Martin tenía dolor de muelas. El dolor llevaba días anunciándose, imparable como un tren. No podía pensar en nada más. Se colocó frente al espejo del cuarto de baño y trató de ver la muela afectada echando la cabeza atrás, abriendo la boca y mirando hacia abajo, pero con eso sólo consiguió caerse de espaldas y golpearse contra la bañera. Desistió y se tragó una pastilla de codeína de las que tomaba Marijke para la hernia discal. Luego volvió a acostarse.
Más tarde, esa misma mañana, sonó el teléfono. Como tenía el aparato en la cama, muy cerca de la cabeza, a Martin le pareció que era su muela lo que sonaba; el dolor resultaba insoportable. Era Marijke.
—Hola, marinero. ¿Cómo está el mar? —Parecía muy animada.
—Salado, como siempre. ¿Y tú, cómo va todo? —Se incorporó y buscó a tientas las gafas.
—¿Qué pasa? ¿Estabas durmiendo?
—Es que… tengo dolor de muelas. —Se avergonzó un poco de sí mismo; quería que ella se compadeciera de él.
—Oh, no. —Marijke estaba sentada en su piso, pasando una ociosa mañana de sábado en su cómoda butaca, con una novela de detectives en el regazo y un cuenco de palomitas a mano. Había decidido llamar a Martin en un arrebato de magnanimidad, pero aquel dolor de muelas se coló por el teléfono y exigió que ella se ocupara de su marido—. ¿Has hecho algo? ¿Qué muela es?
—Un molar superior. Derecho. Es como si me estuvieran dando patadas en la cara.
Marijke no dijo nada, porque no había ningún remedio obvio. Aunque Martin hubiera podido acudir al dentista, no tenía ningún odontólogo al que ir: el doctor Prescott había dejado la Seguridad Social para montar una consulta privada, y Martin ya no estaba en su lista de pacientes. Pero no importaba, porque de todas formas no visitaba a domicilio.
—Quizá deberías llamar a Robert —sugirió.
—¿Por qué?
—Quizá él podría… No, no importa.
Martin se puso la mano en la mejilla. El dolor era cada vez más implacable.
—Es un chico muy listo, pero dudo que sepa algo de odontología.
Martin se levantó de la cama y fue al cuarto de baño. Notaba algo diferente, pero con aquel dolor pulsante no podía pensar qué era; mientras hablaba con Marijke buscó el frasco de cápsulas de codeína. «Ah, aquí está». Se tomó dos y volvió a la cama. Cuando se acostó, se fijó en que había caminado por el suelo, descalzo, sin pensarlo siquiera. «Hum». No notó ansiedad, ni se apoderó de él ninguna compulsión. Volvió a concentrarse en Marijke.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó ella.
—Dormir, supongo.
—¿Quieres que llame a Robert?
—Bueno, dile que suba con unas tenazas.
—¡Ay, por Dios! Acuéstate y procura dormir.
Más tarde, sentado en la cocina, atontado por la codeína, Martin intentaba engullir unas gachas tibias. Oyó que Robert entraba a tientas en el piso oscuro, llamándolo.
—Estoy aquí. En la cocina.
—Hola —saludó Robert en voz baja—. Marijke dice que ya has descubierto quién es el Ratoncito Pérez.
—Muy gracioso —masculló Martin.
—A ver, si te encuentro un dentista, ¿podrías salir del piso?
Martin negó con la cabeza, despacio.
—¿Estás seguro?
—Lo siento…
—No importa. Voy a hacer unas llamadas. Volveré pronto, espero.
Pasaba el tiempo y Robert no aparecía. Martin apoyó la cabeza en la mesa y se quedó dormido. Cuando despertó, Julia estaba sentada a la mesa leyendo el Telegraph del día anterior. Había lavado los platos.
—Me ha enviado Robert —dijo.
—¿Qué hora es?
—Deben de ser las cuatro. ¿Quieres que haga algo? ¿Preparo té?
—Sí, por favor.
Julia había sacado la bolsa de guisantes del congelador y Martin, agradecido, se la puso en la cara. La joven se levantó y empezó a preparar el té.
—Ha venido Robert —anunció Julia.
Martin se incorporó y se pasó las manos por el cabello, poniéndolo de punta, lo que le dio un aire de sorpresa.
