—Hay que buscarte un médico —sentenció Julia.
Valentina asintió con la cabeza; al respirar emitía un silbido.
Pero una cosa era decirlo y otra, hacerlo. Las gemelas no tenían ni idea de las complejidades de la Seguridad Social británica. Robert trató de disimular su exasperación mientras las ponía al día.
—No podéis presentaros allí y esperar que se ocupen de vuestro problema —le dijo a Valentina cuando las gemelas lo abordaron en la puerta de su piso. Llevaba en la mano un montón de cartas, que agitó para enfatizar sus palabras—. Tenéis que averiguar qué médicos de cabecera aceptan nuevos pacientes, llamarlos para concertar una cita y presentar una solicitud. Luego tendréis que rellenar un montón de formularios y entregar vuestro historial médico. Y entonces, y sólo entonces, podréis pedir hora.
Valentina fue a decir algo, pero la tos se lo impidió.
Julia amenazó con un dedo a Robert, como si él hubiera inventado aquel sistema de asistencia sanitaria.
—Ni hablar —espetó—. Ratoncita necesita un médico ahora mismo.
—Entonces id a urgencias del hospital Whittington.
Y al final eso hicieron. Robert las acompañó.
El hospital Whittington es un edificio deslavazado, situado justo al pie de Highgate Hill, frente a Waterlow Park. Fueron hasta allí a pie. Soplaba un viento primaveral, húmedo y fuerte, y para cuando llegaron Valentina respiraba dando hondas bocanadas que le encogían el estómago.
Tras unas preguntas y una breve espera, una enfermera paquistaní se llevó rápidamente a la paciente. Julia y Robert oyeron que intentaba tranquilizarla mientras la acompañaba hacia las puertas batientes que separaban la sala de espera del servicio de urgencias. Tras el mostrador de recepción había un hombre blanco de mediana edad, de mejillas flácidas, que se dispuso a rellenar los formularios.
—¿Alergias?
—Tetraciclina, moho, soja —respondió Julia.
—¿Enfermedades?
—Bueno —dijo Julia—, tiene situs inversus. —El recepcionista, que hasta ese momento parecía muy aburrido, levantó la cabeza, miró a la joven y arqueó las cejas en gesto de curiosidad—. Somos gemelas especulares, y ella tiene casi todos los órganos invertidos Tiene el corazón aquí —se puso una mano en el pecho, justo a la derecha del esternón—, y el hígado, los riñones y todo lo demás al revés que yo.
El hombre pensó un momento y se puso a teclear a toda velocidad.
—No lo sabía —comentó Robert.
—Pues ahora ya lo sabes —replicó ella con leve irritación—. En realidad no tiene mucha importancia, a menos que seas el médico de Valentina.
—Me refiero a eso de que sois gemelas especulares. Creía que erais gemelas idénticas. Es decir, las gemelas especulares ¿no tendrían que ser más… opuestas?
—Somos casi simétricas —explicó Julia encogiéndose de hombros—, por eso en la cara no se nos nota mucho. Se ve mejor si nos miras la raya del pelo, o los lunares, o un par de radiografías; entonces sí te darías cuenta, porque ella lo tiene todo al revés. —Dirigiéndose de nuevo al recepcionista, añadió—: Tiene prolapso asimétrico no flotante de la válvula mitral.
—¿Qué significa eso? —preguntó Robert.
—Una malformación en una válvula cardiaca. Por eso me preocupa tanto que respire así. Podría sobrecargarle el corazón, y entonces sí que tendríamos problemas.
—¡No puedo creer que llevéis casi tres meses en Londres y no hayáis buscado un médico! —De pronto Robert estaba nerviosísimo, y habló con brusquedad.
—Pensábamos buscarlo, pero íbamos aplazándolo porque no sabíamos adónde acudir. No es que no lo hayamos pensado.
Julia sabía que su razonamiento no era el adecuado, y eso la puso de mal humor. Cuando terminó el papeleo, se sentaron de nuevo en la sala de espera.
El diagnóstico fue bronquitis. Volvieron a casa en taxi; Valentina iba arrimada a su hermana, tosiendo. En el vestíbulo de Vautravers, las chicas empezaron a subir la escalera y Robert trató de seguirlas.
—No —dijo Julia—. Estamos bien, gracias. —Se volvió con brusquedad.
—Pero necesita…
—Yo me ocupo de ella. Es cosa mía.
Él vio que Valentina ascendía despacio la escalera, deteniéndose en cada escalón.
—Podría ir a buscar las medicinas que le han recetado —propuso.
Julia lo pensó. Eso tal vez resultara útil, porque para ir a Boots había que coger el autobús.
—Vale. Toma. —Le entregó la receta como si estuviera haciéndole un favor, y no al revés.
Él salió por la puerta, muy decidido. «Yo me ocupo de ella, no tú», pensó Julia. Siguió a Valentina hasta el piso. Llenó la botella de agua caliente antes de quitarse el abrigo y fue al dormitorio, donde su hermana se desnudaba lentamente.
—¿Dónde está Robert? —preguntó Valentina, como si no hubiera oído su conversación.
—Ha ido a Boots.
