Partidas

Julia despertó antes del amanecer. Martin dormía acurrucado, separado de ella. Se levantó sin hacer ruido, fue al cuarto de baño y se vistió. Bajó a su piso, se quitó la ropa y se puso un camisón. Se acostó en su cama y se quedó mirando el techo. Al cabo de un rato, se levantó y se dio una ducha.

Por la mañana, Elspeth despertó en el lecho de Robert. Estiró un brazo, pero él no estaba allí. En su lugar encontró una nota: «He ido a buscar el desayuno. Volveré pronto. R.»

Elspeth se tumbó deleitándose con el tacto suave de las sábanas; con el olor que Robert había dejado en la almohada, mezclado con los aromas de las velas y las rosas; con el piar de los pájaros y con su propia corporeidad.

Le dolía todo, pero no le importaba. Le crujían las articulaciones; notaba la sangre lenta. Le costaba respirar, como si tuviera los pulmones llenos de papilla. «¿Y qué? ¡Estoy viva!». Se incorporó trabajosamente, se enredó con las sábanas. Sabía qué tenían que hacer sus extremidades, pero no respondían como ella esperaba. Rompió a reír. Su risa sonó áspera y como gorgoteante. Consiguió levantarse y dar unos pasos. Cuando llegó a los pies de la cama se detuvo, oscilando, y se miró en el espejo. «¡Oh! —Allí estaba Valentina—. ¿Qué esperabas?». Imaginó a la muchacha en el piso de arriba, sola y fría. «Lo lamento. Lo lamento…». No estaba segura de sus sentimientos, una indescifrable mezcla de triunfo y remordimiento. Miró aquel reflejo que no era ella, el disfraz que se vería obligada a llevar a partir de ese momento. El cuerpo era joven, pero la postura y los movimientos eran los de una anciana: se movía a sacudidas, con cautela, encorvada. «¿Podré vivir así?». Se llevó una mano al corazón, o mejor dicho, donde debería estar su corazón; entonces se acordó y desplazó la mano hacia la derecha, donde encontró sus lentos latidos. «Ay, Valentina».

Abandonó la cama y fue tambaleándose hasta el cuarto de baño. Cuando llegó allí se agachó, despacio, y abrió los grifos de la bañera con gran esfuerzo. «Es como en mis primeros días de fantasma. Ya cobraré fuerzas. Sólo tengo que practicar». El agua salía a chorros. Elspeth no llegaba al tapón, así que el agua se fue por el desagüe. Al final cerró los grifos y se sentó en las frías baldosas, esperando a que volviera Robert.

Después de desayunar, Martin hizo la maleta. No metió muchas cosas dentro; suponía que o bien Marijke lo echaría y él tendría que volver enseguida, o ni siquiera conseguiría llegar allí, así que ¿para qué cargar con mucha ropa? Quizá ella lo dejara quedarse y no volviera ninguno de los dos; quizá hubiera encontrado a otra persona, y Martin sabía que en ese caso preferiría arrojarse al Prinsengracht que regresar solo a casa. Se llevó pocas cosas.

Desconectó el ordenador y recorrió el piso apagando luces. Se le antojó extraño; era como si no lo hubiera visto desde hacía años, como si estuviera soñando ese lugar desconocido, ese gemelo perdido donde se alojaban clones de todos sus objetos personales. Había manchas de luz que entraban por las ventanas de las que Julia había arrancado el papel de periódico. Extendió los brazos y los rayos del sol le iluminaron las palmas de las manos.

Cuando llegó la hora de partir, se quedó de pie junto a la puerta, con una mano en el picaporte y la otra agarrando el asa de su maleta. «No pasa nada. Sólo es la escalera. Has estado allí antes. Allí nunca te ha pasado nada malo. No necesitas contar». Sin embargo, consideró que no estaría de más coger unos guantes. Volvió dentro, buscó un paquete de guantes quirúrgicos y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. Luego abrió la puerta y salió al rellano.

«Ya está. He salido del piso». Evaluó la situación. Notaba cierta presión en el pecho, pero no era grave. Cerró la puerta con llave. «Todo va bien». Empezó a descender la escalera con la maleta. Cuando llegó al rellano del primer piso, se detuvo, se besó la yema de los dedos y tocó la puerta donde estaba la tarjeta con el nombre de Elspeth. Entonces siguió adelante.

Llegó a la planta baja y llamó a la puerta de Robert. Oyó que éste se acercaba a la puerta y se quedaba ahí.

—Soy yo —dijo en voz baja.