—Hola —saludó Robert—. He venido con Sebastian.
Sebastian Morrow, el director de la funeraria del cementerio y amigo de Robert, estaba en el umbral de la cocina. A Martin siempre le había parecido que el director era una persona muy distante; ahora se mostraba indeciso y reacio, aunque resplandeciente con un bonito traje azul marino; sus zapatos brillaban y llevaba un amenazador maletín de piel.
—Lo que necesito es un dentista —masculló Martin—, no un enterrador. Todavía no.
—Antes de ser enterrador, Sebastian hizo un curso de odontología en Barts —explicó Robert.
Julia se levantó de la silla y permaneció cerca de la puerta trasera, con los brazos cruzados. «Sólo a Robert se le ocurriría traer a un sepulturero para arrancar una muela».
—¿Por qué no seguiste con la odontología? —preguntó Martin.
—Porque los muertos no muerden —respondió Sebastian. Levantó el maletín y preguntó—: ¿Puedo?
—Sí, claro.
Robert extendió una toalla limpia sobre la mesa y Sebastian distribuyó su instrumental: una jeringuilla para la novocaína, un botellín de alcohol, algodón y gasas. Robert cogió una taza y un cuenco del armario, y Sebastian se puso un delantal blanco inmaculado. Se lavó las manos y se enfundó unos guantes de látex.
Mientras esperaba a Robert, Martin había deseado con fervor poner fin a su agonía. Sin embargo, al observar los preparativos de Sebastian lo asaltó una ansiedad insoportable.
—¡Espera! —dijo, y agarró al director por la muñeca—. Primero tengo que… hacer una cosa.
—Martin —intervino Robert—, no tenemos mucho tiempo…
—Yo lo haré por ti, Martin —se ofreció Julia, que de pronto estaba a su lado—. Tú te quedas aquí y me dices lo que he de hacer, ¿vale? —Se inclinó y acercó la oreja a la boca de Martin, expectante.
Él vaciló. «¿Servirá que lo haga ella?». Trató de consultar el sentimiento interior que arbitraba esas cosas, pero estaba mudo. Al final le susurró algo y Julia asintió con la cabeza.
—¿En voz alta? —preguntó la joven.
—No, pero quédate donde pueda verte.
—Vamos a ponerte cómodo —dijo Sebastian.
Robert y él cambiaron a Martin de postura. Lo recostaron en el respaldo de la silla, con la cabeza apoyada en unas guías telefónicas y unas toallas, sobre la mesa. Julia se quedó de pie a su lado, alumbrándole la cara con una linternita. Empezó a contar, moviendo los labios en silencio. Martin clavó la mirada en los labios de la chica y se dispuso a rezar.
—Abre —dijo Sebastian—. Madre mía…
Martin apretó con fuerza la mano de Julia mientras esperaba a que la novocaína surtiera efecto; a ella le temblaba la otra mano y el haz de luz danzaba por la cara del paciente. Éste tuvo la agradable sensación de que el dolor lo abandonaba.
—Quieto, por favor —advirtió Sebastian—. Ya casi la tengo.
Los minutos siguientes fueron bastante cruentos. Martin cerró los ojos. Notó un débil crujido seguido de unos toqueteos.
—Pues ya está —anunció el director de la funeraria, que parecía sorprendido. Martin captó un efluvio a aceite de clavo de olor y a alcohol. Sebastian rellenó la cavidad de la encía con algodón.
—Muerde, con cuidado.
Martin abrió los ojos.
—Listo —anunció Sebastian, sonriente.
Martin se incorporó. La muela, de un gris marronáceo, estaba en el cuenco, con la raíz ensangrentada, mucho más pequeña de lo que él había imaginado. Julia seguía contando y Martin levantó una mano para indicarle que ya podía parar.
—Ochocientos veintidós —anunció ella.
—¿Ya está? —intentó preguntarle Martin, pero tenía la cara entumecida y la joven no lo entendió. El dolor había desaparecido, dejando un vacío donde surgirían dolores diferentes cuando se le pasara el efecto de la anestesia—. Eres un genio —murmuró a Sebastian.
