El día de la Resurrección

A las ocho en punto de la mañana del día del funeral, Robert se plantó ante la puerta de Martin. Trató de disponer en montones los periódicos esparcidos por el rellano, pero lo dejó al ver aparecer a su vecino.

—Pasa.

Fueron a la cocina. Robert se sentó a la mesa y Martin encendió el hervidor eléctrico. El primero pensó que su vecino parecía agradablemente normal y doméstico en comparación con lo que estaba sucediendo abajo. «Cuando Martin es la persona que funciona mejor, sabes que tienes un problema».

—El funeral será hoy a la una.

—Ya lo sé.

—¿Quieres asistir? Si no puedes, no pasa nada, ya lo sabes; pero creo que Julia te lo agradecería.

—No estoy seguro. Si puedo te avisaré.

—Entonces, ¿te marco con un «no»?

Martin se encogió de hombros. Luego mostró dos bolsitas de té; Robert señaló la de Earl Grey y él metió una en cada taza.

—¿Cómo está Julia?

—Han llegado sus padres. Por lo que me había contado Elspeth, esperaba que tuvieran tres cabezas y echaran fuego por los ojos, pero se han ocupado de Julia y están los tres, no sé, muy contenidos. Nadie acaba de creérselo; se pasean por la casa como si en cualquier momento fueran a tropezar con Valentina por el pasillo. Julia está casi catatónica.

—Ya. —Martin vertió el agua en las tazas. Robert contempló el chorro—. ¿Se quedan en el piso?

—No, en un hotel.

—Entonces, ¿Julia está sola abajo?

—Sí. Sus padres han intentado llevársela al hotel, pero ella ha preferido quedarse en el piso, no sé por qué.

—No debería estar sola.

—Precisamente de eso quería hablarte. Pídele que suba aquí esta noche y retenla hasta que yo te avise que puedes soltarla.

Martin lo miró con escepticismo.

—¿Y eso por qué?

Robert trató de adoptar una expresión inocente.

—Porque no debería estar sola.

—Sí, es verdad. Aunque ¿no sería mejor que estuviera con sus padres?

—Si resulta necesario, puedes pedirles a ellos que suban también.

—No lo dirás en serio, ¿verdad? ¿Pretendes que reciba a Edie y Jack aquí? ¿Te has fijado en cómo tengo el piso?

—Sí, pero no sabía que tú también te habías fijado. —Robert cambió de táctica—. Mira, Martin, es un asunto de vida o muerte: tienes que ayudarme a mantener a Julia fuera de su casa unas horas. No puedo pedírselo a Edie y Jack.

—¿Qué te traes entre manos?

—Si te lo dijera no me creerías.

—Ponme a prueba.

—Es… una especie de sesión de espiritismo.

—¿Quieres comunicarte con Valentina? ¿O con Elspeth?

—Más o menos.

Martin negó con la cabeza, exasperado.

—¿No te parece que no es el mejor momento para esos jueguecitos? ¿No puedes esperar un poco?

—No, no puedo.

—¿Por qué no quieres que Julia esté en su apartamento?

—No puedo explicártelo. Y tú no puedes contarle nada a ella.

—No, Robert. No lo haré.

—¿Por qué no?

Martin se levantó y empezó a pasearse por la cocina. Robert lamentó no haberlo hecho él primero, pero no podían pasearse los dos al mismo tiempo. Habría quedado raro.

—A Julia no le perjudicará no saberlo —continuó Robert—. Mira, te propongo un trato: si retienes a Julia aquí esta noche, te daré una cosa que deseas muchísimo.

—¿El qué? —preguntó Martin con recelo, sentándose de nuevo.

—La dirección de Marijke en Ámsterdam.

Martin arqueó las cejas; volvió a levantarse y salió de la cocina. Robert lo oyó cruzar el pasillo y entrar en su estudio. Tardó un rato en volver. Traía un cigarrillo encendido en una mano y un mapa de Ámsterdam en la otra.

—¿No lo habías dejado?

—Volveré a dejarlo dentro de media hora. —Martin extendió el mapa sobre la mesa. Robert vio que estaba cubierto de marcas, anotaciones, tachaduras. Martin señaló un circulito rojo en Jordaan—. Aquí.

Robert entornó los ojos y enfocó las minúsculas palabras.

—Casi, pero no. —Se miraron a los ojos. Robert sonrió y preguntó—: ¿Qué te ha hecho escoger ese sitio?

—La conozco. Se cuida de no hablar demasiado, pero yo recuerdo cosas. Vivíamos cerca, en Tweede Leliedwarsstraat.

—Te pasaré su dirección de correo electrónico.

—Marijke no tiene correo electrónico.

—Sí lo tiene. Desde hace más de un año.

—¿Un año?

—Te daré su dirección postal, la de correo electrónico y una fotografía de su apartamento.

—¿Te ha enviado una fotografía de su casa?

—Una no, varias. ¿Te ha comentado que ahora tiene una gata?

—Ah, ¿sí? —repuso Martin, nostálgico.

—Se llama Yvette. Duerme en la almohada de Marijke.

Martin se quedó sentado en silencio, fumando y mirando fijamente el mapa.

—Está bien, tú ganas. ¿Qué he de hacer?

Robert se lo explicó. En realidad era sencillo; era lo único sencillo de todo el día.

Cuando Jack despertó, Edie estaba de pie, en bata, junto al balcón de la pequeña habitación del hotel, contemplando el cielo azul sobre los tejados de pizarra de Covent Garden. Se quedó tumbado observándola, reacio a interrumpir sus pensamientos. Al final se levantó y fue al cuarto de baño. «Qué cosas tiene la vida. Aquí estoy, orinando, duchándome y afeitándome como si fuera un día cualquiera, como si estuviéramos de vacaciones. ¿Por qué no vinimos a verlas antes?». Se limpió los últimos rastros de espuma del cuello y volvió a la habitación. Edie seguía junto al balcón, pero tenía la cabeza gacha. Jack se le acercó y se quedó detrás de ella, con las manos sobre sus hombros desnudos. Ella se volvió un poco.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las ocho y cuarto.

—Ya podemos llamar a Julia.

—Estoy seguro de que lleva horas despierta.

—Ya.

Permanecieron allí de pie, sin moverse.

—Voy a llamarla —dijo ella.

Su móvil no funcionaba en Inglaterra, así que cogió el teléfono de la habitación, se equivocó al marcar y llamó de nuevo.

—¿Julia? —«Sólo quería oír tu voz».

—Hola, mamá. —«Dios mío. No sé qué hacer, mamá».

—¿Qué te parece si vamos más pronto? —«No aguanto ni un minuto más en esta habitación».

—¿Podéis? —«Estoy sola y no sé qué hacer».

—Sí, claro. Nos vestimos y cogemos un taxi. No tardaremos nada.

Edie sintió una oleada de incongruente felicidad. «Me necesita». Cuando colgó estaba sonriendo. Fue a su maleta, decidida, y empezó a vestirse para el funeral. Jack se dirigió al armario y se quedó contemplando su traje, la única prenda que había colgado. Por un instante se olvidó de todo; sólo veía el oscuro traje guardado en el oscuro armario. Entonces volvió en sí y cogió las prendas. «Me siento viejo». La chaqueta pesaba, como si estuviera forrada con algún metal blando. Vio a Edie ir y venir, cepillarse el cabello, ponerse unos pendientes. «No quiero salir de aquí». Se sentó en la cama con un par de calcetines en la mano.

—Vamos, que nos está esperando —dijo su mujer al verlo allí quieto.

Y fue esa frase en singular, pronunciada con impaciencia, lo que por fin le hizo comprender que Valentina había muerto.

Julia los esperaba abajo, en el vestíbulo. A través de la estrecha ventana emplomada vio entrar a sus padres por el portón y subir por el sendero del jardín delantero. Era un soleado día de junio; la luz los hacía parecer extradimensionales, muy definidos. Le recordaron a un dibujo de uno de los libros de cuentos de su infancia. Una niña guiando a un oso. Abrió la puerta, y la corriente de aire tiró el correo de Robert al suelo. La muchacha no lo recogió.

