Elspeth se entrenaba con el polvo. No entendía cómo no había pensado antes en los poderes comunicativos del polvo. Era ligero y podía moverlo con facilidad; constituía el medio ideal para escribir mensajes.
El día que las gemelas llegaron al piso, Julia había pasado un dedo por el polvo acumulado sobre el piano, sin fijarse siquiera, y había dejado un rastro reluciente. Eso había molestado a Elspeth, y cuando estaba poniendo el polvo de nuevo en su sitio, muy laboriosamente, para eliminar aquella involuntaria alteración de Julia, entendió que había tropezado con una tabula rasa. El polvo era un megáfono que podía utilizar para amplificar su llamada de socorro, listaba tan emocionada que al instante se recluyó en su cajón para pensar en todas las posibilidades que ofrecía aquel descubrimiento.
¿Qué decir, ahora que por fin había hallado la forma de comunicarse? «¿“Ayudadme, estoy muerta”? No, eso no pueden remediarlo. Es mejor no inspirarles lástima. Pero tampoco quiero asustarlas. Quiero que sepan que soy yo, que no es ningún truco». Pensó en Robert. Si le escribía, sabría que era ella.
El domingo amaneció lluvioso y el salón estaba bañado en una luz tenue y uniforme. Elspeth flotaba por encima del piano. Si alguien hubiera podido verla, habría aparecido únicamente como una cara y una mano derecha.
Las gemelas estaban en el comedor, entretenidas con el café y los restos de unas tostadas con mermelada. Elspeth oía su conversación, amable y desganada, el típico debate de media mañana sobre qué podían hacer ese día para distraerse. Trató de no escucharlas y se concentró en la superficie mate y polvorienta que tenía ante sí.
Probó a tocar la superficie del piano con la yema de un dedo. Recordaba haber leído en algún sitio que el polvo de las casas lo formaban, sobre todo, células muertas de piel humana. «Quizá esté escribiendo con partes de lo que antes era mi cuerpo». El polvo cedió: las diminutas partículas se apartaban a medida que ella trazaba un rastro reluciente. La entusiasmó ver lo fácil que resultaba; puso atención en la caligrafía, para que Robert supiera que era suya. Tardó casi una hora en escribir unas pocas líneas. Cuando terminó, las gemelas habían salido. Elspeth tarareaba, suspendida sobre su obra, admirando la floritura de su firma y la exactitud de su puntuación. Con gran esfuerzo, encendió la lámpara de pie que antaño utilizaba para iluminar las partituras. «Es imposible que no se fijen», se jactó, y para celebrarlo voló por todo el piso, atravesando las puertas y rozando el techo. Logró tirarle un terrón de azúcar en la cabeza a Gatita mientras ésta dormía en una silla medio encajada bajo la mesa del comedor. «¡Qué mañana tan espléndida!».
Robert pasó todo el día —que casualmente era 1 de mayo— en la entrada del cementerio Este, mostrando a una gran cantidad de gente, la mayoría chinos, la tumba de Karl Marx. Esa noche, cuando se sentó al escritorio, estaba exhausto. Encendió el ordenador y trató de averiguar qué era exactamente lo que le fastidiaba tanto del tercer capítulo. El tono no acababa de gustarle: era un apartado alegre, casi jovial, sobre el cólera y el tifus. No servía. No se explicaba por qué las epidemias le habían parecido, en otro momento, tan maravillosas.
Estaba destacando las frases esenciales en rojo cuando oyó que llamaban a la puerta.
Eran las gemelas, con expresión solemne.
—Tienes que subir —dijo Valentina.
—¿Qué pasa?
—Hemos de enseñarte una cosa.
Julia siguió a los otros dos al piso de arriba, sintiéndose optimista.
Todas las luces del piso estaban encendidas. Ambas acompañaron a Robert hasta el piano y se apartaron. Robert reconoció la caligrafía de Elspeth.
