Encuentros, evasiones, detecciones

Julia paseaba por Long Acre mirando escaparates. Era un sábado soleado de junio, y esa mañana había despertado con el impulso de ir a algún sitio donde hubiera gente; había llegado a la zona comercial pensando que podía comprar un regalo para Theo, o buscar algo bonito para ponerse cuando fuera a visitarlo el fin de semana. Iba vestida de cualquier manera, con los vaqueros del día anterior y una sudadera bajo un abrigo de Elspeth. Se sentía delgadísima, como si apenas llenara la ropa que llevaba. Se había puesto unas botas forradas y caminaba como un astronauta. Entró en una tiendecita de Neal’s Yard que estaba llena de objetos de color rosa: zapatillas de deporte de caña alta, boas de plumas, minifaldas de vinilo. «A Ratoncita le habría encantado todo esto», pensó. Y la imaginó con ella, ambas con esponjosos jerséis de angora y medias de red Day-Glo verdes. Se puso un jersey ante el pecho y se miró en el espejo. Le repugnó su propio reflejo: la chica que la miraba era igual que Valentina cuando tenía gripe. Se dio la vuelta y devolvió el jersey a su estante sin probárselo.

Salió a la calle y se detuvo un momento en la acera, pensando en un Pret que había visto unas calles más atrás y tratando de recordar por qué dirección había venido. Una chica pasó rozándola. Quizá fue su olor, compuesto de jabón de lavanda, sudor y talco, lo que llamó la atención de Julia. La chica caminaba deprisa, esquivando a los turistas. Se movía sin vacilar, sorteando instintivamente a los vendedores ambulantes del Big Issue y a los músicos callejeros. Tenía el cabello castaño oscuro, y sus rizos oscilaban al ritmo de sus pasos. Llevaba un vestido rojo y una esclavina de piel. Julia empezó a seguirla.

Mientras lo hacía, fue poniéndose cada vez más nerviosa. «Según Sherlock Holmes, no se puede disfrazar una espalda. O quizá es Peter Wimsey quien lo dice. No importa: de espaldas, esa chica es idéntica a Ratoncita. Aunque no camina como ella». Valentina jamás habría dado unas zancadas tan decididas en medio de una multitud. La chica se metió en Stanfords, la tienda de mapas, y Julia la siguió.

—Busco un mapa de East Sussex, por favor. —Tenía voz de contralto y un inconfundible acento Oxbridge.

—¿Quieres el mapa de carreteras o el del servicio oficial de cartografía? —preguntó el dependiente.

—Mejor el oficial.

Julia se detuvo junto a una mesa llena de libros sobre Australia mientras la desconocida seguía al dependiente al piso de abajo. Unos minutos más tarde, la chica subió la escalera con una bolsa en la mano y Julia le vio la cara.

Era como Valentina, pero no. Había un parecido extraordinario, pero por otra parte no se asemejaban en nada: la chica tenía las facciones de Valentina, pero su expresión era muy diferente. Iba muy maquillada, con pintalabios oscuro y lápiz de ojos. Tenía ojos castaños y su rostro transmitía una autoestima que Valentina jamás habría alcanzado. Irradiaba seguridad en sí misma.

La muchacha se dirigió a la puerta para marcharse, pero Julia no pensaba permitir que se le escapara.

—Perdona —dijo, y la retuvo por el brazo.

La desconocida se volvió, sorprendida. Julia vio que estaba embarazada. Sus miradas se encontraron. ¿Qué expresaba la de la chica? ¿Sorpresa? ¿Miedo? ¿O sólo desconcierto por el hecho de que una desconocida la sujetara por el brazo?

—¿Qué pasa? —dijo la chica.

Julia la miraba con tanta concentración que a la otra le pareció que se la estaba comiendo. Quería borrarle el maquillaje, desnudarla para comprobar si tenía los lunares y las cicatrices de las vacunas que ella tan bien conocía.

—Suéltame. Me haces daño —dijo la chica. No era la voz de Valentina.

En la tienda se produjo un silencio. Julia oyó rápidos pasos a su espalda. Soltó el brazo. La chica salió a la calle y se alejó a toda prisa. Ella la siguió fuera y la observó mientras se perdía entre la multitud.

Elspeth se esforzó por no correr. Estaba jadeando y trató de reducir el paso. No volvió la cabeza. Vio un Starbucks; entró y se sentó a una mesa. Cuando su corazón se calmó, fue al lavabo, se mojó la cara y se arregló el maquillaje. Escudriñó su reflejo. No había superado la prueba. Estaba cambiada, pero al parecer no lo suficiente: Julia había visto a su gemela bajo la máscara. ¿Era consciente de ello? En ese caso, ¿por qué no la había seguido? ¿Por qué le había parecido tan insegura? Visualizó el rostro de la joven, tan delgado, tan cansado. Se inclinó sobre el lavabo, apoyó los brazos y dejó la cabeza colgando. Su barbilla descansaba sobre el pecho y su vientre se hinchaba como un globo rojo entre sus brazos. Rompió a llorar, y una vez que hubo empezado ya no pudo parar. La esclavina de piel quedó empapada de lágrimas.

Cuando salió del lavabo, las tres mujeres que esperaban turno la censuraron con la mirada. Elspeth decidió no hacer el resto de los recados. Se metió en el metro y salió veinte minutos más tarde en la estación de King’s Cross St. Pancras. Estaba de pie frente a la puerta de su diminuto apartamento buscando la llave cuando Robert abrió desde dentro.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó—. Ya empezaba a preocuparme.