—¿Todavía no te has vestido? —preguntó Edie al abrazarla.

—No quería esperaros arriba —dijo Julia mirándose el chándal—. Me siento muy rara en el piso.

—Pues ven con nosotros al hotel —propuso la madre.

—No; tengo que quedarme aquí —respondió ella sacudiendo la cabeza. «Valentina está aquí. Tiene que estar aquí».

Jack se inclinó hacia su hija y ella le echó los brazos al cuello.

—Vamos —dijo la joven, y los precedió por la escalera.

Ya dentro, los tres vacilaron.

—¿Has desayunado? —preguntó Jack. Tenía hambre, pero se sentía culpable por pensar en el desayuno.

—No —contestó Julia, distraída—. Debe de haber algo de comida. Servíos lo que queráis. Voy a vestirme.

Edie la siguió. El día anterior, cuando llegaron, Edie estaba atontada por el dolor y el jet-lag. Julia había ocupado por completo su pensamiento. Esa mañana, empezó a fijarse en el piso. De pronto Elspeth parecía presente en los muebles, en los objetos, en la pintura de las paredes y en el ángulo con que la luz entraba por las ventanas; en el propio aire. Era como si su infancia se hubiera conservado en un museo. Edie se estremeció. Se quedó en el umbral del dormitorio mientras Julia empezaba a quitarse el chándal. La joven había preparado su vestido violeta, medias blancas y zapatos de charol negro. Era el mismo conjunto que había escogido para vestir a Valentina.

—No hagas eso, Julia —dijo Edie.

—¿Qué?

—No te pongas la misma ropa que ella. No puedo… Quiero que te pongas otra cosa, por favor.

—Pero si…

—Por favor. Esto me supera.

Julia la miró. Fue al vestidor en ropa interior y empezó a descolgar prendas de las perchas y tirarlas encima de la cama.

Elspeth oyó hablar a madre e hija. Salió del cajón y fue lentamente hasta el dormitorio. Llevaba a Valentina encerrada en las manos, ahuecadas. El día anterior se había mantenido apartada de todos. Había pasado la noche negociando consigo misma, desorientada y a la defensiva. «Nunca volveré a verla. Estará desquiciada. No quiero verla. Todo es culpa mía. Está aquí, debería verla. Si lo supiera, nunca me lo perdonaría. Cobarde, cobarde. Asesina». Valentina debió de captar su estado de ánimo, porque se quedó apagada, una nubecita triste y aprensiva envuelta en los turbios pensamientos de Elspeth. Ésta se dirigió al dormitorio, avergonzada.

Edie y Julia estaban una a cada lado de la cama, escogiendo la ropa. «¡Vaya!». Elspeth se quedó en el umbral, mirando fijamente a su hermana. Valentina se iluminó y latió como un corazón. «Mírate. ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo puede haberte pasado esto? —La última vez que vio a su gemela había sido en 1984; lloraban abrazadas en Heathrow, junto a las niñas, que estaban en un cochecito doble—. Han pasado veintiún años y aquí estamos… Te encuentro muy cambiada. Mayor, sí, pero hay algo más; pareces más dura. ¿Qué es? ¿Qué te ha pasado? —Elspeth seguía mirando a Edie, y pensó—: Jack no ha velado por ti, y has tenido que cuidar de ti misma. Nadie te ha querido como yo te quería. Si hubiéramos seguido juntas… Ay, Elspeth».

Entró con sigilo en la habitación. Julia la miró de inmediato y se quedó inmóvil. «¿Me ves, Julia? ¿O ves a tu hermana?». Elspeth se sentó en la repisa de la ventana y trató de pasar inadvertida. Valentina se retorcía y latía en sus manos. Julia se acercó a Elspeth y estiró un brazo hacia Valentina. Ésta se quedó quieta en cuanto su hermana la tocó. Julia cerró los ojos.

—¿Ratoncita?

—¿Qué haces? —preguntó Edie. La muchacha se quedó junto a la ventana, con un brazo extendido—. ¡Julia!

—¡Está aquí, mamá! —exclamo, y rompió a llorar.

—¿Qué dices? No, Julia… Ven aquí. —Edie se acercó y la abrazó.

Jack apareció en el umbral y Elspeth se quedó asombrada; estaba mucho más viejo, más blando, domesticado. Edie miró a su marido por encima del hombro de Julia y sacudió un poco la cabeza. Él se retiró. Elspeth lo oyó caminar por el piso y bajar la escalera. «Sale a fumar», pensó. Se quedó mirando a Edie y Julia, que ya había parado de llorar. Estaban abrazadas y se balanceaban suavemente. Elspeth sintió envidia, y luego se avergonzó. «Es su madre. No importa. Es demasiado tarde para arreglar las cosas». Todo lo que antaño había parecido importante se le antojaba una idiotez. «Nos creíamos muy listas, pero éramos unas estúpidas. Metimos la pata hasta el fondo». Elspeth se preguntó si podría remediar el daño que había causado. Para eso, Valentina tenía que resucitar y las gemelas tenían que regresar a América juntas. Estaba dispuesta a obligar a Valentina a marcharse con Julia. Lo sacrificaría todo. «Tanta pena para nada». Se levantó y salió de la habitación. Sintió una especie de anhelo y comprendió que era el sentimiento de Valentina; ella quería quedarse, quería estar con Julia y Edie. «Lo siento, pero no soporto verlas. Tienes que venir conmigo». Elspeth fue a las ventanas del despacho y miró sin ver, apretando a su hija, que se retorcía, contra el pecho.

* * *

Robert fue a abrir la puerta esperando encontrar a Julia. Pero era Jack.

—Espero no molestarte. Me han echado, y he pensado que…

«No quiere estar solo», comprendió Robert.

—Claro que no. Pasa. —Había estado sentado a su escritorio, contemplando su enorme manuscrito. Cualquier cosa le parecía mejor que estar solo. Guió a Jack hasta la cocina—. ¿Te apetece algo? ¿Té? ¿Café? ¿Jameson’s?

—Sí, whisky.

Robert sacó dos vasos y la botella.

—¿Agua? ¿Hielo?

—Agua, sin hielo. Gracias.

Robert llenó una jarra y se la puso delante. Se sentaron uno enfrente del otro. La cocina parecía extrañamente alegre, iluminada y vacía. Jack se preguntó si habría alguien en aquel edificio que tuviera comida en casa. Robert advirtió que su visitante contemplaba los armarios vacíos.

—Estos días no he tenido mucha hambre. Pero si quieres puedo prepararte unas tostadas.

—Vale. Arriba no hay nada para comer. Julia está demacrada.

Robert no dijo nada, pero se levantó y empezó a preparar las tostadas. Abrió la nevera y sacó un tarro de mermelada y otro de Marmite. Luego se sentó a la mesa. Jack se reclinó en la silla. Eran sillas de metal y vinilo, estilo años cincuenta. Robert no estaba seguro de que la silla no fuera a ceder bajo el peso de Jack. Se levantó otra vez y cogió unos cubiertos.

—¿Te importa que te haga una pregunta personal? —dijo Jack.

Robert emitió un ruidito evasivo y se sentó.

—¿Eras el…? —«¿El novio? ¿El compañero? ¿Cómo llaman aquí a la pareja cuando no están casados?».

—Sí. —«Sí, lo era. La palabra que buscas es “títere”».

Las tostadas saltaron bruscamente y los sobresaltaron. Robert sirvió tres para Jack, a quien acercó el plato, y una para él. Hubo una pausa mientras ambos extendían la mermelada: no dijeron nada hasta que el invitado hubo terminado. Robert le ofreció la cuarta tostada, que no había tocado. «Parece muy desapegado», pensó Jack. Robert pensó: «Tengo ganas de vomitar».

Jack se sirvió unos dedos de whisky y añadió agua.

—¿Te contó Elspeth lo que pasó entre ambas hermanas? —preguntó.

Robert negó con la cabeza. «No me esperaba esto, macho».

—No mientras vivía. Me dejó todos sus papeles personales, entre ellos sus diarios. Y una carta dirigida a mí en la que me explicaba ciertas cosas.

—Ya. Supongo que no me dejarás leerlos, ¿verdad? ¿La carta, tal vez?

