Al principio, Valentina no era ni sabía casi nada. Tenía frío. Se movía sin rumbo por el piso, expectante.
El tiempo transcurría muy despacio. Valentina no le prestaba atención, pero a medida que pasaban los meses y empezó a comprender que estaba muerta, que Elspeth se había marchado, que estaba atrapada con Julia para siempre y finalmente fue entendiendo qué le había ocurrido, entonces el tiempo se volvió más lento, y el fantasma de la joven tuvo la impresión de que en el piso el aire se había convertido en cristal.
Gatita era su compañera inseparable. Pasaban días enteros persiguiendo charcos de luz, tumbadas sin hacer nada en las alfombras; por la noche veían la televisión con Julia, y cuando ella se acostaba, se sentaban en la repisa de la ventana y contemplaban el cementerio iluminado por la luna. «Es como un sueño infinito, donde nunca pasa nada y puedes volar». Julia parecía buscarla, esperarla; a veces pronunciaba su nombre con incertidumbre o miraba hacia donde estaba ella. En esas ocasiones, Valentina se retiraba a otra habitación, porque no quería que su hermana supiera que estaba allí. Sentía vergüenza.
Pasó el verano y llegó el otoño. Una noche fría y lluviosa, Valentina vio llegar a Robert por el sendero. En el jardín había un letrero que rezaba «En venta»: Martin y Marijke habían decidido desprenderse de su piso. Julia estaba arriba, ayudando a Theo a desempaquetar y volver a empaquetar cajas para la mudanza.
Robert entró en el apartamento. La tarjetita con el nombre de Elspeth seguía colgada en la puerta y le produjo un espasmo de tristeza. Se había quitado los zapatos enfangados abajo y recorrió el pasillo sin hacer ruido hasta llegar al salón. Encendió la lámpara del piano y miró alrededor.
—¿Valentina?
Ella estaba de pie junto a la ventana. Esperó a ver qué hacía él.
—Lo siento, Valentina… no lo sabía.
Ella llevaba meses deseando verlo. Por fin estaba allí, pero se llevó una decepción.
Robert se encontraba en medio del salón, con la cabeza ladeada, como si escuchara, las manos colgando a los costados. Nada se movía. No había ninguna fría presencia, sólo ausencia.
—¿Valentina?
Ella se preguntó si alguna vez la había querido.
Él esperó. Al final, como no recibía ninguna señal, se volvió y salió del piso en silencio. Ella miró por la ventana hasta que lo vio recorrer el sendero y salir por el portón, una oscura silueta en la oscuridad. «¿Adónde vas, Robert? ¿Quién te espera allí?».