El domingo por la tarde, después de cerrar el cementerio, Jessica y Robert se sentaron con James en la terraza que daba al jardín trasero de los Bates. Había sido un día frenético: el magnífico clima de junio había atraído a manadas de turistas, y casi todos los guías se encontraban de vacaciones; Robert y Phil se habían visto obligados a echar del cementerio Este a dos cineastas corpulentos y hostiles y a todos sus actores; además, habían llegado unos propietarios de Manchester que no tenían ni idea de la ubicación de la tumba de su abuela. En ese momento, Robert y los Bates se sometían a descompresión tomándose un whisky.
—Quizá deberíamos colgar otro letrero en la entrada —propuso James—. «Todos los propietarios de tumbas con dudas preséntense por favor en horario de oficina, cuando el personal pueda atender sus entretenidas peticiones».
—Nosotros queremos ayudarlos —intervino Jessica—. Pero ellos tienen la obligación de llamar antes de venir. La gente se presenta en la puerta del cementerio y pretende que le busquemos una tumba al momento. Es increíble.
—Creen que los archivos están digitalizados —intervino Robert.
—Quizá lo estén dentro de diez años —dijo Jessica riendo—. Evelyn y Paul están introduciendo los archivos funerarios tan deprisa como pueden, pero teniendo en cuenta que hay ciento sesenta y nueve mil entradas…
—Ya lo sé.
—Robert y Phil se han mostrado muy valerosos hoy —le dijo Jessica a James—. Además de derrotar a esos cineastas impertinentes, han dirigido cuatro visitas cada uno.
—Dios mío. ¿Dónde estaban los otros guías?
—Brigitte ha ido a Hamburgo a visitar a su madre; Marión y Dean están de vacaciones en Rumania; Sebastian está haciendo horas extra en la funeraria a causa de ese terrible accidente de autobús de Little Wapping; y a Anika su hija le ha contagiado la gripe.
—Sólo estábamos nosotros tres. Molly ha pasado todo el día en la entrada del cementerio del Este, pobrecilla.
Robert vació su vaso, y Jessica se lo llenó otra vez.
—Bueno —dijo James—, supongo que ése es el principal inconveniente de dirigir un cementerio con voluntarios. No puedes negar a tus empleados unas vacaciones porque te quedarás con pocos guías.
—No —coincidió Jessica—. Pero me gustaría que todos se tomaran el cementerio como una prioridad.
—Se lo toman —opinó Robert—. Vienen de todos los rincones de la ciudad, una semana tras otra.
—Sí, tienes razón. Es que estoy agotada. Ha sido un día largo y difícil.
Robert estiró las piernas.
—Al menos, si hiciera cuatro visitas todos los días, quizá me pondría un poco en forma —comentó.
—Sí, se nota que llevas demasiado tiempo sin estar al aire libre. —Jessica le escudriñó el rostro—. Deberías tomar más vitamina D. Siempre estás cansado.
—Podría comprarme un ordenador portátil. Podría sentarme en el Meadow, rodeado de tumbas, y escribir al sol.
Al despuntar el alba a veces lo vimos
caminar por los cerros en busca del sol:
recorrieron sus pasos senderos con rocío.
—Qué romántico —comentó Jessica sonriendo—. Quedaría muy bien en un anuncio de ordenadores portátiles.
—¿Cómo vas con tu tesis? —preguntó James.
—Razonablemente bien. Últimamente he estado un poco distraído.
—¿No tienes fecha de entrega? Creía que el tribunal se estaba impacientando —replicó James.
—El problema es que, cuanto más investigo, más datos encuentro en los que debería profundizar. A veces pienso que mi tesis va a tener el tamaño del propio cementerio de Highgate, tumba por tumba, año por año, cada brizna de hierba, cada helecho…
—Pero ¡Robert! ¡No es necesario! —exclamó Jessica con un tono tan apremiante que él se sobresaltó—. Necesitamos que escribas lo que sucedió y que expliques por qué es relevante; no tienes que recrear el cementerio por completo sobre el papel. Eres historiador, y como tal has de seleccionar y escoger.