—Bueno, ya has visto el testamento. Puso mucho énfasis en que no quería que ni tú ni su hermana tuvierais acceso a sus papeles.

—Ya. —Jack se comió la última tostada mientras Robert lo miraba—. En realidad sólo necesito la respuesta a una pregunta. Todo lo demás ya lo sé.

—¿Cual es la pregunta?

—¿Por qué lo hicieron?

Robert no contestó.

—Me gustaría saber qué sentido tiene todo este… estúpido juego que llevamos años practicando —añadió Jack—. Porque, que yo sepa, todos lo sabíamos, pero por algún extraño motivo, todos tenemos que seguir aparentando que lo ignoramos.

—¿Qué es lo que hemos de ignorar?

—¿No sabes lo del cambiazo?

—Sí, aunque, según Elspeth, tú no.

—Pero si ella sabía que yo lo sabía. El embarazo dejó huellas en su cuerpo; por lo visto, Edie era la única que no se daba cuenta… Quizá todo fuera una jugarreta que Elspeth le hizo a Edie, ¿no? Mira, ya sé que no puedes revelarme nada —continuó Jack—, pero ¿qué te parece si yo te cuento la situación tal como la entiendo? Y tú puedes limitarte… ya sabes, a levantar un poco una ceja cuando oigas algo que tiene sentido. ¿Qué te parece?

—Muy bien.

—Vale. —Jack tomó un sorbo de whisky—. No suelo beber a estas horas.

—Ya. Yo tampoco. —«Hasta hace poco». Robert se sirvió whisky. Pensó que el olor le produciría náuseas, pero no fue así. Bebió con cautela. «Me encanta el olor del napalm por la mañana».

—Bueno —empezó Jack—. Estamos en mil novecientos ochenta y tres. Edie y Elspeth Noblin viven juntas en un piso pequeño de Hammersmith, en una miseria bohemia, a costa de su madre. Las gemelas han salido no hace mucho de Oxford, y yo trabajo en la sucursal de Londres del banco en que sigo empleado hoy en día. Estoy comprometido con la mujer a la que ambos conocemos como Edie, pero que entonces se llamaba Elspeth. Para evitar confusiones, seguiré llamándolas por sus nombres actuales.

—De acuerdo.

—Elspeth, tu Elspeth, no me tenía ninguna simpatía. No se mostraba hostil, pero hacía eso tan británico, ya sabes: cuando a alguien no le interesas, te ignora. No creo que fuera nada personal, pero ella sabía el final de la película: yo iba a llevarme a su hermana a Estados Unidos. No sé hasta qué punto la cuestión de que fueran gemelas afectó a tu relación con Elspeth…

—Muy poco, Edie ya había desaparecido de la escena. Elspeth casi nunca la mencionaba. Pero las chicas me han puesto al día. —Se preguntó qué les habría contado Julia a sus padres sobre su relación con Valentina.

—Verás, lo que pasa con las gemelas es que nadie puede reemplazar realmente a la que falta. Edie y yo, por ejemplo, queremos mucho a Valentina, pero Julia… no sé cómo va a… —Jack se miró las manos. A Robert le costaba respirar—. En fin. Las gemelas, Edie y Elspeth, empezaron a comportarse de forma extraña. Tú nunca las viste juntas. Se parecían mucho, pero no tanto como ellas creían. Cuando se hacían pasar la una por la otra, siempre había algo adicional, la actuación. Uno no necesita esforzarse para ser él mismo, pero cuando una de las hermanas Noblin suplantaba a la otra, se notaba ese esfuerzo.

»Pues bien, Edie empezó a hacerse pasar por Elspeth, es decir, mi prometida comenzó a hacerse pasar por su hermana, y empezó a provocarme, algo que tu Elspeth no habría hecho por nada del mundo, porque, aunque no tuviera nada contra mí, yo le caía fatal.

—¿Por qué lo hacía?

—Mi mujer siempre ha sido muy insegura —explicó Jack moviendo la cabeza—. Ella era la más débil de las dos, pero con los años ha adoptado parte de la personalidad de su hermana. Creo que quería ponerme a prueba, ver cómo reaccionaría yo.

—Y tú ¿qué hiciste?

—Me enfadé. Y cometí un grave error. Le seguí la corriente.

—Ah.

—Sí. Y que si esto, que si aquello… las cosas se complicaron. Estoy casi convencido de que la mujer que estaba a mi lado en la boda era Edie. Mi Edie, quiero decir. El cambiazo tuvo lugar cuando subimos al avión para ir a Chicago.

Robert imaginó a Elspeth sentada al lado de Jack durante el viaje.

—A Elspeth le daba muchísimo miedo volar.

—Les daba miedo a las dos. Por eso Edie y yo no vinimos a visitar a las niñas, aunque ahora parezca una estupidez. No fue eso lo que las delató. —Robert esperó a que se explicara, pero Jack dijo—: Te lo pido por favor. La respuesta debe de estar en los papeles de Elspeth. Si no, ¿por qué se empeñaría tanto en que nosotros no los leyéramos?

—Pero no lo entiendo. ¿Qué quieres saber? Elspeth estaba embarazada, tú eras el padre. Ellas tenían claro, por ingenuo que parezca, que bastaba con que cambiaran de identidad para que todo saliera bien.

—Es que nunca me acosté con Elspeth.

«Me estallará la cabeza», pensó Robert.

—Quédate aquí —pidió.

Se levantó y fue al cuarto del servicio; buscó la última caja de diarios, donde estaba la carta de Elspeth, y la llevó a la cocina. Sacó un diario y lo hojeó hasta que localizó la entrada.

—Primero de abril de mil novecientos ochenta y tres —dijo, y le pasó el diario a Jack—. En una fiesta, en Knightsbridge. Tú estabas borracho. Supongo que la destinataria de la broma era Edie.

Jack leyó el diario sosteniéndolo con el brazo extendido.

—No menciona mi nombre.

—Escribían los diarios juntas. —Se inclinó hacia Jack y señaló la entrada que había justo debajo de la primera—. Ésa es la respuesta de Edie.

—«Maldita seas. ¿Es que no puedo tener nada mío?» —leyó Jack.

Levantó la cabeza, confundido.

—Trataron de arreglarlo, pero no previeron todo lo que eso implicaría —explicó Robert—. No creo que pretendieran hacerte daño.

—Ya. Me tocó a mí, y punto. —Dejó el diario en la mesa, cerró los ojos y apretó los labios.

«No sabía que era el padre —comprendió Robert—. Dios mío». Pensó en Valentina y se sintió indefenso, furioso. No sabía qué decir. Al final señaló los otros diarios.

—Puedes leerlos todos.

—No, gracias. Ya sé lo que necesitaba saber. —Se levantó, desorientado y un poco mareado. Se miraron brevemente; de pronto, ninguno de los dos sabía qué hacer.

—Nos vemos en Lauderdale House —dijo Robert.

—Sí. Bueno… gracias.

Jack se marchó. Robert oyó que bajaba lentamente la escalera y luego una puerta que se abría y se cerraba. Cogió la cartera y las llaves para salir a comprar flores.

El funeral de Valentina se celebró en Lauderdale House, una mansión del siglo XVI donde en su día vivió Nell Gwyn, convertida en galería de arte, sala de banquetes y cafetería; concretamente, en la sala grande del primer piso, donde normalmente se impartían clases de dibujo y de yoga. La sala tenía entramado de madera en las paredes y estaba inacabada, como si el desayuno de media mañana de los carpinteros se hubiera prolongado varias décadas. El ataúd se hallaba en la parte delantera de la habitación, sobre unos caballetes y cubierto de rosas blancas. El resto de la sala estaba ocupada por unas sillas plegables. Julia, sentada entre sus padres en la primera fila, miraba por la ventana. Alguien le había contado que Nell Gwyn había colgado a su bebé de una de las ventanas de Lauderdale House, pero no recordaba por qué, ni de qué ventana.