La enferma se acostó sin hacer comentarios. Julia le dio la botella de agua caliente, puso en marcha el vaporizador, fue a buscar el libro que estaba leyendo y preparó té; lo hizo todo con determinación y alegría, tarareando mientras realizaba aquellas pequeñas y reconfortantes tareas. Cuando entró en el dormitorio con el té, encontró a la gatita acurrucada cerca de la cabeza de su hermana, que ya dormía. El animalito estiró una pata y la apoyó con gesto protector en el hombro de Valentina al tiempo que miraba a Julia con recelo. «¿Tú también? —pensó la muchacha—. Todos queremos ser la persona más importante para ella». Dejó la bandeja del té en la mesilla de noche y se preguntó: «Si yo me pusiera enferma, ¿se afanarían todos por cuidarme?». Ese pensamiento la disgustó. Ella nunca enfermaba, de manera que la cuestión era gratuita. Al respirar, Valentina producía una vibración con la garganta. Julia se sentó en la repisa de la ventana con una taza de té, con lo cual obligó a Elspeth, que llevaba un buen rato allí, a levantarse y ponerse de pie junto a la cama, mordiéndose el pulgar, preocupada. Fue un día angustiante para todos: humanos, gatos y fantasmas.
Edie estaba sentada a la mesa del comedor, tomando café, con el teléfono junto al codo; en realidad no miraba el aparato: sólo lo tenía cerca porque sonaría al cabo de unos minutos. Apareció Jack con el Sunday Times y empezó a separarlo y formar dos montones. Ella estiró una mano y su marido le dio la sección de negocios. Edie la abrió y pasó un dedo por índices bursátiles, chascando la lengua. Sonó el teléfono. La mujer bebió un sorbo de café, como si no tuviera prisa, y dejó que el timbre sonara tres veces. Jack fue al dormitorio, donde había otro aparato.
—¿Mamá?
—Hola, Julia —dijo Edie.
—¿Valentina? —preguntó Jack.
—Hola, papá. —Trató de hablar con normalidad, pero el esfuerzo le provocó un acceso de tos.
—Dios mío —se alarmó la madre—. Esa tos no me gusta nada.
—Sólo es bronquitis —aseguró Julia—. Hemos ido al médico.
—Hoy me encuentro mejor —añadió Valentina.
Dejó el auricular y fue al cuarto de baño a toser. Su hermana se la imaginó de pie, doblada por la cintura, con los codos en el lavabo y tapándose la boca con una mano para que no se la oyera.
—¿Te han recetado antibióticos? ¿Te tomas el mucolítico que te dio el doctor Brooks?
Edie y Julia iniciaron una pausada y detallada discusión sobre todo lo que podían y debían hacer para combatir la bronquitis de Valentina. Al final, ésta volvió a ponerse al teléfono.
—Hemos conocido a Robert Fanshaw —anunció, básicamente para cambiar de tema.
—Por fin —intervino Jack—. ¿Dónde se había metido?
—Nos está ayudando a inscribirnos en la Seguridad Social —explicó Julia.
—Ah, ¿sí? —dijo Edie—. ¿Cómo es?
—Depresivo —respondió Julia—. Raro y algo misterioso. Si tuviera nuestra edad, seguramente sería un gótico e iría lleno de piercings y tatuajes.
—No —la contradijo Valentina—. Es simpático. Un poco tímido, y se nota que echa de menos a Elspeth. Lleva unas gafas pequeñas, como John Lennon. —Quería añadir cosas, pero se vio obligada a dejar el teléfono para toser.
—Valentina se ha enamorado de él —informó Julia entonces. Su hermana se pasó un dedo horizontal por la garganta. «¡Cállate, Julia!».
—Debe de ser un poco mayor para ella. Tiene nuestra edad, ¿no? —observó Jack.
—Creo que es más joven. Treinta y tantos, quizá.
Valentina volvió a ponerse al aparato.
—No me he enamorado de él. Pero es simpático.
«Vaya», pensó Edie, pero sabía que era mejor no decir nada. Cambiaron de tema y hablaron del tiempo, de cine, de política.
—Ahora se obsesionarán. ¿Por qué les has dicho eso? —protestó Valentina, enojada, cuando hubieron colgado.
—Así no pensarán tanto en tu enfermedad.
—Pero no es verdad.
Julia soltó una risita.
Edie y Jack colgaron al mismo tiempo y se encontraron en el pasillo.
—No pongas esa cara —la animó él—. Dice que no es nada.
—Pues por eso precisamente me preocupo —replicó ella con un resoplido.
—A mí no me ha parecido que esté muy mal —añadió él, rodeándola con un brazo.
—Quizá deberíamos ir a verlas. No entraríamos en el piso, pero estaríamos en Londres. Podríamos alquilar un apartamento cerca… —Edie se acurrucó contra él. Le encantaba su corpulencia, lo pequeña que se sentía a su lado. Era muy reconfortante.
Él le acarició la cabeza.
—¿Cómo te sentirías tú si tu madre te siguiera hasta el otro lado del océano y se instalara en la calle de enfrente?
—Era diferente.
—Se las arreglan bien. Déjalas tranquilas.