La puerta se abrió un dedo y Martin vio el ojo de su vecino observándolo. Eso lo enervó aún más. La puerta se abrió del todo y Robert, en silencio, le indicó que pasara. Martin entró arrastrando la maleta antes de que el otro cerrara.

Le impresionó el aspecto de Robert. El cambio era indefinible pero exagerado, como si llevara meses enfermo: tenía unas marcadas ojeras y estaba encorvado, como si le doliera algo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Sí, sí —respondió con una sonrisa. El efecto era grotesco. Carraspeó y añadió—: Estos últimos días he visto unos cuantos milagros, pero éste quizá sea el más fabuloso de todos. ¿Adónde vas?

—A Ámsterdam. ¿Seguro que estás bien?

—Todo bajo control —aseguró Robert—. ¿Sabe Marijke que vas?

—No. Pero, si lo piensas bien, en realidad ella me invitó.

—Me encantaría verle la cara cuando se dé cuenta de que te has atrevido a coger taxis, trenes y autobuses por ella. Se desmayará. —Volvió a sonreír.

De pronto, Martin sintió una necesidad imperiosa de marcharse. Pero antes tenía que hacer una pregunta.

—Robert, ¿se te ocurre alguna razón para que no vaya? ¿Te ha…? ¿Marijke te ha…?

—No —contestó él con firmeza—. Creo que no.

—Bueno, en ese caso… —Una pausa.

—Es un tema complejo.

Martin le tendió la mano. Robert se la estrechó, y al ver que el otro retrocedía, comprendió su error.

—¿La dirección? —preguntó Martin.

—Ah, sí. Toma. —Le entregó un sobre grande.

Martin lo abrió y leyó la dirección.

—Casi acierto, ¿no?

—Por dos calles. Impresionante.

Martin tuvo la sensación de que su vecino quería que se marchara.

—Será mejor que me vaya. Pero… gracias.

—De nada.

Martin se dio la vuelta.

—¿Salió todo bien? —dijo entonces.

—¿Qué?

—La sesión de espiritismo. La cuestión de vida o muerte. —Se quedó tocando casi el picaporte, pensando en Julia.

—Bueno, no salió exactamente como yo esperaba, pero el resultado fue… interesante. Por cierto, ¿cómo te las ingeniaste para que Julia se quedara arriba?

—Cinta aislante y encanto personal. —Abrió la puerta y salió al vestíbulo.

—Llámanos algún día. Cuéntanos cómo te va. —Cerró la puerta ofreciéndole la sonrisa más natural hasta el momento.

Al consultar la hora, Martin vio que debía apresurarse, así que recorrió el vestíbulo y salió a la calle sin mayores dificultades. Cuando había recorrido la mitad del sendero del jardín, se volvió. Julia lo observaba desde la ventana de su gabinete. Él la saludó con la mano y la joven le devolvió el gesto. Entonces miró hacia la ventana del gabinete de la planta baja y vio a una muchacha —«¿Julia?»— sentada en la habitación en penumbra. «No puede ser ella. Qué raro». Sacudió la cabeza, miró a la joven y sonrió. La muchacha se quedó contemplando cómo se dirigía al portón con la maleta en la mano. «¿Qué habrá visto?», se preguntó.

Tras mirar cómo desaparecía por el portón, Elspeth lo despidió mentalmente: «Adiós, querido amigo». Oyó que Robert entraba en la habitación. Se puso detrás de ella.

—Míralo, ¿no es increíble? —dijo él en voz baja.

—Un acto de auténtico heroísmo. Debe de estar aterrorizado.

—Parecía muy tranquilo. Julia lleva tiempo dándole pastillas sin que él lo sepa.

—Ah. Espero que el efecto dure lo suficiente para permitirle llegar hasta la puerta de Marijke.

—Martin asistió a tu funeral.

—¿En serio? Qué tierno. Y qué valiente.

—Mucho.

—¿Por qué sólo «interesante», Robert? —preguntó Elspeth.

—¿Perdona?

—Le has dicho a Martin que el resultado final fue «interesante». ¿Preferirías que hubiera vuelto Valentina en mi lugar?

—Es que no consigo justificar que la haya sacrificado a ella para tenerte a ti.

Elspeth se volvió con cierto esfuerzo y lo miró.

—¿Qué crees que pasó exactamente anoche?

Robert estaba de pie cerca de ella, mirándola sin tocarla.

—No pude ver nada hasta que tú entraste… en el cuerpo de Valentina —respondió tras un breve titubeo—. Lo único que sé es que estás aquí, y ella no. ¿Qué quieres que piense?