—Ya lo sé. Lo haré. Pero me cuesta parar de recoger material.
Jessica apretó los labios y desvió la mirada.
—¿Podemos ayudarte en algo? —preguntó James—. ¿Qué extensión tiene tu manuscrito?
Robert vaciló.
—Mil cuatrocientas treinta y dos páginas.
—Fabuloso —dijo el anciano—. Entonces, se trata sólo de vaciarlo un poco.
—Qué va. Sólo voy por la Primera Guerra Mundial.
—Ah —dijo James.
Robert miró a Jessica, que contemplaba su jardín tratando de contenerse.
—El cementerio tiene muchas historias —explicó entonces—, no sólo una. Hay que tener en cuenta los aspectos sociales, religiosos y sanitarios, además de las biografías de la gente que está enterrada allí, el ascenso y caída de la London Cemetery Company, el vandalismo, la creación de los Amigos y todo el trabajo que se ha realizado hasta ahora. Hay que relacionar todas esas cuestiones. Por otro lado están los fenómenos sobrenaturales que la gente asegura…
—¡Supongo que no pensarás incluir esa basura! —saltó Jessica, levantándose y volviéndose hacia él.
—No como hechos. Pero forma parte del archivo histórico moderno…
—Una parte de muy mal gusto.
—De acuerdo, pero toda esa locura sirvió de catalizador para la creación de los Amigos. Y no quiero censurar unos hechos sólo porque nosotros no los aprobemos.
—Pero, como suele decirse, «la historia la escriben los vencedores», ¿no? —replicó ella con un suspiro—. Y los vencedores de la batalla del cementerio de Highgate son, sin duda alguna, los Amigos. De modo que algo tenemos que decir sobre nuestra historia.
Robert no sabía de quién era esa frase; pensó que Jessica estaba citando a Michel Foucault. Se debatió un momento con la discordancia cognitiva que eso le provocaba, hasta que James dijo con amabilidad:
—Winston Churchill.
—Ah, sí —dijo Robert. «Pero yo soy marxista», pensó. No intentó explicárselo, porque Jessica siempre se había mostrado un tanto arrepentida respecto a Karl Marx (al menos respecto a su presencia en el cementerio de Highgate). En ese momento no tenía ganas de defender las últimas tendencias del pensamiento académico marxista. En lugar de eso, salió por la tangente—: Pensaba en la memoria. En los monumentos a la memoria de…
Los Bates se miraron sin decir nada. Robert se dio cuenta de que no estaba seguro de qué quería decir.
—Tenemos un proyecto de digitalización —añadió por fin—. Y limpiamos las sepulturas para que se puedan leer las inscripciones. George, en su taller, esculpe los nombres en las lápidas nuevas…
—¿Y? —dijo James.
—¿Por qué hacemos todo eso? —preguntó él.
—Por las familias —respondió Jessica—. A los difuntos no les importa.
—Y para los historiadores —añadió su marido con una sonrisa.
—Pero ¿y si los difuntos sí lo supieran? —preguntó Robert—. ¿Y si estuvieran todos allí, o en algún sitio…?
—Pues… —Jessica se quedó mirándolo. «Le pasa algo. Está muy nervioso»—. ¿Te encuentras bien? No quiero darte la lata, pero me preocupas.
Él agachó la cabeza.
—¿Va todo bien con las gemelas? —preguntó James—. A riesgo de parecer indiscretos, creíamos que empezabas a estar más animado…
Robert levantó la cabeza y descubrió a los Bates escudriñando lo con gesto de preocupación.
—Las chicas están distanciándose. Si lo he entendido bien, Valentina quiere separarse de Julia, y ésta quiere que su hermana corte conmigo. Pero en realidad ése no es el problema.
