Fiebre primaveral

Sentado a su escritorio una agradable tarde de mayo, Robert se obligaba a escribir. Estaba trabajando en una parte de su tesis dedicada a Ellen Wood, la novelista. La señora Wood le parecía un tostón. Había conseguido leer East Lynne, había estudiado minuciosamente los detalles de su vida y, en pocas palabras, no había conseguido interesarse lo más mínimo por ella.

Cuando realizaba una visita, siempre se saltaba a la señora Wood. Debería haberla incluido entre George Wombwell y Adam Worth, por motivos tanto alfabéticos como geográficos, pero Robert consideraba que no merecía la elegante y un tanto peculiar compañía de esos dos personajes. Mordisqueaba el lápiz mientras trataba de decidir si podía omitirla también en su tesis. Quizá no. Podía intentar sacarle el máximo partido a su muerte, pero también era aburrida: había fallecido de bronquitis. «Maldita sea».

Se alegró cuando apareció Valentina y lo interrumpió.

—Ven, vamos a la calle —dijo ella—. Es primavera.

Una vez fuera, sus pasos los condujeron inevitablemente hacia el cementerio. Cuando bajaban por Swains Lane, oyeron a un intérprete de tuba que practicaba escalas en Waterlow Park. Las notas tenían un carácter elegiaco. Swains Lane, flanqueada por altos muros que la mantenían en sombras, siempre se hallaba en penumbra, aunque el cielo estuviera azul y despejado. Valentina pensó: «Somos como un cortejo fúnebre formado por dos personas». Se alegró cuando llegaron a la entrada del cementerio y aguardaron bajo el sol a que les abrieran.

Nigel abrió la verja.

—No te esperábamos hoy.

—Ya —dijo Robert—, pero hace un día precioso y se nos ha ocurrido venir a buscar flores silvestres.

Jessica salió del despacho.

—Si vais a dar un paseo, coged unos rastrillos. Y nada de triscar, por favor.

—Por supuesto que no. —Robert cogió un walkie-talkie y dos rastrillos, además de una bolsa grande para la basura.

Cruzaron el patio y entraron en el cementerio.

—Bueno —dijo cuando tomaron Dickens Path—. Lo siento. No era mi intención hacerte trabajar.

—No te preocupes —repuso ella—. La mayor parte del tiempo no hago nada. No me importa rastrillar. ¿De dónde salen todas esas botellas de agua vacías?

—Creo que las lanza la gente por encima del muro.

Rastrillaron un rato en silencio, limpiando el sendero, y llenaron una bolsa enorme con envoltorios de comida y vasos de plástico. A Valentina le gustaba rastrillar. Era la primera vez que lo hacía. Se preguntó qué otros trabajos podrían gustarle. «¿Llenar bolsas en la caja de un supermercado? ¿El telemarketing? ¿Quién sabe? Podría probar montones de trabajos diferentes, uno cada semana». Se estaba imaginando que colgaba abrigos en el guardarropa del Museo Británico cuando Robert la llamó haciéndole señas.

—Mira —susurró.

La joven observó hacia donde le indicaba y vio dos zorros pequeños que dormían enroscados sobre un montón de hojas secas. Robert se situó detrás de ella y la abrazó. La chica se puso tensa, así que él la soltó. Bajaron por el sendero para no molestar a los zorros y siguieron rastrillando.

—¿Qué significa «triscar»? —preguntó Valentina al cabo de un rato.

—Es una de esas palabras poco frecuentes que utilizan Jessica y James.

—Pero ¿qué significa?

—Bueno, puede significar juguetear, o simplemente retozar, también puede significar retozar en otro sentido.

—¿Ha pensado Jessica…? —Valentina se ruborizó.

—Bueno, no me extraña que haya pensado que no teníamos intención de pasar la tarde recogiendo basura. —Miró dentro de la bolsa—. Creo que ya podemos parar. Vamos a dar un paseo. Dejaremos los rastrillos aquí y luego volveremos a buscarlos.