El ataúd era blanco y tenía unos sencillos adornos de acero. Sebastian iba de aquí para allá; puso una jarra de agua y unos vasos vacíos en el estrado y depositó una corona recién entregada junto al ataúd. Al observar su esmerada eficiencia y su prodigiosa tranquilidad, Julia pensó que parecía un mayordomo. «Aunque nunca he conocido a ninguno». Sebastian miró a la joven como si supiera que estaba pensando en él y le dedicó una serena sonrisa. «Voy a llorar, y si empiezo no podré parar». Quería desaparecer. El director de la funeraria puso una caja de pañuelos de papel junto al estrado. Julia nunca había pensado en la muerte como algo que pudiera sucederle a ella o a las personas que conocía. Todos esos difuntos que estaban enterrados en el cementerio no eran más que piedras, nombres, fechas. «Abnegada madre», «Fiel marido». Y Elspeth era un truco fácil de magia; para Julia nunca había sido real. Pero Valentina estaba en aquella caja. No podía ser cierto.

«Quiero que me rondes —pensó Julia—. Róndame, Ratoncita. Ven y abrázame. Nos sentaremos y escribiremos nuestros secretos en el tablero de ouija. Y si no puedes, sólo mírame. Es lo único que necesito. ¿Dónde estás? Aquí no. Sin embargo, tampoco siento que te hayas ido. Eres mi miembro fantasma, Ratoncita. Continúo buscándote. Me olvido. Me siento estúpida, Ratoncita. Róndame, búscame, vuelve aquí desde donde sea que estés. Ven conmigo. Tengo miedo».

Miró a su madre, que estaba sentada muy tensa. Tenía blancos los nudillos de lo fuerte que agarraba su bolsito. «Ella también tiene miedo». Su padre, que casi no cabía en la silla, despedía un olor dulzón a tabaco y alcohol. Julia se apoyó en él. Jack le cogió una mano.

Fue entrando gente y ocupando las sillas plegables. La joven volvió la cabeza y vio que la mayoría eran desconocidos. Había algunos del cementerio. Jessica y James se sentaron detrás de los Poole. Jessica le dio unas palmaditas en el hombro a Julia.

—Hola, querida —la saludó.

Llevaba un casquete negro con un velo que parecía una red con estrellas atrapadas. «A Ratoncita le habría encantado ese sombrerito».

—Hola —repuso Julia, y como no sabía qué más decir, sonrió y volvió a mirar el ataúd. «Todo esto resultaría más soportable si pudiera sentarme al fondo».

La oficiante se situó en la parte delantera de la sala, con un sujetapapeles en la mano, y esperó a que todos hubieran ocupado sus asientos. Llevaba una especie de chal rojo sobre los hombros. Julia se preguntó qué pasaría a continuación. Habían pedido una ceremonia laica. Robert lo había organizado todo a través de la Humanist Society. Le había preguntado a Julia si quería decir algo, por lo que ella había preparado un discurso que en ese momento llevaba en el bolso, en un papel plagado de tachaduras y doblado en cuatro. El texto era una majadería: resultaba inadecuado y, hasta cierto punto, falso. Martin lo había leído y la había ayudado con el fraseo, pero aun así no lograba transmitir lo que Julia quería expresar. «No importa —se dijo—. De todas formas, Valentina no lo oirá».

La oficiante tomó la palabra. Agradeció la presencia de los asistentes y pronunció algunas frases sin contenido religioso que pretendían resultar reconfortantes. A continuación invitó a las personas que habían conocido a la fallecida a hablar de ella.

Robert subió al estrado. Recorrió con la mirada la sala medio vacía. La familia Poole estaba sentada a escasa distancia de él, observándolo con estoicismo. «Perdóname, Valentina». Carraspeó y se ajustó las gafas. Su voz, cuando por fin la encontró, sonó primero demasiado débil y luego demasiado fuerte. Habría querido estar en cualquier otro sitio, dedicado a cualquier otra cosa.

—Voy a leer un poema de Arthur William Edgar O’Shaughnessy —anunció. Sus manos sujetaban la hoja sin temblar.

Planté otro jardín

para mi nuevo amor:

dejé yacer la rosa muerta

y puse encima la nueva.

¿Por qué no llegó mi verano?

¿Por qué no se apuró mi corazón?

Apareció mi viejo amor

y arrasó mi jardín.

Entró con su cansada sonrisa,

como en tiempos pasados;

miró en torno a sí,

tembló de frío.

Mataba al pasar cuanto rozaba,

una plaga era su mirada;

la rosa blanca perdió toda su corola,

de blanco se tiñó la rosa roja.

El poema continuaba, pero Robert no lo leyó entero. Miró a las personas sentadas en las sillas plegables y estuvo a punto de proseguir, pero lo pensó mejor y se sentó bruscamente. A la gente le desconcertó lo que acababa de leer, y un murmullo recorrió la sala. «Qué inapropiado —pensó Jessica—. Está culpando a Elspeth de algo. Debería haber hablado de Valentina». Los padres de ésta seguían con los ojos clavados en el ataúd blanco. Jack se preguntó qué demonios habría querido decir Robert.

Julia estaba enfadada, pero trató de contenerse; fue hacia el estrado. Notaba como si sus extremidades se movieran por control remoto. Desdobló la hoja del discurso y empezó a hablar sin mirarlo.

—Estamos lejos de casa… Gracias por venir aunque no haga mucho que nos conozcáis. —«¿Qué más quiero decir?»—. Valentina era mi hermana gemela. Nunca se nos ocurrió que algún día tendríamos que separarnos. No preparamos ningún plan para afrontar esa posibilidad. Pensábamos seguir siempre juntas.

»Cuando éramos pequeñas, papa y mamá nos llevaron al zoo de Lincoln Park, que, por si no lo sabéis, es un gran parque que hay en el centro de Chicago. Se ven los rascacielos mientras observas los emúes, las jirafas y demás. Nosotras mirábamos un tigre. Estaba solo en un paisaje falso; me parece que representaba a China o algo así, el lugar de origen de aquel animal. Valentina se enamoró del tigre. Estuvo mucho rato admirándolo; el felino se acercó a ella y también la miró. Se quedaron contemplándose, hasta que al final la fiera hizo un movimiento con la cabeza y se alejó. Y Valentina me dijo: “Cuando me muera, me convertiré en ese tigre”. Así que supongo que ahora debe de ser un tigre; pero espero que no esté en ningún zoológico, porque en realidad Valentina odiaba esos sitios. —Julia respiró hondo. “Ahora no puedo llorar”—. Por otra parte, eso pasó cuando teníamos ocho años, y últimamente teníamos otras ideas respecto a la vida después de la muerte.

«No, por favor», pensó Robert.

—No sé qué pensaba exactamente Valentina sobre la muerte —continuó Julia—. Desde que vinimos a vivir aquí, en cierto modo parecía entusiasmada con esa idea, pero seguramente se debía a que vivíamos al lado del cementerio y teníamos veintiún años; en realidad no parecía que el cementerio pudiera tener ninguna relación con nosotras. —Hasta entonces la joven había dirigido sus palabras a un arreglo floral del fondo de la sala, pero en ese punto miró a su madre—. Bueno, no creo que a ella le importe mucho. No sé, no es que deseara morir, pero la atraía la estética del cementerio, y si ha tenido que pasar esto, creo que se alegrará de reposar allí. —«¿Qué más? Te quiero, no sé cómo voy a vivir sin ti, formabas parte de mí, te has ido y yo también quiero morirme, ¿o no?»—. En fin, gracias. Gracias por venir.

Julia se sentó en medio de una oleada de murmullos. Sebastian miró a Robert, quien se percató de que el director de la funeraria consideraba aquellos discursos un poco irregulares. La oficiante dijo unas cuantas cosas e invitó a los presentes a dirigirse al cementerio atravesando Waterlow Park antes de agradecerles de nuevo su asistencia. Los portadores levantaron el ataúd y lo sacaron de la sala. La gente esperó a que la familia Poole lo siguiera, pero, como no lo hizo, hubo una breve y muda discusión, tras la cual todos se levantaron y salieron de la sala por parejas y en grupos de tres. Los Poole permanecieron sentados hasta que la estancia quedó vacía. Robert los esperaba en el rellano. Al final, Sebastian le ofreció el brazo Edie. Se preguntó si la mujer soportaría el entierro.

