Liminal

Era muy temprano y Valentina despertó antes que Julia, como casi siempre. Se liberó con cuidado de los brazos de su hermana y se incorporó en la cama. Las cortinas no estaban corridas del todo; entraba una luz tenue y difusa. Algo se movía. La joven estaba aún medio adormilada y lo vio sin verlo realmente. Pensó que era la gata, pero esta dormía a su lado en la cama. Forzó la vista y aquella cosa se desplegó de donde estaba sentada, junto a la ventana. Comprendió que estaba viendo a Elspeth.

Era como vislumbrar algo desde muy lejos: Elspeth resultaba apenas perceptible, desdibujada. «Es igual que mamá», pensó Valentina, aunque había algo desconocido y extraño en cómo la miraba. El fantasma movió los labios como si hablara y empezó a caminar hacia la cama. Hasta ese momento Valentina no había sentido miedo, pero de pronto se asustó. El miedo la despertó por completo y Elspeth se esfumó. La muchacha notó una caricia fría en la mejilla, y luego nada. Se levantó de la cama, salió corriendo del piso, bajó la escalera y se quedó jadeando junto a los buzones, en pijama.

Robert sólo llevaba una hora durmiendo y tardó un rato en percibir que llamaban a la puerta. Lo primero que pensó fue que había un incendio en el edificio. Acudió en calzoncillos y asomó la cabeza entornando los ojos.

—¿Puedo pasar?

—Ah. Un minuto.

Fue a su dormitorio para ponerse los pantalones y la camisa que llevaba el día anterior. Volvió al recibidor y abrió la puerta.

—Buenos días. —Se fijó mejor en Valentina y preguntó—: ¿Qué pasa?

—He visto a Elspeth —contestó ella, y rompió a llorar. Él la abrazó y apoyó la barbilla sobre su cabeza.

—Tranquila —dijo. Cuando ella se hubo calmado un poco, añadió—: ¿Qué aspecto tenía?

—Era igual que mamá.

—Entonces, ¿por qué lloras?

—Nunca había visto un fantasma. No sé, acuérdate de que está muerta.

—Sí, comprendo.

La llevó a la cocina. Ella se sentó a la mesa mientras él empezaba a preparar el té. La chica se sonó con una servilleta de papel.

—¿Te ha dado la impresión de que se te aparecía a propósito? —preguntó él—. ¿Qué ha pasado exactamente?

—Creo que cuando la he visto estaba sentada en la repisa de la ventana mirando fuera —respondió Valentina sacudiendo la cabeza—. No me ha parecido que se estuviera esforzando para que yo la viera. Cuando se ha dado cuenta de que la miraba, ha venido hacia mí; entonces me he asustado y ha desaparecido. —Hizo una pausa—. En realidad creo que yo no estaba del todo despierta.

—Ah. Entonces, ¿has soñado con ella?

—No, me parece que no. Quizá sea que… ¿no te pasa a veces que intentas recordar algo y no te viene a la mente, y luego, cuando ya no intentas pensar en ello, de pronto se te ocurre?

—Sí.

—Tal vez la haya visto porque se me ha olvidado que no podía verla.

—Tendré que probarlo —comentó Robert sonriendo—. Bueno, últimamente no me habla, así que no creo que se me aparezca. ¿Cómo te ha parecido que estaba? ¿Parecía enfadada contigo?

—¿Enfadada? No; trataba de decirme algo, pero no parecía enfadada, qué va.

El agua hirvió y Robert llenó la tetera.

—¿Julia y tú no habláis con ella? —preguntó.

—A veces. Pero no quiere contestar a las preguntas que le hacemos.

Robert sonrió y dejó el té y las tazas en la mesa.

—Si dejarais que preguntara Elspeth, quizá al final averiguaríais eso que queréis saber. —Se sentó enfrente de Valentina.

—Es posible. Me gustaría que nos lo contaras tú.