SALUDOS, VALENTINA y JULIA
ESTOY AQUÍ
BESOS, ELSPETH
Y luego:
ROBERT-22 JUNIO 1992-E
Se quedó atónito. Estiró un brazo para tocar las letras, pero Valentina le agarró la muñeca.
—¿Qué significa esa fecha? —preguntó Julia.
—Es algo… que sólo sabemos ella y yo.
—Ha encendido esa lámpara —señaló Valentina.
—¿Qué pasó ese día? —insistió Julia.
—La letra es idéntica a la de mamá.
—¿Qué pasó…?
—Es un asunto privado, ¿vale? Algo entre Elspeth y yo —replicó Robert con aspereza.
Las gemelas se miraron y se sentaron en el sofá con las manos entrelazadas. Robert releyó el mensaje una y otra vez. Pensó en aquel primer día: estaba en el jardín delantero, anotando el número de teléfono de la inmobiliaria que aparecía en el letrero de «SE ALQUILA». Elspeth lo miraba desde la ventana de su piso. Lo saludó con la mano, y él le devolvió el gesto; entonces Elspeth desapareció y casi de inmediato, salió al jardín: debía de haber bajado la escalera corriendo. Llevaba un vestido blanco de tirantes y el cabello apartado de la cara, sujeto con un clip. Iba calzada con unas de esas sandalias de goma baratas. «¿Cómo se llamaban?». Subió delante de él por la escalera, chancleteando, hacia el piso. Ese día, el apartamento de Robert estaba vacío. Elspeth se lo enseñó, pero hablaron de otras casas. ¿Qué se habían dicho? No lo recordaba. Sólo recordaba haberla seguido, que el vestido de tirantes le dejaba los omóplatos al descubierto, las delicadas vértebras que se perdían en la depresión de la espalda, la cremallera del vestido, la cintura ceñida y la falda amplia. Ese verano, Elspeth lucía un ligero bronceado. Después habían subido a casa de ella y habían bebido cerveza con limonada en esa habitación; luego habían ido al dormitorio y él le había desabrochado el vestido, que se había desprendido como una cáscara. Robert había notado el calor de ella bajo sus manos. Más adelante, él alquilaría el piso, pero aquella tarde había olvidado por qué estaba allí, lo había olvidado todo excepto los pies descalzos de esa mujer, la insistencia de su cabello en escapar de la horquilla, su cara sin maquillar, cómo se movían sus manos. «Voy a derrumbarme. Elspeth. No puedo… No sé qué sentir».
Robert no podía apartar la mirada de las palabras escritas. «Por mí no siente lo mismo», pensó Valentina. Julia esperó. Se preguntó si Elspeth estaría en la habitación en ese momento. Gatita subió de un salto al sofá y se encaramó en un brazo. Cruzó las patas delanteras bajo el pecho y los observó, indiferente a cualquier espíritu presente.
—¿Elspeth? —preguntó entonces Robert.
Cada uno de ellos, por turnos, sintió que su cuerpo se enfriaba profunda y rápidamente.
—¿Puedes escribirnos algo? —pidió Robert.
Las gemelas se levantaron y los tres se colocaron junto al piano, mirando su superficie. Fue como una animación fotograma a fotograma. El polvo aparentaba separarse solo; las letras surgieron por medio de una mano invisible: SÍ.
Elspeth comprendió que Robert se esforzaba para reconciliar el pasado con el presente, que estaba emocionado y trastornado. Valentina observaba a Robert, y Julia a su hermana. «Es así —pensó el fantasma—. Difícil para todos nosotros». Empezó a pasearse por la habitación, empujando objetos. Las puertas oscilaron, las cortinas se agitaron. Robert levantó la vista del piano cuando Elspeth encendió y apagó una lámpara de mesa varias veces seguidas.
—Ven aquí, cariño —dijo él, y ella voló a su lado, súbitamente contenta.