Era consciente de que se resistía a contárselo; no quería que pensaran mal de él, y sabía que no le creerían. «Si no se lo cuento a alguien, me explotará la cabeza. Quizá ellos lo entiendan, aunque no me crean». En la terraza no corría ni la más leve brisa. Robert oyó un cuervo a lo lejos. Cuando el ave dejó de graznar, se quedaron los tres en silencio, esperando.
—He llegado a la conclusión de que después de la muerte hay algún tipo de existencia —empezó Robert—. Creo que las personas pueden rondar por aquí… o quedar atrapadas de alguna forma. —Inspiró hondo—. He estado hablando con Elspeth. Se ha quedado en su piso y no puede salir.
—Oh, Robert —dijo Jessica con tristeza. Él comprendió que se apenaba por él, por ver que estaba perdiendo el juicio, y no por las tribulaciones de la difunta.
—Las gemelas también hablan con ella —añadió.
—Hum —dijo James—. ¿Crees que accedería a hablar con nosotros? ¿Cómo te comunicas con ella?
—Mediante escritura automática y, cuando nos cansamos, con un tablero de ouija. No podemos escribir mucho rato, porque Elspeth tiene las manos muy frías.
—¿La has visto?
—Valentina la ve. Julia y yo no, no sé por qué. —«Daría cualquier cosa por verla».
—No parece que eso esté teniendo un efecto muy saludable en ti —observó Jessica. Daba la impresión de que le habría gustado decir muchas más cosas.
—Sí, tienes razón.
—Quizá deberíamos mandarte de vacaciones —propuso—. Te sentaría bien cambiar de aires. Y quizá deberías tomar vitaminas. Es posible que el cementerio no sea lo que más te conviene en estos momentos.
—¿Más whisky? —ofreció James.
—Sí, por favor.
Más tarde, Robert se preguntaría si no habían tomado todos más whisky del que debían. Le tendió su vaso a James, que añadió un poco de agua y un generoso chorro de la botella.
—Pero Elspeth no está en el cementerio —prosiguió—. En el cementerio nunca he visto nada excepto zorros, turistas y algún que otro grupo de operarios.
—Me alegro —terció James—. No soportaría pensar que todos se quedan atrapados allí, haga el tiempo que haga. Aunque, por otra parte, creo que la vida del más allá debe de ser un poco aburrida si consiste en deambular por la casa eternamente sin nada que hacer.
—Por lo visto, así era al principio. Pero últimamente Elspeth está muy activa. Ayer vi a Valentina jugando a backgammon con ella. Ganó Elspeth.
Jessica sacudió la cabeza.
—Suponiendo que todo eso sea cierto, y te ruego que comprendas que me parece muy improbable, ¿qué puedes sacar de ello? Robert se encogió de hombros.
—Al parecer, te coloca en una situación difícil —agregó James—. En estas situaciones, el hombre suele salir mal parado —expuso. «¿Qué precedente vas a citar?», pensó Robert, y miró al anciano inquisitivamente—. Tanto en la literatura como en la mitología: Eurídice, Un espíritu burlón, esa maravillosa historia de Edith Wharton…
—La semilla de la granada —aportó Jessica—. Eso es, gracias. Los amantes y los maridos siempre acaban mal.
—Le pedí a Elspeth que me matara para poder estar con ella. Pero se negó.
—¡Menos mal! —exclamó la mujer, perpleja.
—Esto no puede ser —decidió James—. Déjanos ayudarte. Te llevaremos de vacaciones.
—¿Y quién se ocupará del cementerio? —repuso Robert sonriendo.
—¿Qué más da? —replicó ella. «¿Cómo puede bromear sobre una cosa así?»—. Nigel y Edward pueden encargarse de todo. ¿Adónde podemos ir? ¿A París? ¿Copenhague? Nunca hemos estado en Reikiavik; dicen que es precioso en esta época del año.
—Iremos a algún sitio donde haga buen tiempo —propuso James. El cielo se estaba nublando. Se sentía cansado, y la idea de viajar más allá de High Street le producía dolor de espalda. Acercó el vaso a Jessica, que volvió a llenárselo.
