Valentina y Elspeth pasaban horas repasando los detalles de su plan. Tenía que ser todo natural, casual. Elspeth ideó una forma de que la joven sacara cierta cantidad de la cuenta que compartía con Julia; con eso le bastaría para vivir uno o dos años con frugalidad y nadie echaría de menos el dinero hasta después del funeral. Valentina encontró unos cuantos libros de anatomía en el piso y los dejó abiertos en el suelo de la habitación de Elspeth para que pudiera leerlos. Para ellas era casi un juego: prever todas las dificultades que podían surgir, sortear las objeciones que planteara Robert, evitar alarmar a Julia. «¿Y si…?», empezaba una de ellas, y se concentraban en ese problema como dos detectives, hasta que lo resolvían. Tenían sus chistes privados, un lenguaje secreto. Resultaba todo inmensamente satisfactorio, o lo habría resultado si hubieran estado planeando un picnic, o una fiesta sorpresa, o cualquier otra cosa excepto la muerte de Valentina. A Elspeth le asombraba cómo disfrutaba la muchacha con los detalles del plan, y su capacidad para infligir dolor sin pensárselo. «Pero yo no soy mejor. Estoy ayudándola a hacerlo. Ella no lo haría si supiera… ¿Y si no funciona? ¿Qué pasará entonces? —Elspeth contemplaba a la muchacha y debatía consigo misma—. No, no podemos hacerlo. Es un terrible error». Pero Robert subía todas las noches y se llevaba a Valentina a cenar o dar un paseo. Siempre volvían tarde, y hablaban en susurros en el pasillo. Elspeth se endureció.