Ella negó con la cabeza, pero sonrió.
«Así me gusta, sonríe y sé mi Edie: me basta con eso», pensó él, y le dio un beso en la coronilla.
—Todo irá bien.
Robert y Jessica tomaban el té en el despacho del piso de arriba, en las oficinas del cementerio. Ella lo miró con decisión, y él se preparó para uno de sus sermones. Suponía que la charla trataría sobre «no dejar que los turistas se entretengan demasiado haciendo vídeos interminables», o quizá incluso sobre «no pasear con las manos metidas en los bolsillos porque queda indecoroso», pero esa vez Jessica lo sorprendió.
—¿No crees que es un poco joven para ti? —preguntó.
—¿Un poco?
—Exageradamente joven para ti.
—Es posible —admitió Robert—. ¿Qué edad se considera demasiado joven?
—No se trata de la edad, porque he conocido a muchas personas de veintiún años muy maduras; pero parecen jovencísimas. Me recuerdan a mis hijas cuando tenían dieciséis años.
—Eso tiene cierto atractivo, Jessica.
—Ya me entiendes —replicó ella con un gesto de desdén—. Resulta extraño que después de estar con Elspeth, que era una mujer encantadora, tan equilibrada, en absoluto casquivana… No sé, Valentina no te pega mucho.
—Había quien pensaba que yo era demasiado joven para Elspeth.
—¿Yo te dije eso?
—Pues creo que sí. Aquí mismo, en este despacho, si mal no recuerdo.
—Imposible.
—Era nueve años más joven que Elspeth. Pero estoy alcanzándola.
—Ya.
—Tú eres más joven que James.
—James tiene noventa y cuatro años. Yo cumpliré ochenta y cinco en julio.
—No entiendo por qué está socialmente más aceptado que el varón sea mayor.
—Creo que fuisteis los hombres quienes lo organizasteis así.
—Ya. Me parece que nunca has llegado a contarme cómo os conocisteis James y tú.
Jessica vaciló antes de contestar. Robert pensó: «La historia debe de tener miga. Parece que le haya preguntado la talla de sujetador que usa».
—Nos conocimos durante la guerra. Yo era la ayudante de James en Bletchley Park.
—¿En serio? No tenía ni idea. ¿Descifrabais claves?
—Bueno, en realidad nuestro trabajo era más… administrativo. —Jessica frunció los labios, como si hubiera hablado más de lo que consideraba necesario.
—Creía que estudiabais Derecho.
—Uno puede hacer muchas cosas a lo largo de la vida. También jugaba al tenis y crié tres hijos. Hay tiempo para toda clase de aventuras.
—Y salvasteis el cementerio.
—No lo hicimos solos, como bien sabes. Nos ayudó mucha gente: Molly, Catherine, Edward… Aunque nunca recibes suficiente ayuda para todas las cosas que hay que hacer, desde luego. Por cierto, ¿te importaría llevarte estos sobres cuando te vayas a casa y dejarlos en los buzones de Anthony y Lacey? Así nos ahorraremos los sellos.
—Claro.
—La verdad es que me canso sólo de pensar en todas las cartas que debo escribir —suspiró Jessica. Dejó su taza en la mesa y le tendió las manos—. Anda, ayuda a la abuelita a levantarse de la silla.
Robert pasó la tarde sentado en el mausoleo Strathcona, junto al acceso al cementerio Este, expendiendo entradas y mirando cómo los jardineros podaban los árboles. Era un día de poco trabajo, y tuvo tiempo para preguntarse si Jessica estaría en lo cierto. Quizá Valentina fuera demasiado joven para él. Quizá debería dejarla en paz y seguir lamentando la muerte de Elspeth. Y no es que hubiera dejado de lamentarla; pensar en ella le causaba un profundo dolor. Pero debía admitir que ya no la recordaba tan a menudo como antes, y que la llegada de las gemelas había coincidido con el debilitamiento de la presencia de Elspeth en cada uno de sus pensamientos. Estaba avergonzado, como un centinela que hubiera abandonado una torre de vigilancia al enemigo. Sin embargo, a Elspeth no le habría gustado que se pasara el resto de la vida llorando su muerte, ¿no? No habían hablado de ello, pero Robert se sentía mal tanto si se entregaba al recuerdo de Elspeth como si permitía que Valentina se colara en los ensueños que antes protagonizaba aquélla. Vivía en un estado de remordimiento continuo. Resultaba tan desconcertante como placentero.
Una mañana temprano, Robert encontró a Valentina sentada en el jardín trasero con un termo de té. Entró por la puerta verde y no advirtió su presencia hasta que ella lo saludó.
—Buenos días.
—¡Dios! —exclamó él, retrocediendo bruscamente y casi dañándose un tobillo al tropezar con una lápida—. Buenos días, quiero decir.
Ella estaba sentada en un banco bajo de piedra; llevaba una bata a cuadros e iba descalza.
—¡Ay, lo siento! —se disculpó.
—¿No tienes frío? —Iba a ser un día templado, pero a esa hora todavía hacía fresco.
—Sí, ahora sí. El té ya se ha enfriado.
—¿Por qué no entras?