—A España —sugirió ella, dirigiendo una sonrisa de complicidad a su marido—. O a la costa amalfitana.
—No estaría nada mal —admitió Robert—. A cualquiera de esos sitios. Me parece una idea fantástica. —«¿Por qué no?», pensó. «Podría marcharme. Que se arreglen ellas tres. Las gemelas se reconciliarían y vivirían felices con Elspeth». Suspiró. Sabía que no iría a ninguna parte. Sin embargo, parecía sencillísimo—. Ya lo hablaremos.
—Deberíamos comer —les recordó Jessica—. Tengo el estómago vacío.
—¿Queréis que encargue algo en Lighthouse? —dijo Robert—. ¿Scampi? —Se levantó y fue adentro a llamar por teléfono.
El matrimonio se quedó en silencio. Oyeron a Robert coger el teléfono del recibidor y encargar la comida.
—¿Deberíamos contárselo a alguien? —preguntó James—. Podríamos llamar a Anthony…
Jessica se cubrió los ojos con las manos. «Qué cansada estoy».
—No lo sé. ¿Qué hay que hacer cuando a tu joven amigo lo persigue un fantasma?
—¿No te parece que si nos lo ha contado es para que hagamos algo?
—¿Te refieres a internarlo?
—Ha hablado de suicidarse —dijo James tras vacilar un momento.
—No, lo que pretendía era que Elspeth lo matara —replicó ella con un bufido.
—Todo esto no me gusta nada.
—A mí tampoco. ¿Crees que vendrá de vacaciones con nosotros?
—¿Y si sufriera una crisis nerviosa en un hotel de un país extranjero? —respondió él con un suspiro—. ¿Cómo nos las arreglaríamos?
—Pues algo tenemos que hacer.
Entonces regresó Robert, con aire alegre y animado.
—Bajo a buscar la comida.
James le ofreció dinero, pero él dijo que les invitaba. Cuando se marchó, parecía casi sobrio. «París. Roma. Saskatchewan». Salió a la calle tarareando y se encaminó hacia Archway Road. Apretó el paso; la tarde refrescaba muy deprisa. «Adelaida. El Cairo. Pekín. No importa dónde vaya; ella seguirá atrapada en ese piso, planeando una resurrección». Esa idea se le antojó graciosa. «Vaya, voy caminando por la calle y riéndome, como Peter Lorre». Tuvo que parar y apoyarse en el escaparate del quiosco, porque se partía de risa. «Cancún, Buenos Aires, Patagonia. Podría coger el metro en esta misma calle y plantarme en Heathrow en cuestión de una hora. Nadie se enteraría». Se irguió, jadeando, y cerró los ojos. «Dios mío, estoy fatal». Permaneció unos minutos de pie con los ojos cerrados, abrazándose la cintura. Volvió a mirar. La calle osciló un poco y luego se enderezó. Echó a andar colina abajo, muy despacio. «Esto no puede ser. Tengo que ir a buscar la comida, o James y Jessica se preocuparán. —La gente lo miraba al pasar por su lado—. El problema es… que soy demasiado responsable. Ella sabe que lo haré porque si no lo hago… si no lo hago…». Estuvo a punto de pasarse el restaurante, pero lo salvó la fuerza de la costumbre. Consiguió entrar y pagar la comida. Mientras desandaba el camino, se le ocurrió una idea: «Tendría que leer esos diarios. Elspeth me los regaló, y debería leerlos». Empezó a repetirse: «Los diarios, los diarios». Cuando llegó a la casa de los Bates, la comida se había enfriado y ellos estaban en la cocina tomándose una sopa. Jessica acostó a Robert en su habitación de invitados.
Por la mañana, se levantó de la cama con resaca y la sensación de haber olvidado algo. Jessica le hizo beberse un mejunje asqueroso a base de plátano, tomate, vodka, leche y tabasco. Luego frió unos huevos y se sentó con él mientras comía. James ya se había marchado al cementerio.