—¿El qué?

—Lo que sea. No estamos seguras, pero hay un gran secreto sobre Elspeth y mamá. No sé, eran gemelas, pero nunca volvieron a hablarse. ¿Por qué?

—A eso no puedo responder.

—¿No puedes o no quieres? —soltó la joven con irritación.

—No puedo. No tengo ni idea de por qué se distanciaron. Sucedió mucho antes de que yo conociera a Elspeth, y ella casi nunca mencionaba a tu madre. —Sirvió el té.

Valentina observó el vapor que emanaba de su taza.

—¿Para qué necesitas saberlo? —preguntó Robert—. Tu madre no quiere contártelo, y Elspeth procuró no dejar nada que pudiera angustiaros. Eso suponiendo, por descontado, que sea verdad que existe un secreto.

—Mamá teme que lo averigüemos.

—¿Y eso no te parece razón suficiente para no darle más vueltas? —Lo dijo con excesiva vehemencia, tanta que Valentina se asustó—. Mira —añadió con más calma—, a veces, cuando averiguas algo, te das cuenta de que era mejor no saberlo.

—¿Cómo vas a saberlo? —replicó ella frunciendo el ceño—. Además, tú eres historiador. Te pasas el día investigando a otras personas.

—Valentina, una cosa es investigar sobre los Victorianos, y otra muy distinta desenterrar los esqueletos de tu propia familia.

La muchacha guardó silencio.

—Mira, voy a contarte un cuento con moraleja. —Robert bebió un sorbo de té y sintió cierta aprensión. «¿De verdad quiero contarle esto?». Pero ella lo miraba con expectación. Continuó—: Cuando yo tenía quince años, de pronto mi madre recibió una gran suma de dinero. «¿Quién te ha dado todo este dinero, mamá?», le pregunté. «Mi tía abuela Pru ha muerto y me lo ha dejado en herencia», contestó. Verás, provengo de una familia con una prodigiosa cantidad de tías, pero justamente de aquélla nunca me habían hablado. La familia de mi madre se remontaba hasta las Cruzadas, pero jamás habían tenido ni un céntimo. Sin embargo, ésa era la versión de mi madre, y ella la mantuvo.

»Un día, unas dos semanas más tarde, estaba viendo en la televisión una entrevista a un nuevo ministro del gobierno, y reconocí a mi padre. Tenía otro nombre, pero era él. “Mamá”, dije, “ven a ver esto”. Nos sentamos juntos a mirar la entrevista; mi padre parecía sumamente respetable y hablaba en tono adulador.

Valentina imaginó el resto.

—O sea, que el dinero se lo había dado tu padre, ¿no?

—Sí. Por fin había llegado a un punto de su carrera en que mi madre podía hacerle muchísimo daño si contaba su historia a los periódicos sensacionalistas. «La doble vida del ministro», habría sido el titular, supongo. Así que mi padre pagó y nunca volví a verlo. Excepto por la tele, claro.

Valentina entendió algo que le había dado miedo preguntar.

—¿Por eso no trabajas?

—Exacto. Aunque creo que llegará un momento, cuando termine mi tesis, en que tendré que dar clases. —Suspiró—. Preferiría haber seguido siendo pobre y viendo a mi padre de vez en cuando.

—Creía que no te caía bien.

—Bueno, no le gustaban los niños, pero yo había alcanzado una edad en que habríamos podido llevarnos bien; de todas formas, todo era una farsa.

—Jo. —Valentina pensó que tenía que decir algo—. Lo lamento.

—Cada día que pasa pareces más inglesa —comentó él con una sonrisa—. No tienes que lamentar nada. —Oyeron los pasos de Julia en la cocina del piso de arriba—. ¿Tienes que subir?

—Dentro de un rato.

—¿Quieres desayunar?

—Sí, gracias.

Robert sacó de la nevera huevos, beicon, mantequilla y otras cosas.