Ella miró las ventanas del primer piso.
—Julia todavía duerme —contestó.
Y lo siguió por el húmedo musgo. Él le sujetó el portal de su casa. Cuando ella pasó por debajo de su brazo, Robert sintió como si hubiera atrapado un pájaro.
—¿Quieres que te preste un jersey o algo para abrigarte?
—No, gracias. Pero ¿podrías prepararme un poco de té?
Robert encendió el hervidor y fue a cambiarse la ropa, manchada de barro. Cuando volvió, Valentina estaba de pie junto a su escritorio.
—¿Quiénes son estas mujeres? —preguntó.
La pared del despacho estaba cubierta de postales, recortes de revistas, imágenes sacadas de internet y copiadas de libros, todas de mujeres. Estaban colocadas en forma radial, formando un sol cuyos rayos partían del centro de la pared; se distinguían grupitos que parecían representar sistemas solares en una galaxia de mujeres.
—Pues… Mira, ésa es Eleanor Marx, la hija de Karl Marx. Ésa es la esposa de Henry Wood. Ésta es Catherine Dickens…
—¿Todas están enterradas en Highgate?
—Sí, exacto.
—¿Y los hombres?
—Los hombres están allí. —Tenía otra galaxia colgada en la pared adyacente—. Cuando estoy bloqueado prefiero mirar a las mujeres; los hombres, en conjunto, son más adustos.
Valentina encendió la lámpara del escritorio para ver mejor. El hervidor silbó y Robert salió de la habitación. Volvió con el té para Valentina.
—Ese cuadro lo vimos en la Tate —comentó ella, señalando una postal del centro de la pared—. ¿Quién es?
—La Ofelia de Millais. La modelo es Elizabeth Siddal. —Robert notó que se ruborizaba en el preciso instante en que Valentina se volvía hacia él.
—Tienes muchos retratos suyos —comentó ella.
—Era la musa de Dante Gabriel Rossetti. La retrató muchas veces. Era la preferida de los prerrafaelitas. Estoy un poco obsesionado con ella.
—¿Por qué?
—¿Por qué?… Bueno como persona no parece que fuera especialmente atractiva; era más bien enfermiza y desvalida. Quizá porque era hermosa y porque murió joven. —Robert sonrió—. No pongas esa cara; es una obsesión muy leve.
—Se diría que te atraen las jóvenes muertas.
Lo dijo en broma, pero Robert respondió a la defensiva.
—No por el hecho de que estén muertas. Aunque lo inalcanzable siempre resulta atractivo.
—Ah. —«¿Qué habrá querido decir con eso?».
Robert apartó unas pilas de papeles y se sentó en el borde del escritorio. Le ofreció a Valentina la silla giratoria y ella la impulsó hasta dar una vuelta completa con las piernas estiradas, sujetando la taza de té con cuidado. Parecía tan infantil que a Robert le dolía mirarla. «Creo que en estos momentos las jóvenes muertas son el menor de mis problemas».
—No tienes muchos muebles —observó la muchacha.
—No. Este piso es demasiado grande para mí. Y demasiado caro, por cierto.
—Entonces, ¿por qué vives aquí?
—La culpa la tiene Elspeth.
Valentina le sonrió y volvió a hacer girar la silla.
—Lo mismo digo. —Puso un pie en el suelo y detuvo el asiento; luego giró despacio en la dirección opuesta—. ¿Te mudaste porque ella vivía aquí?
—En realidad nos conocimos en el jardín delantero. Yo estaba husmeando porque había un letrero de «SE ALQUILA» y buscaba un piso cerca del cementerio; me interesaban esas puertecitas que hay en la tapia del jardín… Estaba anotando el número de teléfono de la inmobiliaria cuando Elspeth salió por la puerta, me dijo que tenía la llave del piso y me preguntó si quería verlo. Como es lógico, contesté «Sí, por favor», porque en efecto quería verlo. Y ella me lo enseñó. Enseguida comprendí que era demasiado grande, pero no hay nada como una mujer atractiva en un piso vacío… —Robert, enfrascado en su relato, se olvidó de Valentina—. Al final acabé mudándome aquí. Aunque he de reconocer que era tan burro que tardé años en entender que ella me había conquistado a mí, y no al revés. Yo era muy joven.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
Robert lo calculó.
—Casi trece años.
—Ah. —«Entonces nosotras teníamos ocho años». De pronto se le ocurrió una idea—. ¿Por qué no vivíais juntos? No sé, estos apartamentos son enormes; parece absurdo que dos personas solteras vivan en dos pisos gigantescos. Y tú tampoco tienes demasiadas cosas.
—No, ¿verdad? —Robert posó la mirada en las rodillas de Valentina—. Elspeth no quería. Había vivido con otra persona antes y no le había gustado la experiencia. Creo que al final, cuando yo me ocupaba de ella constantemente, cambió de opinión; supongo que comprendió que podría haber funcionado, que podríamos haber vivido juntos. Soy bastante independiente, como ella. Le gustaba estar sola y saber que yo estaba cerca por si me necesitaba.
—Nuestra madre también es así.
—¿En serio?
