Después Robert pensaría que había sido como ver un ballet.
—¿Estás preparada? —preguntó.
Elspeth no deseaba que Valentina dijera que sí. Quería parar en ese momento, antes… de lo que fuera a pasar, antes de la tentación, antes del desastre, antes de que Elspeth tuviera que hacer eso que se negaba a hacer.
Robert miró a la joven, que estaba muy quieta. Se preguntó si debería abrir una ventana; todavía hacía un frío anormal para junio, pero ¿quién sabía cuánto tiempo yacería allí su cuerpo hasta que Julia regresara? La luz disminuía rápidamente; en el cementerio, los cuervos lanzaban su llamada. Julia estaba arriba. Valentina cerró los ojos. Se quedó de pie, agarrando con una mano los barrotes de los pies de la cama, mientras con la otra apretaba intermitentemente su inhalador. Abrió los ojos. Robert estaba muy cerca de ella. Elspeth se hallaba sentada en la repisa de la ventana, con los codos sobre las rodillas y la cabeza apoyada en las manos, formando un ángulo que denotaba una tristeza contemplativa. La muchacha miró al fantasma y sintió un estremecimiento de duda.
Robert vaciló antes de dar unos pasos hacia ella. Valentina lo abrazó por la cintura y apretó la mejilla contra su camisa. Se preguntó si el botón se le quedaría grabado en la piel, y si la marca continuaría allí cuando hubiera muerto. Él no la besó, quizá porque no se encontraban solos.
—Estoy preparada —anunció.
Se apartó de la cama, se colocó en el centro del dormitorio y tomó una inhalación. «Qué poco corpórea parece ya —pensó Elspeth—, una sombra en esta luz tenue».
Robert se retiró hacia la puerta. Le habría resultado imposible articular sus sentimientos y se limitó a esperar a que ocurriera algo. No creía que fuera a suceder nada; no quería que sucediera nada. «No lo hagas, Elspeth…».
Valentina cerró los ojos; luego los abrió y miró a Robert, que parecía muy lejano. Recordó a sus padres mirando a ambas hermanas, en O’Hare, mientras hacían cola para pasar el control de seguridad el día que se marcharon de Chicago. Un frío intenso invadió su cuerpo. Elspeth la atravesó: se metió dentro de ella, sencillamente; el efecto recordó a Valentina al de las antiguas fotos estereoscópicas, en las que había que juntar las dos imágenes. «Voy a morirme de frío». Se sintió agarrada, desenganchada, apresada.
—¡Oh!
Un intervalo vacío. De pronto se encontró suspendida sobre su cuerpo, que yacía en el suelo. «Ah…». Elspeth se acercó a ella, mirándola.
—Ven aquí, cariño —dijo Elspeth.
«Su voz se parece un poco a la de mamá. Qué raro». Trató de acercarse a su tía, pero descubrió que no podía moverse. Elspeth lo comprendió; fue hacia ella y la cogió. Valentina era sólo una cosa muy pequeña que cabía en sus manos, como un ratoncito. Lo último que pensó fue: «Es como quedarse dormido…».
Robert vio que Valentina se desmayaba. Le fallaron las piernas y su cabeza se ladeó. Al caer, golpeó el suelo con un ruido sordo y un crujido. Él sólo oía su propia respiración. Se quedó en la puerta, sin ir hacia la chica; no sabía qué estaba pasando. Debían de estar ocurriendo cosas que él no veía, y no sabía qué hacer. Valentina, caída sobre la alfombra, seguía inmóvil. Al final, Robert recorrió la escasa distancia que lo separaba de ella y se arrodilló a su lado. Comprobó que no sangraba. No sabía si la joven se había hecho daño al caer; le había parecido que sí, pero era consciente de que no debía tocarla.
Elspeth miraba a Robert mientras él, a su vez, observaba a Valentina. El fantasma notaba la liviandad y la frágil consistencia de la muchacha en sus manos. «Devuélvela ahora mismo. Devuélvela ahora que todavía hay alguna posibilidad de que nada malo haya sucedido…». Quería que Robert moviera a Valentina, que le estirara las extremidades y le colocara bien las manos. La chica tenía la cabeza hacia atrás; estaba tumbada sobre el costado derecho, con los brazos extendidos hacia delante y las piernas recogidas y juntas. Tenía los ojos en blanco y la boca abierta, y se le veían los dientes, pequeños. La postura del cuerpo resultaba desagradable, un insulto. Elspeth quería tocarla, pero tenía las manos ocupadas. «¿Y ahora qué? ¿Se dispersará si la suelto? Si tuviera una cajita… —Se acordó de su cajón—. Sí, es un buen sitio». Decidió llevarse a Valentina al cajón. Allí podrían esperar juntas.