—¿Quiere un poco de agua?

—No.

Jack y Julia se levantaron. Edie los miró. «No puedo moverme». Julia se agachó y le susurró al oído:

—Puedes quedarte aquí. Yo me quedaré contigo.

Edie sacudió la cabeza. Quería aislarse de todo, detener el tiempo. Todavía pensaba en el poema, en el jardín marchito; se imaginaba sola en ese lugar al anochecer, con todas las flores muertas; Valentina y Elspeth estaban enterradas allí, y ella pensó que si se quedaba muy quieta, si todos la dejaban en paz, las oiría hablarle. Esa visión se apoderó de ella y no lograba apartarla. Jack levantó a su esposa de la silla y la abrazó. Ella rompió a llorar. Sebastian salió y se quedó con Robert en el rellano, desde donde oyeron los sollozos de la mujer. Julia salió también, pasó junto a los dos hombres y bajó por la escalera sin mirarlos.

«Pero ¿qué hemos hecho?». Las lágrimas de Edie eran un disolvente que eliminaba el desapego de Robert, su determinación de ir aguantando mientras pasaba el día, su imagen de persona decente. Era un monstruo. Ahora ya lo sabía. Lo único que podía hacer era llevar a la práctica el plan, por mal concebido y atrozmente egoísta que fuese.

—No —dijo.

—¿Qué? —preguntó Sebastian.

—Nada.

Jessica tenía una fuerte sensación de déjà vu. Volvían a estar todos juntos alrededor del mausoleo de los Noblin. Era verano en lugar de invierno; Nigel estaba junto al coche fúnebre; la pareja de enterradores cerca; Robert, aturdido, junto a Phil y Sebastian. No había ningún pastor; la oficiante de la Humanist Society pronunció unas palabras. Colocaron el ataúd de Valentina en el suelo del mausoleo; luego lo pondrían en el nicho, debajo del de Elspeth. Los Poole permanecían muy juntos: Julia y el padre sujetaban a la madre, que apenas se tenía en pie Sebastian, muy hábil, hizo aparecer unas sillas. La familia se sentó, sin desviar la mirada de la puerta del mausoleo. «Pobres. Era tan joven…». Jessica miró a Robert, con quien no hablaba desde la mañana que lo había sorprendido en el cementerio.

—Creo que se va a desmayar —le susurró a James. Robert estaba muy pálido y sudaba profusamente. El anciano hizo un gesto de asentimiento y sujetó a Jessica del brazo, como si fuera ella quien necesitara que la sostuvieran.

Una vez terminado el oficio, Nigel cerró la puerta del mausoleo y los dolientes enfilaron el sendero. En Lauderdale House les habían preparado una pequeña recepción. Mientras Jack Poole hablaba con Nigel, Edie y Julia lo esperaron en silencio. Robert empezó a alejarse solo por el sendero, y Jessica lo llamó. Él se dio la vuelta y vaciló antes de acercarse.

—Lo sentimos mucho, Robert —dijo ella.

—Es culpa mía —contestó él, negando con la cabeza.

—No —lo contradijo James—. En absoluto. Son cosas que pasan. Es una desgracia terrible.

—Es culpa mía —insistió Robert.

—No te culpes, querido —terció Jessica, que empezaba a inquietarse. Robert los miraba de una forma extraña. «Yo creía que se trastornaría después, pero creo que ya está trastornado. Ese poema… Dios mío»—. Tendríamos que bajar —señaló. Echaron a andar despacio, juntos, hacia la columnata, dejando atrás Egyptian Avenue.

En Lauderdale House, quienes hablaban de Valentina eran, en su mayoría, personas que la conocían muy poco. Edie y Jack habían vuelto a Vautravers para que ella pudiera tumbarse un rato. Julia, apabullada y callada, estaba sentada en medio de un grupo de jóvenes miembros de Amigos del Cementerio de Highgate; Phil le llevó una taza de té y unos sándwiches y se quedó cerca de la chica, por si necesitaba algo. Al final se le acercó Robert.

—¿Quieres que te acompañe a casa? —le preguntó—. Si lo prefieres, Sebastian puede llevarte en coche.

—Vale —accedió ella.

Robert la miró y decidió que sería mejor ir en coche. Julia había desconectado; tenía la mirada inexpresiva y no pareció haber en tendido la pregunta. La ayudó a librarse de los Amigos; salieron a la calle en silencio y esperaron juntos a Sebastian.

—¿Cuánto tiempo tardó Elspeth en convertirse en fantasma? —preguntó ella en voz baja, sin mirarlo.

—Creo que fue inmediato. Dice que durante un tiempo fue una especie de neblina.

—Esta mañana me ha parecido notar a Valentina en el dormitorio. —Julia sacudió la cabeza—. Parecía ella.

—¿Estaba con Elspeth?

—No lo sé. Yo no puedo verla.

—Ya, yo tampoco.

Llegó el coche y subieron la colina en silencio.

La tarde no acababa nunca. Robert la pasó sentado a su escritorio, sin pensar ni moverse. Quería beber, pero temía emborracharse y estropearlo todo, así que permaneció allí, en silencio, sin hacer nada. Edie dormía en la cama de las gemelas. Jack se sentó en la repisa de la ventana, con las ventanas corridas casi del todo, escuchando los débiles ronquidos de su mujer y leyendo una primera edición americana de El viejo y el mar. Julia descubrió que no soportaba los lugares cerrados. Fue a sentarse en el jardín trasero, con las piernas encogidas y la barbilla apoyada en las rodillas, abrazándose el torso. Martin, que estaba practicando su acercamiento a las ventanas, la vio; vaciló un momento, dio unos golpecitos en el cristal y le hizo señas para que subiera. Ella se levantó de un brinco y corrió hacia la escalera de incendios. Él oyó sus fuertes pasos y abrió la puerta trasera justo cuando la joven llegaba. Julia entró sin decir nada y se sentó en una de las sillas de la cocina.

—¿Has comido? —le preguntó Martin. Ella negó con la cabeza.

Martin empezó a prepararle un sándwich de queso. Le sirvió un vaso de leche y encendió el horno para calentar el sándwich.

—Estás usando el horno —observó Julia.

—He decidido que puedo hacerlo. Pedí a la compañía del gas que me diera de alta otra vez.

—Me alegro. —Julia sonrió—. Estás mejorando mucho.

—Son las vitaminas. —Buscó el encendedor y el tabaco en sus bolsillos; sacó un cigarrillo y lo encendió. Se sentó en la otra silla—. ¿Cómo estás? Perdona que no haya ido al funeral.

—No esperaba que fueras.

—Robert me lo pidió. Salí del piso, pero no conseguí bajar.

—No te preocupes. —Julia lo imaginó de pie en el rellano, solo, rodeado de periódicos, tratando de bajar en vano.

Martin llevaba todo el día pensando en cómo la convencería para que se quedara con él esa noche. Había ensayado varias conversaciones, pero al final le soltó:

—¿Qué haces esta noche?

Ella se encogió de hombros.

—Cenar con mis padres, supongo que en el Café Rouge —respondió—. Luego no lo sé. Supongo que ellos volverán a su hotel.

—¿No deberías irte con ellos?

Julia sacudió la cabeza, testaruda. «No soy ninguna niña pequeña».

—¿Quieres venir y quedarte conmigo? —preguntó Martin—. No creo que debas estar sola.

Julia pensó en Elspeth merodeando por el piso.

—De acuerdo —accedió, y bebió un sorbo de leche.

Permanecieron un rato callados. Cuando sonó el reloj programador, Martin sacó el sándwich de queso caliente del horno y lo puso delante de la joven. Ella miró el bocadillo y la leche y consideró que era una novedad que alguien cuidara de ella. Martin apagó el cigarrillo para que la muchacha pudiera comer. Cuando ésta hubo terminado, él recogió el plato y el vaso.

—¿Te apetece jugar al Scrabble? —propuso.

—¿Contigo? No, sería demasiado humillante.

—¿Y a las cartas?

Julia titubeó.

—Resulta raro jugar a algo cuando ella está… ya sabes. Parece indecoroso.