Le cogió la mano y la llevó hacia el Meadow, una zona despejada, con sol y sombra, llena de tumbas bien cuidadas.

—Qué bien se está al sol —comentó Valentina—. Creo que ha estado nublado todos los días desde que llegamos.

—No puede ser.

—No. Supongo que es una impresión subjetiva. Es como si los edificios se empaparan de lo gris, o algo así.

—Ya.

Robert estaba un poco deprimido. «No puedes hacer que le guste Londres. Ni que le gustes tú». Siguieron caminando. Algunas tumbas tenían flores recién plantadas; cada una parecía un pequeño y denso jardín.

—Dime, Valentina, ¿por qué siempre que te toco das un respingo?

—¿Qué quieres decir? Eso no es verdad.

—No, siempre no. Pero ahora acabas de hacerlo, cuando hemos visto los zorros.

—No lo sé… —Salieron del Meadow y volvieron al sendero—. Me ha parecido… fuera de lugar. Irrespetuoso.

—¿Porque estamos en un cementerio? Pues no sé… Cuando yo me muera, quiero que la gente haga el amor sobre mi tumba de forma regular. Así recordaré tiempos más felices.

—Pero ¿tú lo harías sobre una tumba? ¿Sobre la de Elspeth, por ejemplo?

—No, a menos que lo hiciera con ella. Pero ¿cómo podría hacerlo con ella sobre su tumba? Bueno, quizá si ambos estuviéramos muertos…

—¿Crees que los muertos tienen relaciones sexuales?

—Quizá eso dependa de si acabaron en el cielo o en el infierno.

Valentina rió.

—No has contestado a mi pregunta.

Robert le pellizcó el trasero y ella soltó un gritito.

—En el infierno practican el sexo aburrido de El goce de amar; y en el cielo, el sexo de verdad, impúdico y desvergonzado —sugirió él.

—¿No debería ser al revés?

—Ya asoma tu puritanismo americano. ¿Por qué en el cielo no deberían esperarnos los grandes placeres? Comer, beber, hacer el amor: si todo eso es tan pecaminoso, ¿por qué necesitamos hacerlo para seguir vivos y propagar las especies? No, creo que el cielo consiste en una bacanal interminable. En el infierno se preocupan por las enfermedades de transmisión sexual y la eyaculación precoz. En fin —continuó Robert, lanzándole una mirada pícara al perfil de Valentina—, si te descuidas acabarás en una zona especial, cercada, adonde van a parar todas las vírgenes.

—¿En el cielo o en el infierno?

—No estoy seguro —respondió él negando con la cabeza—. Yo, en tu lugar, no me arriesgaría.

—Será mejor que ponga manos a la obra.

—Eso espero.

Robert se detuvo. Estaban cerca de la curva que conducía a los Rossetti. La joven se paró también unos pasos más allá, al darse cuenta de que él no iba a su lado. Le sostuvo un momento la mirada y luego desvió la vista, desconcertada.

—No querrás decir… aquí, ¿verdad? —preguntó con voz apenas audible.

—No. Como tú dices, sería irrespetuoso. Y supongo que Jessica me haría detener si se enterara. Caramba, si ni siquiera le gusta que los visitantes lleven pantalones cortos.

—Creo que sólo te despediría.

—Eso sería aún peor. ¿Qué iba a hacer entonces? Tendría que buscar un trabajo de verdad. —Echó a andar de nuevo y ella volvió a ponerse a su lado—. ¿Te molesta que te hable así?

Ella no contestó.

—Tú lo fomentas, y luego te ofendes. Yo no… Nadie me había tratado así… al menos desde que estudiaba bachillerato. Supongo que el problema está en la diferencia de edad. —Soltó un suspiro y continuó—: Aunque la mayoría de las chicas que conocía en esa época estaban deseando que se las follaran. Fue una etapa maravillosa.

—No se trata de follar —replicó Valentina. Vaciló un momento, primero por el lenguaje que estaba empleando, y también por lo que intentaba decir—. Se trata de Julia.