—Qué va, qué va —dijo éste, pero parecía aliviado—. Cualquiera puede extraer una muela. Pero me alegro de que haya salido de una sola pieza, porque parecía muy frágil.
—Si hubiéramos tenido las instalaciones adecuadas, ¿podríamos haberla salvado? —preguntó Robert.
—No, pero lo habríamos sabido antes de extraerla, en lugar de después.
Sebastian empezó a guardar el instrumental y Julia lo ayudó. Él lo metió todo en su maletín y le estrechó la mano a Martin, que intentó pagarle sus servicios.
—Ni hablar, me alegro de haber sido de ayuda. No puedes fumar durante un par de días. Y ponte hielo. Ahora tengo que marcharme; cuando me ha llamado Robert tenía una cosa entre manos.
Robert lo acompañó a la puerta.
—¿Qué estaba haciendo cuando lo llamaste? —preguntó Martin cuando su vecino volvió. Imaginó al director de la funeraria inclinado sobre un cuerpo inerte en una mesa de acero, manejando aquellos instrumentos relucientes…
—Estaba tomando el té en el Wolseley con una mujer guapísima. Ella se ha quedado esperando en mi piso mientras Sebastian te extraía la muela. Por eso he tardado tanto en traerlo. Por eso y porque nos ha costado mucho conseguir la novocaína. Y ahora que lo pienso, tenemos que comprar antibióticos.
—Gracias —dijo Martin, tocándose la mejilla—. Gracias a los dos. A los tres. —Miró a Robert—. Tengo que enviarle una botella de whisky. Y a ti otra. —Compuso una sonrisa torcida y miró a Julia—. ¿A ti también?
—No, gracias —respondió ella sonriendo—. Sabe a medicina.
—Eso me recuerda, enfermera, que he de tomarme las vitaminas.
—Todavía no es la hora —adujo Julia, turbada.
—Ya lo sé, pero estoy cansado y quiero acostarme pronto. Sé buena y…
—Vale —accedió la chica, y fue a buscar las pastillas.
—¿Qué es eso de las vitaminas?
—Julia me da Anafranil —le explicó Martin—. Finge que son vitaminas, y yo finjo que me lo creo.
Robert soltó una risotada.
—En mi próxima vida quiero ser una chica guapa. Qué típico: por Marijke eras incapaz de hacerlo, ni siquiera me escuchabas a mí; pero por Julia te conviertes en un paciente modélico. —Robert llenó el hervidor eléctrico y lo encendió—. ¿Podrás comer algo?
—Supongo que debería. —Martin observó cómo su vecino preparaba el té—. Pero en realidad me las tomo por Marijke.
—Ah, ¿sí? ¿Ya se lo has dicho?
—Todavía no. Un día de éstos le daré la sorpresa.
Volvió a tocarse la mejilla y notó que se le estaba hinchando. Se levantó despacio y sacó la bolsa de guisantes del congelador. Robert se la quitó y la envolvió con un trapo. Martin se la aplicó a la mejilla, pensando en su mujer. Deseaba llamarla y decirle que todo estaba solucionado, pero no quería que Robert escuchara la conversación.
—¿Ha dicho Sebastian que no puedo fumar? —preguntó, ceñudo.
Julia entró en la cocina y miró a Robert. «¿Todavía estás aquí?».
—No puedes fumar ni beber con pajita porque la extracción tiene que cicatrizar, y al succionar podrías desplazar el coágulo.
—Vaya —dijo Martin con tanto desaliento que los otros se echaron a reír.
—¿Qué hace Valentina? —preguntó Robert. Julia simuló escribir sobre un papel invisible—. ¿En serio? ¿Crees que la molestaré si voy a verla?
—No lo sé. Me parece que yo sí la molestaba. Pero inténtalo. Ya preparo yo el té.
—Si necesitas algo, llámame —le dijo Robert a Martin.
—Ahora ya estoy bien. Gracias otra vez. Ha sido… un milagro.
—Sí, ¿verdad? —convino Robert, y se marchó satisfecho consigo mismo.
Julia preparó el té; luego se puso a husmear en los armarios y en la nevera en busca de posibles ingredientes para la comida. Cogió una lata de sopa de pollo con fideos.
—Sí, por favor —dijo Martin. Le rugía el estómago—. ¿A tu hermana le gusta escribir?
