Desgarro

Valentina se había llevado la máquina de coser a Londres, pero no la había tocado desde el día que se habían instalado en el piso. Estaba en la habitación de invitados, y la chica se lo reprochaba cada vez que se fijaba en ella. La máquina de coser había empezado a aparecer en sus sueños, necesitada y abandonada como una mascota que hubiera olvidado alimentar.

De pie en la habitación de invitados, Valentina la contemplaba. «Si esto es lo que quiero hacer, debería hacerlo». Había buscado cursos de diseño de moda en internet; para que la admitieran debía presentar una carpeta de trabajos. Llevaba semanas sin hablar con Julia de los estudios. «Presentaré la solicitud, y si me admiten, iré. Papá me pagará la matrícula. Ella no puede impedirlo». Retiró la funda. Fue a buscar una silla al comedor, cogió la maleta donde guardaba las telas y la vació encima de la cama. Mientras tomaba cada una de las piezas, la desdoblaba, la alisaba y volvía a doblarla, pensaba en su madre. Julia no tenía paciencia para coser y nunca había aprendido. Desenredó una cinta y seleccionó unos carretes de hilo. Buscó su caja de bobinas y las tijeras de coser. Cuando todo quedó pulcramente dispuesto encima de la cama, se preguntó qué podía hacer.

Tenía un par de blusas que había empezado cuando se marcharon de Chicago. Podría terminarlas. «No —pensó—. Quiero hacer algo nuevo. Y no dos prendas; voy a coser sólo una».

En su casa tenía un maniquí de modista, pero era demasiado voluminoso para llevárselo a Londres. Sacó el metro y se tomó las medidas. «Que raro. He adelgazado». Separó la tela en varios montones: sí, no, quizá. En el montón de «quizá» había una pieza de terciopelo negro. La había comprado en octavo curso, durante un breve coqueteo con la moda gótica. Como a Julia no le gustaba la ropa negra, Valentina nunca había llegado a utilizar esa tela. La desplegó. «¿Cuatro metros? Suficiente para un vestido».

Estaba esbozando la prenda cuando apareció Elspeth.

—Ah, hola —la saludó la gemela. Había esperado que el fantasma se fijara en la puerta cerrada, que daba a entender que quería estar sola.

Elspeth hizo como si escribiera y Valentina abrió el cuaderno de bocetos por una página en blanco.

¿VAS A HACER ALGO?

—Sí. —Valentina le mostró el boceto—. Es un minivestido.

PASAS DEMASIADO TIEMPO CON ROBERT.

La chica se encogió de hombros.

¿PUEDO MIRAR?

—Como quieras. —Valentina se frotó las manos para calentarlas y siguió dibujando.

Elspeth se acurrucó en la cama y se desvaneció.

Pasaron las horas. Valentina intentaba hacer un patrón, pero no le salía. Ésa era una de las cosas que quería aprender en la escuela de diseño. Se sentó en el suelo, con el papel delante; sabía que estaba mal dibujado, pero no conseguía corregirlo. «Qué estúpida soy. Quizá debería desmontar un vestido de Elspeth para averiguar qué estoy haciendo mal». Oyó los pasos de Julia en el recibidor.

—¿Ratoncita?

Valentina se quedó quieta, conteniendo casi la respiración.

—¿Ratoncita?

Se abrió la puerta.

—Ah, estás aquí. Oh, qué guay. ¿Qué estás haciendo?

Julia había pasado todo el día fuera, deambulando por Hackney. Estaba empapada. Valentina se percató de que había llovido; hasta ese momento no se había enterado.

—¿Por qué no has llevado un paraguas?

—Lo he llevado. Pero está lloviendo a mares y me he mojado de todas formas. —Julia desapareció, y cuando regresó iba en pijama y llevaba la cabeza envuelta en una toalla—. ¿Qué vas a hacer?

—Esto. —Su hermana le enseñó el boceto con desgana. Julia lo examinó atentamente.

—¿Con esa tela negra?

—Sí.

—Bueno, es… diferente.

Valentina no dijo nada. Le tendió la mano, y Julia le devolvió el cuaderno de bocetos.

—Pero ¿cuándo vamos a ponernos un vestido así? Parece un disfraz de Lolita para Halloween.

—Es un experimento —contestó.

—Además, no tienes suficiente tela. Podríamos buscar una tienda de tejidos. Podrías hacerlo de color rosa. Quedaría muy guay.

—Tengo tela suficiente para un vestido. Y en rosa no quedaría bien. —Valentina simuló que corregía el boceto y evitó mirar a su hermana.

—¿Por qué sólo haces uno?

—Es para mi carpeta de trabajos —dijo Valentina con serenidad.

—¿Qué carpeta de trabajos?

—Para los estudios en la escuela de diseño de moda.

—Pero si no vas a seguir estudiando. Lo acordamos, no vas a ir a ninguna escuela. —Julia rodeó el patrón y se agachó, tratando de verle la cara a su hermana—. ¿Qué sentido tiene? Disponemos de mucho dinero.

—No hemos acordado nada —la contradijo Valentina—. Lo que pasa es que tú no paras de imponerme tus ideas. —Empezó a enrollar el patrón y a guardar los lápices y el cuaderno de bocetos.

—Y tú no paras de hacer cosas sin mí. Ya casi nunca te veo. No quieres acompañarme a ningún sitio, y todas las noches sales con Robert. Te pasas el día entero hablando con Elspeth. Es como si me odiaras.

—Es que te odio. —Y por fin miró a su hermana.

—No. No puedes.

—Eres como mi carcelera. —Valentina se levantó. La otra se quedó arrodillada en el suelo—. Déjame tranquila. Cuando haya transcurrido un año, le pediremos al señor Roche que divida la herencia. Si quieres, puedes quedarte a vivir aquí. Yo cogeré mi dinero; no necesito mucho, lo suficiente para vivir… Tú haz lo que quieras. Yo estudiaré, trabajaré o lo que sea, ni siquiera me importa. Solo quiero hacer algo, tener mi vida, crecer.

—No puedes —insistió Julia. Al levantarse se le cayó la toalla, que arrojó al suelo con furia. Con el cabello pegado a la cabeza y con el pijama azul celeste parecía tremendamente joven—. Pero ¡si ni siquiera sabes cuidar de ti misma, Valentina! La primera vez que te pongas enferma de verdad y yo no esté a tu lado para atenderte, te morirás.

—Bueno. Prefiero estar muerta que pasar toda la vida contigo.

—Vale —replicó Julia. Caminó hasta la puerta y se detuvo, tratando de encontrar algo que decir, pero no se le ocurrió nada—. Como quieras. —Salió de la habitación y cerró bruscamente.

Valentina se quedó mirando la puerta. «Y ahora, ¿qué?». De pronto reparó en que Elspeth, que había reaparecido, la miraba horrorizada desde la cama.

—Vete —le pidió—. Déjame sola, por favor.

Obediente, Elspeth se levantó y flotó a través de la puerta cerrada. La joven siguió allí plantada, con un torbellino de ideas en la cabeza. Al final cogió la pieza de terciopelo negro. Se subió al montón de tela y se echó el terciopelo por encima. «Desapareceré», pensó. Pasó largo rato llorando. Oía llover a cántaros. Bajo el terciopelo se estaba caliente y a salvo. Mientras se quedaba dormida, pensó: «Ya lo sé. Ya sé qué haré…», y su plan cobró forma en aquel intervalo entre el sueño y la conciencia.