—¿Cómo te gustan los huevos?

—Fritos, si puede ser.

Mientras se hacían los huevos con beicon, Robert puso en la mesa los platos y los cubiertos, mermelada y zumo, y preparó tostadas. Valentina lo observaba, reconfortada por su eficiencia y encantada con la novedad de que un hombre le sirviera el desayuno mientras fingía no fijarse en que ella iba en pijama.

Robert sirvió los platos y se sentó. Empezaron a comer. Arriba, Julia seguía haciendo ruido en la cocina.

—Hay alguien que no está contenta —comentó Robert.

—No me importa.

—Ah, bueno.

—Ojalá pudiera marcharme —dijo Valentina.

«Pero si acabas de llegar», pensó él, y dijo:

—Pues ¿por qué no lo haces?

La joven notó que Robert estaba… ¿ofendido?

—No me refiero a ti —se apresuró a aclarar—, sino a Julia. Cree que le pertenezco. Es una dictadora brutal, en serio.

—Cuando haya pasado un año —dijo Robert tras un momento de vacilación—, podréis vender el piso y hacer lo que queráis.

—Ella no querrá venderlo. —Sacudió la cabeza—. Julia no haría nada que me permitiera ser independiente. Estoy atrapada.

—Podrías hablar con Xavier Roche y pedirle que divida la propiedad. En los fondos de inversiones hay dinero suficiente para que Julia se quede con el piso y tú te lleves tu parte en efectivo.

—Ah, ¿sí? —A Valentina se le iluminó el rostro.

—Está contemplado en el testamento. ¿No lo has leído?

—Sí, lo leímos —dijo con vaguedad—, pero no presté mucha atención a la letra pequeña.

—Elspeth dice que se arrepiente de haber estipulado que ambas tenéis que vivir aquí un año. Está preocupada por ti.

—¿Cuándo te lo dijo?

—La semana pasada.

—Demasiado tarde.

—Ya —admitió Robert—. Supongo que ver como Julia y tú os distanciáis le recuerda lo que les pasó a Edie y ella, sea lo que fuere.

Valentina se terminó los huevos y se limpió los labios con la servilleta.

—Ojalá Elspeth nos lo contara.

—Creo que ella os lo confiaría, pero tu madre no quiere que lo sepáis.

—¿Qué harías tú en mi lugar?

Él sonrió y deslizó la mirada por el pijama de Valentina.

—Un montón de cosas —contestó—. ¿Quieres que las enumere?

—No, ya sabes a qué me refiero —murmuró ella, ruborizada.

—Me haría amigo de Elspeth —respondió Robert con un suspiro.

—Ya. —Valentina caviló sobre eso—. Es que me da miedo.

—Eso es porque sólo la conoces como corrientes de aire frío y cosas así. En vida era una persona maravillosa.

—¿Por qué no te habla Elspeth?

—¿Perdona?

—Antes has dicho que…

—Ah, sí. Es verdad. —Se levantó y recogió los platos—. Sólo es un malentendido. Ya pasará.

—¿A quién se parecía más, a Julia o a mí?

—Era ella misma —dijo Robert negando con la cabeza—. Tenía mucho valor, como Julia, pero también discreción, como tú. Era muy lista y le gustaba hacer las cosas a su manera. Aunque normalmente se las ingeniaba para que yo me alegrara de cualquier cosa que ella me hubiera incitado a hacer mediante manipulaciones.

—Me pone nerviosa que nos observe sin que lo sepamos.

—Quizá podríais utilizar eso como excusa para ser más amables una con otra y trataros mejor.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Valentina.

—Tengo ojos en la cara —replicó él, sorprendido.

Ella se ruborizó, pero no dijo nada.

