mí. Quiero decir que en momentos como aquél, una mujer necesita la ayuda de otra mujer. Me dio las gracias.

—Bueno. Voy a retirarme —dije.

—¡No, no se vaya, por favor…! ¡Me moriré! —e intentó cogerme un brazo.

—¡No sea tonta! —le dije, pero sin irritación.

—¡Tiene que escucharme…! ¡Es necesario que me escuche! —exclamó. Y de pronto se echó a llorar desconsoladamente.

Vi que sus ojos se llenaban de lágrimas, y golpeaba la cabeza de un lado a otro sobre la almohada. Ya me inspiraba verdadera lástima, por lo cual me senté en la cama, le di un pañuelo y le dije que iría a buscar a un médico si supiera que estaba verdaderamente enferma. Hasta le dije que la amaba locamente todavía, que estaba arrepentido de todo, y muchas cosas más. Pero ella seguía llorando, y parecía que apenas me oía. Ni siquiera cuando le dije que su aspecto era mucho mejor que el del día anterior, lo cual, por cierto, no era verdad.

Al fin se calmó y se quedó tendida con los ojos cerrados durante un rato. En un momento en que yo me moví, me dijo:

—¿Quiere hacer una cosa que voy a pedirle?

—¿Qué es?

—¿Quiere quedarse aquí, conmigo, y dejar la puerta abierta para que entre un poco de aire?

Accedí, ¿qué iba a hacer?, y apagamos las luces del sótano. Quedamos solamente con la luz del otro sótano, y me senté a su lado durante un largo rato. De pronto, observé que respiraba de una manera rara, como si estuviese agitada después de una larga carrera o de haber subido muchos escalones corriendo. Me dijo que se asfixiaba, y me habló varias veces. Una de ellas dijo: «No, por favor, no», y otra me parece que pronunció mi nombre, pero todo ello tan confuso que no se la podía entender bien.

Por fin me pareció que se había quedado dormida. La llamé por su nombre, y no me contestó. Entonces salí y cerré la puerta con llave. Luego puse la alarma del despertador para una hora temprana de la mañana.

Pensé que se había quedado dormida muy fácilmente, y que a lo mejor aquellas píldoras la mejoraban y a la mañana siguiente estaría ya en camino de una franca recuperación, pasado ya lo peor del mal. Hasta creí que aquella enfermedad era una ventaja, porque de no haber caído enferma, seguramente habríamos tenido escenas violentas como las de días antes.

Lo que trato de decir es que todo ocurrió de la manera más inesperada. Sé que lo que hice al día siguiente fue un error, pero hasta aquel día creí que estaba obrando de la mejor manera y dentro de mis derechos.