Él la sintió como una proximidad, una presencia fría. «¿Cómo puede ser que no me haya percatado hasta ahora? Ella estaba aquí, y yo la dejé sola». Pensó en todas sus visitas a la sepultura de Elspeth; recordó las horas que había pasado sentado en los escalones del mausoleo de los Noblin, su charla absurda; recordó el paseo por el río con Valentina y se sintió ridículo y un poco asqueado. «Pero en realidad yo no creía que ella estuviera aquí, ¿no?». Se quedó de pie, sacudiendo la cabeza, pero se detuvo en cuanto se percató de sus propios movimientos.
—Cuéntanos qué se siente. Cómo estás. —Le urgía decir cosas que no podía expresar estando presentes las gemelas.
Elspeth se situó encima del piano y empezó a plantearse la pregunta. «¿Cómo estoy? Bueno, básicamente muerta. Hum, procura ser positiva respecto a eso. Hum…». Mientras meditaba, trazó una pequeña espiral en el polvo. Robert se acordó de las páginas de espirales que Elspeth garabateaba mientras hablaba por teléfono. «Estás aquí, es verdad que estás aquí».
Valentina y Julia vieron aparecer la espiral reluciente, asombradas. «Somos como las ovejas en el nacimiento de Jesús», pensó Julia. Valentina se preguntó si Elspeth estaría observándolas todo el tiempo. «¿Qué sabe de nosotras? ¿Le caemos bien?». La situación resultaba muy incómoda. Trató de recordar si Julia o ella habían dicho alguna vez algo desagradable sobre su tía. Cuando eran pequeñas, las gemelas se asustaban una a otra con la idea de que Dios las observaba en todo momento. «Nunca te portabas suficientemente bien…». Escrutó el rostro de Robert, que se había olvidado de ella y esperaba a que Elspeth volviera a escribir.
Empezaron a aparecer más letras:
SOLA. ATRAPADA EN EL PISO. CONTENTA DE VER A V y J. TE AÑORO.
—¿Necesitas algo? —preguntó Julia.
LEER. JUGAR. ATENCIÓN.
—¿Que te prestemos atención?
SÍ. HABLAD CONMIGO, JUGAD CONMIGO.
Elspeth escribía tan deprisa como podía. Su letra era grande y descontrolada, y comprendió que la superficie del piano no le permitiría una conversación ilimitada. Justo entonces la gata saltó sobre las teclas del piano produciendo un estruendo musical, y de ahí pasó al centro de la tapa, borrando la escritura de Elspeth con la misma eficacia que una gamuza.
—¡Eh! —exclamó Valentina, y la cogió—. ¡Mala!
Lanzó al animal sobre el sofá. Al verse rechazada, Gatita se metió debajo del piano y permaneció allí, enfurruñada.
Ya había desaparecido la mitad del polvo del piano. Elspeth escribió a lo largo del borde del atril: R — ESPIRITISMO— ¿OUIJA?
—Sí, los Victorianos utilizaban tableros de ouija. Y la escritura automática; los espíritus poseían al médium y hablaban a través de él. Bueno, eso es lo que fingían hacer los médiums. Pero era un fraude, Elspeth.
QUIZÁ.
—Está bien. ¿Quieres probarlo?
¿LA OUIJA?
—Tendré que confeccionar un tablero. —Se volvió hacia las gemelas—. ¿Tenéis una hoja grande? Necesitamos una libreta, un bolígrafo y un vaso.
Julia fue a la cocina y volvió con un vaso de los que utilizaban para el zumo y un bolígrafo. Valentina llevó la libreta y unas hojas en blanco de la impresora que unió con cinta adhesiva.
Robert escribió las letras del alfabeto en tres hileras. Escribió las palabras SÍ y NO en las esquinas superiores del papel. Puso la hoja sobre la mesita del salón y el vaso, boca abajo, en el centro.
«Ese vaso pesa demasiado», pensó Elspeth. Consiguió hacerlo vibrar como si estuviera sufriendo su terremoto particular, pero ni siquiera pudo desplazarlo un centímetro.
—Necesitamos algo que casi no pese —rectificó Robert—. Quizá un tapón de botella.