Robert se levantó y salió de la habitación. Quería olvidar de inmediato lo que acababa de ver. Al llegar a la puerta del piso se detuvo con la mano sobre el picaporte.
—¿Elspeth? —dijo.
La respuesta llegó en forma de breve y fría caricia en la mejilla.
—No te perdonaré —añadió él.
Silencio. La imaginó detrás de él y contuvo el impulso de volverse y mirar. Abrió la puerta, bajó a su apartamento y se tomó un whisky en la cocina. Mientras la luz iba disminuyendo, se dispuso a esperar a que Julia llegara a casa y encontrara el cuerpo, aguzando el oído para oír sus gritos de congoja.
Julia bajó una hora más tarde y encontró todas las luces apagadas. Recorrió las habitaciones encendiendo interruptores.
—¿Ratoncita? —llamó. «Debe de haber salido.»—. ¿Ratoncita? —«Tal vez esté abajo».
El piso estaba frío y extrañamente vacío, como si todos los muebles hubieran sido sustituidos por ilusiones ópticas. Mientras iba de una habitación a otra, pasó los dedos por la mesa del comedor, acarició el respaldo del sofá y los lomos de los libros, comprobando que todo era sólido.
—¿Elspeth? —«¿Dónde se habrán metido?».
Llegó al dormitorio y encendió la luz. Vio a su hermana retorcida en el suelo, como congelada en medio de una dolorosa danza. Despacio, se acercó y se sentó a su lado. Le tocó los labios, las mejillas. Vio el inhalador apretado en su puño y, sin pensarlo, le puso una mano sobre el pecho.
«¡Ratoncita!». Valentina aparentaba mirar atrás sin volverse, como si allí estuviera sucediendo algo sumamente interesante; tenía los ojos en blanco y la cabeza hacia atrás.
—¡Ratoncita!
Valentina no contestó.
Julia gimoteó. Sintió frío en la cara y se la golpeó frenéticamente.
—¡Vete a la mierda, Elspeth! ¡Vete a la mierda! ¿Dónde está? ¿Dónde está? —gritó, y rompió a llorar.
Elspeth se sentó con Julia. Vio cómo cogía en brazos a Valentina y lloraba sobre su cuerpo. «No quería hacerlo». Pensó en su hermana gemela y en que alguien iba a tener que llamarla por teléfono, pronto. Mientras observaba a Julia, Elspeth supo que se habían equivocado. «Todo es culpa mía. Lo siento. Lo siento muchísimo».
Elspeth y Valentina se quedaron juntas en el cajón mientras el enfermero que llegó con la ambulancia confirmaba la muerte de la joven, mientras el médico que la había visitado en el hospital certificaba que había fallecido por causas naturales, mientras Sebastian se la llevaba del piso, mientras Julia lloraba y Robert telefoneaba a Edie y Jack. Hubo horas de quietud, luz, oscuridad.
Robert mantuvo con Sebastian una larga charla que les ocasionó a ambos una buena dosis de tensión.
—Puedo entender que te niegues a que la embalsamemos —dijo el director de la funeraria—. Puedo entender tu insistencia en que no le arregle las facciones; de acuerdo. Pero ¿por qué demonios quieres que le inyecte heparina?
—Es un anticoagulante.
—Eso ya lo sé. Pero no vas a conservarla mediante criogenia, ¿no?
—No exactamente. Pero nos gustaría que llenaras el ataúd de hielo, por favor.
—¡Robert!
—Hazme caso, Sebastian. Y por favor, mantenía en la cámara frigorífica todo el tiempo que puedas.
—¿Por qué? Todo esto no me gusta nada, Robert.
—No es lo que imaginas…
Sebastian lo miró con escepticismo.
—Lo siento, Robert, pero si no me dices exactamente qué estas tramando, tendrás que buscarte a otro para que lo haga.
—Es que no me creerás. Parece una locura. Es una locura —admitió. Sebastian lo miró. Robert respiró hondo y trató de ordenar sus ideas—. ¿Crees en fantasmas?
—Pues sí —admitió en voz baja—. He tenido algunas… experiencias interesantes. Pero creo recordar que eres tú el que no crees en espíritus.
—Me he visto obligado a replantearme la cuestión.
Entonces le contó lo de Elspeth. Evitó mencionar el plan; le explicó que Elspeth había atrapado el alma de Valentina en el momento de su muerte y que se proponía reintegrarla a su cuerpo para devolverle la vida.
