Fin

Era el primer día de primavera. Sentada en la repisa de la ventana, Valentina contemplaba el cementerio de Highgate. El sol de la mañana entraba sesgado, la atravesaba y caía sobre la gastada alfombra azul. Los pájaros revoloteaban por encima de los árboles, cargados de hojas nuevas; un coche hizo crujir la grava del aparcamiento de St. Michael’s. El mundo exterior era brillante, limpio y ruidoso. Valentina dejó que el sol la calentara. Gatita saltó sobre su regazo y ella le acarició la blanca cabeza mientras miraba cómo unas palomas construían un nido en lo alto del mausoleo de Julius Beer.

Julia aún no se había despertado. Últimamente dormía estirada como si tratara de ocupar el máximo espacio en la cama. Tenía la boca abierta. Valentina se levantó con la gata en brazos y fue hasta la cama. Se quedó un momento mirando a su hermana y le metió un dedo en la boca, pero ella no pareció notar nada. El fantasma volvió a la repisa.

Julia despertó una hora más tarde. Valentina no estaba, así que se duchó, se vistió y preparó el café. El silencio reinante en el edificio la inquietó. Robert se había mudado; el piso de arriba todavía no se había vendido (tal vez porque seguía lleno de cajas). «Quizá debería buscarme un perro. ¿Dónde se consigue un perro en Londres?». Los ingleses eran unos fanáticos de las mascotas; quizá no fuera tan sencillo como ir a la perrera y escoger uno. Quizá hubiera que superar algún tipo de prueba. Imaginó lo que pensarían los encargados de las adopciones de perros cuando vieran que vivía como una huérfana solitaria en el enorme y silencioso edificio de Vautravers. «Quizá debería hacer como esas mujeres que tienen un centenar de gatos. Podrían ocuparlo todo. Podría dejarlos entrar en el piso de Martin; sería como una Disneylandia para felinos. Se lo pasarían bomba».

Se llevó la taza a la mesa del comedor, que estaba cubierta de bolígrafos y papeles escritos con la caligrafía de Valentina. Los encargados de las adopciones de perros pensarían que Julia estaba loca. Empezó a recoger las hojas. Volvió a la cocina con decisión y las tiró a la basura. Cuando regresó al comedor, encontró a Valentina de pie junto al balcón, con Gatita sobre el hombro. Julia suspiró.

—No puedo dejar todo eso tirado por ahí —alegó—. Queda raro.

Valentina la desdeñó e hizo el gesto que siempre habían empleado para pedir la cuenta en los restaurantes: simuló escribir en la palma de una mano.

—Vale —dijo Julia. Tomó un sorbo de café, que ya estaba frío, sólo para demostrar a Ratoncita que no pensaba obedecerla ciegamente.

Ella esperó, paciente, junto a su silla; Julia se sentó, acercó una hoja de papel, cogió un bolígrafo y lo sostuvo sobre la hoja.

—Adelante —indicó.

Valentina se inclinó; la gata saltó a la mesa y se quedó de pie sobre el papel. Valentina la apartó y puso una mano sobre la de Julia.

YA SE CÓMO HACERLO.

—¿Hacer qué?

CÓMO SALIR.

—Ah. —Julia miró a su hermana con resignación—. De acuerdo. ¿Cómo?

HACE FALTA UN CUERPO. ABRES LA BOCA, SALES FUERA.

—¿Salgo fuera y abro la boca?

Valentina negó con la cabeza.

ABRES LA BOCA, CIERRAS LA BOCA, Y ENTONCES SALES FUERA.

Julia abrió la boca como si estuviera en la consulta del dentista, la cerró y apretó los labios; luego señaló la ventana.

—¿Así?

Valentina asintió.

—¿Ahora?

El fantasma asintió de nuevo.

—Voy a buscar los zapatos.