Julia volvió corriendo a la cocina y regresó con un aro de plástico azul, el precinto que había arrancado de la botella de leche esa mañana.
—Sí, perfecto —dijo Robert.
Lo puso en lugar del vaso y el aro empezó a resbalar por el papel como si se alegrara de haber salido del cubo de la basura. «Parece un insecto tejedor», pensó Julia. Resultaba fácil imaginar a Elspeth allí, en la habitación, cuando escribía sobre el piano; en cambio, cuando movía el aro de plástico parecía como si éste hubiera cobrado vida y, feliz, se moviera motu proprio. Las hermanas se sentaron en el suelo, junto a la mesita. Robert ocupó el sofá y se inclinó sobre el tablero. El aro de plástico se detuvo, expectante, como si escuchara. Gatita se acercó y flexionó las patas traseras, disponiéndose a saltar. «Llevaos de aquí a ese animal», pensó Elspeth. Como si hubiera expresado su deseo en voz alta, Valentina se levantó, llevó a la gata al comedor y cerró la puerta.
—¿Qué quieres decir con que estás atrapada en el piso? —preguntó Valentina tras sentarse de nuevo—. ¿No has salido de aquí? —Se abstuvo de decir «¿Nos vigilas continuamente?», aunque eso era lo que le habría gustado averiguar.
El aro de plástico empezó a deletrear lentamente. Nadie lo tocaba; se desplazaba con clara intención trazando líneas rectas y cortas. SÍ. SIEMPRE AQUÍ NO PUEDO SALIR. Robert anotaba las palabras en la libreta a medida que el aro de plástico las deletreaba. Pensó que debería haber incluido signos de puntuación en el tablero.
—¿Y el cielo? —preguntó Julia—. O… no sé, todo eso que te cuentan en la iglesia.
NINGUNA PRUEBA SIGO ESPERANDO.
—Uf —resopló Julia—. ¿Eternamente? ¿Cambia algo?
ME VUELVO MAS FUERTE.
—¿Les pasa a todos los que se mueren?
NO LO SÉ ESTOY SOLA. Elspeth quería hacer preguntas, no sólo contestarlas. CÓMO ESTÁ EDIE, deletreó antes de que Julia pudiera hablar.
Las gemelas se miraron.
—Está bien —respondió Valentina.
—Le entristeció que le prohibieras venir a vernos aquí —añadió su hermana.
El aro de plástico se deslizó por el papel sin rumbo fijo. Al final, Elspeth deletreó: NO SE LO DIGÁIS A EDIE.
—¿No decirle qué? —preguntó Robert.
NO LE DIGÁIS QUE SOY UN FANTASMA NO SE LO DIGÁIS A NADIE.
—De todas formas nadie nos creería —respondió Valentina—. Ya conoces a mamá, pensaría que estábamos mintiendo. Y le parecería feo.
SÍ MUY FEO SABÉIS FRANCÉS.
—Sí —contestó Julia.
LATÍN.
—Uf, no.
VENI HUC CRAS R UT TECUM EXSOLO COLLOQUAR.
Robert sonrió.
—¿Secretitos? Eso no es justo. —«Ellos ya tienen años de secretos», se lamentó Valentina. Sentía náuseas.
Robert alargó una mano y le acarició el pelo. Ella lo miró, insegura. Julia y Elspeth sintieron una punzada de celos, y cada una tuvo sus propios motivos para sentirse extraña por eso.
Elspeth deletreó: CANSADA.
—Vale —dijo Robert.
BUENAS NOCHES.
—Buenas noches, cariño.
—Buenas noches, tía Elspeth.
Los tres se levantaron. No se sentían cómodos; no tenían nada que decirse delante del fantasma. A todos les habría gustado ir a algún otro sitio y soltar exclamaciones sobre lo extraña, rara, emocionante e inquietante que resultaba aquella experiencia, y preguntarse unos a otros qué pensaban.