La joven titubeó. Elspeth les había dicho que no se lo contaran a nadie, y ellos la habían complacido. Julia había estado tentada de contárselo a Martin, pero algo la retenía; temía que él pensara que le mentía.
—Sí —contestó—. Bueno, sólo son correos electrónicos.
Le dio a Martin una taza de té y abrió la lata de sopa. Él dejó los guisantes congelados encima de la mesa y rodeó la taza con ambas manos, esperando a que el té se enfriara. Se le estaba pasando el efecto de la novocaína. Detestaba esa sensación acorchada de la anestesia, pero el intervalo entre el dolor y la ausencia de dolor también le preocupaba.
Julia calentó la sopa, metió una patata en el microondas y puso la mesa; se movía por la cocina en silencio, pensando en Robert y Valentina, que estaban abajo con Elspeth; luego recordó las delgadas manos de Sebastian, enguantadas, agarrando las tenazas para arrancar la muela; y la expresión de pánico en la cara de Martin al abrir la boca, y cómo el pánico había desaparecido cuando le miraba los labios mientras ella contaba por él. «Números… ¿Por qué números? ¿Qué tiene de reconfortante contar?». Se volvió y miró a Martin, que estaba desplomado en la silla, con la cabeza ladeada y la mirada perdida. «Parece triste. O quizá ésa sea su cara cuando está distraído».
La joven sirvió la comida para los dos. No tenía sentido que se preocupara por si Valentina la esperaba para almorzar; Robert estaba con ella. Martin masticó con cuidado, procurando no morderse. Después de comer, Julia le dio las pastillas; él se las tragó y esbozó una sonrisa.
—Gracias, enfermera.
—De nada —dijo ella, y empezó a recoger la mesa. Cuando volvió a mirarlo, un momento más tarde, él ya había adoptado otra vez aquella expresión triste—. ¿Qué te pasa?
—Bueno, ya sé que es una tontería, pero me preocupa no poder fumar. Sé que debería dejarlo, pero éste no parece el mejor momento. No sé, quiero dejarlo, pero no planeaba hacerlo precisamente hoy.
—Cuando a nuestro padre le extrajeron la muela del juicio, no podía fumar, y mamá fumaba por él —sonrió Julia.
—No entiendo cómo…
—¿Dónde tienes los cigarrillos? —preguntó ella, chascando los dedos.
—En el dormitorio.
La muchacha volvió con la cajetilla azul y el encendedor, acercó su silla a la de él y encendió un cigarrillo.
—Pues mira, así… —Dio una calada procurando no tragar nada de humo. Martin abrió la boca y ella sopló dentro—. ¿Sí o no? —preguntó.
Él asintió y el humo le salió por la nariz.
—¡Sí!
Julia le apoyó una mano en el hombro. Se inclinaron el uno hacia el otro. Ella volvió la cabeza, se llevó el cigarrillo a los labios y dio otra calada. Martin tenía los ojos entornados y la boca entreabierta. La joven acercó la cara a la de él y, a sólo unos centímetros, expulsó el humo muy despacio; el sonido que produjo Martin al inhalar le recordó los largos jadeos asmáticos de Valentina. Después de exhalar, él rió.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Soy un inútil, ¿verdad? Ni siquiera puedo fumar solo.
—Tonterías —repuso Julia. Le tocó la mandíbula y agregó—: Mejilla de ardilla.
Martin arqueó las cejas. Ella dio una nueva calada y él se inclinó hacia la chica con avidez.
Cuando llegó abajo, Robert encontró la puerta del piso de las gemelas entornada. Llamó y entró. Debía de haber alguna ventana abierta, porque se notaba una brisa fría y húmeda que llegaba hasta el recibidor. Valentina estaba sentada en el sofá del salón, rodeada de hojas. El tablero de ouija y el aro de plástico reposaban sobre la mesita. La luz del atardecer lo teñía todo de dorado: el terciopelo rosa desvaído de los sofás relucía; el vestido verde pálido de Valentina se extendía alrededor de ella como una hoja de nenúfar, y su cabello, algo encrespado, le enmarcaba la cara; bajo aquella luz dorada todo se combinaba de un modo que a Robert le pareció un cuadro, una superficie continua. Valentina se hallaba en un extremo del sofá, con una pierna doblada bajo el cuerpo, vuelta hacia el extremo opuesto, como si hubiera alguien allí sentado con ella. Robert se quedó en el umbral e intentó, deseó y confió en ver a esa otra persona. Pero no fue así.