Valentina cogió a Gatita de la Muerte y esperó a Julia en el salón. Le pareció vislumbrar un rastro de su propio reflejo en los espejos, pero no estaba muy segura.

Julia volvió con uno de los jerséis favoritos de Elspeth, de cachemira celeste y botones de nácar. Valentina la observó, luego se inclinó hacia su hermana y la besó en los labios. Julia percibió ese beso como el fantasma de todos los besos que le había dado Ratoncita. Sonrió y se le empañaron los ojos.

—¿Ahora? —repitió, y la otra asintió con la cabeza.

Julia abrió la boca al máximo y cerró los ojos. Notó que se le llenaba de una especie de humo denso; abrió los párpados y trató de contener las arcadas. «¿Cómo voy a respirar?». Lo que tenía en la boca empezó a adquirir solidez. Julia lo notó en la garganta; tosió y jadeó. Era como una de esas bolas de pelo que regurgitan los gatos. Cerró la boca. Trató de respirar y notó que aquella cosa se volvía más pequeña y pesada, dejando espacio libre, y que se instalaba entre su lengua y el velo del paladar. Tenía un sabor metálico y se movía poco pero de manera constante, como un chiquillo nervioso que trata en vano de mantenerse quieto. Echó un vistazo al recibidor. Valentina y Gatita habían desaparecido.

«Nos vamos, chicas». Traspuso el umbral y salió al rellano. Valentina y la gata seguían dentro de su boca. Bajó la escalera a todo correr y salió por la puerta de Vautravers mientras el extraño bulto seguía temblando en su lengua. Corrió junto a la fachada lateral del edificio hacia el jardín trasero; llegó a la puerta del muro y metió la llave en la cerradura. Logró abrir la puerta, entró en el cementerio y abrió la boca.

Entonces Valentina salió volando. Quedó suspendida un momento, extendida en la brisa de la mañana como un arco iris creado por una manguera de jardín. Gatita de la Muerte estaba fundida con ella, y mientras Julia las miraba, empezaron a separarse y adquirir resolución.

Valentina notó que la brisa la transportaba, la extendía, la separaba de su mascota. Al principio no veía ni oía nada, pero después sí. Julia se quedó de pie abrazándose el torso, con una triste sonrisa en los labios, contemplando a su hermana.

—Adiós, Valentina —dijo con lágrimas en los ojos—. Adiós, Gatita.

«Adiós, Julia, adiós». La gata se escabulló de los brazos de Valentina, saltó al tejado de las catacumbas y se adentró corriendo en el cementerio. Valentina se volvió y la siguió.

Sus sentidos se abrieron de par en par, como puertas y ventanas. Todo le hablaba, le cantaba; la hierba, los árboles, las piedras, los insectos, los conejos, los zorros: todos se detenían para ver pasar volando al fantasma; todos le gritaban, como si hubiera estado mucho tiempo lejos de casa y fueran los espectadores de su desfile de la victoria. Valentina atravesó lápidas y arbustos, deleitándose con su densidad y su frescor. Gatita la esperaba bajo el cedro del Líbano, y Valentina la alcanzó. Juntas sobrevolaron la Egyptian Avenue y descendieron por el sendero principal. Si había otros fantasmas, Valentina no los veía: era la naturaleza lo que la saludaba; los ángeles de las tumbas eran sólo piedras. Valentina veía a través de los objetos y también en el interior de éstos. Vio los profundos pozos de las tumbas donde se amontonaban los ataúdes; vio los cadáveres que había dentro de esos ataúdes: cuerpos convertidos hacía ya mucho en huesos y polvo, en posturas anhelantes y con gestos de súplica. Sintió un ansia, un deseo visceral, casi frenético, de encontrar su propio cuerpo. Voló cada vez más deprisa —los objetos pasaban formando un borrón de verdes y grises— hasta que por fin halló el pequeño refugio de piedra con la inscripción «NOBLIN», la pequeña puerta de hierro que no suponía ningún obstáculo para Valentina, el silencioso espacio interior, el ataúd de Elspeth, el cadáver de Elspeth, los ataúdes y los cadáveres de los padres y abuelos de ésta. Vio su propio ataúd y ya antes de tocarlo supo que estaba vacío. «De modo que es cierto». Vio a Gatita frotándose la cara con ansia contra la caja blanca. Valentina posó las manos en la lustrosa madera del ataúd de Elspeth, como había hecho Robert en una ocasión. «Y ahora, ¿qué?». Cogió a la gata y salió al exterior. Se quedó de pie junto a la puerta, sin saber qué hacer.