—Bueno, buenas noches —dijo Robert, y se dirigió a su piso.
—Buenas noches —contestaron las gemelas mientras él se marchaba.
Ya en su casa, Robert cerró la puerta y se quedó mirando el techo, completamente estupefacto. Entonces rompió a reír descontroladamente. Las gemelas lo oyeron. Se sentaron a la mesita del salón, moviendo el tablero hacia uno y otro lado, sin hablar. Elspeth se tumbó un rato en el suelo del recibidor escuchando reír a Robert, preocupada por él. Cuando él se calmó, Elspeth volvió al salón. Tocó a las dos muchachas en la coronilla. «Buenas noches, buenas noches». Elspeth se acurrucó en su cajón, extasiada de satisfacción.
El día siguiente también amaneció húmedo y gris. Desde la cama, Robert oía a las gemelas caminar por el piso. Temía que no salieran de casa, porque el tiempo no acompañaba. Oía a la gata corretear por las habitaciones. «¿Cómo es posible que un animal apenas mayor que una cobaya haga más ruido que un regimiento de caballería?». Hizo un esfuerzo y se levantó. Preparó café y se dio una ducha. Cuando se hubo vestido y tomado el café, las gemelas llamaron a su puerta.
—¿Te apetece venir a las Cabinet War Rooms del museo de Churchill? —preguntó Valentina.
—Pues… sí, pero será mejor que trabaje un poco. Voy muy retrasado con la tesis. Jessica me ha insinuado que la he abandonado.
—Anda, no te hagas de rogar.
Julia trató de convencerlo, perfectamente consciente de que sonaba falsa. Valentina lo miraba con aire suplicante. Robert las animó con gentileza a marcharse, y al final las chicas se fueron sin él. Desde la ventana del salón, las vio maniobrar con su inmenso paraguas a cuadros para salir por el portón.
Esperó hasta que consideró que ya debían de haber llegado al metro. Entonces cogió papel y lápiz, y sacó la llave del piso de Elspeth de un cajoncito de su escritorio. Subió y entró en la casa.
Se quedó un momento en el recibidor pensando qué era lo mejor. Decidió que la mesa del comedor sería la más cómoda, y se sentó allí con el tablero de ouija, el aro de plástico y su libreta.
—¿Elspeth? —llamó en voz baja. «Quizá esté durmiendo. ¿Duermen los difuntos?»—. Elspeth, he pensado que podríamos probar la escritura automática, porque empujar el aro por el tablero debe de ser muy pesado para ti. ¿Quieres intentarlo?
Esperó un rato que se le hizo muy largo, con la mano sobre el papel, en silencio, aguardando.
Se sumió en un ensueño en que aparecían los muchos huevos pasados por agua que había comido sentado en esa misma silla y a esa misma mesa. La primera mañana que había desayunado con Elspeth, ella había preguntado: «¿Cómo te gustan los huevos?», y él había contestado: «Pasados por agua». Le había enseñado a prepararlos, porque Elspeth los comía revueltos. Y desde ese día, todas las mañanas le había presentado un huevo pasado por agua perfecto en una pequeña huevera azul. Se preguntó qué habría sido de esa huevera. Estaba pensando en levantarse para ir a buscarla cuando la mano se le enfrió y dio una sacudida hacia un lado. Miró alrededor, pero no vio nada. Cogió el lápiz y corrigió la postura.
Esa vez dejó que la punta del lápiz tocara el papel. El frío fue apoderándose poco a poco de su mano. El lápiz empezó a moverse por la hoja.
La página se llenó de círculos, bucles, líneas que parecían lecturas de sismógrafo. A veces Robert notaba que sus dedos agarraban el lápiz sin que se lo ordenara. Otras, parecía que el útil se moviera obedeciendo una voluntad invisible. Se inclinó sobre el papel, escudriñando los garabatos. Las líneas sin sentido fueron haciéndose más pequeñas y definidas. Robert recordó su época de colegial, cuando practicaba el alfabeto con un lápiz grueso sobre papel áspero. Los dedos le dolían de frío.