—Anoche James y yo estuvimos hablando —dijo Jessica—, y pensamos que necesitas que te cuiden. ¿Quieres quedarte unos días aquí? Nos sobran habitaciones. —Sonrió.
A Robert le dio un vuelco el corazón. Allí estaba la trampilla que estaba buscando; estaba a punto de aceptar la invitación cuando pensó: «Espera. Si me quedo aquí, no podré ir al cementerio por la noche».
—¿Me dejas pensarlo? —dijo.
—Por supuesto. Aquí estaremos.
Él le dio las gracias y se marchó de la casa con la sensación del náufrago que ha dejado que el barco de salvamento pase de largo.
Robert recordó, por fin, su decisión de leer los diarios de Elspeth a la mañana siguiente. No sin cierto temor, puso las cajas en la cama y empezó a revisar su contenido.
«Haz como si investigaras —se dijo—. No te morderán». Las anotaciones empezaban en 1971, cuando Elspeth y Edie tenían doce años. Le alivió ver que terminaban abruptamente en 1983, mucho antes de que él entrara en escena; a Robert no le interesaba leer nada sobre sí mismo. Los diarios eran un batiburrillo de cotilleos de colegiala, comentarios sobre libros que Elspeth leía y reflexiones sobre chicos; parte del texto parecía escrito en clave. La autora mantenía largas conversaciones y discusiones consigo misma; de pronto Robert comprendió que Elspeth y su hermana gemela habían escrito los diarios juntas. El resultado era extrañamente fluido, y eso lo inquietó. En los márgenes había símbolos que sólo aparecían durante las vacaciones y que al parecer significaban algo sobre los padres de las niñas; se mencionaba un plan de fuga que al final quedó en nada. Pero Robert comprendió que Elspeth no había tenido una vida doméstica feliz; no había sorpresas, sólo una tristeza amenazadora que se mezclaba con temas típicamente infantiles: partidos de netball, obras de teatro escolares y cosas así. Los últimos volúmenes recogían la vida universitaria, las fiestas, el primer apartamento de las gemelas. Entonces aparecía Jack, que al principio sólo era un joven más, atractivo y con un futuro prometedor; luego se convertía en una persona alrededor de la cual, de pronto, giraba todo. Robert, que era hijo único, sentía cierta curiosidad sobre los hermanos de los demás. Elspeth y Edie casi nunca escribían en singular; casi siempre decían «hemos ido al cine» o «hemos tenido un examen». Robert siguió leyendo, preguntándose qué era lo que buscaba entre los recuerdos de juventud de Elspeth.
La bomba estaba en el último diario: Elspeth había metido un sobre dentro de las tapas. Estaba etiquetado como «SECRETOS GORDOS, FEOS, GRAVES». Bajo esas palabras había una calavera y unas tibias dibujadas con mano inexperta. La calavera sonreía. «Ay, Elspeth. No quiero saberlo». Cogió el sobre y se planteó quemarlo. Pero lo abrió.
Querido Robert:
Espero que no te enfades mucho. Dijiste que esperabas no encontrar secretos escabrosos entre mis papeles, pero me temo que hay unos cuantos. «Escabrosos» quizá no sea la palabra más adecuada; quizá sea mejor llamarlos «incómodos». En fin, querido, son sorpresas antiguas: todo esto pasó mucho antes de que te conociera.
Me llamo Edwina Noblin.
Cambié de identidad con mi hermana gemela, Elspeth, en 1983. Lo hizo casi todo ella, pero no podía deshacerlo sin causarle una gran desdicha. Y, desde luego, no fui una víctima completamente inocente.
Como ya sabes, Elspeth estaba comprometida con Jack Poole. Durante el tiempo que transcurrió entre su compromiso y su boda, Jack coqueteaba cada vez más conmigo. Elspeth decidió ponerlo a prueba.
Ya te he contado muchas historias de cómo mi hermana y yo nos hacíamos pasar una por otra. Pero tú nunca nos viste juntas; éramos idénticas, formábamos una pareja perfecta. Y nos conocíamos muy bien. Cuando éramos pequeñas, apenas nos diferenciábamos una de otra; si Elspeth se hacía daño, yo lloraba.