—Tenemos que marcharnos de Londres, Robert. He visto a Julia.

—¿Te ha reconocido?

Elspeth le relató el encuentro.

—Creo que no estaba segura, aunque sí desconcertada. Me ha asustado. Tenemos que marcharnos.

Se encontraban en la diminuta cocina; Elspeth sentada con los codos en la mesa y la cabeza apoyada en las manos, y Robert paseándose alrededor. La cocina era tan pequeña que sólo podía dar unos pocos pasos en cada dirección. Eso la ponía nerviosa. Le recordaba a Julia.

—No hagas eso, por favor.

—¿Adónde podemos ir? —dijo Robert tras sentarse.

—A América. Australia. París.

—Ni siquiera tienes un pasaporte válido, Elspeth. No podemos tomar un vuelo internacional.

—A East Sussex.

—¿Sussex? ¿Por qué?

—Porque es bonito. Podríamos vivir en Lewes y pasear por el Downs todos los sábados por la tarde. ¿Por qué no?

—Allí no conocemos a nadie.

—Precisamente por eso.

Robert se levantó y empezó a andar de nuevo, olvidando que Elspeth acababa de pedirle que no lo hiciera.

—Quizá deberíamos confesar. Así podríamos vivir en mi piso, y al final las cosas volverían a la normalidad.

Elspeth se quedó mirándolo. «Estás completamente loco».

—No, supongo que no —rectificó él mismo al cabo de un momento.

—Podríamos buscar una casita. Tú podrías terminar tu tesis.

—¿Cómo demonios voy a terminar mi tesis si no puedo visitar el cementerio? —exclamó él.

—¿Y por qué no? —repuso Elspeth en voz baja. Notaba las pataditas del bebé.

—Jessica te vio. ¿Qué quieres que le cuente?

—Cuéntale lo que puedas contarle —replicó ella frunciendo el entrecejo—, y que ella saque sus propias conclusiones. No tienes por qué mentir. Basta con que omitas ciertas cosas.

Robert se detuvo para observarle el rostro, aquel rostro prestado. «Así es como lo haces —pensó—. No me había dado cuenta».

—¿Cuánto tiempo llevas planeando irnos a Sussex? —preguntó.

—No lo sé, desde que éramos muy pequeñas. Nuestros padres nos llevaban a menudo a Glyndebourne, y nos apeábamos del tren en Lewes con el resto de los domingueros. Siempre quise vivir en el campo, más concretamente allí. De hecho quería vivir en la ópera, pero supongo que eso no es viable.

—Ah, no lo sé —replicó Robert con irritación—. Supongo que si has sido capaz de volver del otro mundo, seguramente conseguirás vivir donde te propongas.

—Mira, en tu piso no podemos quedarnos —razonó ella.

—No.

—De acuerdo —suspiró Elspeth—. ¿No podemos, al menos, ir a East Sussex y echar un vistazo? ¿Preguntar en una inmobiliaria?

—Vale —cedió Robert. Cogió las llaves de encima de la mesa y su chaqueta.

—¿Adónde vas?

—Me voy. —Al ponerse la chaqueta, se volvió y miró a Elspeth, que tenía una expresión escarmentada que nunca le había visto—. A la British —añadió, ablandándose—. He encargado unos libros.

—¿Nos vemos luego? —preguntó ella, como si no estuviera segura.

—Pues claro.

Caminando por Euston Road al sol, pensó: «Tengo que hablar con Jessica». Entró en la Biblioteca Británica. «No me imagino marchándome de Londres —reflexionó. Metió sus cosas en una taquilla y subió al piso de arriba—. ¿Qué voy a hacer?». Estaba sentado, esperando a que se encendiera la lámpara de su mesa, cuando se le ocurrió la respuesta, y era tan obvia que soltó una carcajada.

Robert y Jessica estaban sentados en la oficina, con la puerta cerrada. El horario de trabajo había concluido, así que en el cementerio no quedaba nadie. Él se lo había contado todo lo mejor que había podido. Había intentado presentar un testimonio completo; no había escatimado nada. Ella lo escuchó sin inmutarse. Estaba sentada a la luz cada vez más tenue, con la yema de los dedos juntas, inclinada hacia delante y mirándolo con seriedad. Al final Robert guardó silencio. Jessica tiró de la cadenilla de la lámpara de su mesa, creando una pequeña isla de luz amarillenta que no alcanzaba a ninguno de los dos.

—Pobre Robert —dijo entonces—. Qué desgracia. Pero supongo que puedes afirmar que has conseguido lo que deseabas.

—Ése es el peor castigo. Si pudiera, lo desharía todo.

—Ya. Pero no puedes.

—No, no puedo. —Robert suspiró—. Será mejor que me vaya. Nos marchamos mañana y todavía he de hacer las maletas.

—¿Volverás? —preguntó ella cuando se levantaron.

—Eso espero.

Encendió la lámpara del techo y siguió a Jessica, despacio, por la escalera.

—Adiós, Robert —dijo ella cuando llegaron a la entrada del cementerio.

Él la besó en las mejillas, salió a la calle y se alejó. «Adiós», pensó Jessica, y esperó en la entrada hasta que él se perdió de vista. Entonces cerró la verja y permaneció de pie en el oscuro patio, escuchando el viento y asombrada ante la insensatez humana.