—No lo consiguió. No tenía suficiente fuerza. Podría haberla devuelto unos minutos después de su muerte; pero había pasado demasiado tiempo. Para llevar a cabo lo que nos proponíamos, ella tendría que haber sido un fantasma muy fuerte, como yo. Piensa que tardé meses en lograr mover un cepillo de dientes, no digamos ya un cuerpo. —Se llevó la mano al pecho—. Al principio tienes que hacerlo todo a base de empujar y desear. Tienes que respirar con unos pulmones que no sabes hacer funcionar. Tienes que obligar a la sangre a circular. Tienes que conservarte en el cuerpo, convertirte en él. Valentina sólo era una especie de neblina. Permaneció suspendida encima del cadáver y de pronto… se dispersó. Y pensé: «Vale, pues me lo quedo yo».

—Pero ¿no crees que ella lo sabía? ¿No crees que decidió no volver?

—No lo sé. No recuerdo muy bien esa fase.

—Entonces, todo fue un engaño. Nunca habría funcionado. Ella no habría podido volver. ¿Por qué no se lo explicaste antes?

—¿Cómo iba a saberlo? No somos científicos, fuimos improvisando. De todas formas, Valentina se habría suicidado.

—No, quizá hubiera huido. Sólo pretendía alejarse de Julia; no morir.

—Estaba enamorada de ti —apuntó Elspeth—. Deseaba ser tu chica ideal, pero tú estabas enamorado de un fantasma. Ahora tu fantasma vive, mientras que Valentina es un espíritu. —Hizo una pausa—. ¿Qué piensas hacer?

—No lo sé. No puedo… Ahora mismo sólo me desprecio por haber participado en esto, Elspeth.

—¿Vas a dejarme por tu nuevo fantasma?

Robert se apartó. Hablaban en voz muy baja, por temor a que los oyera Julia, y en cierto modo eso acrecentaba el horror que Elspeth inspiraba en Robert; de repente, esa discusión susurrada en el salón en penumbra le pareció dolorosamente absurda.

—Me dijiste que querías que volviera… Querías que volviera…

Robert no pudo contestar.

Julia estaba ante la puerta de Robert, sin llamar todavía, con los ojos clavados en la tarjetita que rezaba «FANSHAW». «Sé que estás ahí». Dentro no se oía ningún ruido. «¿Qué miraba Martin?». Trató de inventar una excusa verosímil para estar plantada delante de aquella puerta, pero no se le ocurrió ninguna. Así que llamó.

En el salón, Elspeth y Robert, callados, aguzaron el oído. Al final, ella lo miró a él, que se inclinó para escucharla mejor.

—Saldré por atrás —le dijo al oído—. Tú ve a ver qué quiere.

Robert la ayudó a quitarse los zapatos y caminar hasta la puerta trasera. Una vez fuera, Elspeth se sentó en la escalera de incendios, respirando enérgicamente, con los zapatos en las manos.

Él fue muy despacio hasta la puerta, se detuvo un momento y abrió. Julia parecía cansada y consternada; llevaba el vestido torcido, mal abotonado, y tenía las manos entrelazadas delante del cuerpo, como una penitente.

—Hola. —«Lo siento mucho, Julia. He matado a tu hermana».

—Hola. —«Estás hecho polvo, Robert».

—¿Te encuentras bien? —«No pretendía matarla. Ella insistió».

—¿Puedo entrar? —«¿Qué escondes?».

—Sí, claro. Pasa. —«No salió como ella esperaba».

Julia entró en el recibidor. Avanzó unos pasos y se dio la vuelta.

—¿Puedo echar un vistazo?

—¿Por qué?

Ella no contestó, pero corrió hasta el salón y se quedó allí mirando un momento; a continuación se dirigió al gabinete y el comedor, cruzó el pasillo y entró en el dormitorio, ladeando, contempló las velas y las rosas, las cerillas usadas, las sábanas revueltas. Entró en el cuarto de baño y salió con un peine en la mano. Unos cabellos plateados flotaban como iridiscentes tentáculos de una criatura de las profundidades marinas.

—Esto es de Valentina.

—Sí.

—¿Dónde está?

—Julia…

—Ya lo sé, pero… aquí pasa algo raro. —La joven se volvía una y otra vez, buscando la explicación a lo que estaba ocurriendo—. No siento que Valentina esté muerta.

—Lo sé —dijo Robert con un gesto de asentimiento.

—Está aquí.

—No. Julia… Ya sé que parece imposible, pero está muerta.

—No —insistió ella, e inició un nuevo recorrido por el piso. Robert la siguió.

—¿Quieres desayunar algo? Tengo huevos y zumo de naranja.

Julia no le hizo caso y siguió deambulando por las habitaciones, como si la velocidad fuera a proporcionarle una respuesta. En el comedor, se volvió hacia Robert.

