Julia fue quien encontró a la gata. Era la primera muerte que presenciaba, y lo único en lo que pensó fue en su hermana. Deseaba que no fuera verdad, que Gatita despertara, que Valentina nunca llegara a descubrirlo. Sin embargo, a ésta no la afectó mucho. Cuando lo supo, se limitó a decir: «Oh».
Julia encontró una caja de madera con tapa de bisagras en la habitación del servicio. En su día había contenido una cubertería, pero ya sólo había espacios vacíos forrados de terciopelo verde claro. La cubertería fue un regalo de boda de los padres de Elspeth y Edie, pero en 1996 se la habían robado. La joven se preguntó por qué conservaría alguien una caja vacía que había perdido por completo su propósito. Se la llevó al dormitorio y la puso junto al cadáver del animal.
—No creo que quepa —observó Valentina tras abrir la caja.
—Quizá si tuviera más profundidad… Espera, me parece que esto se puede quitar —dijo Julia.
La cola, ya vieja, acabó cediendo, y ella separó el añadido de la caja, de la que emanó un fuerte olor a moho. Valentina torció el gesto y se tapó la nariz.
—Pondremos un poco de nébeda dentro. Y a ella la envolveremos con algo bonito.
Julia fue al vestidor, regresó con un pañuelo de seda azul, que había sido de Elspeth y que mereció la aprobación de su hermana, y lo extendió sobre la cama. Valentina cogió a Gatita y la puso sobre el pañuelo antes de darle un beso en la cabeza. El cuerpo estaba ya un poco rígido. Lo envolvió con el pañuelo y lo metió en la caja. Allí dentro, la gata parecía más muerta que cuando estaba encima de la cama; el bulto cubierto de seda mostraba una inmovilidad que inspiraba lástima. Valentina cerró la tapa.
Las gemelas bajaron y se quedaron ante la puerta de Robert, calladas. Valentina sostenía la caja.
—Lo he estado pensando y creo que deberíamos enterrarla en el jardín trasero —dijo Robert cuando abrió la puerta.
—¿Por qué? —preguntó Julia—. Al otro lado de ese muro hay un cementerio. Es absurdo tener una cripta familiar y no poder ponerla allí.
Las gemelas entraron en el piso de Robert, pero permanecieron en el recibidor, como si pensaran marcharse enseguida. Él cerró la puerta.
—Hay muchas buenas razones para no hacer eso. En primer lugar, no disponéis de un ataúd apropiado para sepultura en nicho, y no quiero entrar en detalles de lo que eso implica. Además, en el cementerio de Highgate no está permitido enterrar animales: es un camposanto cristiano consagrado.
—¿Tampoco animales cristianos? —preguntó Julia.
—¿Y si conseguimos el ataúd adecuado? —intervino Valentina.
—La enterraremos junto al muro del jardín y le pediremos a George que le haga una lápida —decidió Robert—. Estará muy cerca del cementerio y podréis visitarla cuando queráis.
—Vale —concedió Valentina. Estaba aturdida. Necesitaba hablar con Elspeth, pero no la encontraba por ninguna parte.
Salieron al jardín trasero. Robert cogió una pala y unos guantes. Tras consultar a Valentina, empezó a cavar un hoyo. Pese a que la caja no era grande, hizo un hoyo de un metro de profundidad. Cuando hubo terminado, valoraba más a los enterradores del cementerio. «Thomas y Matthew habrían tardado diez minutos en cavar esta tumba, y yo estoy empapado de sudor y tengo ampollas en las manos». Depositó la caja con cuidado en el fondo.
—¿No deberíamos… decir algo? —propuso Julia.
—¿Te refieres a una oración? —preguntó Robert, y miró a Valentina.
—Adiós, Gatita… —dijo ésta. «Te quiero. Lo siento…».