—Por lo que he podido deducir, Elspeth y Edie acordaron que tu tía no tendría ninguna relación con vosotras dos. Da la impresión de que Elspeth considera que ella cumplió su parte del trato. —Guardó el zumo y la mantequilla en la nevera—. Pero creo que ahora le gustaría conoceros un poco. Ya que estáis aquí. —Abrió el grifo y empezó a llenar el fregadero—. Por si te tranquiliza, seguramente pasa menos tiempo del que crees deambulando por el piso. Le gustaba estar sola. Si pones unos cuantos libros a su alcance, o si dejas el televisor encendido, estoy seguro de que os dejará en paz.

—La tele está estropeada —le recordó Valentina.

—Pues ocupémonos de eso, ¿vale?

Él estaba de pie frente al fregadero, de espaldas a la chica. Miró por la ventana y pensó en Elspeth. «Debes de estar muerta de aburrimiento. Nadie con quien hablar, nada que leer». Trató de imaginar qué habría sentido Elspeth cuando Valentina huyó de ella presa del miedo. Se volvió hacia la joven.

—¿Te importa que luego suba e intente hablar con ella?

—Claro, por qué no —contestó Valentina, encogiéndose de hombros—. Pero ¿por qué me lo preguntas? Te pasas la vida en nuestro piso, hablando con ella.

—No sabía que se notara tanto.

—Tenemos ojos en la cara. —Sonrió.

Touché.

Valentina se levantó y se acercó a Robert.

—Gracias por el desayuno —dijo.

Él tenía las manos metidas en el agua jabonosa, y la muchacha le dio un beso justo en el momento en que él volvía la cabeza.

—Ay. Hagámoslo bien.

Cada beso era una pequeña lección. A Robert le gustaban, aunque empezaba a preguntarse si conducirían a una fase más avanzada. Tenía las manos mojadas, pero aun así las deslizó por debajo del pijama de Valentina y le acarició los pechos.

—Me gusta —susurró ella.

—Podría gustarte mucho más.

—Hum. No, todavía no. —Se apartó; parecía confundida. Él sonrió—. Tengo que subir.

—Vale.

—Voy a hablar con Elspeth.

—Me parece bien.

—Y seré amable con Julia.

—Eso también.

—Hasta luego.

—Chao.

Cuando volvió a su piso, Valentina encontró a Julia en la mesa del comedor, vestida y leyendo el periódico, con una taza de café y un cigarrillo encendido.

—Hola —la saludó Valentina.

—Hola —contestó su hermana sin levantar la cabeza.

—Preferiría que no fumaras dentro del piso.

—Y yo preferiría que no bajaras corriendo a follarte a Robert mientras duermo, pero eso no te impide hacerlo, ¿verdad? —le espetó Julia sin apartar la mirada del periódico.

—Yo no he… No hemos… Además, eso no es asunto tuyo.

Julia la miró.

—Qué más da. Llevas todo el pijama mojado. —Dio una calada y lanzó el humo hacia Valentina.

Ésta fue a ducharse. Cuando se hubo vestido, su hermana se había marchado del piso.

Cogió unas hojas de papel, lápices y bolígrafos. Desplegó sobre la mesita del salón el tablero de ouija que había hecho Robert y colocó el aro de plástico en el centro.

—¿Elspeth? —llamó—. ¿Estás ahí?

El aro empezó a moverse, BUENOS DÍAS, deletreó. Mientras la muchacha seguía la trayectoria del aro, vio que Elspeth se materializaba, suspendida sobre el tablero y muy concentrada en empujar el aro. El fantasma miró a la muchacha y sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.

—Cuéntame una historia —pidió.

QUÉ CLASE DE HISTORIA.

—Háblame de mamá y de ti, de cuando erais pequeñas…

Elspeth ladeó la cabeza y caviló un momento. Metió un dedo dentro del aro y lo hizo girar varias veces. Luego se arrodilló junto a la mesa y, despacio, empezó a deletrear:

ÉRASE UNA VEZ DOS HERMANAS QUE SE LLAMABAN EDIE Y ELSPETH