Prueba

Gatita de la Muerte dormía sobre la almohada de Valentina. Era por la tarde y la luz entraba sesgada por la ventana del dormitorio, iluminaba la alfombrilla y subía por el lado de la cama sin llegar a tocar a la gata. Su pelaje era tan blanco que casi se confundía con la almohada, «como el dibujo de un oso polar en medio de una tormenta de nieve», pensó Elspeth. De pie al sol, dejando que éste la atravesara, el fantasma contemplaba al animal. «Te necesito». Elspeth se deprimió. Nunca había pensado que fuera capaz de matar a una gata blanca tan bonita mientras dormía. Pero por lo visto sí era de esa clase de personas. «No te preocupes, pequeña. Te devolveré». Vacilando, Elspeth estiró un brazo hacia Gatita, que no se movió. Atravesó con los dedos el suave pelo de su vientre. «¿Cómo lo hice la otra vez?». Deslizó la mano hacia el interior del animal, que dio un maullido de protesta y se volvió, pero no despertó. Elspeth rebuscó entre sangre caliente, órganos, huesos, músculos. Buscaba a tientas esa pizca de inmaterialidad; sus dedos reconocerían el alma de la gata porque estaba hecha del mismo material que éstos. «¿Tiene un emplazamiento permanente en el cuerpo? ¿O migra? La otra vez fue como si se enganchara con mi dedo. Era resbaladiza como un hueso de aguacate». El animal gimió y se acurrucó un poco más. «Lo siento, minina. Lo siento». Deslizó la mano hacia arriba, hacia los pulmones, y la gata despertó.

Ella se retiró rápidamente. Gatita estaba inquieta; arqueó la espalda y miró alrededor con recelo. Caminó hasta el borde de la cama y aguzó el oído. El piso estaba en silencio; las chicas habían salido. Elspeth oía a Robert pasando el aspirador en la cocina. La gata dio una vuelta y se sentó a los pies de la cama, con las patas delanteras cruzadas, la barbilla apoyada en ellas, los ojos casi cerrados. El fantasma se sentó a su lado y esperó.

Unos minutos más tarde, el animal cerró los ojos. Elspeth veía subir y bajar sus ijadas, la cola temblorosa. Despacio. Le acarició la cabeza; a Gatita le gustaba cuando lo hacía Valentina. Pero en esta ocasión agitó las orejas, molesta.

Volvió a dormirse. Elspeth pasó los dedos a través del cuerpecito blanco como si diera un zarpazo, como hacía el felino cuando golpeaba un juguete. Algo se le enganchó, el cuerpo del animal se desplomó como un pastel que se desinfla, y Elspeth se encontró con un felino furioso que le arañaba y mordía las manos.

«Si me araña, ¿se me curará la herida?». Imaginó su piel de fantasma hecha jirones, y lanzó la gata sobre la cama. Se miraron fijamente. El animal bufaba con rabia. Elspeth se sobresaltó. «Si puedo oírla…».

—No pasa nada, minina —dijo, y le tendió una mano.

La gata retrocedió sin dejar de bufar. Se dio la vuelta, saltó desde el borde de la cama y desapareció. Elspeth voló por encima de la cama justo a tiempo para ver una nube blanca que se disipaba junto a la mesilla de noche.

«¿Y ahora qué? ¿Cómo voy a devolverla a su cuerpo?». Pensó en Valentina y se desesperó. Se acurrucó junto al cuerpo inerte. «Vuelve, pequeña. Sólo estaba practicando… Ay, madre mía». El animal parecía muerto: tenía los ojos entrecerrados y se le veía el tercer párpado. Parecía un alienígena felino. Le asomaba la lengüecita rosa; tenía la cabeza apoyada en las patas delanteras, en una posición incómoda. «Lo siento, minina. Lo siento muchísimo».

¿Dónde se habría metido? ¿Estaría en el piso? Quizá hubiera ido a merodear por el jardín trasero, o por el cementerio, convertida en una pequeña nube blanca, donde podía acechar a los fantasmas de gorriones y ranas. Quizá se convertiría en una gata fantasma que rondaría por los cubos de basura de South Grove. Acarició el cuerpo inerte. Hasta su pelaje parecía haber perdido vida. Le hundió los dedos en el costado y el cambio la sorprendió: allí había vida, pero se trataba de la vida que destruye la carne. Los microorganismos que consumen a todos los seres muertos ya habían empezado con su tarea.

Elspeth retiró la mano y se incorporó. «Esto no puede funcionar, Valentina. No puede salir como tú esperas. Al final de las exequias la descomposición ya estaría muy avanzada. Morirías de putrefacción. Morirías de tu propia muerte».

Elspeth se extendió por el aire. Se avergonzaba de haber matado al animal por una idea estúpida. «Debí imaginarlo. Pobrecilla». Se acurrucó dentro de su cajón. Se sentía horrible y monstruosa; se reprendió por lo que había hecho y se preguntó qué pensarían los demás de su crueldad. La respuesta era «nada», porque sólo Valentina podía saber lo que había hecho Elspeth.