Rompió a llorar. Robert y Julia se miraron, vacilantes; cada uno trató de dejar que el otro la consolara. Julia hizo un ademán: «Tú, tú». Robert se acercó a Valentina y la abrazó; la chica sollozaba. Julia se dio la vuelta, se dirigió hacia la casa y subió por la escalera de incendios. Al abrir la puerta miró hacia abajo y vio a Valentina aferrada a Robert, que la miraba a ella, a Julia. «Parece incómodo, como si le hubieran hecho un regalo que no le gusta y tuviera que aparentar que le encanta». Entró en el piso y los dejó solos.
Pasaron dos días esquivándose unos a otros. Elspeth, encerrada en su cajón, se reprochaba lo que había hecho; Robert, en el cementerio, estudiaba los archivos funerarios; Julia se levantaba temprano y se marchaba sin decir adónde iba; Valentina se quedaba en el piso e intentaba trabajar en su vestido. Le costaba concentrarse y seguía sin aclararse con el patrón. Robert las había ayudado a encargar un televisor nuevo, que llegó poco después del entierro de la gata. Valentina abandonó el vestido a favor de un episodio de Antiques Roadshowy un documental sobre el islam. Martin no se había enterado de nada y, feliz, trabajaba en sus crucigramas y practicaba sus salidas al rellano. Ya había logrado quedarse diez minutos allí sin que se produjera ningún incidente; estaba planteándose bajar la escalera.
Valentina estaba cenando y viendo East Enders cuando por fin apareció Elspeth. Se sentó cerca del televisor, sin mostrarse a la muchacha, pensando qué iba a decir. Terminó la serie. Valentina apagó el televisor y empezó a recoger los platos. Elspeth, angustiada, la siguió a la cocina y luego al dormitorio.
—¿Elspeth? Sé que estás aquí.
El fantasma le acarició el dorso de la mano. Valentina fue al salón y se sentó frente al tablero de ouija.
—¿Qué pasó, Elspeth?
UN FALLO HORRIBLE LO SIENTO MUCHO.
—Yo no quería que la mataras. Lo sabes, ¿verdad?
YA LO SÉ TRATÉ DE DEVOLVERLA PERO ELLA SE ESCAPÓ.
—¿Está aquí?
NO LA VEO.
—Si la ves, ¿me lo dirás, por favor?
QUIZÁ LLEVE TIEMPO PRIMERO SERÁ COMO UNA NUBE.
—Vale.
LO SIENTO.
—Yo también. Es culpa mía, Elspeth. No debí proponértelo.
LAS COSAS NO SIEMPRE SALEN COMO ESPERAMOS.
—Sí, claro. —La joven se levantó—. Estoy cansada, Elspeth. Me voy a la cama.
BUENAS NOCHES.
—Buenas noches.
Valentina salió de la habitación. El fantasma la oyó lavándose los dientes. «Pues vaya —pensó Elspeth—. Quizá sea lo mejor que haya podido pasar».
A la mañana siguiente, Julia encontró a su hermana en el jardín trasero, sentada en el banco, al sol, contemplando el montoncito de tierra que señalaba la tumba de la gata.
—Hola —dijo Julia.
—Hola.
—Estoy pensando en ir a Liberty. ¿Me acompañas?
Valentina iba a rehusar cuando recordó que a Julia no le gustaba Liberty. «Debe de ir para complacerme». Pensó en los cubos de retales de tela de la tercera planta de la tienda; podría pasar un par de horas abstraída examinando tejidos. Además, empezaba a hartarse de la tele.
—Vale —dijo—. Sí, me apetece.
Por el camino no hablaron mucho. Valentina iba toda de negro, con ropa de su tía. Julia, incapaz de vestirse a juego con ella, llevaba un suéter con capucha rosa pálido, una minifalda y leotardos. «El rosa y el negro casan bien —se dijo—. Vamos conjuntadas sin ir iguales». Tomaron la línea Northern y se sentaron juntas; ambas eran muy conscientes de la otra, pero eran incapaces de iniciar una conversación. Cuando llegaron a Liberty, Valentina subió a la tercera planta y se dirigió al departamento de textiles. Julia la siguió, un poco rezagada, pensando qué podía decirle cuando su hermana se decidiera a hablarle.
