Cuentas

Valentina estaba en el jardín trasero tomando té. Era una mañana de mayo, húmeda y gris, más temprano aún de lo que ella acostumbraba levantarse. El banco de piedra donde se había sentado se hallaba cubierto de líquenes y la humedad le traspasaba la bata, una vieja bata acolchada de Elspeth. Se quitó las zapatillas y encogió las piernas hasta apoyar la barbilla en las rodillas.

Sentada en la repisa de la ventana, Elspeth la observaba.

Valentina oía graznar a las urracas en el cementerio. En el muro había dos que la miraban. Trasladaban el peso del cuerpo de una pata a otra. La chica las observó y trató de recordar una canción que les había enseñado Edie:

Una, tristeza.

Dos, felicidad.

Tres, matrimonio.

Cuatro, nacimiento.

Cinco, enfermedad.

Seis, muerte.

«Dos, felicidad —pensó—. Qué bien». Aún estaba sonriendo cuando llegaron otras urracas y se posaron junto a las dos primeras, y un momento más tarde se les unió una más grande, graznando, que se posó en medio obligando a las demás a desplazarse en lo alto del muro, asustadas. Valentina desvió la mirada y la dirigió hacia su ventana. «¿Es Julia?». Había una silueta oscura enmarcada por la ventana y destacada contra el fondo, también oscuro, de la habitación; parecía un agujero en la realidad. La joven se levantó y se protegió los ojos con una mano tratando de distinguirla. «¿Elspeth? No, no hay nadie». La asaltó una sensación inquietante: esa cosa oscura en las sombras… «No, no es nada. Elspeth no es tan… rara».

Valentina se acabó el té, cogió la taza, el platillo y la cuchara y entró en la casa.