La muchacha se volvió hacia él. Hasta ese momento Robert no se había percatado de lo cansada que parecía; tenía los ojos enrojecidos y marcadas ojeras.
—¿La ves? —preguntó ella.
—No —respondió Robert—. ¿Qué aspecto tiene?
—Se ha cambiado nada más entrar tú… —dijo la joven con una sonrisa. Negó levemente con la cabeza—. ¿Por qué no iba a decirlo? Bueno, se ha puesto un vestido de seda azul, ceñido en la cintura y de falda acampanada. Lleva el cabello corto, un poco rizado, y eso hace que sus ojos parezcan enormes; tiene la piel increíblemente pálida, excepto las manos y los bordes de las orejas… Lleva lápiz de labios oscuro… ¿Qué más quieres que le diga?
—¿La oyes?
—No, pero me señala las cosas…
Robert fue agachándose hasta quedar sentado en el suelo, junto a los papeles diseminados. Apoyó los codos en la mesita. Desde esa posición ventajosa, le pareció distinguir una turbulencia donde debía de estar Elspeth: quizá fuera como mirar a través de un cristal perfectamente transparente, como tratar de ver la música. Sacudió la cabeza.
—Quiero, pero no puedo.
El aro de plástico empezó a moverse. Valentina escribió el mensaje: QUIZÁ PRONTO.
—Sí —convino Robert. Le alivió comprobar que Elspeth volvía a comunicarse con él. Miró las hojas de papel esparcidas por el suelo y preguntó—: ¿De qué estabais hablando?
—Cosas de familia. Elspeth me ha contado cómo vivían mamá y ella cuando eran pequeñas. Se criaron en la casa de Pilgrim’s Lane.
—¿Tu madre no te lo había contado?
—Muy por encima. Mamá nos contaba muchas historias sobre Cheltenham. Ya sabes, todas aquellas jerarquías sociales absurdas y los aburridos uniformes de colegio. Julia siempre dice que deberían haber estudiado en Hogwarts.
PREFERÍAMOS ESTAR ALLÍ QUE EN CASA.
—¿Por qué? —preguntó Valentina, pero Elspeth no se extendió en el tema.
La joven vio que el fantasma miraba al recién llegado. Elspeth se había echado un poco hacia atrás, y Robert y ella parecían mirarse a los ojos. Entonces el hombre se volvió hacia Valentina.
—Tus abuelos eran exageradamente estrictos —dijo—. Por lo visto, el internado era un alivio; Elspeth siempre hablaba de las obras de teatro del colegio, y me contaba que les gustaba gastarles bromas a los otros alumnos. Ya sabes, bromas de gemelas.
—¿Mamá y tú os vestíais igual? —preguntó Valentina a Elspeth.
EN EL COLEGIO TODOS VESTÍAMOS IGUAL. FUERDA DEL COLEGIO NO, SOLO CUANDO ÉRAMOS MUY PEQUEÑAS.
A Valentina le sorprendía que Elspeth estuviera tan concentrada en Robert; desde que él había entrado en la habitación, apenas le había quitado los ojos de encima. «Está tan acostumbrada a ser invisible que no se acuerda de que yo la veo».
Desde hacía varios días, cada vez que Julia salía, Valentina y Elspeth pasaban horas juntas, manteniendo aquellas conversaciones entrecortadas. La chica estaba asombrada de lo diferentes que eran las historias de Elspeth de las que su madre les había referido. En la infancia de aquélla, los sucesos tendían a dar giros misteriosos: una merienda junto a un lago terminaba con un compañero de clase ahogado; Edie y ella habían tratado de entablar amistad con un chico de la casa de al lado al que más tarde enviaron a un manicomio. En todos los episodios, Elspeth y Edie formaban un equipo; no había ni rastro de discordia, nada que anunciara un distanciamiento; siempre estaban juntas, y eran más listas y rápidas que sus numerosos adversarios. Al escuchar esas anécdotas, Valentina echaba de menos a su hermana: no a la Julia de entonces, mandona y agobiante, sino a la de su infancia, su alter ego protector. Los laboriosos movimientos del aro de plástico subrayaban el suspense de cada una de las historias. Los relatos de Elspeth eran, forzosamente, obras maestras de síntesis. A Valentina le recordaron los baldosines azules y blancos de Postman s Park.
