Redux

Julia despertó tarde y confundida tras una noche de pesadillas. A su pesar, sus padres se habían marchado a Lake Forest dos días atrás. A la joven la había aliviado verlos marchar, pero el piso se había quedado demasiado silencioso; tenía la impresión de que en Vautravers sólo quedaba ella. Como era domingo, se puso la misma ropa que el día anterior (que era la misma del día anterior y del anterior) y fue andando hasta la tienda de la esquina, cerca de la parada del autobús, a comprar el Observer. Cuando volvió, una moto enorme cerraba el paso en el callejón que conducía a Vautravers. Julia la rodeó con fastidio. Pasó por el portón y entró en la casa sin darse cuenta de que la observaban.

Preparó té y abrió un paquete de galletas de chocolate. Añadió leche a la infusión, lo puso todo en una bandeja junto con sus cigarrillos y se lo llevó al comedor. El fantasma de Gatita estaba enroscado sobre el diario, con un ojo abierto y el otro cerrado. Julia dejó la bandeja en la mesa, alargó una mano con la que atravesó a la gata, cogió el periódico y empezó a separar las secciones. El animal la miró con resentimiento y, levantando una pata trasera, empezó a lamerse las partes. Su postura recordaba la de un violonchelista, pero Julia no la veía, así que no hizo ningún chiste.

Extendió el periódico y se comió una galleta. Se preguntó, distraída, dónde estaría Elspeth y qué estaría haciendo; llevaba semanas sin detectar ninguna señal de ella, salvo alguna corriente de aire frío o una bombilla parpadeante. Fue leyendo una sección tras otra sin molestarse en volver a ordenarlas: Ratoncita ya no estaba, ya no iba a leer el periódico ni a exasperarse por el egoísmo de su hermana. Encendió un cigarrillo. Gatita saltó de la mesa, molesta.

Poco después, cuando ya había terminado de leer el Observer y se estaba fumando el cuarto cigarrillo, Julia oyó ruidos. Parecían pasos; echó la cabeza atrás y miró el techo, que era de donde provenían los sonidos. ¿Sería Martin? ¿Habría vuelto? Apagó el cigarrillo en los posos de té, fue corriendo del comedor al rellano y sin vacilar subió la escalera.

La puerta de Martin estaba entreabierta. A Julia se le aceleró el corazón. Entró.

Se quedó quieta, escuchando. El apartamento estaba en silencio. Oyó piar a los pájaros en el jardín. Las cajas y los contenedores de plástico seguían en la penumbra, cubiertos de polvo. Julia se preguntó si debía llamar y de pronto pensó que quizá no fuera Martin. Se quedó indecisa, recordando aquella primera noche en que su vecino las había despertado con la inundación y ella lo había encontrado fregando el suelo del dormitorio. De eso había pasado mucho tiempo; entonces era invierno, y ahora había llegado el verano. En silencio, despacio, recorrió las habitaciones. Todo estaba en calma. La mayoría de las ventanas seguían cubiertas con papel de periódico, pero algunas estaban destapadas y el sol entraba; los periódicos estaban en el suelo, donde ella misma los había dejado. Avanzó por el salón y el comedor. En la cocina vio que alguien había dejado el tapón de una botella de cerveza y un abridor sobre la encimera. Julia no recordaba haber visto a Martin bebiendo por la mañana, pero en ese momento se preguntó qué hora debía de ser, porque se había levantado muy tarde.

Cruzó el pasillo y se asomó al estudio. Había un joven alto y delgado de pie frente al escritorio, leyendo una hoja que sostenía bajo la lámpara. La escena tenía reminiscencias de Vermeer. El joven estaba de espaldas a Julia. Llevaba vaqueros, una camiseta negra y botas de motorista. Tenía el cabello oscuro y más bien largo. Mientras leía, suspiraba y se pasaba los dedos por el pelo. Si Julia hubiera conocido a Marijke, esos suspiros y ese gesto le habrían indicado quién era el joven al que estaba mirando. Pero como no la había conocido, no tuvo ninguna pista hasta que él se dio la vuelta y le vio la cara.

Julia soltó un grito ahogado y el joven se sobresaltó. Se miraron un momento.

—Perdona —dijo ella.

—¿Quién eres? —preguntó él al mismo tiempo.

—Me llamo Julia Poole. Vivo abajo. He oído pasos…

Él la miraba con curiosidad. Julia pensó en lo que debía de estar viendo: una chica sin arreglar, excesivamente delgada, con el pelo greñudo y vestida con ropa gastada.

—¿Y quién eres tú? —repuso.

—Soy Theo Wells, el hijo de Martin y Marijke. Hace más de dos semanas que no sé nada de mis padres. Normalmente son muy… comunicativos. Pero no me responden al teléfono. Y ahora vengo aquí y él no está. Es rarísimo que no esté. No sé qué… No lo entiendo.

—Ha ido a Ámsterdam a buscar a tu madre —explicó Julia, sonriendo.

Theo sacudió la cabeza.

—¿Ha salido del piso voluntariamente? ¿Se ha subido a un autobús o un tren? Imposible. La última vez que lo vi me costó Dios y ayuda convencerlo para que saliera del cuarto de baño.

—Ha mejorado mucho desde entonces. Ha estado medicándose, y poco a poco se encuentra mejor. Ha ido a buscar a Marijke.

Theo se sentó al escritorio. Julia estaba asombrada de su parecido con su padre: más joven, menos encorvado, de movimientos más espontáneos; sin embargo, las manos y la cara eran iguales a las de Martin. «Qué extraña es la genética». Siempre lo había pensado. Se preguntó si se parecería a Martin en otros aspectos menos visibles.

—No le gustaba tomar antidepresivos —comentó el chico—. Le daban miedo los efectos secundarios. Nosotros intentábamos convencerlo, pero él siempre se negaba.

Theo se pasó las manos por la cara y Julia se preguntó si Valentina y ella ejercían ese efecto sobre la gente, si los demás eran incapaces de ver a una sin pensar en la otra. «Esto es lo que tanto odiaba Ratoncita. La superposición, el entretejido. Que alguien la mirara a ella y me viera a mí». Mirando a Theo veía a Martin. Y eso la excitó.

—Él no lo sabía. Lo engañé. —No supo si Theo lo aprobaba. Parecía ensimismado—. ¿Es tuya esa moto? —preguntó.

—¿Hum? Ah, sí.

—¿Me llevas a dar un paseo?

—¿Qué edad tienes? —preguntó Theo, sonriendo.

—La suficiente. —Julia se sonrojó. «Debe de pensar que soy una niña de doce años»—. Tengo la misma edad que tú.

Él arqueó las cejas.

—En serio —insistió ella.

—Pues demuéstramelo.

—Espera aquí —ordenó Julia—. No te marches sin mí.

—Tranquila, tengo que recoger algunas cosas. Si es que las encuentro —replicó él, mirando las cajas.

Julia bajó la escalera a toda prisa. Se desnudó, se duchó y se plantó ante el armario de Elspeth, confundida. «¿Qué se habría puesto Valentina? No, olvídate de eso. ¿Qué me pondría yo?». Salió con unos vaqueros, con las botas de ante marrón de tacón alto de Elspeth y una camiseta rosa. Se pintó los labios, se secó el cabello y subió al piso de Martin.

Theo estaba acuclillado junto a un montón de cajas.

—Es inútil —se lamentó.

—Seguramente —coincidió Julia.

Él se volvió y la miró.

—Bueno —dijo—. ¿Vamos a dar ese paseo? Tengo un casco de más.

—Sí, vamos —contestó ella.