—Me da la impresión de que papá vive desconcertado. No sé, a veces parece que mamá sólo esté de visita, se muestra muy distante, y de pronto se vuelve muy graciosa y está más presente, ¿me explico? —Valentina le lanzó una mirada escrutadora—. ¿Elspeth era así?
Robert hizo una pausa para descifrar la sintaxis de la chica.
—Sí —contestó—. A veces parecía distante, aunque estuviera aquí mismo. —Recordó que Elspeth, después de hacer el amor, parecía olvidarse de él, incluso mientras todavía estaba cubierto de sudor, derrumbado sobre ella.
—Sí, exacto ¿Daba órdenes a todo el mundo? Nuestra madre siempre se ocupa de todo.
—Hum. Supongo que sí, pero a mí ya me conviene que me den órdenes. Provengo de una familia matriarcal; pasé la infancia recibiendo órdenes de mujeres. —Sonrió antes de agregar—: En vuestro caso, me da la impresión de que Julia lleva la voz cantante.
—No me gusta. —Valentina hizo una mueca—. No me gusta mandar ni que me manden.
—Eso suena razonable.
—¿Qué hora es? —Se incorporó y dejó la taza en el escritorio; de pronto parecía angustiada. Robert consultó su reloj—. Las siete y media.
—¿Las siete y media? Tengo que irme. —Se levantó.
—Espera. ¿Qué pasa? —Bajó de la mesa y se quedó de pie frente a ella.
—Julia se asustará si despierta y no me encuentra.
Robert vaciló. «Volverá. Deja que se vaya». Se sintió terriblemente solo incluso antes de que la joven se diera la vuelta para marcharse. La siguió hasta la puerta trasera. Ella apoyó una mano en el picaporte. Ambos se sentían incómodos.
—¿Te apetece cenar conmigo un día de éstos? —preguntó él.
—Sí.
—¿El sábado?
—Vale. —Se quedó allí, esperando.
En ese momento a Robert se le ocurrió besarla y obedeció a su impulso. El beso lo sorprendió, porque hacía mucho tiempo que no besaba a nadie que no fuera Elspeth. Por su parte, Valentina se sorprendió porque casi nunca había besado así; para ella, los besos siempre habían sido algo más teórico que físico. Después, la muchacha permaneció quieta, con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y la cabeza hacia atrás. Robert pensó: «Va a destrozarme el corazón, y yo voy a dejar que lo haga». Valentina salió del piso y subió la escalera con sigilo. Robert oyó el pestillo de su puerta. Se quedó allí plantado, tratando de dilucidar qué había pasado. Finalmente se rindió a un desconcierto vertiginoso.
El sábado siguiente, por la noche, Robert se presentó en la puerta de las gemelas vestido de traje.
—Vámonos —dijo Valentina, escabullándose.
Robert vislumbró a Julia en los espejos del recibidor, de pie, con cara triste en la penumbra. Fue a decirle adiós con la mano, pero Valentina ya corría escaleras abajo, así que la siguió. Miró hacia arriba en el preciso instante en que Julia asomaba la cabeza al rellano. La joven lo miró ceñuda y cerró la puerta.
Robert había pedido un taxi.
—A Andrew Edmunds, en el Soho —le dijo al conductor.
Recorrieron Highgate Village y Kentish Town. Robert observó a Valentina y vio que iba vestida con ropa de Elspeth: un vestido de terciopelo negro y un chal blanco de cachemira que le trajeron recuerdos de otras noches, de años atrás. Hasta los zapatos eran de Elspeth. «¿Qué pretenderá decirme con este atuendo?». Entonces cayó en la cuenta de que quizá Valentina no había traído ropa de vestir de Estados Unidos. Pensó, con cierto disgusto, que con el dinero de la herencia las gemelas podían comprarse ropa nueva. Con los vestidos de Elspeth, Valentina parecía mayor, como si hubiera adoptado trocitos de su tía. Ella miraba por la ventanilla y comentó:
—Nunca sé dónde estoy.
—Candem Town —dijo Robert, atisbando más allá de ella.
—Todo se parece —comentó la joven con un suspiro—. Y es tan grande…
—¿No te gusta Londres?
Ella negó con la cabeza.
—Quiero que me guste. Pero aquí no me siento en casa.
A Robert no se le había ocurrido pensar que Valentina no fuera a quedarse en Londres una vez transcurriera el año preceptivo; de pronto sintió una urgencia, una necesidad de convencerla de las ventajas que ofrecía la ciudad.
—Yo no podría vivir en ningún otro sitio. Claro, crecí aquí. Supongo que si me marchara me sentiría un poco descolocado. Todos mis recuerdos están en este lugar.
—Exacto. Eso es lo que me pasa a mí con Chicago.
—¿No eres demasiado joven para tanta nostalgia? —repuso él sonriendo; le hacía gracia su seriedad—. Yo soy un historiador carroza, tengo derecho a estar anquilosado. Pero tú deberías salir y vivir aventuras.
—¿Cuántos años tienes?
—Cumplo treinta y siete dentro de dos semanas. —Se fijó en que ella no lo había contradicho cuando se había definido como viejo.