Robert la miró con cara de sorpresa.

—¿Qué demonios tiene que ver Julia?

—Siempre lo hemos hecho todo juntas, todo lo importante…

—Pero si siempre dices que te gustaría hacer cosas sola.

—Lo siento. Es que tengo miedo.

—Vale. Eso lo entiendo.

—No; es una estupidez —admitió Valentina—. Ojalá pudiera separarme de ella.

—No estás casada con tu hermana. Puedes separarte de ella cuando quieras.

—Tú no lo entiendes.

—No, no lo entiendo. —Siguieron andando en silencio, hasta que Robert dijo—: Espera, tengo que recoger los rastrillos.

Corrió hacia el sendero y dejó a Valentina de pie en un charco de luz. «Qué bien se está aquí —pensó ella—. Si yo fuera Elspeth, preferiría quedarme aquí que encerrada en el piso». Llegó Robert con los rastrillos y la bolsa de basura. La chica lo vio acercarse al trote. «¿Estoy enamorada de él? Creo que sí. Entonces, ¿por qué no…?». Pero era imposible. Suspiró. «Necesito alejarme de Julia». Robert aminoró el paso.

—¿Quieres que tomemos un té en el despacho?

—Vale —respondió ella, y volvieron juntos a las capillas, en mutua perplejidad.

Julia quería salir y aprovechar aquel tiempo tan fantástico, pero no le apetecía hacerlo sola. En vista de que Valentina se había marchado con Robert, subió al piso de Martin, decidida a imponerle su presencia.

—Hola, mi vida —la saludó él al verla aparecer en su abarrotado y oscuro estudio—. Dame un par de minutos; estoy terminando esto. ¿Por qué no preparas té?

Ella fue a la cocina. Normalmente no le molestaba entretenerse poniendo las tazas y los platillos en la mesa, hirviendo el agua y realizando todas las tranquilizadoras tareas necesarias para preparar la infusión, pero ese día no tenía paciencia. Lo amontonó todo de cualquier manera en la bandeja y lo llevó al estudio de Martin.

—Gracias. Vamos a ponerlo en el escritorio. Acerca una silla para ti. Así, muy bien.

La muchacha se sentó bruscamente.

—¿Nunca te cansas de estar a oscuras?

—Pues no —contestó él, afable.

—¿Por qué tienes las ventanas tapadas con papel de periódico?

—Nos lo recomendó nuestro decorador —respondió con una sonrisa.

—Ya.

Martin sirvió el té.

—Pareces un poco enfadada, señorita Poole.

—Bueno, es que Valentina se ha marchado con Robert.

—¿Y cuál es el problema? —preguntó él ofreciéndole una taza.

—Pues que sale con él.

Martin arqueó las cejas.

—Ah, ¿sí? Qué interesante. Se diría que Robert es un poco mayor para una chica de la edad de Valentina.

—Si tú no estuvieras casado, ¿saldrías conmigo?

A Martin le sorprendió tanto la pregunta que no contestó.

—Supongo que eso significa no, ¿verdad?

—Julia…

La joven dejó la taza de té en el platillo, se inclinó hacia delante y lo besó. Él hombre se quedó quieto y desorientado.

—No deberías hacer eso. Soy un hombre casado.

Ella se levantó y rodeó uno de los montones de cajas más pequeños de Martin.

—Marijke está en Ámsterdam.

—Eso no importa, estoy casado con ella. —Se secó los labios con el pañuelo.

La joven volvió a rodear las cajas.

—Pero te abandonó.

Martin señaló las torres de cajas, las ventanas.

—No le gustaba vivir así. Y no se lo reprocho.

Julia asintió con la cabeza. Juzgó que no sería de buena educación expresar su conformidad demasiado tajantemente.

—Eres muy atractiva —dijo él sin pensar. Ella se detuvo y lo miró con recelo—. Pero amo a Marijke, y no podría amar a nadie más.