A la hora de comer salieron del establecimiento y fueron a Pret; compartieron un bocadillo de beicon, lechuga y tomate y una bolsa de patatas fritas. Julia pidió Coca Cola y Valentina, té. Durante la comida permanecieron calladas, y Julia se puso cada vez más nerviosa.
—¿Qué te apetece hacer ahora? —dijo finalmente.
—No lo sé. Supongo que volver a casa —contestó su hermana encogiéndose de hombros.
—Vamos, no seas así. Hace un día precioso. No te marches todavía.
—Bueno —dijo Valentina, aunque por su tono era evidente que no le importaba mucho hacer una cosa u otra.
—Vamos a dar un paseo.
—Vale.
Salieron a la calle y Julia enfiló hacia el sur. Valentina se fijó en que sabía orientarse sin consultar el plano. Al poco rato, se encontraban paseando por St. James’s Park.
—Vamos a ver los patos —propuso Valentina.
Se sentaron en un banco y los miraron durante largo rato.
—¿Por qué estás tan enfadada conmigo? —preguntó Julia.
—Ya lo sabes.
—No. No lo entiendo. Siempre hemos estado juntas, y éramos felices. No sé, ni siquiera nos lo planteábamos, ¿no? Lo aceptábamos sin cuestionárnoslo. Queríamos lo mismo y no íbamos a separarnos nunca… ¿Te acuerdas?
—Así lo veías tú —replicó Valentina, sacudiendo la cabeza—. Ésa era tu idea de cómo debíamos ser. Siempre hacíamos lo que tú querías. Ni siquiera te das cuenta, pero siempre te salías con la tuya. Por una razón u otra, las cosas que yo quería hacer siempre quedaban pendientes. Como estudiar. Habríamos podido quedarnos en Cornell, o en la Universidad de Illinois. Ya podríamos haber terminado una carrera y estar trabajando. Pero como no te gustaba que yo hiciera cosas sin ti, dejaste los estudios y me arrastraste contigo. Que yo sepa, no pretendes hacer nada con tu vida, y por eso no me dejas tener la mía propia. ¿Qué te propones, Julia? No puedes depender de mí para siempre.
—Pero si lo normal es que estemos juntas. No sé, mira a mamá y a Elspeth. Ellas no querían separarse. Pasó algo muy grave y cada una tuvo que seguir su camino, pero por ellas habrían seguido juntas, y les dolió tener que distanciarse.
—Podrían haberse reconciliado, pero no lo hicieron —replicó Valentina—. Robert y Elspeth viajaron a Estados Unidos de vacaciones y ni siquiera pasaron por Chicago porque ella no quiso. Robert cree que mamá prohibió a su hermana tener contacto con nosotras.
—Pero lo que importa es que ellas no deseaban estar separadas.
—Bueno, ¿qué más da? Yo quiero ir a la universidad. Quiero tener novio, quiero casarme y tener hijos. Quiero ser diseñadora, quiero vivir sola en mi propio piso, quiero comerme un bocadillo entero yo sola. Y no necesariamente en ese orden —concluyó.
—Puedes comerte todos los bocadillos que quieras.
Lo dijo en broma, pero Valentina se levantó y se marchó precipitadamente. Julia la llamó. Como su hermana no se detuvo, decidió seguirla. «¿Adónde va? No lleva un mapa, no tardará ni diez segundos en perderse». Valentina salió del parque, titubeó, torció a la derecha y echó a andar por el paseo. La otra corrió para alcanzarla. Vio que Valentina volvía la cabeza y aceleraba el paso. Cuando llegó a Trafalgar Square, se detuvo a hablar con un vendedor del Biglssuey que le hizo señas y le anotó algo en un papel. «Está buscando el metro —pensó. Esperó a que Valentina se orientara—. La atraparé en el tren. Allí no tendrá escapatoria». La joven miró alrededor, no vio a su hermana y echó a andar en la dirección equivocada. «¿Por qué no vas a Charing Cross?». Julia la siguió por Cockspur Street y Haymarket. «Vestida de negro es casi invisible». Redujo algo la distancia que las separaba y, de milagro, la vio meterse en la boca de metro de Piccadilly Circus. Corrió tras ella. La vio introducir la tarjeta para pasar la barrera y correr hacia la escalera. La siguió; cogió la escalera mecánica y llegó abajo antes que Valentina. Ésta pasó junto a ella sin decir palabra. Julia la siguió, consternada.