¿EN QUÉ PIENSAS?
Robert soltó el lápiz y éste cayó sobre la mesa, inerte.
El objeto giró sobre sí mismo varias veces, como si la reacción de Robert le hubiera hecho gracia, o quizá molesto porque lo había abandonado. Lo cogió con la mano izquierda para que la derecha pudiera calentarse.
TE ECHO DE MENOS.
—Lo mismo digo. Pero me quedo corto. Yo… Esto es una putada, Elspeth. No lo entendía. Soñaba contigo; soñaba que estabas viva y que yo te desdeñaba. La semana pasada soñé que te buscaba en Sainsbury’s; te habías convertido en una lechuga y yo no lo sabía… Y ahora resulta que es verdad. Bueno, no que te hayas convertido en una lechuga, sino que estás aquí y yo no me había dado cuenta.
NO ES CULPA TUYA.
—Sigo pensando que te he abandonado.
ME HE MUERTO. NO ES CULPA TUYA.
—En el fondo sé que…
Sentadas en el suelo de la cocina, las muchachas escuchaban con la oreja pegada a la puerta del comedor. Julia echó un vistazo al rastro de agua fangosa que habían dejado en el linóleo. «Espero que él no venga aquí, porque no hay donde esconderse». Valentina lamentó no haber ido al museo. No quería oír lo que Robert fuera a decirle a Elspeth. Miró a su hermana, que estaba tumbada en una postura muy incómoda para colocar la oreja en el sitio más adecuado. Julia estaba embelesada; le encantaba espiar.
Elspeth, sentada en la mesa, contemplaba el rostro de Robert mientras él hablaba. Era como si se hubiera quedado ciego; no tenía ni idea de dónde estaba ella, así que había optado por mirar hacia arriba.
—… y parece que no arranco; nada tiene sentido. Y ahora vas y apareces, pero no exactamente. —Hizo una pausa para ver si Elspeth respondía. Como ella no escribió nada, añadió—: Quizá yo pueda ir hasta ti. Si me muriera…
NO.
—¿Por qué no?
¿Y SI ACABARAS ATRAPADO EN TU CASA?
—Ya.
NO SOPORTARÍA QUE TE MURIERAS.
Robert asintió.
—Hablemos de otra cosa.
Ambos oyeron la respiración en el mismo momento. Elspeth escribió: SIGUE HABLANDO, y Robert empezó a contarle algo que le había dicho Jessica el día anterior, una anécdota sobre su época de estudiante de Derecho. Elspeth se acercó a la puerta de la cocina y asomó la cabeza a través de ella. Al principio no vio nada. Entonces miró hacia abajo y vio a las chicas. Se echó a reír y volvió volando junto a Robert. HAY ESPÍAS, escribió, VUELVE OTRO DÍA.
¿CÓMO SABRÉ CUANDO VENIR?, escribió él.
SIEMPRE ESTOY AQUÍ.
—Tengo que irme, cielo. Es casi mediodía, y prometí a Jessica que la ayudaría con el boletín informativo.
TE QUIERO.
Robert abrió la boca para decirlo, pero finalmente lo escribió:
TAMBIÉN TE QUIERO. TE QUERRÉ SIEMPRE.
Elspeth pasó un dedo por esas palabras. Pensó que le gustaría conservar aquella hoja, pero luego se dijo: «No, sólo es un objeto». Robert recogió la libreta y acomodó la silla en su sitio. Se quedó un momento en el recibidor, porque se resistía a abandonar a Elspeth. Lo atravesó una ola de frío que le produjo un mareo. Esperó a que se le pasara y se marchó.
