Cumpleaños

El día del cumpleaños de Robert amaneció templado y despejado. La noche anterior se había acostado a una hora razonable, así que cuando salió de la cama se sentía extrañamente alegre y expectante.

—La-la-laaala-la-laaa, cumpleaaaños feliz… —cantó en la ducha, y desayunó un huevo pasado por agua con tostadas.

Pasó una mañana tranquila reescribiendo el capítulo de su tesis dedicado a Stephen Geary, el arquitecto del cementerio de Highgate. Se presentó en el cementerio antes del mediodía y estuvo trabajando en la sala de archivos con James hasta que llegó la visita de las dos. Todos los monumentos, que tan bien conocía, parecían saludarlo: «A ti también te llegará la hora, pero no será hoy». Cuando volvió de la visita encontró el despacho de la planta baja vacío; sólo vio a Nigel, el director del cementerio, y a una pareja joven que había ido a preparar el funeral de su bebé. Robert se escabulló y fue al piso de arriba.

Valentina estaba sentada en una de las sillas del despacho, tratando de pasar inadvertida. Jessica hablaba por teléfono; Felicity preparaba té y hablaba en voz baja con George, el cantero, sobre un monumento que estaba diseñando; James llamó a Jessica desde la sala de archivos; Edward hacía fotocopias y Phil sacaba un pastel de una caja. Llegaron Thomas y Matthew, tímidos, y de pronto el despacho pareció abarrotado, ya que los dos enterradores casi nunca entraban en el edificio y además eran muy altos.

—Mirad —dijo Phil—. Les pedí que representaran la Egyptian Avenue en el glaseado.

—¡Ahí va! —exclamo Robert—. Qué poco apetitoso.

—Ya —admitió Phil—. El glaseado gris no resulta especialmente tentador.

Felicity rió al ver el pastel. Todos la hicieron callar al recordar a los desconsolados padres que estaban abajo, en el despacho de Nigel.

—Es genial —susurró ella, y empezó a poner velitas rosas en el pastel.

Jessica colgó el teléfono.

—Un poco de formalidad —advirtió a todos. Le guiñó un ojo a Valentina y fue a reunirse con James en el piso de abajo.

Las únicas personas a las que Valentina ya conocía, aparte de Robert, eran Jessica y Felicity. Al entrar, Robert le había sonreído, y ella se había sentido más segura. Se había sorprendido al ver que Robert bromeaba con Phil y esquivaba las pullas de Thomas y Mathew sobre su mortalidad, cada vez más próxima. «Me siento como un zoólogo que contempla a un extraño animal en su hábitat natural», pensó. En ese ambiente Robert no parecía tímido. Llamó a Valentina, que seguía sentada en el rincón, y empezó a presentarle a sus compañeros, sujetándola ligeramente por la espalda. A la joven le emocionó que los amigos de Robert la consideraran parte de una pareja, aunque era consciente de lo mucho que eso le habría molestado de haber sido Julia, en lugar de Robert, quien la hubiera presentado así.

James llegó desde la sala de archivos y, moviéndose con cautela, se sentó al escritorio de Jessica, que entró en el despacho seguida de Nigel.

—Vaya —dijo éste—. ¿Qué celebramos?

—Es el cumpleaños de Robert —aclaró James.

—Ah, claro —dijo Nigel, abochornado—. Lo siento, tengo la cabeza en otra parte.

—¿Ya está todo arreglado? —se interesó James.

—Sí. El funeral será el lunes a las once.

De pronto la atmósfera se entristeció; a nadie le gustaban los funerales de niños. «Cuando enterramos a un bebé siempre llueve —pensó Robert. Luego consideró lo absurdo de la afirmación—. Pero llevaré paraguas, por si acaso».

—¡Caramba! —saltó Nigel al ver el pastel—. ¿Qué le ha pasado?

—Eh, un poco de respeto —replicó Phil. Le hizo una fotografía con el móvil—. Para la posteridad.

Felicity encendió las velas. Todos se apiñaron alrededor de Robert, que permaneció de pie, tímidamente complacido, mientras los demás le cantaban Cumpleaños Feliz. Valentina también cantó, y sintió como si conociera a todas aquellas personas desde hacía mucho tiempo: Phil, con su chaqueta de piel y sus tatuajes; George, con la camisa arremangada y su voz de barítono, con un borrador a lápiz de una lápida en la mano manchada de grafito; Edward, que le recordó al protagonista de alguna película antigua en blanco y negro, tan elegante con traje y corbata, cantando con las manos enlazadas, como si estuviera en la iglesia; Thomas y Matthew con botas y tirantes, sonriendo mientras cantaban; Nigel, con el semblante triste, como si cantar fuera una tarea muy solemne que pudiera tener consecuencias desagradables; Felicity, amable y con voz clara; Jessica y James entonando entrecortadamente, como flautas mal templadas. Cantaban al unísono: «Cumpleaaaños feliz, cumpleaaaños feliz…». Al final de la canción, Robert cerró los ojos, deseó volver a ser dichoso y apagó todas las velas menos una. Hubo un breve murmullo de decepción en el grupo, pero Robert volvió a inspirar y apagó la última. Aplausos, risas. El homenajeado cortó el pastel y ofreció el primer trozo a Valentina, que sujetó el plato de papel con una mano y el tenedor de plástico con la otra mientras él repartía la tarta. Felicity sirvió el té en la variopinta colección de tazas del cementerio. Robert probó un bocado; el glaseado gris sabía igual que cualquiera de otro color. Miró a Valentina y vio que ella lo observaba fijamente, solemne y silenciosa en medio de aquel grupo tan cordial. De pronto la joven sonrió y él se sintió aliviado: el pasado se desvanecía y ante él sólo se extendía el futuro. Robert se acercó a la muchacha y permanecieron uno al lado del otro, cómodos y callados en medio de la bulliciosa fiesta de cumpleaños. «Todo irá bien», pensó.

Jessica los observaba. «Cómo se parece a Elspeth —reflexionó—. Es inquietante». Recordó a la pareja que acababa de conocer, los padres del bebé. Habían entrado en el cementerio apoyados el uno en el otro, como si se enfrentaran a un fuerte viento que sólo ellos percibían. Robert y Valentina no se tocaban, pero a Jessica le evocó aquel apoyarse el uno en el otro. «Parece contento. —Suspiró y bebió un sorbo de té—. Quizá al final todo salga bien».