—Tendremos que organizar una fiesta —señaló Valentina sonriendo.
Al principio Robert pensó que se refería a todos; luego comprendió que estaba hablando de ella y su hermana. Imaginó cuál sería la reacción de Julia.
—Creo que organizaremos una merienda en el cementerio; ¿por qué no venís? Así conoceréis a todo el mundo.
—Vale —aceptó Valentina, sonriente—. Nunca me habían invitado a una fiesta de cumpleaños en un cementerio.
—Bueno, no será una fiesta, sólo una merienda algo más elaborada de lo normal. No habrá regalos ni nada de eso.
Empezaron a intercambiar historias sobre cumpleaños:
—Fuimos al circo por primera vez…
—Acabé en el hospital y tuvieron que hacerme un lavado de estómago…
—Julia estaba furiosa…
—Mi padre se presentó por la mañana, y yo no lo conocía…
—¿Que has dicho?
Robert se interrumpió; no estaba seguro de querer contarle esa historia a Valentina tan pronto. Siempre se le olvidaba que apenas se conocían.
—Bueno… verás, en realidad mis padres no estaban casados. De hecho, mi padre tenía otra familia en Birmingham. Era su familia legal, todavía lo es, y ellos no saben nada de mi madre ni de mí. No conocí a mi padre hasta el día que cumplí cinco años. Se presentó con su Lamborghini y nos llevó a pasar el día a Brighton. Fue la primera vez que vi el mar.
—Qué raro. ¿Por qué esperó tanto tiempo?
—Es muy egocéntrico y no le gustan los niños. No deja de resultar curioso, porque tengo cinco hermanastras. Mi madre dice que se decidió a conocerme cuando ella, por fin, le pidió dinero. Después de ese día, venía de vez en cuando y nos traía regalos inútiles… Es un tipo muy gracioso, aunque no se puede contar con él para nada. Cuando era pequeño, me preocupaba que mi padre me separara de mi madre y no volviera a verla nunca.
Valentina lo miró. «¿Lo dice en broma?». No lo parecía. El taxi se detuvo delante del restaurante. La joven había imaginado que sería grande, tranquilo y con muebles bien tapizados, pero se encontró en una sala diminuta y abarrotada, con madera ennegrecida por los años y techos bajos. Tuvo la extraña sensación de ser demasiado grande. «Esto es el Londres de verdad, y aquí es donde comen los londinenses». La invadió un torbellino de emociones: triunfo porque al fin era algo más que una turista; satisfacción porque ella estaba allí y Julia no; incapacidad para la tarea de conversar con Robert. «¿Qué se le dice a una persona cuando te cuenta que temía que su padre lo raptara? ¿Qué le diría Julia?».
—¿Por qué iba a hacer una cosa así? —preguntó cuando se sentaron a una mesita apretujada entre un bullicioso grupo de gente de la City y un agente literario que intentaba convencer a un editor.
—¿Perdón? —replicó Robert mirándola por encima del menú.
—Tu padre. ¿No dices que…?
—Ah, vale. Ahora sé que habría sido incapaz, pero él siempre bromeaba sobre eso: se alegraba de lo bien que lo pasábamos él y yo solos, y decía que iba a llevarme con él al norte… para mí era como un duende. Le tuve mucho miedo hasta que fui adolescente.
Valentina lo miró con los ojos muy abiertos y a continuación se refugió en el menú, porque no sabía qué decir. «Y lo cuenta como si tal cosa. Supongo que, por muy rara que sea tu familia, nunca te sorprende». Tenía la sensación —que empezaba a resultarle muy familiar— de ser ridículamente joven y muy del Medio Oeste norteamericano.
«He ido demasiado deprisa», comprendió Robert.
—¿Te apetece una copa de vino? ¿Qué vas a pedir? —dijo.
Empezaron a charlar a trompicones, aderezando la conversación con su afición compartida a los Monty Python, anécdotas sobre el cementerio, travesuras de Gatita y elogios para la sopa de hinojo. Al final de la cena volvían a sentirse cómodos el uno con el otro, o como mínimo, menos incómodos que hasta entonces.
A Julia, sola en el piso, la noche se le hizo muy larga. Se planteó subir a visitar a Martin, pero estaba enfadada porque la habían dejado sola, y decidida a pasar la noche más triste posible. Se alegró de que el televisor siguiera estropeado.
Se calentó una sopa de tomate, se sentó en el comedor y se la tomó mientras leía un ejemplar antiguo de La suerte de Jim que había en el despacho de Elspeth. Ésta la observaba, sentada enfrente de ella.