Julia siguió dando vueltas al montón de cajas.

—¿Qué se siente exactamente? —preguntó. Como Martin no contestaba, intentó explicarse mejor—. Nunca he estado enamorada. De un chico.

Martin se levanto y se pasó las manos por la cara, tenía los ojos cansados y necesitaba afeitarse. No era una compulsión, sólo una incómoda sensación de desaliño. Miró el ordenador: eran casi las cuatro. Era la hora —habría sido la hora— de ducharse si Marijke fuera a volver a casa del trabajo. Podía esperar un poco.

«No va a contestarme», pensó Julia, y se sintió aliviada.

—Es como si una parte de mi ser se hubiera separado de mí y se hubiera ido a Ámsterdam, donde me está esperando. ¿Sabes qué es el síndrome del miembro fantasma? —Julia asintió con un gesto—. Hay dolor donde debería estar ella. Y ese dolor alimenta el otro, esa cosa que me hace lavar y contar y todo eso. Así que su ausencia me impide ir a buscarla. ¿Me explico?

—Pero ¿no te sentirías mucho mejor si fueras a buscarla?

—Sí, seguro. Sí. Sería muy feliz, por supuesto. —Parecía angustiado, como si la muchacha se dispusiera a echarlo a la calle.

—¿Entonces?

—No lo entiendes, Julia.

—Pero no has contestado. Te he preguntado qué se siente cuando se está enamorado. Tú me has explicado qué sentiste cuando se marchó tu mujer.

Martin volvió a sentarse. «Qué joven es. Cuando nosotros éramos así de jóvenes, nos inventábamos el mundo y nadie podía decirnos nada». Julia se quedó de pie, con los puños apretados, como dispuesta a arrancarle una respuesta a puñetazos.

—Estar enamorado es… angustiante —dijo él por fin—. Quieres complacer a la otra persona, te preocupa que te vea como eres realmente. Pero también quieres que te conozca. No sé, estás desnudo, gimiendo en la oscuridad, sin ninguna dignidad… Yo deseaba que ella me viera y me amara pese a saber todo lo que soy. La conocía. Ahora se ha ido, y mi conocimiento está incompleto. Me paso el día imaginando lo que hace, lo que dice, con quién habla, qué aspecto tiene. Trato de suplir las horas que faltan, y a medida que se acumulan resulta más difícil, por todo el tiempo que ella lleva lejos de aquí. Tengo que usar la imaginación. No sé, de verdad. Ya no sé. —Se quedó cabizbajo y sus palabras se hicieron casi inaudibles.

«Siente por su mujer lo mismo que yo por Valentina», pensó ella. Eso la asustó. Lo que Julia sentía por su hermana era insensato, irregular, involuntario. De pronto Julia odió a Marijke. «¿Por qué lo dejó aquí, sentado en esta silla, con los hombros temblorosos?». Pensó en su padre. «¿Siente lo mismo él por mamá?». No lograba imaginarse a su padre solo. Se acercó a Martin, que seguía cabizbajo y con los ojos cerrados. Se colocó detrás, lo abrazó y apoyó una mejilla en su cabeza. Él se puso tenso; luego cruzó los brazos despacio y apoyó las manos sobre las de Julia. Pensó en Theo y trató de recordar la última vez que su hijo lo había abrazado.

—Lo siento.

—No, no —replicó él.

Julia lo soltó. Martin se levantó y salió del estudio. Ella lo oyó sonarse la nariz en otra habitación. Al cabo de un rato regresó, entró por la puerta realizando su extraño movimiento lateral y volvió a sentarse en la silla.

—Cuando has salido no has hecho eso —comentó Julia sonriendo.

—¿En serio? Cielos. —Sintió consternación, pero la sensación se desvaneció enseguida. «Debería remediarlo», pensó, pero no sintió el impulso subyacente.

La muchacha imitó unos pasitos de baile y lo miró.

—Últimamente te veo mejor. No estás tan histérico como siempre.