Robert cogió unas hojas.
—¿Puedo?
Valentina miró a Elspeth, que se encogió de hombros. TÚ YA LO SABES TODO, deletreó el círculo.
Valentina había añadido algunos signos de puntuación.
TENÍAMOS NUEVE AÑOS. UN DÍA VOLVIENDO A CASA VIMOS UN LETRERO DE «SE VENDEN CACHORROS» EN EL ESCAPARATE DE UNA TIENDA. MUY EMOCIONADAS, ENTRAMOS Y HABLAMOS CON EL ANCIANO QUE REGENTABA EL ESTABLECIMIENTO. ERA UN ESTANCO. NOS LLEVÓ FUERA, A UN COBERTIZO QUE HABÍA EN EL PATIO, DONDE HABÍA UNOS CACHORROS DE BEAGLE. JUGAMOS CON LOS PERRITOS MUCHO RATO. CUANDO QUISIMOS MARCHARNOS, VIMOS QUE EL ESTANQUERO NOS HABÍA ENCERRADO.
La página terminaba allí. Robert recordó que Elspeth le había contado esa historia años atrás; iban paseando por Pond Street, donde antes estaba el estanco. Valentina cogió otra hoja y se la dio a Robert.
GRITAMOS PERO NO VINO NADIE. LA PERRA LADRABA. SE HIZO DE NOCHE. EL HOMBRE ABRIÓ LA PUERTA DEL COBERTIZO. NOS ABALANZAMOS SOBRE EL, LO DERRIBAMOS Y VOLVIMOS CORRIENDO A CASA.
«Parece un cuento de hadas —pensó Valentina—. ¿Será verdad?». Hasta entonces lo estaba pasando bien, pero en ese momento empezó a sentir aprensión.
Elspeth recordó el frío y feo cobertizo, la ansiedad de los cachorros cuando Edie y ella habían empezado a gritar; miró a Valentina y pensó: «¿Por qué le cuento esto? Está cansada y la he desconcertado». Así que deletreó: CUÉNTANOS UNA HISTORIA, V; y sonrió tan amablemente como pudo.
—¿Yo? —Valentina se quedó en blanco. Se sentía cansada. Quería que Robert se marchara para poder seguir compartiendo confidencias con Elspeth. También quería bajar al piso de Robert, que él la besara y esconderse del fantasma. «O podría marcharme yo y dejarlos solos»—. ¿Qué hace Julia? —le preguntó a Robert.
—Supongo que estará atendiendo a Martin. —Y les contó lo del dolor de muelas del vecino y las artes odontológicas de Sebastian.
Valentina sintió una punzada de celos al imaginar a su hermana preocupándose por otra persona. Entonces pensó: «No, no me importa, en serio». Se inclinó hacia un lado, apoyando un hombro en el respaldo del sofá y con la cabeza ladeada.
—¿Has comido algo? —preguntó Robert.
—No. —Recordaba haber desayunado, pero debía de hacer ya varias horas—. No hemos hecho la compra. —Levantó la cabeza y lo miró, agotada; los ojos de Valentina parecían enormes.
—Tienes cara de tener hambre. —«De estar muerta de hambre, más bien. ¿Cuánto rato llevas ahí sentada?». Se levantó—. Elspeth, creo que esta jovencita necesita cenar.
Tendió las manos a la muchacha; Valentina se las cogió para que tirara de ella y la levantara. Sintió un ligero mareo.
Elspeth los vio marchar. Ya en la puerta, la joven se volvió.
—Volveré enseguida, Elspeth —prometió—. Tengo que comer algo.
La puerta se cerró detrás de ellos.
Elspeth se levantó del sofá y fue hasta la ventana, que estaba abierta. Esperó. Al poco rato, Robert y Valentina llegaron al sendero y desaparecieron por el portón. «Qué tonta soy —se dijo—. Está acostumbrada a que cuiden de ella». Anochecía. «Debería alegrarme por ellos». Contempló el atardecer. Se encendieron las farolas de la calle. «Pero ha sido un día muy bonito. Casi como en los viejos tiempos».