«Pobre de ti si derramas la sopa sobre ese libro. Es una primera edición firmada». Elspeth comprendió que debería haber dejado instrucciones más detalladas para las gemelas. Pese a que no eran deliberadamente destructivas, trataban las pertenencias de Elspeth con un descuido exasperante: leían ediciones raras de Tristram Shandy y Villette en la bañera y se llevaban los folletines de Daniel Defoe en el bolso para leerlos en el metro. Elspeth estaba deseando arrancarle el libro de las manos a Julia. «Pero ¿por qué me molesta? Es un libro, lo está leyendo, no debería importarme. Tampoco debería importarme que Valentina se haya puesto mi ropa y que esté cenando con Robert, pero me importa, y mucho». Julia se terminó la sopa, cerró el libro, recogió los platos y los lavó. Jugó con Gatita hasta que el animal se cansó y se fue a dormir al vestidor. Entonces la muchacha se tumbó en el sofá del salón y se quedó mirando el techo. Cuando no pudo soportarlo más fue a encender el ordenador. Consiguió matar un par de horas escribiendo correos electrónicos a varias amigas del instituto con las que no se comunicaba desde hacía tiempo. Elspeth se metió en su cajón, enfurruñada. A las diez, Julia se dio un baño. A las diez y media empezó a pensar que Valentina debía de estar a punto de llegar. A medianoche llamó tres veces por teléfono a su hermana y empezó a entrarle pánico. Elspeth, viendo a Julia pasearse arriba y abajo, tuvo una premonición de… ¿de qué? «Problemas. Peligro». Era insoportable: el pasado se repetía con desconcertantes variaciones. Elspeth imaginó todos los lugares a donde Robert podía haber llevado a Valentina: sus bares favoritos, sus paseos preferidos… «Vuelve a casa, ven aquí, donde pueda vigilarte». Julia se acostó, pero la rabia que la embargaba le impidió conciliar el sueño. Elspeth se sentó en la repisa de la ventana. Ambas siguieron esperando.
—¿Te apetece dar un paseo por South Bank? —propuso Robert. Había pagado la cuenta y se disponían a salir del restaurante.
Valentina titubeó. Pensó en los zapatos que llevaba, que eran puntiagudos, de tacón alto y le iban grandes.
—Claro —contestó.
Fueron en taxi hasta Westminster Bridge. Sus pasos resonaron extrañamente en las calles. Oyeron risas al otro lado del río. Valentina nunca había estado en Westminster por la noche. «Es mucho más bonito sin tanta gente». Robert la guió por el puente, y luego bajaron unos escalones. Se quedaron juntos ante la barandilla, contemplando el Támesis y el Parlamento. Había una luna anaranjada, baja, suspendida justo por encima del Big Ben. Robert rodeó a Valentina con un brazo y ella se puso tensa. Permanecieron unos minutos así, cada uno preguntándose qué estaría pensando el otro.
—¿Damos un paseo? —sugirió él finalmente—. Debes de tener frío.
—Sí, un poco —admitió ella.
Subieron los escalones. Aliviada, Valentina echó a andar. No estaba segura de cuál era el protocolo; suponía que él la besaría, pero ¿esperaba algo más de ella? ¿Imaginaba que se iría a casa con él? ¿Se daba cuenta de que eso era imposible? «¿Qué hora es?». Julia se enfadaría si no volvía pronto. «De hecho ya está enfadada, pero se pondrá furiosa…». Trató de ver la hora en el reloj de Robert sin que él se diera cuenta. Entonces recordó dónde estaba y volvió la cabeza hacia el Big Ben. Era casi medianoche. Siguieron caminando más allá de Waterloo Bridge y Blackfriars Bridge. A Valentina le ardían los pies. Él iba hablando de una exposición que había visto en la Tate Modern. Ella miraba con anhelo cada banco que dejaban atrás. Cuando ya estaban cerca del London Bridge, Valentina propuso:
—¿Nos sentamos?
—Uy, lo siento —dijo él—. No me acordaba de tus zapatos.
La muchacha se dejó caer en un banco y se descalzó. Movió los dedos de los pies e hizo girar los tobillos. Robert se agachó y recogió el calzado. Se sentó a su lado, con una mano dentro de cada zapato, que estaban calientes y un poco húmedos.
—Tus pobres pies… —se lamentó.
—Es que esos zapatos no son míos —explicó ella.
—Ya lo sé. —Puso los zapatos de Elspeth encima del banco—. Ven —dijo tendiéndole ambas manos—. Dame tus pies.
Valentina no parecía convencida, pero obedeció. Él la ayudó a darse la vuelta y a apoyarse en los codos, con los pies sobre su regazo.
—¿Puedes quitarte las medias?
—Vale, pero no mires.
Robert empezó a masajearle los pies. Al principio ella lo miraba, pero al poco rato dejó caer la cabeza hacia atrás, de modo que él sólo alcanzaba a verle el largo cuello y la barbilla, pequeña y puntiaguda. Robert se dedicó por completo a los pies de Valentina; tenía la impresión de haber alcanzado un nuevo nivel de libertinaje por hacerle eso a una chica en un lugar público. «¿Será motivo suficiente para que te detengan?». Dejó de pensar. El mundo se redujo a su banco, los pies de Valentina, sus manos.
La joven levantó la cabeza. Se sentía mareada y profundamente relajada. Robert se inclinó y le besó los empeines.
—Ya está —anunció.
—Dios mío —repuso ella—. Me parece que no puedo caminar.
—Te llevaré en brazos —propuso él, y así lo hizo.