—¿De verdad?

—De verdad. No me atrevería a afirmar que parezcas normal, pero no te levantas cada diez segundos para lavar algo.

—Deben de ser las vitaminas.

—Vete a saber —respondió Julia.

Había captado algo en el tono de Martin que la hizo dudar.

—He estado practicando para salir al rellano.

—¡Eso es estupendo, Martin! ¿Me enseñarás cómo lo haces?

—Bueno, en realidad todavía no he conseguido salir. Pero estoy practicando.

—Tendremos que darte más vitaminas.

—Vale, quizá sea buena idea.

—Si consigues salir del piso —dijo Julia, sentándose—, ¿irás a Ámsterdam?

—Ajá.

—Y entonces, ¿no volveré a verte?

—Entonces podrás ir a Ámsterdam a visitarnos.

Se puso a hablarle de esa ciudad. Julia lo escuchaba y pensaba «Podría ocurrir». Estaba emocionada y preocupada a la vez: si Martin mejoraba, ¿se volvería aburrido?

—¿Me dejas quitar el papel de periódico de las ventanas? —lo interrumpió.

Él lo pensó. En su interior no surgió ninguna voz que se lo prohibiera, pero vaciló.

—Quizá algunas. Sólo para… probar.

Julia se levantó de un brinco y sorteó las cajas que le dificultaban el acceso a las ventanas. Empezó a arrancar las hojas y la cinta adhesiva. La luz inundó la habitación. Martin, parpadeando, contempló los árboles y el cielo. «Dios mío, es primavera otra vez». El polvo que se había levantado hizo toser a Julia.

—¿Qué? —preguntó en cuanto dejó de toser.

—Muy bien —dijo Martin.

—¿Puedo continuar?

—¿Destapar más ventanas? —No estaba convencido—. Primero deja que me acostumbre a la luz. Quizá dentro de unos días puedas destapar unas cuantas más. —Dio unos pasos hacia las ventanas—. Qué tiempo tan agradable —comentó. El corazón le latía deprisa; se sintió aprisionado, comprimido.

Julia dijo algo, pero él no la oyó.

—¿Martin? —«Dios mío». La joven lo agarró por los hombros y lo condujo hacia su silla. Él estaba cubierto de sudor y respiraba con dificultad—. ¿Martin?

Levantó una mano adelantándose a las preguntas y se desplomó en la silla.

—Sólo es un ataque de pánico —dijo tras unos momentos. Permaneció sentado con los ojos cerrados, con expresión concentrada.

—¿Qué quieres que haga?

—Nada. Siéntate conmigo.

Poco después, Martin suspiró y comentó:

—Bueno, ha sido emocionante, ¿no? —Se pasó el pañuelo por la cara.

—Lo siento. —«Hoy no acierto ni una».

—No te disculpes, por favor. Mira, vamos a acercar las sillas al sol.

—Pero…

—No pasa nada. Nos mantendremos lejos de las ventanas. Desplazaron los asientos.

—Siempre pienso que lo entiendo, pero la verdad es que no —admitió Julia.

—Si no lo entiendo ni yo, ¿cómo vas a entenderlo tú? —la tranquilizó Martin—. En eso consiste la locura, ¿no? Al autobús se le desprenden las ruedas y ya nada tiene sentido. O mejor dicho: sí tiene un sentido, pero no el que pueden entender los demás.

—Pero te encontrabas mejor —gimoteó ella.

—Y estoy mucho mejor, créeme.

Martin estiró las piernas y dejó que el sol lo abrazara. «Pronto será verano». Pensó en Ámsterdam en verano, imaginó las estrechas casas de los canales iluminadas por el sol del norte, a Marijke bronceada y ágil, riéndose de su acento holandés; había pasado mucho tiempo, pero el verano estaba volviendo. Estiró un brazo y le ofreció la mano a Julia. Ella la tomó, y permanecieron uno junto al otro bajo la luz, contemplando el día primaveral desde la distancia.