Valentina se metió en el andén de la línea de Piccadilly, dirección oeste. «¿Adónde demonios va?». Se puso detrás de ella.
—Valentina, te estás equivocando de tren. Éste se dirige al aeropuerto de Heathrow.
Su hermana no le hizo caso. «¿Va al aeropuerto? Pero si no lleva el pasaporte. Ni siquiera ha cogido dinero». Llegó un tren. Valentina se subió, seguida de Julia.
Antes de que las puertas se cerraran del todo, Valentina se deslizó rápidamente entre ellas y salto al andén. Julia la vio allí de pie, contemplando el tren que se alejaba, con expresión de satisfacción.
Robert llegó del cementerio poco después de las seis. Se preparó una copa y salió al jardín trasero, con la intención de acomodarse junto al muro del cementerio y relajarse. Encontró a Julia sentada en el banco. Se notaba que había llorado.
—¿Qué te pasa? —preguntó, aunque sabía que era un error.
—Valentina se ha perdido —contestó la joven, y le contó lo que había ocurrido.
—No sé qué pensar. Que te haya dado esquinazo no significa que se haya perdido.
Julia apartó la mirada.
—Entonces, ¿dónde está?
—No lo sé, pero seguro que vuelve a casa por la noche.
—Sí, supongo —admitió ella, pese a que no parecía convencida.
—¿Quieres un poco? —le ofreció Robert, tendiéndole el vaso.
—No, gracias.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—No. Pero gracias.
La chica subió a su piso y lo dejó en el jardín, preocupado.
A las once, Julia bajó y llamó a la puerta de Robert.
—¿Sabes algo? —preguntó él.
—No. —La muchacha se quedó en el vestíbulo—. ¿Qué podemos hacer? ¿Llamamos a la policía?
—No lo sé. No estoy seguro de…
Sonó el teléfono y Robert fue a contestar.
—¿Diga?… Gracias a Dios. Nos tenías preocupados… ¿Dónde estás?… ¿West Dulwich? ¿Cómo has llegado hasta ahí?… No importa, déjame buscar un mapa… Iré a buscarte en taxi. Espérame en la entrada, ¿vale?… No, quédate ahí. Sí, no te preocupes. Hasta ahora. —Colgó y se volvió hacia Julia—. Está en una estación del sur de Londres.
—¿Puedo ir contigo?
—Creo que será mejor que no. —Cogió su cartera y sus llaves, y salió al vestíbulo—. Lo siento, Julia. La he notado… muy alterada.
—No importa. —Se dio la vuelta y subió por la escalera.
Robert se dirigió a la parada de taxis.
El trayecto de Highgate a West Dulwich era largo, y Robert tuvo tiempo para reflexionar. «Quizá debería llamar a sus padres. Yo no estoy preparado para ocuparme de ellas, y Elspeth no ofrece ninguna ayuda. Podría llamar a Edie y Jack, pedirles que vinieran y… ¿qué, exactamente? Llevarlas de la mano… Yo no soy su guardián… Lo que necesitan es un referente».
Cuando el taxi paró por fin delante de la estación, se apeó y se quedó en la calzada. Valentina pareció materializarse entre las sombras; Robert vio su incorpórea cabeza flotar hacia él, y luego reparó en que iba vestida de negro. Ninguno de los dos dijo nada. La joven subió al taxi y él hizo otro tanto.