—Tú tienes la culpa. Tú la mataste. —Esas afirmaciones recogían tan bien la propia opinión de él que no pudo contestar. Se quedó con los brazos colgando a los costados, dispuesto a aceptar el veredicto—. Tú… Si no hubieras… Mataste a Elspeth, y luego a Valentina.

Robert comprendió entonces que Julia sólo pretendía hacerle daño.

—Elspeth murió de leucemia. Valentina tenía asma. —«Con qué delicadeza puede esquivarse el asunto gracias al lenguaje. Qué absurdo».

—Pero… no sé, no lo entiendo. ¿De qué murió?

—No lo sé, Julia.

Ella lo miraba con fijeza, como esperando a que dijera algo más. De pronto salió precipitadamente de la habitación. Robert la oyó dar un portazo y bajar la escalera a toda prisa.

«Esto es insoportable». Quería ir al cementerio, pasear hasta que desapareciera esa sensación de que cuanto lo rodeaba era demasiado real, demasiado erróneo. Pero Elspeth estaba sentada en la escalera de incendios, así que fue a buscarla. Cuando abrió la puerta, la vio acurrucada en un escalón, triste y lánguida. La levantó y la ayudó a entrar sin decir palabra. Cuando la hubo sentado en su cama, se dejó caer a su lado, mirando en otra dirección.

—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo.

—Claro —coincidió Elspeth, aliviada—. Iremos a donde tú quieras.

Robert salió de la habitación. Ella le oyó marcar un número de teléfono.

—¿James? ¿Puedo ir? Iré acompañado… Cuando llegue te lo explicaré… No, la situación es un poco inusual… Sí. Gracias, vamos para allá.

Martin había imaginado el viaje infinidad de veces. En su imaginación, había episodios muy tangibles y específicos, mientras que otros eran imprecisos. El avión quedaba descartado. No soportaría viajar por el aire, atado, a diez mil metros de altura; le habría explotado el corazón. Así pues, viajaría en tren.

Primero tuvo que convencerse a sí mismo para subir al taxi. El conductor había esperado pacientemente; al final le había abierto la puerta, y le había dejado entrar y salir varias veces, hasta que por fin Martin se sentó y dejó que el taxista cerrara la puerta. Se quedó un rato con los ojos cerrados, pero al final se sintió lo bastante seguro para mirar por la ventanilla. «Ahí lo tienes, el mundo. Mira cuántos edificios nuevos, y qué coches… Hay muchos, y muy raros». Había visto fotografías de esos modelos en anuncios, y ahora los veía con sus propios ojos. Un Prius negro cortó el paso al taxi y en el siguiente semáforo hubo un breve intercambio de hostilidades. Martin volvió a cerrar los ojos.

Nada más entrar en la estación de Waterloo se sintió abrumado. La habían renovado por completo desde la última vez que había estado allí. Llegó con una hora de anticipación. Muy despacio, atravesó la amplia terminal mirando al frente, contando los pasos. La gente lo sorteaba sin detenerse. Pese a su ansiedad, Martin logró discernir una pizca de emoción, de placer por volver al mundo. Pensó en Marijke, en qué diría cuando lo viera, en lo orgullosa que se sentiría de él. «Mira, querida, he venido a visitarte». Se estremeció. Sin darse cuenta, cerró los ojos y adelantó la cara, como si esperara recibir un beso. Unas cuantas personas lo observaron con curiosidad. Martin se quedó quieto ante la pantalla donde se anunciaban los trenes, imaginando el abrazo de su mujer.

Había comprado un billete de primera clase en el Eurostar, sólo de ida, por si eso le daba suerte. Esperó en la sala de embarque, separado del resto de los pasajeros. Consiguió subir al tren y llegar hasta su asiento, al final del vagón. El convoy era más silencioso y estaba más limpio que los que él recordaba. Agachó la cabeza, se cogió las manos y empezó a contar en silencio. El viaje duraba cinco horas. Agradeció no tener que tomar el ferry. El tren avanzaría en línea recta, sobre raíles. No volaría por el aire, no surcaría el mar. Lo único que tenía que hacer era quedarse quieto en su asiento, hacer trasbordo en Bruselas y coger otro taxi. Se sentía capaz de conseguirlo.

Jessica abrió la puerta y vio a Robert, que sostenía a alguien que, a primera vista, le pareció una jovencita herida; la sujetaba por las axilas, como si temiera que fuera a resbalar y caer al suelo. Pese a que hacía un día templado, la desconocida iba envuelta en un chal. Robert tenía la cabeza inclinada sobre la pequeña figura, y lentamente alzó el rostro para mirar a Jessica con expresión de profundo dolor.