Martin le ofreció un cigarrillo. La muchacha lo aceptó y él se lo encendió.

—Creo que el juego debió de inventarse para que no enloqueciéramos pensando en ciertas cosas —comentó Martin—; pero tengo otra idea: celebremos nuestro funeral particular, ya que me he perdido el otro. ¿Quieres hablarme de tu hermana?

Supuso que Julia no respondería. Ella contempló el extremo de su cigarrillo, frunciendo el entrecejo, pero de pronto empezó a hablarle de su hermana con voz entrecortada. Martin, pacientemente, fue sonsacándole las historias hasta que las palabras empezaron a dibujar a la Valentina que a partir de entonces viviría en el pensamiento de Julia. La joven habló de Valentina durante horas; la tarde dio paso a la noche, y Martin hizo su duelo por la chica a la que sólo había conocido fugazmente, unos días atrás.

Como Jessica le había quitado la llave que abría la puerta del muro del jardín trasero, Robert había recurrido a la de Elspeth, que siempre había estado colgada en la despensa sin que nadie la utilizara. La del mausoleo de los Noblin, que estaba en el escritorio de Elspeth, ya la había cogido una semana antes. En ese momento llevaba esas dos llaves, junto con la del piso de las gemelas, en el bolsillo de su abrigo. Apostado en la ventana, Robert contemplaba el jardín delantero y esperaba a que oscureciera.

Julia y sus padres recorrieron el sendero y salieron por el portón para ir a cenar. «Ahora —pensó Robert—. Si no lo hago ahora, no se me presentará otra oportunidad».

Salió por la puerta trasera, que no cerró con llave. Pese a que las ventanas de Martin estaban tapadas con papel de periódico, Robert les echó un vistazo al cruzar el jardín trasero. «Qué raro. Ha quitado parte del papel». En el estudio de su vecino había luz; las otras habitaciones estaban a oscuras. Robert se coló por la puerta verde y la dejó entreabierta.

El camino más corto para llegar a la tumba de los Noblin era por Circle of Lebanon y Egyptian Avenue. Para ir más deprisa, encendió la linterna. Había media luna, pero los árboles formaban un dosel sobre la avenida, donde apenas llegaba la luz. Robert apagó la linterna y aguzó el oído. No sentía miedo, de hecho le agradaba estar en el cementerio. Sólo se oían algunos sonidos nocturnos: el escaso tráfico de la calle y unos pocos insectos, adormecidos por el frío. Robert salió de la avenida y subió la cuesta que llevaba al mausoleo de los Noblin.

No le fue fácil hacer girar la llave, pero al final lo consiguió y abrió la puerta. «Debería haber engrasado la cerradura». Entró en la pequeña estancia, se puso unos guantes quirúrgicos de látex y entornó la puerta por si pasaba alguien. «Aunque yo los asustaría más que ellos a mí». Se arrodilló junto al ataúd de Valentina. Se sentía enorme e intrusivo en aquel espacio reducido, como Alicia, gigantesca, con el brazo metido en la chimenea de la casa del Conejo Blanco. Habían colocado el ataúd dentro del nicho, de manera que Robert tuvo que sacarlo para poder trabajar. «No hay manera de hacer esto respetuosamente», pensó mientras cogía el destornillador y empezaba a desatornillar la tapa. Le pareció que tardaba una eternidad. Cuando consiguió abrirla, estaba sudando. Al soltarse, la tapa produjo una fuerte boqueada, como si hubiera abierto un tarro enorme de pepinillos en vinagre.

El cuerpo de Valentina yacía arrellanado en seda blanca. «Parece cómoda». Robert metió los brazos en el ataúd y levantó a la joven, que apenas pesaba. Estaba un poco húmeda a causa del hielo envuelto en plástico que Sebastian había escondido bajo el cuerpo, y muy fría, pero flexible. El director de la funeraria había cumplido su promesa: Valentina no despedía ni el más leve olor a descomposición. Robert no sabía dónde ponerla. Se quedó un momento de pie, torpe; se volvió y la dejó en el suelo. Arrojó el hielo a los arbustos; luego dejó los tornillos dentro del ataúd y bajó la tapa antes de volver a meter el féretro vacío en el nicho. Recogió el destornillador y la linterna. Miró alrededor por si había dejado algún otro rastro, pero no vio ninguno. Se quitó el abrigo y lo puso en el suelo para colocar a Valentina encima y envolverla. Ya estaba escondida.

Reparó en que las llaves seguían en el abrigo, así que las buscó y se las guardó en el bolsillo de la camisa. Entonces levantó a Valentina y la apretó contra su cuerpo, con la cabeza apoyada en su hombro. La sujetó con un brazo mientras con la otra mano abría la puerta, y traspuso el umbral con cuidado, para no zarandear su carga. Cerró la puerta con llave, apagó la linterna y echó a andar por el sendero en la oscuridad.

«No esperaba que fuera tan fácil. Siempre imaginé que la profanación de tumbas era una ocupación más extenuante. Claro que lo habría sido de haber tenido que cavar. Y ellos llevaban faroles y palas y demás. —Le dieron ganas de reír. O de silbar—. No estoy bien, Cuando llegue a casa me tomaré una copa». Enfiló Egyptian Avenue. Caminaba a oscuras y notaba que Valentina se sacudía con cada paso que daba. Aminoró la marcha y la sujetó más fuerte.

Llegó a Circle y subió los escalones. Una vez arriba, le pareció oír el sonido de una respiración. Se quedó quieto y contuvo el aliento, pero no oyó nada.

Por fin llegó a Terrace Catacombs. Fue hacia la puerta verde y la empujó suavemente. El jardín estaba vacío. El estudio de Martin seguía iluminado, como si no hubiera pasado el tiempo, como si no hubiera ocurrido nada. También había luz en el dormitorio de las gemelas; las cortinas estaban corridas. Robert entró en el jardín, cerró la puerta con llave y pasó sobre el musgo. Entró en su piso. Estaba empapado de sudor.

«¿Qué demonios estoy haciendo?». Puso a Valentina en la mesa de la cocina, fue a la nevera y sacó una botella de vodka. Estuvo a punto de beber a gollete, pero vaciló; cogió un vaso del armario, vertió un poco de licor y se lo tomó de un trago, mirando su reflejo en la ventana de la cocina. Veía el cuerpo de Valentina, cubierto por el abrigo y reflejado detrás de él, como una momia, como si estuviera expuesto en un museo. Volvió a llenar el vaso y se bebió la mitad. Cerró con llave la puerta trasera.

«Vamos, cariño».

Robert la llevó a su cama. Al principio la tendió atravesada, de modo que quedó paralela al cabecero y con los pies sobresaliendo por un lateral. La desenvolvió y tiró el abrigo sobre la silla del dormitorio. Los zapatitos negros de la joven parecían levitar sobre el suelo, como si las piernas no tuvieran nada que ver con ellos. Robert frunció el entrecejo. «No, así no». La cogió en brazos con mucho cuidado y la cambió de postura, colocándola en una posición más convencional para dormir. Le alisó el vestido, le puso las manos cómodamente a los lados del cuerpo, le masajeó los dedos. La cabeza de Valentina reposaba sobre la almohada como si su cuello ya no tuviera huesos. Robert le tomó la cara con ambas manos y se la movió hasta que dejó de parecer una muñeca rota. Le acarició las cejas.

La habitación estaba fría; aquel junio había hecho frío todas las noches. Esa mañana Robert había llenado el dormitorio de flores. En la tienda le había costado decidirse: ¿azucenas o rosas? Al final había optado por estas últimas, porque el olor de las azucenas siempre lo mareaba, y porque en una ocasión Valentina había comentado que le gustaban las de tono rosa. Había flores en jarrones, en latas viejas, en unos tiestos que Elspeth le había prestado tiempo atrás. Había flores a ambos lados de la cama, en los altos alféizares de las ventanas y en las repisas de los radiadores. Las rosas eran de un rosa pálido, como el de las zapatillas de ballet o las batas de las ancianas. Parecían temblar con el frío que hacía en el dormitorio, y permanecían cerradas y sin desprender olor. Robert había comprado una bolsa de velas a una vendedora ambulante de Hackney. Cada una tenía el dibujo de un santo. La mujer le había explicado que si mantenía las velas encendidas hasta que se consumieran, lo que hubiera pedido se le concedería. Robert confiaba en que fuera verdad. Las velas ardían junto a la rosas, consumiéndose lentamente.