Mi hermana empezó a hacerse pasar por mí cuando estábamos con Jack. Él no notaba la diferencia, y se enamoró de «Edie». Rompió su compromiso con Elspeth y le pidió a «Edie» que se fugara con él a Estados Unidos.
¿Qué podía hacer ella? Estaba dolida; estaba furiosa. Pero la situación la había creado ella. Me pidió consejo. Decidimos que ella sería Edie y yo Elspeth, y que la vida seguiría su curso.
Por desgracia, no era tan sencillo. Yo me había acostado con Jack (sólo una vez, en una fiesta; estábamos borrachos. No fue más que un estúpido error, amor mío, producto de la falta de cuidado y del alcohol), y estaba embarazada. Así que al final fui yo quien se marchó a Estados Unidos. Viví casi un año con Jack, pese a que era con Elspeth con quien se había casado. Tuve a las gemelas, me esforcé al máximo para recuperar la figura; cocinaba y llevaba la casa; casi me volví loca de aburrimiento y de rabia, agobiada por la sensación de haber quedado atrapada en una farsa. Cuando las gemelas tenían cuatro meses, las traje a Londres «para que conocieran a su abuela». Y fue Elspeth (ahora Edie) la que se marchó a Lake Forest unos meses más tarde con las pequeñas. No las he visto desde entonces. Sueño con ellas a menudo. Según Elspeth, se parecen mucho a nosotras.
Cuando volví a Londres, Jack me caía fatal, y estaba enfadada con Elspeth por haber insistido en que llevara el embarazo a término (yo habría preferido abortar). Toda aquella situación era una locura, la clase de embrollo en que te ves envuelta cuando eres joven y estúpida. No sé qué habría pasado si Jack lo hubiera descubierto. Nunca he logrado explicarme cómo pasó por alto las pequeñas diferencias entre mi cuerpo y el de Elspeth. Quizá lo sabía y nunca dijo nada. Decidimos no arriesgarnos a que él volviera a vernos juntas. Todavía no puedo creer que lo consiguiéramos.
Elspeth me escribía de vez en cuando y me mandaba fotografías de las niñas. Yo nunca le contesté hasta el año pasado, como ya te dije. Creo que no ha sido feliz con Jack. En sus cartas añora Londres, a sus amigos, a mí. Antes de casarse, la insté a que lo dejara o se lo contara todo. Ha sido un calvario para ella. Si llegas a conocerla, quizá comprendas lo que quiero decir.
Y así es como me convertí en Elspeth. No creo que eso alterara mucho el curso de mi vida. Lamento no haber visto crecer a las niñas. Fue muy duro dejar que Elspeth se las llevara. Nunca olvidaré el momento en que la vi desaparecer con ellas, en Heathrow. Me pasé días llorando. También me habría gustado volver a ver a mi hermana. Al final, lo que nos mantenía separadas eran sólo el miedo y el orgullo.
Este era el único secreto que tenía, Robert. Ojalá no pienses demasiado mal de mí. Espero que cuando conozcas a las gemelas encuentres algo de mí en ellas, y que eso te haga recordar tiempos felices.
Elspeth (Edie), que te quiere.
P. D.: Te lo habría dejado todo a ti si hubieras querido. Pero sabía que no querrías.
Te quiero. E.
La carta estaba escrita una semana antes de que Elspeth muriera. Robert se quedó sentado en la cama, con la carta en las manos, tratando de asimilar su significado. «Entonces, ¿era todo mentira? —No, claro que no. Pero él ni siquiera sabía su nombre—. ¿Quién era la persona a quien amaba?».
Lo guardó todo en las cajas y se lo llevó al cuartito del servicio, al fondo del piso; luego cerró la puerta y trató de no pensar en la carta, pero ésta se colaba constantemente en su pensamiento, hiciera lo que hiciera. Los días siguientes, Robert bebió más que de costumbre y no salió del piso.