Eran casi las dos de la madrugada cuando Julia y Elspeth oyeron pasos por la escalera. La chica saltó de la cama, sin saber si era mejor salir al encuentro de su hermana o esperarla. Elspeth voló hasta el recibidor y vio que la puerta se abría poco a poco; vio que Robert llevaba a Valentina en brazos; vio que ella se tambaleaba un poco, con un zapato en cada mano, y supo, como si lo hubiera presenciado, qué había pasado entre la pareja. Valentina se quedó quieta escudriñando el piso en penumbra. Se volvió hacia Robert y le hizo una seña con la mano. Él, sonriente, la saludó con una cabezada, le devolvió las medias y bajó por la escalera. Valentina entró y cerró la puerta. Fue hasta el dormitorio sin hacer el menor ruido.
Elspeth permaneció en el recibidor. No estaba de humor para presenciar la pelea que las gemelas estaban a punto de protagonizar. «Ya conozco todo eso, lo he hecho antes». Quería salir del piso, estar a solas, aclararse. Quería ir a buscar a Robert y suplicarle. «Pero ¿qué voy a pedirle? ¿Qué le digo?». Le habría gustado tomarse una copa de algo fuerte, llorar largo y tendido en el cuarto de baño. Le habría gustado caminar hasta cansarse lo suficiente para poder dormir. Fue a su despacho y contempló el jardín delantero, bañado por el claro de luna. «Deja que me vaya —le rogó a lo que la retenía allí, fuera lo que fuese—. Quiero morirme ya, por favor; morirme de verdad y desaparecer. —Esperó, pero no hubo respuesta—. Por favor, Dios, o quienquiera que seas, déjame ir». Contempló el jardín, el cielo. No pasó nada. Entonces comprendió que nadie la escuchaba. Lo que pudiera ocurrirle dependía únicamente de ella.
Valentina entró con sigilo en el dormitorio; todavía llevaba los zapatos y las medias en las manos. Julia estaba sentada en la cama, en pijama, con los pies colgando. Cuando entró su hermana, se volvió y le preguntó:
—¿Sabes qué hora es?
—No.
—Casi las dos de la madrugada.
—Ah.
Julia saltó de la cama. Valentina pensó: «Si intenta pegarme, puedo defenderme con los zapatos». Se quedaron frente a frente; ambas se resistían a pronunciar las palabras que venían a continuación y que provocarían la discusión. «Deberíamos acostarnos y punto», pensó Julia, pero no pudo evitar decir:
—¿Eso es lo único que se te ocurre decir? ¿«Ah»? —Imitó la fingida inocencia de Valentina. «Ah, ah, ah».
—No tengo una hora límite para volver a casa —replicó la otra encogiéndose de hombros—. Y aunque fueras mi madre, ya he cumplido los veintiuno. —«Así que, ¿qué vas hacer, eh, Julia?».
—Es simple cuestión de cortesía que me digas a qué hora piensas volver, para que no me preocupe. —«Soy más que mamá. No puedes largarte tú sola».
—Eso no es problema mío. Sabías dónde estaba y con quién estaba. —«No te pertenezco».
—Saliste a cenar. ¡Una cena no dura hasta las dos de la madrugada! —«¿Qué has estado haciendo durante siete horas?».
—¡Tenía una cita, y nada de esto es asunto tuyo! —«¡Déjame en paz!».
—¡Claro que lo es! ¿Qué quieres decir? —«Nosotras no tenemos secretos».
—¿No crees que ya va siendo hora de que cada una lleve su propia vida? —«Por Dios, Julia, déjame en paz».
—¡Ya la tenemos! Tenemos cada una nuestra propia vida, juntas.
—¡No me refiero a eso! —Valentina lanzó los zapatos, y éstos rebotaron, inofensivos, en la moqueta—. Ya sabes qué quiero decir: exijo tener mi propia vida. ¡Exijo intimidad! Estoy harta de ser media persona. —Rompió a llorar. Julia se acercó a ella y Valentina le gritó—: ¡No me toques! ¡No me…! —Y salió corriendo de la habitación.
Julia se quedó con los brazos colgando a los costados y los ojos cerrados. «Mañana se le habrá pasado. Será como si no hubiese ocurrido nada». Se metió en la cama y permaneció allí tumbada, acechando los ruidos de Valentina por el piso. Al final se durmió y soñó que estaba arriba, en casa de Martin, deambulando sola por los interminables senderos entre las montañas de cajas.
Valentina se acostó en el otro dormitorio. Las sábanas estaban frías y húmedas, y se sintió extrañamente sofisticada durmiendo en ropa interior. «No recuerdo haber dormido sola jamás». Estaba demasiado exaltada para conciliar el sueño. La pelea con Julia ocupaba su pensamiento; la velada con Robert parecía un suceso de semanas atrás, un tenue y placentero interludio en la batalla real. Se sentía racional y victoriosa: «He ganado —pensó—. He dicho exactamente lo que quería decir, ella estaba equivocada y sabía que yo tenía razón. A partir de ahora, las cosas van a cambiar».
Por la mañana, tímidas, se encontraron en la cocina. Prepararon huevos revueltos y tostadas, y desayunaron juntas a la fría luz del comedor, sin hablar mucho. Todo volvió a la normalidad entre ellas, pero sin duda las cosas habían cambiado.