Se sentó en la cama junto a Valentina, observándola. Su perfección le parecía asombrosa. Intentó recordar qué le había contado la muchacha sobre la resurrección de Gatita. Se fijó en las sombras que rodeaban los ojos de la joven, y aunque tenía un tono azulado en algunos sitios y estaba demasiado roja en otros, no era como los cadáveres de las facultades de medicina ni los de las morgues de la policía, que se hinchaban y rezumaba, se decoloraban y apestaban. Los cadáveres de las morgues llevaban una existencia activa; intentaban transformarse cuanto antes en seres irreconocibles, para que no los confundieran con personas. Valentina, en cambio, seguía siendo ella misma, y Robert lo agradecía.

Se preguntó si debía hablarle. Resultaba extraño estar en la habitación con ella y no decir nada. Se fijó en que tenía el cabello alborotado y, para distraerse, empezó a cepillárselo. Fue desenredándoselo con delicadeza, para no darle tirones. Los pálidos y escurridizos mechones parecían hilo dental; el peine se hundía en ellos, los separaba, los alisaba. Al principio le temblaban las manos, pero poco a poco fue concentrándose en sus repetitivos movimientos y en la belleza del brillante cabello de Valentina. «No necesito nada más. Sólo quiero quedarme aquí y peinarte eternamente». La leve resistencia que el pelo ofrecía al paso de las púas era como una respiración y, sin darse cuenta, Robert empezó a peinarla al ritmo de su propio aliento, como si pudiera transmitirle el aire de los pulmones, como si aquel cabello fuera a asumir la tarea de respirar.

Al final paró. La muchacha tenía el cabello impecable y si seguía peinándolo se lo estropearía. Se quedó quieto y escuchó, huera empezaba a levantarse viento. Un perro ladró cerca de allí. Pero Valentina seguía silenciosa. Robert miró la hora: sólo eran las once y veintidós.

Sonó el teléfono, una sola vez.

Julia estaba cansada. Durante la cena, Edie y Jack hablaron del funeral; de cómo era Londres veintidós años atrás; se ofrecieron para quedarse en la ciudad con Julia; le propusieron que volviera a Lake Forest; reconocieron que estaba demasiado abrumada para tomar una decisión, y la miraron con gesto angustiado, como si fueran a llevársela antes de que terminara de comerse el bistec con patatas. Hablaban de Valentina midiendo las palabras; a los tres les costaba referirse a ella en pasado, así que hablaban dando rodeos. Cuando Julia los vio marcharse y volvió a Vautravers, estaba deseando subir la escalera, aunque tuviera que hacerlo a gatas. «Pero Martin me ha pedido que me quede con él».

Julia entró en el estudio de su vecino y lo encontró sentado ante el ordenador, pero con la pantalla apagada; tenía las manos entrelazadas y la cabeza inclinada, como si bendijera la mesa.

—Hola.

Martin se enderezó.

—Ah, estás aquí. Me estaba entrando sueño.

—A mí también. Sólo quería decirte buenas noches. Voy a acostarme.

—No, no te acuestes todavía. —Le tendió una mano. Ella cedió y se acercó—. He estado pensando… Creo que me marcharé mañana.

—¿Marcharte? —Julia se quedó pasmada—. ¿Cómo es posible? Preferiría… ¿No puedes esperar?

—No lo sé —contestó Martin con un suspiro—. Si espero, ¿seré capaz de hacerlo? Pero tienes razón: quizá mañana sea demasiado pronto. No quisiera disgustarte.

Julia se agachó e, impulsivamente, lo abrazó por el cuello. Martin reaccionó como cuando Theo era pequeño: sentó a Julia en su regazo. Ella le apoyó la cabeza en el hombro. Se quedaron así mucho rato. Martin creyó que la muchacha se había quedado dormida cuando de pronto dijo:

—Te echaré de menos.

—Yo también. —Le acarició el pelo—. Pero no te pongas tan dramática; estoy seguro de que no estaré fuera mucho tiempo. Y puedes venir a visitarme.

—No será lo mismo. A partir de ahora todo será diferente.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé. ¿Qué hace la gente cuando está sola?

—Ven conmigo —propuso él.

Julia sonrió.

—No digas tonterías. Tú estarás con Marijke. No me necesitas.

—Ah, ¿no?

Ella levantó la cabeza y lo besó; el beso se prolongó hasta que Martin se separó, jadeando, y le apartó la mano de la hebilla de su cinturón.

—Esto no está bien —dijo.

—Perdón.

—Mira, lo haría si pudiera, pero… Julia, el Anafranil… uno de los efectos secundarios es…

—¡No me digas!

—Por eso nunca me gustó tomarlo.

—Es como un cinturón de castidad. —Julia empezó a reír.

—Descarada.

—Ya veo que Marijke no tiene que sufrir por mí.

—No, en general no —dijo Martin con seriedad—. Pero, Julia, soy demasiado mayor para ti. Deberías tener un amante treinta años más joven que yo.

—Pero Martin…

—Ya verás —dijo él. Hizo ademán de levantarse, y Julia se apartó de su regazo—. De momento, deja que te cante una nana. —La cogió de la mano y la llevó a su dormitorio—. Ah, espera. He de comprobar una cosa. —Sacó su teléfono móvil, marcó el dos, dejó que el teléfono sonara una vez y colgó. Eran las once y veintidós.

Julia lo observó con curiosidad.

—¿Qué haces?

—Me da buena suerte —replicó él—. Ven.

Robert comprobó que todavía llevaba las llaves en el bolsillo. Dejó dos encima de la cómoda y se quedó la del piso de las chicas. Cogió a Valentina en brazos y la levantó de la cama. Se vio en el espejo y la imagen le pareció sacada de una película de terror: la parpadeante luz de las velas los iluminaba desde abajo, proyectando oscuras sombras sobre su cara; Valentina tenía la cabeza echada hacia atrás, mostrando el cuello, y los brazos y las piernas colgando. «Soy un monstruo». Sintió lo absurdo de aquella situación, y luego una profunda e indescriptible vergüenza.

Recorrió el piso procurando no hacer ruido. Un pie de Valentina golpeó la pared; Robert se encogió y se preguntó si ella lo notaría cuando volviera a su cuerpo. Entreabrió la puerta y aguzó el oído. Oyó el tráfico y el viento que golpeaba las ventanas. Traspuso el umbral y subió una planta. Llegó ante la puerta de las gemelas y tuvo que cambiar de posición a Valentina; se la echó al hombro, como si se tratara de un traje recogido de la tintorería, mientras introducía la llave en la cerradura. Tras hacerla girar sin éxito, se percató de que la puerta no estaba cerrada con llave.

Llevó a Valentina al salón a oscuras. Esperó a que la vista se le acostumbrara a la oscuridad y, con cuidado, dejó el cuerpo en el sofá.

—¿Elspeth? ¿Valentina? —llamó en voz baja.

No hubo respuesta. Se sentó y escudriñó el cuerpo de la muchacha al débil resplandor de su reloj de pulsera y la luz de la luna, esperando.

Elspeth estaba allí. Notaba cómo Valentina se agitaba, frenética, en sus manos. «¿Intenta escapar?». No se atrevía a abrir las manos por temor a que la joven se dispersara. «Quédate quieta, cariño. Déjame pensar». Ya no podía aplazar más la decisión.

Robert observaba el pecho de Valentina con la esperanza de verla respirar.

Elspeth se arrodilló junto al cuerpo de la chica, que estaba frío, asombrosamente quieto, seductor, y notó que el alma de ésta se tranquilizaba. Sentía a Robert sentado cerca de ella, anhelante, compungido, asustado. Contempló el cuerpo yerto y expectante. Elspeth tomó una decisión y abrió las manos.

Una neblina blanca se formó sobre el cadáver. Elspeth la vio allí suspendida y esperó a ver qué hacía. Robert no veía nada, pero de pronto sintió frío. Comprendió que los fantasmas estaban allí. «Respira, Valentina».