—¡Robert! ¿Qué ha pasado? ¿Quién es ésta?

—Lo siento, Jessica. No sabía adónde ir. Pensé que quizá tú podrías ayudarnos.

La joven volvió la cabeza y Jessica le vio la cara. «¿Julia? No».

—¿Edie?

—Jessica —dijo la desconocida, que trató de erguirse y mantenerse en pie sin ayuda.

A Jessica le recordó a un potrillo recién nacido, inseguro pero listo para echar a correr.

—Es Elspeth —dijo Robert.

Jessica estiró un brazo para sujetarse a la jamba de la puerta. Experimentó uno de esos extraños momentos en que la comprensión de la realidad se altera y se llega a admitir, aun sin entenderlo, algo imposible.

—¡Robert! —exclamó—. ¿Qué has hecho?

—¿Todo bien, Jessica? —preguntó James desde el interior de la casa.

—Sí, James —contestó ella tras una pausa. Entonces los miró con incertidumbre y miedo.

—Será mejor que nos marchemos —dijo Robert—. Perdóname. No debí…

—Pero ¿cómo es posible?

—No lo sé —admitió él, comprendiendo la enormidad de su error—. Lo siento, Jessica. Ya volveré cuando lo haya pensado todo con más detenimiento. Sólo te pido que… no menciones esto a Julia ni a sus padres. Creo que es mejor que no lo sepan. —Cogió a Elspeth en brazos y se dio la vuelta.

—Espera, Robert… —dijo la mujer.

Pero él ya se alejaba. Elspeth se sujetaba a su cuello con ambos brazos.

James llegó a la puerta cuando la pareja había alcanzado la acera, y un seto le impidió verlos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Entra —dijo su esposa—. Tengo que contarte una cosa.

Sentado en el tren, Martin veía pasar el mundo. «Todo sigue ahí fuera: los tejados y las chimeneas, los grafitis, los edificios de oficinas y los ciclistas; pronto veré ovejas y ese cielo inmenso que sólo hay en el campo… Antes pensaba que existían dos realidades, la interior y la exterior, pero quizá eso sea poco; no soy la misma persona que anoche, y cuando llegue a casa de Marijke no seré el mismo hombre con quien ella se casó, ni siquiera el mismo al que abandonó… ¿Cómo nos reconoceremos, después de todo lo que ha pasado? ¿Cómo reajustaremos nuestras realidades, que se alejan de nosotros incluso mientras viajamos hacia ellas? —Aferró el bote de vitaminas que Julia le había metido en el bolsillo—. Todo es tan frágil y tan maravilloso… —Cerró los ojos—. Ya viene… Aquí está el futuro… aquí está otra vez…».

En la estación de Bruselas compró un bocadillo de jamón y unas gafas de sol; estaba nervioso, y la protección adicional de las gafas lo tranquilizaba. Se miró en el espejo de la tienda. «Bond, James Bond». El tren Thalys iba más lleno que el Eurostar, pero nadie se sentó a su lado. «Tres horas más». Empezó a comerse el bocadillo.

El taxi lo dejó ante el edificio de Marijke. Se quedó en la sinuosa y estrecha calle, intentando recordar si había estado allí alguna vez; llegó a la conclusión de que no. Se dirigió a la puerta y tocó el timbre. Marijke no estaba en casa.

Martin se vio asaltado por el pánico. No había pensado qué pasaría si ella no le abría. Había imaginado la escena exactamente como debía desarrollarse, pero no la posibilidad de tener que quedarse en la calle. Probó la puerta un par de veces. Se le aceleraba el corazón. «No, no seas tonto… Respira hondo y…». Se sentó en la maleta y se concentró en la respiración.

Marijke apareció en la calle tirando de su bicicleta; iba ensimismada, buscando las llaves en el bolso, y al principio no se percató del hombre que jadeaba ante su puerta. Al verla acercarse, Martin se levantó.

—Marijke —dijo.

—¡Martin! Oh, goh, je bent hier! —Se detuvo en seco. Apoyó la bicicleta contra la fachada del edificio y se volvió hacia él—. Has venido.

—Sí —repuso, y le abrió los brazos—. Sí.

Se besaron. Allí en medio, bajo el sol, bajo la comprensiva mirada de cualquiera que pasara por la calle, Martin abrazó a su esposa y los años se borraron. Había vuelto a encontrarla.

—Entra —dijo ella.

—Vale —asintió Martin—. Pero ¿volveremos a salir luego?

—Claro —respondió Marijke con una sonrisa—. Claro que sí.