Sebastian planteó una serie de objeciones. («¿Por qué no la revivió Elspeth enseguida?», fue la más peligrosa, y Robert sólo pudo contestar que no lo sabía). Al final, el director accedió a hacer todo lo posible para mantener frío el cuerpo; también se avino a no decir nada a la familia en caso de que el intento fracasara. Pero, aun así, Robert se marchó preguntándose si Sebastian llamaría a Jessica, o a la policía, en cuanto él se diera la vuelta.
Edie y Jack llegaron a la mañana siguiente.
Desde la ventana de su piso, Robert los vio recorrer el sendero. Entraron en el edificio y subieron la escalera. La prohibición de que Jack y Edie entraran en el piso de las chicas ya no tenía sentido. Robert se preguntó qué estaría haciendo Elspeth; quería beber hasta perder el sentido; quería morirse; cualquier cosa habría sido preferible a conocer a los padres de Valentina. Había acordado con ellos que los acompañaría a la funeraria.
En el taxi apenas hablaron. Robert no podía mirar a Edie. Su parecido con Elspeth era insoportable; la única diferencia destacada era su acento norteamericano. Julia, aturdida, iba sentada al lado de su padre, la cabeza apoyada en su hombro. Edie lloraba en silencio. Jack pasó un brazo por los hombros de su mujer y miró a Robert, compungido. Éste iba en el asiento abatible, enfrente de ellos tres. Durante el resto del trayecto mantuvo los ojos clavados en los zapatos de Jack.
Cuando llegaron a la funeraria, Sebastian los esperaba. Acompañó a los padres a ver el cadáver. Robert y Julia esperaron en el despacho del director.
—¿Cómo estás? —le preguntó Robert.
—Estupendamente —replicó ella sin mirarlo.
Sebastian volvió con Edie y Jack. Empezó a exponer los procedimientos y las opciones, los precios del entierro y de la cremación, los diversos certificados y firmas necesarios. Robert escuchaba tratando de aparentar impasibilidad. No se le había ocurrido pensar que los padres de Valentina tal vez tuvieran sus propias ideas sobre qué hacer con los restos mortales de su hija, y que Sebastian estaba obligado por ley a exponer todas las posibilidades. Se le aceleró el corazón. «¿Y si deciden incinerarla?».
—Queremos llevárnosla a casa —dijo Edie—. La familia de Jack tiene una parcela en el cementerio de Lake Forest, en el lago Michigan. Nos gustaría enterrarla allí.
Sebastian asintió y empezó a explicarles el procedimiento para transportar un cadáver en avión. «Bueno, ya está —pensó Robert—. Lo he intentado y he fracasado». Se le había escapado de las manos.
Curiosamente, fue Julia quien salvó la situación.
—¡No! —saltó, y todos la miraron—. Quiero que se quede aquí.
—Pero Julia… —dijo Edie.
—No eres tú quien ha de tomar esa decisión… —intervino Jack.
—Quería que la enterraran en el cementerio de Highgate —declaró, sacudiendo la cabeza. Miró a Robert—. Ella me lo dijo.
—Es verdad —suscribió él.
—Por favor —suplicó Julia.
Y al final decidieron que enterrarían a Valentina en el mausoleo de la familia Noblin, como ella quería.
En el cajón, Elspeth abrazaba a Valentina, sujetaba su inconsistencia, impedía que se esparciera, la mantenía constreñida. «Parecemos dos marsupiales dentro de la bolsa, a la espera de nuevos acontecimientos». Se preguntó qué sabría Valentina, qué recordaría. Era como estar con un bebé, sin saber qué pensaba aquel ser diminuto, en el supuesto de que pensara algo. Elspeth no recordaba los primeros días de su experiencia post mortem. Las cosas habían ido llegando poco a poco; no había habido un momento de despertar, de conciencia repentina. Mantenía a Valentina cerca de sí, le cantaba canciones, charlaba sobre tonterías. La joven era como un rumor, un zumbido de ser, pero Elspeth no recibía de ella ni palabras ni pensamientos. Recordó cómo eran las gemelas de bebés. Nunca habían dormido ni comido al mismo tiempo; le habían consumido toda la energía y toda la leche; ya entonces parecían inseparables pero individuales. «Bueno, ahora has conseguido separarte del todo, Valentina». En el cajón no pasaba gran cosa. Transcurrían los días. Al poco tiempo —aunque el tiempo no tenía mucho significado para los fantasmas—, llegó el día del funeral. Era el momento de que ocurriera algo.