—Tienes muy mal aspecto —le dijo Julia a Martin unos días más tarde—. Voy a comprarte unas vitaminas.
—Me recuerdas a Marijke.
—¿Eso es bueno o malo?
Se encontraban en el estudio de él, a última hora de la tarde. Valentina estaba en el cementerio con Robert, así que Julia había subido como un animal extraviado, quejándose abiertamente de que la habían abandonado y confiando en que Martin accediera a ver la tele con ella. Pero él tenía trabajo, así que la chica revoloteaba a su alrededor, aburrida pero expectante.
Martin sonrió y se volvió para mirarla. Al débil resplandor del ordenador, el hombre parecía de otro mundo; Julia lo encontraba atractivo, aunque sabía que se trataba de la belleza de lo decadente. Martin tenía la cara azulada, y sus manos adquirían una tonalidad anaranjada a la cálida luz de la lámpara del escritorio.
—Es bueno. Es bueno tener a alguien que se preocupa un poco por mí. Pero no querría que te inquietaras demasiado.
En el pensamiento de Julia empezaba a formarse una idea.
—No, estate tranquilo. Pero ¿te tomarás las vitaminas si te las compro?
Martin volvió a mirar la pantalla. Estaba montando la cuadrícula de un crucigrama. Hizo clic con el cursor, y tres cuadrados se pusieron negros.
—Quizá. Tiendo a olvidarme de tomar los medicamentos.
—Yo podría ocuparme de recordártelo.
—Supongo que será más fácil que comer fruta y verdura.
—Vale. Mañana iré a Boots —resolvió Julia. Vaciló un momento y agregó—: ¿Piensas trabajar toda la noche?
—Sí, esto debería haberlo empezado ayer, pero me distraje con otra cosa. He de entregarlo pasado mañana. —Hizo una anotación en su borrador del crucigrama—. Si quieres puedes ver la tele.
—No, no me apetece verla sola. Bajaré a leer.
—Siento no poder hacerte compañía, pero tengo que terminar esto, o mi editor vendrá a buscarme con una cachiporra.
—No pasa nada.
Cuando Julia entró en casa, ya tenía ultimado su plan.
—No puedes hacer eso —dijo Valentina cuando su hermana se lo explicó—. No puedes darle medicamentos sin que él lo sepa.
—¿Por qué no? Dice que rechazar el tratamiento forma parte de la enfermedad, así que voy a dárselo sin que se entere. Cuando le haga efecto y pueda salir del piso, se alegrará.
—¿Y los efectos secundarios? ¿Y si es alérgico? Además, ¿cómo vas a conseguir un medicamento para el trastorno obsesivo compulsivo, si puede saberse?
—Iremos al médico y fingiremos padecer la enfermedad. He estado leyendo un poco, y no es difícil fingirla. Lo tengo todo pensado: le diré al médico que me dan pánico las serpientes. Y quizá me depile las cejas por completo.
—¿Cómo que iremos? No pienso acompañarte. —Valentina se agarró a los brazos de la butaca como si temiera que su hermana intentara levantarla.
Julia se encogió de hombros.
—Bueno, vale. Pues iré yo sola.
Resultó mucho más complicado de lo que había imaginado, pero al final Julia consiguió una receta de Anafranil. Puso las cápsulas en un frasco de vitaminas y una noche, después de cenar, se presentó en el estudio de Martin.
—Mira, me he acordado —anunció, agitando el tarro para que sonaran las pastillas.
Él estaba inclinado sobre unas fotografías, enfrascado en otro idioma.
—Perdona, ¿qué dices? Ah, hola, Julia. ¿Qué es eso? Ah, muchas gracias. Eres muy amable. Dame, las pondré al lado del ordenador para que no se me olviden.
—De eso nada. Las guardaré yo y me aseguraré de que las tomas. Lo que habíamos acordado, ¿recuerdas?
—Ah, ¿sí? —se extrañó él.
Ella fue a la cocina a buscar un vaso de agua. Le tendió una cápsula y el vaso, y Martin observó la pastilla que tenía en la palma de la mano. Levantó la cabeza y miró a la chica con gesto escrutador, pero no dijo nada.
—¿No vas a tomártela? —lo apremió ella, nerviosa. La cápsula llevaba impreso «ANAFRANIL 25 MG»; Julia confiaba en la miopía de Martin para que no lo advirtiera.
—¿Hum? Sí, claro. —Se metió la pastilla en la boca y se la tragó con agua—. Ya está, enfermera.
Ella se rió.
—Ya tienes mejor aspecto.
Agitó el tarro de vitaminas con un ademán de coquetería y bajó a su piso. Encontró a su hermana sentada en el suelo del despacho de Elspeth escudriñando la pantalla del portátil.
—Lo vas a matar —vaticinó Valentina.
—Qué va. ¿De qué hablas?
—Mira esto. —Valentina giró el ordenador hacia Julia, que se sentó en el suelo a su lado—. Lee los efectos secundarios.
Julia leyó. «Visión borrosa, estreñimiento, náuseas, vómitos, alergias, palpitaciones…». Era una lista larga. Miró a Valentina.
—Subo mucho a su piso. Lo veo más a menudo de lo que lo vería un médico. Sólo debo supervisarlo un poco.
—¿Y si tiene un infarto?
—No me parece probable.
—¿Y si le sobreviene un ataque epiléptico? Si de pronto sufre impotencia o estreñimiento, no te lo dirá.
—Le he dado una dosis pequeña.
Valentina apagó el ordenador y lo cerró.
—Eres idiota —dijo, levantándose—. No puedes decidir por los demás. Y con esas cejas estás ridícula.
—Ni siquiera lo conoces —replicó Julia, pero la otra ya había salido de la habitación. La oyó caminar por el piso, salir por la puerta y bajar la escalera—. Vale. Tú haz lo que quieras. Pero ya verás.