Martin estaba atascado. Llevaba toda la tarde trabajando en un crucigrama críptico para conmemorar los trescientos años del nacimiento de Linneo, pero no daba con las definiciones, y estaba quedando vulgar y poco elegante. Se levantó y se desperezó. Llamaron a la puerta.
—¿Sí? —dijo, y se volvió—. Ah, eres tú, Julia. Pasa.
—No —repuso ella, y entró en la habitación—. Soy Valentina, la hermana de Julia.
—¡Oh! —Martin parecía encantado—. ¡Por fin! Es un placer conocerte. Gracias por venir. ¿Te apetece un poco de té?
—No, es que… no puedo quedarme. Sólo he venido a decirle… ¿Sabe esas vitaminas que le ha estado dando Julia?
—Sí.
Valentina respiró hondo y continuó:
—Pues… resulta que no son vitaminas. Son un medicamento que se llama Anafranil.
—Ya lo sé, querida —repuso él con ternura—. Pero gracias por venir a decírmelo.
—¿Ya lo sabía?
—Las cápsulas llevan el nombre impreso. Y ya había tomado Anafranil antes, así que sé qué aspecto tiene.
—¿Sabe Julia que usted lo sabe? —preguntó Valentina con una sonrisa.
Martin sonrió también.
—No estoy seguro. Pero creo que lo mejor será que no le mencionemos esta conversación, por si acaso.
—No pensaba hacerlo.
—Entonces yo tampoco lo haré.
Valentina se dio la vuelta para marcharse.
—¿Seguro que no quieres quedarte un rato?
—No, no puedo.
—Pues vuelve otro día, cuando quieras.
—Vale. Gracias —replicó Valentina.
Martin la oyó alejarse entre el laberinto de cajas, antes de desaparecer.