Había muy poco tráfico. El conductor hablaba con alguien en hindi por el móvil. Recorrieron varios kilómetros en un incómodo silencio.
—¿Estás bien? —dijo Robert mientras el taxi cruzaba el Támesis.
—He tomado una decisión —respondió ella con calma—. Pero voy a necesitar que me ayudes.
Robert sintió una repentina aprensión. Más tarde pensó que debería haber hecho detener el taxi y mandado a Valentina a casa sin él; debería haberla abandonado en ese momento y haber recorrido las calles del sur de Londres hasta que se le hubiera calmado el corazón. En cambio se limitó a decir:
—Ah, ¿sí?
En voz baja, para que el taxista no la oyera, Valentina empezó a contarle que Elspeth había resucitado a la gata. Él la escuchaba con creciente impaciencia.
—No lo entiendo —dijo—. El animal está muerto.
—Eso pasó otro día. Elspeth estaba practicando. A la gata no le gustó y se escapó, y ella no pudo devolverla a su cuerpo.
—¿Y por qué demonios practicaba? ¿Para qué practicaba?
—Eso es lo que quería contarte. Teníamos un plan…
Mientras se lo explicaba, con su débil voz y su acento americano, casi susurrando en el asiento trasero del taxi, Robert sintió horror.
—Estás loca —dijo, apartándose de ella. Valentina le puso una mano menuda en la rodilla.
—Eso mismo dijo Elspeth al principio. Pero luego lo pensó y encontró la manera de hacerlo. Deberías hablar con ella.
—Sí, ya lo creo que voy a hablar con ella. —Quitó la mano de la muchacha de su rodilla; luego se arrepintió y se la cogió—. Mira, Valentina, no deberías… Quizá no esté bien que Elspeth tenga la última palabra.
—¿Por qué no?
—Porque es… lista. Sus ideas siempre contienen otras escondidas.
—Conmigo se muestra muy simpática.
Robert negó con la cabeza.
—Elspeth no es simpática. Ni siquiera cuando vivía era muy… Era ingeniosa, guapa e increíblemente… original, en cierto modo. Pero ahora que está muerta parece haber perdido una cualidad esencial: la compasión, o la empatía, o algo humano… Creo que no deberías confiar en ella, Valentina.
—Pero tú confías.
—Sólo porque soy idiota.
Hicieron el resto del trayecto en silencio.
Robert le ofreció su cama a Valentina, porque ella no quería subir a su piso. Esperó hasta que se quedó dormida; luego subió y llamó a la puerta de las gemelas. Julia abrió inmediatamente.
—Pasa —indicó.
Él se quedó de pie en el recibidor; prefería no entrar y sentarse, no quería mantener una conversación larga.
—Está en mi casa, durmiendo.
—Vale.
—Julia, ¿tu hermana ha manifestado alguna vez tendencias suicidas?
—No lo dices en serio —se apresuró a contestar la muchacha.
Robert se dio la vuelta para marcharse.
—Yo la creo capaz. Ten cuidado. —Bajó la escalera.
Al llegar ante su puerta, oyó que Julia cerraba la de arriba. Entró en el piso y se dirigió al teléfono. En Lake Forest debían de ser casi las siete. Imaginó a los Poole cenando juntos, tan tranquilos, sin saber que su hija planeaba su propia muerte y resurrección. Había descolgado el auricular y se disponía a marcar cuando cayó en la cuenta de que no tenía el número de teléfono. ¿Podía pedírselo a Julia? No, mejor no; se lo pediría a Roche al día siguiente.
Robert pasó casi toda la noche en vela, viendo resúmenes de partidos de fútbol y un programa sobre música folk norteamericana con el volumen apagado. Llegó un momento en que se quedó dormido en la butaca. Cuando despertó, Valentina no estaba. Subió y encontró a las gemelas desayunando juntas, aparentemente tranquilas. Valentina le preparó una taza de café.