Una niña subía por el sendero. Iba tarareando y balanceando una capota, que sujetaba por las cintas, al ritmo de sus pasos. Llevaba un vestido color lavanda, de estilo decimonónico.

—Hola —saludó con educación—. ¿Vienes?

—¿Adónde? —preguntó Valentina.

—Están reuniendo a los cuervos —explicó la niña—. Vamos a volar.

—¿Para qué necesitáis cuervos? ¿No podéis volar solos?

—Es diferente. ¿Nunca lo has hecho?

—Soy nueva —dijo Valentina.

—Ah. —La niña echó a andar, seguida por Valentina—. Perdona, ¿eres norteamericana? ¿De dónde has sacado tu gato? Aquí nadie tiene uno. Cuando vivía, yo tenía una gata que se llamaba Maisie, pero no está aquí…

Valentina la siguió por la sección del cementerio reservada a los Disidentes, donde había muchos fantasmas charlando en pequeños grupos. A los árboles los habían podado no hacía mucho; era una zona despejada, con tocones que sobresalían entre las tumbas. Los fantasmas observaron a Valentina y luego desviaron la mirada. Ella se preguntó si debía presentarse. La niña se había alejado; entonces regresó arrastrando a un hombre gordísimo que iba vestido como para una cacería del zorro.

—Éste es mi papá —dijo la pequeña.

—Bienvenida, señorita —dijo el hombre a Valentina—. ¿Le gustaría unirse a nosotros?

Ella vaciló; no le gustaban las alturas. «Pero ¿por qué no? —se dijo—. Estoy muerta. Ya nada puede dañarme. Puedo hacer lo que quiera».

—Sí —contestó—. Con mucho gusto.

—Espléndido —asintió el hombre. Levantó un brazo y un cuervo enorme descendió volando y se dejó caer ante ellos, graznando y pavoneándose.

Valentina pensó: «Es como llamar a un taxi». Al poco rato había centenares de aves pululando. Los fantasmas se encogieron hasta alcanzar el tamaño adecuado para saltar cada uno sobre un cuervo. Valentina los imitó. Rodeó a su pájaro por el cuello con un brazo etéreo mientras sujetaba a Gatita con el otro, al tiempo que se agarraba al cuerpo del ave con las rodillas.

La enorme bandada se elevó sobre el cementerio de Highgate a la vez, y los fantasmas con ella; sus trajes oscuros y sus ondeantes sábanas aleteaban en el cielo. Sobrevolaron Waterlow Park, viraron para pasar sobre el Heath y siguieron hasta el Támesis. Luego remontaron el curso del río hacia el este, dejando atrás el Parlamento y Westminster Bridge, el Embankment, London Bridge, la Torre… Valentina se sujetaba con fuerza a su cuervo. Gatita le ronroneaba al oído. «Qué feliz soy», pensó sorprendida. El sol atravesaba a los fantasmas sin debilitarse, pero las sombras de los cuervos oscurecían el río.