Elspeth volvió a la cocina, donde esperaba encontrar a las gemelas, pero sólo halló unos finos rastros de barro en el suelo. Fue a la ventana de la puerta trasera y alcanzó a ver a las dos hermanas bajando por la escalera de incendios con sigilo. Cuando llegaron abajo, corrieron por el musgo y desaparecieron en el jardín lateral. «Son más listas de lo que parecen». No estaba segura de si eso era un problema; sentía emociones contradictorias: orgullo y recelo, nostalgia y exasperación. «Me gustaría poder encerrarlas en algún sitio mientras retozo con Robert. —Suspiró—. Qué mala madre habría sido».
¿Hay algo más básico que la necesidad de ser conocido? La intimidad total, el elixir del amor, ese tipo de conocimiento. Robert se entregó a eso. Todos los días, aprovechando las ausencias de las gemelas, Elspeth y él pasaban horas absortos el uno en el otro. Revivían con papel y lápiz fragmentos de los días que en su momento habían parecido anodinos, pero que de pronto pasaron a ser preciosos y exigían un acto de evocación compartida.
—¿Recuerdas el día que te rompiste el dedo del pie?
EN GREEN PARK.
—Nunca te había visto llorar.
ME DOLÍA. TÚ TAMBIÉN HABRÍAS LLORADO.
—Supongo que sí.
AQUEL TAXISTA TAN SIMPÁTICO.
—Sí. Y la cantidad de helado que nos zampamos después.
Y NOS EMBORRACHAMOS. LA RESACA FUE PEOR QUE LA FRACTURA.
—Dios mío, de eso no me acordaba.
Y:
—¿Qué es lo que más echas de menos?
EL TACTO. LOS CUERPOS. BEBER, ESE CALOR EN LA GARGANTA. LA SUSTANCIA: TENER QUE LEVANTAR LA MANO O LA PIERNA, VOLVER LA CABEZA. LOS OLORES. NO RECUERDO CÓMO HUELES.
—Conservé parte de tu ropa, pero el olor ha desaparecido.
DIME COMO HUELES.
—Uf. A ver…
NO TODAS LAS PARTES HUELEN IGUAL.
—Sí… Las manos me huelen a lápiz y a loción hidratante, esa de pepino que me comprabas… He comido salchichón… Hum. No sé si uno puede describir su propio olor. Es parecido a no poder verse la propia cara, ¿no?
NO ME VEO EN LOS ESPEJOS.
—Vaya. Qué pena.
SÍ.
—Ojalá pudiera verte.
ESTOY A TU IZQUIERDA, INCLINADA SOBRE TI.
—¿Aquí? No, nada. Quizá estés en alguna otra frecuencia del espectro. ¿Ultravioleta? ¿Infrarrojo?
NECESITAS GAFAS DE FANTASMA.
—¡Exacto! Podríamos patentarlas; la gente pasearía por la calle y vería a los espíritus que fuesen en autobús, que rondasen por Sainsbury’s…
PODRÍAS LLEVARLAS EN EL CEMENTERIO. ¿ALLÍ HAY MUCHOS FANTASMAS?
—No lo sé. Porque tú no estás en el cementerio, que es donde yo esperaba encontrarte.
VIENEN LAS CHICAS.
—Cielos. Entonces, hasta mañana.
Y:
¿QUÉ PIENSAS HACER? NO PUEDES VIVIR ASÍ.
—¿A qué te refieres? Soy feliz. Bueno, soy feliz dadas las circunstancias.
VALENTINA ESTÁ ENAMORADA DE TI.
Robert dejó el lápiz. Se levantó y recorrió todo el perímetro del comedor, abrazándose el torso como si quisiera calentarse. Al final volvió a sentarse.
—¿Qué quieres que haga?
NO LO SÉ.
Robert se levantó de nuevo.
—No sé qué decir, Elspeth.
Y a continuación recogió la libreta y los lápices y bajó a su piso. «Dime que me quieres», pensó ella.
Robert tardó dos días en volver al comedor, libreta en mano.
—He estado pensando… —anunció, y se sentó con la mano suspendida sobre el papel, esperando a que apareciera Elspeth. Ella ya estaba allí, pero no le hizo ninguna señal. Se quedó sentada en una silla, al otro lado de la mesa, con los brazos cruzados y los ojos entornados. Al final, Robert dijo—: He intentado aclararme, Elspeth. Sobre Valentina. Y estoy muy… desorientado.
