Edie y Jack permanecieron dos semanas en Londres. Todos los días, antes de desayunar, iban a Vautravers, recogían a Julia y se la llevaban a visitar a viejos amigos, a ver Londres a través del prisma de la infancia de Edie, de la primera época de Jack en el banco, de su noviazgo. La muchacha agradecía estar ocupada, aunque el ritmo parecía forzado y había momentos en que sorprendía a su padre mirando a su madre con gesto de desconcierto, como si las historias de ella no coincidieran exactamente con las que él recordaba.
Un día, cuando llegó la pareja, Robert salió a su encuentro en el jardín delantero.
—Edie —dijo—, necesito hablar contigo. Sólo un momento.
—No os preocupéis, ya subo —declaró Jack.
Edie entró con Robert en el piso de éste. El lugar ofrecía un aspecto abandonado: había pocos muebles y, aunque todo estaba ordenado, ella tuvo la impresión de que se habían llevado cosas.
—¿Te mudas? —preguntó.
—Sí, pero sin prisas. Ya no soporto vivir aquí solo.
La condujo al cuarto del servicio. Estaba casi vacío; sólo había unas cajas llenas de libros de contabilidad, fotografías y otros papeles.
—Elspeth me dejó estos diarios —dijo—. ¿Los quieres?
Ella se quedó con los brazos cruzados en un gesto protector, mirando las cajas.
—¿Los has leído? —quiso saber.
—Algunos —asintió él—. He pensado que para ti tendrán más valor que para mí.
—No, no los quiero —decidió Edie, y lo miró—. ¿Te importaría quemarlos?
—¿Quemarlos?
—Si dependiera de mí, haría una hoguera enorme y lo quemaría todo. Incluso los muebles. Elspeth conservó hasta nuestra cama, la de cuando éramos niñas; cuando entré en su dormitorio y la vi no podía creérmelo.
—Es una cama muy bonita. Siempre me gustó.
—¿Me harías el favor de quemar esto?
—De acuerdo.
—Gracias.
Ella sonrió. Robert nunca la había visto sonreír; su expresión guardaba un doloroso parecido con la de Elspeth. Edie se volvió y él la siguió por el piso.
—¿Va a quedarse Julia aquí? —preguntó al llegar a la puerta.
—Sí. Suponíamos que querría volver a casa con nosotros, pero no. Por lo visto tiene la impresión de que marcharse del piso equivaldría a abandonar a su hermana. —Frunció el entrecejo—. Se ha vuelto muy supersticiosa.
—Es comprensible.
—Gracias otra vez. Has sido muy amable. Ahora entiendo por qué Elspeth y Valentina te querían tanto.
—Lo siento… —dijo Robert sacudiendo la cabeza.
—No pasa nada —lo tranquilizó Edie—. Todo saldrá bien.
Más tarde, aprovechando un momento en que los Poole habían salido, Robert sacó las cajas al jardín trasero y quemó todo su contenido. A la mañana siguiente, Edie detectó una zona chamuscada en el musgo y se alegró.
Un día nublado de mediados de julio, Jack y Edie esperaban sentados en el avión de Chicago, listos para despegar. Ella se había tomado dos copas antes de embarcar, pero eso no la había ayudado mucho. Le corría el sudor por la espalda, las axilas y la frente. Jack le ofreció una mano y ella la cogió.
—Tranquila —dijo él.
—Que tonta soy —se lamentó Edie.
—No digas eso, Elspeth, cariño —repuso Jack, corriendo un riesgo calculado.
El avión se puso en movimiento. A ella le sorprendió tanto oír su verdadero nombre que sólo atinó a mirar a su marido con la boca abierta. Cuando despegaron y Londres empezó a perderse de vista casi olvidó que tenía miedo.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó una vez que el aparato se hubo nivelado.
—Desde hace años.
—Pensé que me abandonarías… —murmuró ella.
—Jamás.
—Lo siento. Lo siento muchísimo.
Y rompió a llorar, entregándose a ese llanto desordenado, entrecortado, incontrolado que siempre había querido evitar. Lloró todo lo que no había llorado en la vida. Jack la miraba y se preguntaba qué pasaría después. La azafata se acercó con un paquete de pañuelos.
—Dios mío, estoy dando un espectáculo —hipó Edie por fin.
—No pasa nada —la calmó Jack—. Este avión va lleno de estadounidenses, o sea que nadie le dará importancia. Están todos viendo la película.
Levantó el reposabrazos que separaba los dos asientos y ella se apoyó en su marido, sintiéndose vacía y extrañamente satisfecha.