No pasó nada.

Al cabo de un rato, el hombre detectó un cambio en el cuerpo. Había algo allí. Ruidos débiles, borboteo, líquido; algo que se acercaba de muy lejos.

El cuerpo abrió la boca e inspiró una bocanada entrecortada y asmática; contuvo largamente el aliento; luego soltó el aire y empezó a respirar produciendo un ruido áspero, horrible. Dio una sacudida hacia un lado y Robert lo sujetó; tenía convulsiones y dejó de respirar. De pronto hizo otra aspiración agónica. Robert le retuvo las manos a ambos lados del cuerpo, se arrodilló a su lado y la inmovilizó. El sofá era resbaladizo, y él trataba de impedir que Valentina cayera al suelo. Algo parecido a la electricidad sacudía su cuerpo; las extremidades se contraían; movió la cabeza bruscamente adelante y atrás, una sola vez.

—¡Uh, uh, uh! —gritó de pronto.

—¡Chist, chist! —dijo Robert, como si se dirigiera a una niña.

De pronto ella se agitó, abrió los párpados y Robert se sobrecogió al descubrir la vacuidad de sus ojos. Ni siquiera eran los de un animal: era la mirada de la lesión cerebral, que lo atravesaba sin ver nada. Volvió a cerrar los ojos. Su respiración se había acompasado. Robert le puso las manos en el pecho y comprobó que le latía el corazón. Sintió miedo.

—¿Elspeth? —susurró mirando alrededor.

No obtuvo respuesta.

—¿Puedo llevármela ya? —añadió.

Nada.

Una voz áspera pronunció su nombre en la oscuridad.

—Estoy aquí, Valentina —dijo él, sin obtener respuesta. Le alisó el cabello—. Ahora voy a llevarte abajo.

Ella mantuvo los ojos cerrados y asintió con la cabeza, torpemente, como un crío demasiado dormido para hablar. Robert la levantó del sofá; Valentina intentó agarrarse a su cuello, en vano. Robert la llevó hasta el rellano y comprobó que volvía a ser un peso vivo, denso y móvil.

Ya en su apartamento, la depositó en la cama. Ella suspiró, abrió los ojos y lo miró. Él se quedó de pie junto al lecho. Parecía casi normal: extenuada, flácida. Sin embargo, Robert notó algo diferente en su expresión, aunque no supo discernir qué era. Ella le tendió una mano, con la palma hacia arriba, temblorosa por el esfuerzo de levantar el brazo. Robert se la cogió y la notó muy fría. Ella le tiró un poco de la mano: «Túmbate a mi lado».

—Espera un momento, Valentina.

Robert sacó el móvil, marcó el número de Martin y dejó que sonara una vez antes de colgar. Entonces puso el teléfono y las gafas en la mesilla de noche. Se descalzó, rodeó la cama y se sentó al lado de Valentina. Ella lo miró y sonrió tímidamente, una sonrisa torcida que se reveló a diferentes velocidades en diversas partes de su cara. Qué normal parecía: el vestido violeta, las medias blancas. En los sitios donde la sangre se le había acumulado, la piel tenía manchas de un rojo intenso, que empezaba a desviarse. Las zonas azuladas, a su vez, estaban tomando color. Robert le tocó una mejilla. Estaba blanda, flexible.

—¿Cómo te has sentido?

«Sola. Fría. Insoportablemente frustrada».

—Te he… echado de menos. —Se le quebró la voz; parecía la del muñeco de un ventrílocuo: castigada, aguda, áspera y mal acentuada.

—Yo también.

Ella le tendió nuevamente una mano. Él se tumbó a su lado y la joven volvió la cabeza para mirarlo, temblorosa. Robert la abrazó y descubrió que estaba llorando. Era un sonido tan normal, la chica que sollozaba en sus brazos era tan tangible, que resultaba fácil olvidar el motivo de su llanto; consolarla parecía lo más natural. Dejó de pensar y le besó una oreja. Ella lloró largo rato. Le dio hipo; Robert le ofreció un pañuelo de papel. Ella se sonó con torpeza y se secó las lágrimas. Tiró el pañuelo por un lado de la cama.

—¿Estás mejor?

—Hum-hum.

Valentina intentó desabrocharle la camisa, pero no controlaba bien los dedos. Él cerró una mano sobre la de ella.

—¿Estás segura? —preguntó.

La muchacha asintió con la cabeza.

—Deberíamos esperar…

—Por favor…

—¿Valentina…?

La chica emitió un ruidito, una especie de maullido.

Él se desabrochó la camisa y luego la desnudó. Aunque intentó ayudarlo, estaba demasiado débil, así que le dejó desabrocharle las cremalleras, despojarla del vestido violeta, quitarle las bragas y, con cuidado, quitarle el sujetador blanco. El encaje, los elásticos y los pliegues de la ropa le habían dejado marcas en la piel. Se quedó tumbada con los ojos entornados, esperando, mientras él la desvestía. Una de las velas chisporroteó.

—¿Tienes frío?

—Sí.

Con cuidado, Robert retiró las sábanas y las mantas de debajo del cuerpo y luego se taparon ambos con ellas.

—Hum —murmuró ella—, calor.

Robert estaba impresionado por su frialdad. Le pasó las manos por los muslos, que parecían piezas de carne de la cámara frigorífica de Sainsbury.

No sabía si sería capaz de besarla en la boca. Su aliento tenía un olor raro, a comida rancia; le recordó el del erizo que había encontrado muerto en la cabina de la calefacción de la oficina del cementerio. Le besó los pechos. Algunas partes de su cuerpo se mostraban más vivas que otras, como si su alma todavía no lo hubiera ocupado del todo. Los senos parecían más presentes, menos aislados de su ser, que las manos, similares a robots mal conectados. Se las frotó con la esperanza de calentarlas y devolverles la vida, pero no pareció que sirviera de mucho.

«Pasa algo raro», pensó. La apretó contra sí. Era tan menuda y liviana que le recordó a Elspeth durante los últimos días de su enfermedad; era como si apenas estuviera presente, como si en cualquier momento fuera a volver allá de donde venía.

—¿Cómo te encuentras? —insistió él.

—Mucho frío. Cansada.

—¿Quieres dormir un poco?

—No…

—Me quedaré aquí sentado para vigilarte.

Mientras le acariciaba el cuello y la cara, la miró inquisitivamente. «Noto algo diferente. Su voz. Sus ojos». Valentina acabó cediendo y asintió. Robert se levantó y apagó todas las velas, pese a que todavía no se habían consumido. «Al cuerno con las supersticiones». Encendió la luz del pasillo y dejó la puerta entreabierta antes de acostarse de nuevo. La joven temblaba. Robert se apretó contra ella y vio cómo el humo de las velas recién apagadas se dispersaba en la estrecha franja de luz que entraba por la puerta.

—Te quiero, Robert —susurró ella.

Él sintió que esas palabras iban abriendo puertas en los pasillos de su memoria, hasta que finalmente lo comprendió…

—Yo también te quiero… —dijo entonces.

Ella le puso una mano en la cara, con torpeza, sin dejar de mirarlo; estiró el dedo índice y, muy concentrada, con mucha suavidad, deslizó el dedo por su nariz, sus labios, su barbilla.

—… Elspeth.

Ella sonrió, cerró los ojos y se relajó.

Robert permaneció tumbado a su lado, a oscuras, mientras se le revelaba todo el horror de lo que habían hecho.

Martin fumaba sentado en la cama, apoyado en las almohadas. Julia estaba pegada a él.

—Canta —le ordenó ella.

Martin apagó el cigarrillo en el cenicero que había en la mesilla de noche.

Slaap kindje, slaap —cantó—; daar buiten loopt een schaap; een schaap met witte voetjes; die drinkt zijn melk zo zoetjes; slaap kindje slaap.

—¿Qué significa? —preguntó ella.

—Hum… «Duerme, niño, duerme; fuera pasea una ovejita; tiene unas patitas blancas y bebe dulce leche».

—Qué bonito —murmuró ella, y se quedó dormida.