Cuando volvió Julia, ya era casi de noche. Recorrió el piso encendiendo interruptores.
—¿Ratoncita? —llamó.
Cuando llegó al salón, encendió la lámpara de pie junto al piano y cerró la ventana. Recogió las hojas y les echó un vistazo, deteniéndose para leer algunas frases. Elspeth la observaba, meditabunda. «Qué raro es esto de que nuestras conversaciones queden escritas. Es como si cualquiera pudiera escucharnos a hurtadillas, o como tener el teléfono pinchado. Pero ¿por qué no? ¿Por qué contárselo a Valentina y a Julia no? No debo mostrar preferencias».
Julia miró hacia arriba, como si hubiera percibido la atenta mirada del fantasma.
—¿Elspeth? ¿Dónde está Valentina?
El espíritu se inclinó sobre el tablero de ouija. CENA CON R, deletreó.
—Ah. —Julia se sentó en el sofá, triste.
CÓMO SE ENCUENTRA MARTIN.
Julia se animó.
—Mucho mejor. Quería acostarse, por eso he bajado.
SABES CUIDAR A QUIENES LO NECESITAN.
—Lo intento. —Julia negó con la cabeza—. Creo que Valentina me odia precisamente por eso.
LA GRATITUD ES TEDIOSA.
—No creo que haya ningún peligro de que Valentina se muestre agradecida. Nosotras funcionamos así: ella se pone enferma y yo la cuido.
SI LA DEJAS MÁS LIBRE TE QUERRÁ MÁS.
—Ya lo sé, pero no puedo.
A Elspeth le sorprendió ver que las lágrimas se acumulaban en los ojos de la joven. Permanecieron juntas, calladas e inmóviles. Al cabo de unos minutos Julia salió de la habitación. Elspeth la oyó sonarse la nariz, y al poco volvió.
—¿Por qué pone «traumatismo craneoencefálico» en esta página? —preguntó. Le dio la vuelta a la hoja para que Elspeth pudiera verla.
ME HA PREGUNTADO CÓMO MURIÓ NUESTRO PADRE.
—Ah. Nosotras no lo conocimos, ¿verdad?
NO SÓLO A TU ABUELA.
—Pero no nos acordamos de ella.
MURIÓ CUANDO ERAIS MUY PEQUEÑAS.
—¿Cómo eran? Mamá nunca habla de vuestros padres.
ÉL DIFÍCIL ELLA SUMISA.
Julia vaciló. Trazó unas espirales en el papel mientras consideraba su siguiente pregunta. Elspeth la observaba con curiosidad, y pensó: «Qué raro; ¿habrá un gen que haga garabatear espirales?».
—¿Qué os pasó a mamá y a ti?
SECRETO.
—Vamos, no seas así…
LO SIENTO NO PUEDO BUENAS NOCHES.
—¡Elspeth!
Pero el fantasma ya se había ido. Julia se encogió de hombros y fue a acostarse; se sentía frustrada pero emocionada. Cuando Valentina volvió a casa, su hermana dormía y soñaba con números y dientes.
Tumbado en la cama, a oscuras, con el teléfono apretado contra la mejilla sana, Martin escuchaba el tono de llamada. Marijke descolgó al séptimo timbrazo y él se sintió satisfecho.
—¿Martin?
—Hola, amor mío. ¿Quieres que te cuente la historia de mi muela?
—Estaba muy preocupada. Hablas como si tuvieras la boca llena de chicle.
—Pues no, pero creo que el tamaño de mi mejilla se ha multiplicado por ocho. A que no adivinas a quién ha traído Robert para que me extrajera la muela…
Marijke se recostó en la almohada de su cama y escuchó. «Debe de haber pasado muchísimo miedo; yo debería haber estado con él. Mira que conocer a un enterrador dentista…». Ambos se sentían reconfortados al oír la voz del otro. Estaban tumbados a oscuras, juntos, en ciudades distantes, y ambos pensaban: «Esta vez hemos tenido suerte». Se apretaron más el teléfono al oído, y ambos se preguntaron cuánto tiempo podría prolongarse esa separación.