Silencio. Robert creía oír los quejidos de su sistema nervioso. Hacía un día lluvioso y oscuro, y el comedor ofrecía un ambiente muy lúgubre.
—Como quieras. Me sentaré aquí y me pondré a hablar solo. —Hizo una pausa. Ella esperó—. ¿Qué creías que iba a pasar, Elspeth? Llevas muerta un año y medio. Me pasé todo un año llorando tu pérdida, deseando morir, me planteé muy en serio el suicidio, y justo cuando las cosas empezaban a mejorar, llegaron las gemelas. Si lo piensas, tú me habías insinuado (es más, me lo habías dicho en varias ocasiones) que las enviabas aquí para que te sustituyeran. Y justo cuando yo empezaba a contemplarlas así, al menos a Valentina, reapareces. Bueno, no apareces, pero revelas tu presencia, y aunque eso es maravilloso, parece que estamos atascados.
Entonces Elspeth sintió algo que en vida nunca había experimentado respecto a Robert. «Va a abandonarme —pensó—. Ya no me quiere». Lo adivinaba en su tono.
—Si pudiera ir a buscarte, Elspeth… Si supiera adónde ir y cómo… O incluso si pudiera reunirme contigo, lo haría.
Ella se levantó y se quedó de pie a su lado; temía oír lo que Robert se disponía a plantearle, pero también temía interrumpirlo.
—Pero nos hemos quedado a medio camino, ¿no? Yo estoy atrapado en mi cuerpo, y tú estás… aquí, sin cuerpo; sin cuerpo, sin voz… Cuando bajo y miro todas estas páginas que escribes, pienso que estoy volviéndome loco.
Elspeth le cogió una mano y trazó una línea irregular con el lápiz. Cuando consiguió controlarla, escribió: ¿TE GUSTARÍA QUE TUVIERA CUERPO?
—Es a lo que estoy acostumbrado —respondió—. Lo siento.
Elspeth ascendió hasta enredarse en la araña de luces para contemplarlo desde el techo. Empezó a pasar las manos a través de los pequeños cristales y Robert miró hacia arriba. «Es como si yo fuera una nube, y él esperara la lluvia».
—Si quieres que deje a Valentina, lo haré.
«¿Es eso lo que quiero? —se preguntó Elspeth—. ¿Por qué me obliga a decidir?». Puso los dedos en la base de una de las delicadas bombillas con forma de llama. La bombilla se iluminó y explotó, Robert apartó la cara y se protegió los ojos con las manos. Se quedó así un rato que a Elspeth le pareció muy largo.
—¿Por qué has hecho eso? —musitó él.
Cogió el lápiz y puso la mano sobre el papel, vacilante, esquivando los trozos de cristal.
LLO SIENTO LO SIENTO LO SIENTO. HA SIDO SIN QUERER. ESTABA PENSANDO.
—¿Estás enfadada conmigo?
DOLIDA Y DESCONCERTADA. ENFADADA, NO.
—Espera un momento, Elspeth. Voy a recoger los cristales ambos tendremos tiempo para pensar.
Fue a la cocina por el cepillo y el recogedor. Cuando hubo quitado todos los cristales y cambiado la bombilla, volvió a sentarse y contempló el papel. «Parece muy deprimido —pensó ella—. No le conviene quedarse aquí sentado, a oscuras, escribiendo con una difunta. Si esto fuera un cuento de hadas, la princesa acudiría a salvarlo. Lo mínimo que puedo hacer es dejarlo en paz».
NO PASA NADA, ESCRIBIÓ. SI ERES FELIZ CON VALENTINA, ADELANTE.
—Elspeth…
NO ME OLVIDES.
—Escucha…
Pero ella ya había salido de la habitación. No volvió a hablar con él ese día ni los siguientes.