El día de la Resurrección

Robert soñó que era el día de la Resurrección en el cementerio de Highgate.

Estaba en lo alto de los escalones que había junto a la tumba de James Selby, el cochero. Su fantasma estaba sentado sobre su sepulcro, haciendo caso omiso de la gruesa cadena que iba de poste a poste y que le atravesaba el pecho. Fumaba en pipa y daba golpecitos en el suelo con la bota, nervioso.

Sonaban trompetas a lo lejos. Robert se volvía y veía que el sendero que se adentraba en el cementerio estaba cubierto con un largo baldaquín de tela roja, y que la tierra, la grava y el barro del camino estaban cubiertos de seda blanca. Volvía a ser invierno, y la seda era casi del mismo blanco que la nieve que cubría las tumbas. Miraba entre los árboles y veía que todos los senderos estaban engalanados en rojo y blanco. Robert iba caminando. Miraba hacia abajo, preocupado, temiendo que sus botas enfangadas mancharan la seda, pero no dejaba huellas.

Llegaba a Comfort’s Corners y encontraba unas mesas dispuestas para un banquete. No había comida, sólo cubiertos para cada comensal y sillas vacías. Las trompetas dejaban de tocar y Robert oía el susurro del viento en los árboles. Distinguía voces, pero no sabía de dónde provenían.

«Siéntate», decía alguien, pero en realidad no era una voz; era, más bien, un pensamiento que provenía de fuera de su cabeza. Tomaba asiento cerca del final del grupo de mesas y esperaba.

Los fantasmas llegaban poco a poco; avanzaban por los senderos cubiertos de seda con paso inseguro. Se apiñaban alrededor de las mesas, traslúcidos, ataviados con sus mortajas y sus trajes de domingo. El lugar se llenaba de espíritus. «Aquí hay enterradas más de ciento sesenta y nueve mil personas». Robert se preguntaba si cabrían todos alrededor de las mesas. Los fantasmas se estremecían a la luz de la mañana. «Parecen medusas». Hubo una oleada de descontento: los espectros estaban hambrientos y no había comida. Robert creía ver a Elizabeth Siddal y hacía ademán de levantarse con intención de ir a hablar con ella, pero una mano lo sujetaba por el hombro y se lo impedía.

Ya había una gran cantidad de fantasmas. Las mesas también se habían multiplicado. Una voz que Robert conocía bien, muy deseada, hablaba justo detrás de él:

—Robert. ¿Qué haces aquí? —Era Elspeth.

—No estoy seguro. ¿Buscarte? —Trataba de darse la vuelta, pero la mano volvía a impedírselo.

—No, no. No quiero… Aquí no. —Estaba muy pegada a él.

Robert se sentía inquieto, confinado. De pronto tenía la sensación de que algo horrible, monstruoso, estaba de pie detrás de él, apretándolo con sus manos repugnantes.

Gritaba su nombre, tan fuerte que despertó a las gemelas en su dormitorio; tan fuerte que Elspeth se tumbó en el suelo de su piso, sobre la cama de Robert, y se quedó horas allí, en la penumbra, esperando a que él volviera a llamarla.