In fraganti

Casi había amanecido. Jessica estaba de pie junto a la ventana de la sala de archivos del cementerio, mirando más allá del patio, hacia The Colonnade. La habitación estaba a oscuras. Había pasado gran parte de la noche en vela, preocupada por la carta que le había escrito a uno de los vicedirectores del cementerio. Al final le había dejado una nota a James y había bajado andando hasta allí para corregirla, pero, pese a que le rondaban por la cabeza las frases con que lograría convencer al vicedirector de la lógica de su petición, no había conseguido aclarar la maraña de sus argumentos. Jessica se apoyó en el alféizar de la ventana, con las manos cogidas delante del cuerpo y los codos formando sendos ángulos rectos. Los árboles y las tumbas que había encima de la columnata formaban una mancha oscura y borrosa bajo aquella luz indefinida. El patio le recordó a un escenario vacío. «Cuánto trabajo —pensó—. Nadie valora nuestro esfuerzo. Pusimos con nuestras propias manos cada adoquín de ese patio…».

De pronto el espacio se llenó de luz. «Zorros —pensó, y miró a derecha e izquierda tratando de localizarlos—. Han activado los detectores de movimiento». Pero entonces un hombre cruzó el patio. No parecía preocupado por las luces; no se dio prisa ni alteró su trayectoria. Jessica estiró el cuello para verlo mejor. Era Robert.

«Maldita sea. ¡Le he dicho mil veces que no utilice esa puerta!». Jessica estaba tan furiosa que golpeó la ventana con fuerza, sin importarle el daño en los nudillos ni cómo pudieran resentirse sus artríticas articulaciones; de hecho, más tarde se preguntaría por qué tenía la mano hinchada y dolorida. Robert siguió andando, desoyendo la llamada de Jessica. Ésta cogió sus llaves y una linterna, bajo la escalera, pasó por la oficina y salió al patio. Se quedó cerca del arco de la capilla y llamó a Robert a gritos.

Él se detuvo. «Me va a caer una buena». Jessica echó a andar a buen paso hacia él. «Si camina tan deprisa, se caerá». Ella había olvidado encender la linterna, y la empuñaba como si fuera un arma en lugar de una fuente de luz. Él decidió avanzar para reducir la distancia que los separaba. Se encontraron junto a los escalones de The Colonnade, como si representaran una coreografía. Jessica hizo una pausa para recobrar el aliento. Él la esperó.

—¿Qué demonios haces? —le espetó ella—. Lo sabes perfectamente. ¡Lo hemos hablado, y aun así tienes el descaro de pasearte al alba por el cementerio, donde no tienes ningún derecho a estar! Confiaba en ti, y me has decepcionado.

Estaba que echaba chispas, sin sombrero, fulminándolo con la mirada, con el cabello erizado; llevaba la ropa que se ponía para trabajar en el jardín. A Robert le sorprendió ver el brillo de una lágrima en su mejilla. Eso lo desarmó.

—¡Tenemos normas! ¡Las normas existen por motivos legales y de seguridad! —siguió—. ¡Que tengas una llave no te autoriza a entrar aquí por la noche! Podría agredirte algún intruso, o podrías caerte en un agujero. Podrías tropezar con una raíz y sufrir una conmoción cerebral. ¡Ni siquiera llevas una radio! Podría pasarte cualquier cosa: caérsete un monumento encima o lo que sea. ¡Piensa en lo que la aseguradora haría con nuestras cuotas, en la publicidad que tendríamos si te hicieras daño o te mataras! ¡Eres un maldito egoísta, Robert!

Se miraron de hito en hito.

—¿Podemos hablar en la oficina? —propuso él con calma—. Vas a despertar a los muertos.

Jessica perdió el poco control que le quedaba y le pudo el mal genio. «¿Por qué no me toma en serio? ¡Le demostraré que esto no es ninguna broma!».

—¡No! —chilló—. ¡No vamos a ir a hablar a la oficina! Vas a darme tu llave, por favor —le tendió una mano, en la que tenía sus llaves— y vas a salir por la puerta principal —exigió. Robert no se movió—. ¡Ahora mismo!

Él le puso la llave en la palma de la mano y se encaminó hacia la entrada. Ella lo siguió como si escoltara a un prisionero. Llegaron a la verja; ella la abrió, Robert la empujó, salió a la calle y volvió a cerrarla. Se miraron a través de los barrotes.

—Y ahora qué —preguntó él.

—Vete —ordenó ella en voz baja.

Robert agachó la cabeza y se alejó por Swains Lane. Jessica se quedó observándolo. «Y ahora qué. —El corazón le latía muy deprisa—. Sólo lo he visto yo; no hace falta que se entere nadie más». No le quitó los ojos de encima hasta que Robert se perdió a lo lejos. Jessica sintió el impulso de seguirlo, de decirle… ¿qué? «¿Lo siento? No, nada de eso. Nos ha puesto en peligro con su actitud irreflexiva y desconsiderada». Permaneció junto a la verja, abrumada por la emoción pero incapaz de analizarla: estaba enojada, dolida, defraudada, indignada. No se aclaraba respecto a sus sentimientos. «Tengo que hablar con él inmediatamente —pensó, y luego—: Pero acabo de echarlo». Le echó llave a la cerradura y volvió despacio a la oficina. Eran poco más de las cinco. James ya debía de estar despierto. Descolgó el auricular, pero volvió a dejarlo.

Se quedó sentada en su silla mientras la habitación iba iluminándose. «Yo tenía razón —pensó—. Mucha razón». Cuando se hizo de día, se levantó y preparó té. Preocupada y cansada, derramó la leche y pensó: «Esto es un presagio. O una metáfora. —Negó con la cabeza—. ¿Qué vamos a hacer ahora?».