Cuando Valentina se hubo perdido de vista, Julia se quedó de pie escuchando a los pájaros junto a la puerta verde. Luego volvió a su piso y se preparó otra taza de café. Se sentó en la repisa de la ventana y desde allí vio mecerse los árboles del cementerio, entre cuyas hojas asomaban los destellos de las blancas lápidas. Escuchó el silencio de la casa, el zumbido de la nevera, el débil chasquido que producían los números de la vieja radio despertador al cambiar. «Sí, voy a hacerme con un perro», se dijo. Pasó la tarde quitando el polvo y después de cenar habló por teléfono con Theo. Fue a acostarse satisfecha y sola, y esa noche no soñó nada.

Había sido un día muy intenso: los campos que rodeaban la casita estaban de un verde radiante, y el cielo de Sussex era tan azul que hería los ojos. Elspeth había salido a dar un paseo con el bebé a última hora de la tarde. El pequeño sufría de cólicos, y a veces pasear era lo único que lo tranquilizaba. Ahora respiraba acompasadamente, dormido en su mochilita, apretado contra el pecho de Elspeth. Ésta llegó al largo camino que conducía hasta su casa. Ya había oscurecido, pero la luna estaba casi llena y le permitía ver su propia sombra, que avanzaba ante ella por el camino. El rumor de los insectos de verano le llegaba de todas partes, un coro titilante que se extendía como un manto acústico sobre los campos.

Llevaba semanas observando atentamente a Robert. Después de mudarse allí, habían pasado una mala temporada. Él no se adaptaba a la amplitud, a la tranquilidad; echaba de menos el cementerio y cogía el tren para ir a Londres con cualquier pretexto. Apenas hablaba con Elspeth; era como si se hubiera retirado a su propio Londres invisible y viviera allí sin ella. Su manuscrito, extenso e intacto, reposaba sobre su mesa. Entonces nació el bebé y Elspeth se encontró en un mundo puramente físico: el sueño era un premio efusivo, y la lactancia, mucho más complicada de lo que recordaba. El niño lloraba y la madre también, pero al final Robert salió de su estupor y se fijó en ella. Parecía casi maravillado con el bebé, como si hasta ese momento hubiera creído que Elspeth bromeaba sobre su embarazo. Y, sorprendida, ella comprobó que el nacimiento del bebé consiguió lo que ella no había conseguido: lograr que Robert volviera a su tesis.

Llevaba meses trabajando, absolutamente concentrado en medio del caos que acompañaba al niño. Elspeth caminaba de puntillas alrededor de Robert, temiendo romper el hechizo, pero él le aseguraba que no había necesidad. Decía que, curiosamente, el barullo lo ayudaba.

—Es como si la tesis quisiera terminarse —le explicó, y todas las noches la impresora runruneaba y expulsaba unas páginas cada vez más prístinas.

Esa noche Elspeth percibió una pausa, un suspense: la realidad se estaba adaptando a un nuevo patrón. Iba a pasar algo; el manuscrito estaba casi terminado. Salió con el bebé a la oscuridad, entre dos campos de dulce fragancia, y se regocijó. «Estoy aquí. Estoy viva». Tocó a su hijo, notó la suavidad de su cabeza en las frías palmas. La acarició la pena, siempre presente, y recordó a Valentina tendida en el suelo del dormitorio. Elspeth no tenía respuesta ni defensa contra esa imagen. Apareció, vívida, en su pensamiento, y luego se desvaneció. Siguió caminando.

La casita le recordaba un farolillo, con sus ventanas iluminadas de naranja. Todas las luces estaban encendidas. Elspeth cruzó el jardín y entró en la cocina por la puerta trasera. El rumor de los insectos llegaba amortiguado. En la casa reinaba el silencio.

—¿Robert? —llamó en voz baja.

Entró en el salón. No había nadie. En la mesa del estudio había un pulcro montón de hojas: Historia del Cementerio de Highgate. Las notas y las carpetas habían desaparecido. La escena tenía un aire de irrevocabilidad.

—¿Robert? —repitió, sonriendo.

No estaba en casa. No volvió esa noche. Pasaron los días, y al final Elspeth comprendió que nunca regresaría.