—¿Qué vais a hacer hoy? —les preguntó.
—No tengo nada pensado —contestó Valentina.
—Quizá podríais ir al supermercado.
—Tenemos mucha comida —alegó Julia.
—O a visitar algo.
—¿Quieres hablar con Elspeth? —preguntó Valentina.
—¿Cómo lo has adivinado? —dijo él con dulzura.
La joven parecía avergonzada, pero no dijo nada. Después de desayunar, Julia subió a ver a Martin y su hermana se llevó el té al jardín trasero. Robert fue al comedor.
—Elspeth. Ven aquí —dijo.
Notó su fría caricia en la mejilla. Se sentó a la mesa con el lápiz sobre el papel.
—¿Qué estás tramando, Elspeth?
¿YO?
—Valentina y tú. Me ha contado vuestro plan.
EN REALIDAD ES SU PLAN.
—Ella ni siquiera es capaz de planear cómo salir de una bolsa de papel mojada. Sabes perfectamente que no funcionará, Elspeth. Para empezar, los cadáveres están llenos de sustancias químicas.
PÍDELE A SEBASTIÁN QUE NO LA EMBALSAME.
—No, me refiero a sustancias químicas naturales. Hay toda clase de cosas horribles producidas por diversas glándulas para descomponer el cadáver. Hay gases, y bacterias…
MANTÉN EL CUERPO FRÍO. CASI CONGELADO.
—Ni pensarlo, Elspeth. No hay ninguna necesidad. Dentro de seis meses, Valentina podrá coger su mitad de la herencia y largarse. Si no quiere volver a ver a Julia, nadie la obligará.
¿Y SI SE SUICIDA ANTES?
—No va a suicidarse —dijo con más convicción de la que sentía.
¿TE HAS FIJADO EN ELLA ÚLTIMAMENTE? SE HA VUELTO UNA FANÁTICA.
—Voy a llamar a sus padres. Ellos se la llevarán a su casa.
YA SE LO HE PROPUESTO. VALENTINA NO QUIERE IR.
—¿Por qué no? Además, ¿crees que es ella quien debe tomar estas decisiones? Edie y Jack pueden ingresarla en un hospital si es necesario. Yo no tengo ninguna autoridad.
ELLOS TAMPOCO.
—Elspeth, no pienso ayudarte en esto, y tú no puedes hacerlo sin mí.
SI LO HACEMOS, TENDRÁS QUE AYUDARNOS. O ELLA SEGUIRÁ MUERTA.
Robert no supo qué contestar a eso. Dejó el lápiz, se levantó y empezó a dar vueltas alrededor de la mesa del comedor. Elspeth se sentó en la mesa y lo vio deambular. «Nunca cambiarás», pensó él con cariño. Al final volvió a sentarse.
—¿Por qué lo haces? —preguntó—. ¿Estás celosa?
NO.
—¿De verdad vas a matarla?
PODRÍA HACERLO SIN MUCHO ESFUERZO Y NADIE LO SABRÍA.
—Cierto. —Robert sabía que tenía que hacerle una pregunta, la pregunta que descubriría la contradicción inherente en todo aquel ridículo plan, pero no la encontraba—. No me parece… bien, Elspeth.
TAL VEZ TENGAS RAZÓN. PERO ELLA ESTÁ DECIDIDA.
—No va a suicidarse.
PERO ¿Y SI LO HACE?
Robert negó con la cabeza. Su lógica era circular. Seguro que podía salir del círculo y hallar otra solución.
—No lo hagamos —le suplicó—. Pongámonos de acuerdo en no hacerlo, y ella tendrá que cambiar de idea.
¿Y SI SE SUICIDA?
Robert no respondió.
AL MENOS DÉJAME EXPLICARTE CÓMO LO HARÍAMOS.
Él se sentó y rellenó una página tras otra con la esmerada caligrafía de Elspeth; lo invadió la desesperación. «No lo haré», pensó. Pero todo empezaba a indicar que sí lo haría.