Postman’s Park

La mañana siguiente amaneció extrañamente templada, uno de esos días que inducen a la gente a decir: «calentamiento global» y sonreír con aire de arrepentimiento. Robert despertó temprano, con el sonido de campanas de iglesia, y pensó: «Un día perfecto para ir de picnic a Postman’s Park».

Se armó de valor, subió al piso de arriba e invitó a las gemelas. Antes del mediodía ya había metido los sándwiches, las botellas de agua, unas manzanas y una botella de Pinot Blanc en una vieja cesta de picnic que había pedido prestada a Jessica y James. Decidió que irían en autobús, en parte por la fobia de Valentina al metro, y en parte porque pensaba que les convenía conocer la red de autobuses. Cuando llegaron ante las modestas puertas del parque, los tres tenían hambre, y además las gemelas estaban desorientadas. Robert entró en el recinto con la cesta y la puso en un banco.

Voilà —dijo—. Postman s Park.

No les había explicado adónde iban; ellas habían imaginado algo parecido a St. James’s o Regent’s Park, y se quedaron de pie mirando alrededor, perplejas. El parque ocupaba un estrecho espacio entre una iglesia y unos edificios sin nada de particular. Estaba limpio, sombreado y no había gente. Una fuente diminuta, ocho bancos de madera, unos cuantos árboles y helechos, un pequeño cobertizo en un extremo y algunas lápidas apoyadas contra los edificios.

—¿Es un cementerio? —preguntó Julia.

—Sí, un antiguo camposanto.

Valentina estaba desconcertada, pero no dijo nada. El parque le parecía anodino, y no entendía por qué Robert se había empeñado en llevarlas allí.

—¿Por qué se llama Postman’s Park? No veo a ningún cartero —dijo Julia.

—La antigua oficina de correos estaba cerca. Los carteros venían a comer aquí.

Valentina se acercó a un letrero en la pared de la iglesia, que rezaba: «IGLESIA PARROQUIAL DE ST. BOTOLPH-WITHOU-ALDERSGATE». Miró a Robert, que sonrió y se encogió de hombros. La chica dio uno pasos hacia el cobertizo que se alzaba al fondo del parque.

—Caliente —dijo él.

Julia ya estaba allí, y Valentina se apresuró a reunirse con su hermana. La pared del cobertizo estaba recubierta de bonitos baldosines blancos con inscripciones azules:

«Elizabeth Boxall, de Bethnal Green, 17 años. Murió a causa de las heridas sufridas al tratar de salvar a un niño que montaba un caballo desbocado. 20/6/1888».

«Frederick Alfred Croft, inspector, 31 años. Salvó a una perturbada que pretendía suicidarse en Woolwich Arsenal Station. Pero el tren lo atropelló a él. 11/1/1878».

Las gemelas iban de un lado a otro leyendo las inscripciones. Parecía haber centenares.

«David Selves, de Woolwich, 12 años. Intentó salvar a su amigo que se ahogaba y se hundió abrazado a él. 12/9/1886».

—Estás muy mal, ¿lo sabías? —le dijo Julia a Robert.

Él se ofendió un poco.

—Recuerdan a ciudadanos de a pie que dieron su vida por otros. A mí me parecen hermosas. —Se volvió hacia Valentina, que asintió con la cabeza.

—Son bonitos —convino.

No entendía por qué Julia se mostraba tan mezquina. Esa clase de cosas era precisamente las que ambas encontraban interesantes. Los baldosines tenían algo muy extraño: las inscripciones, sumamente abreviadas, se limitaban a insinuar la desgracia, y sin embargo estaban decoradas con flores y hojas, coronas, anclas. La ornamentación no encajaba con el texto: «ahogado», «quemado», «aplastado», «desplomado».

«Sarah Smith, actriz del teatro Prince. Murió a causa de graves heridas sufridas cuando intentaba apagar con su vestido las llamas que rodeaban a su compañera. 24/1/1863».

Tantas catástrofes anónimas juntas agobiaron a Valentina. Se sentó en el banco y, por si acaso, sacó su aerosol e hizo dos inhalaciones. Julia y Robert la miraban.

—¿Tiene asma? —preguntó Robert.

—Sí. Pero me parece que ahora trata de evitar un ataque de pánico. —Frunció el entrecejo—. ¿Por qué nos has traído aquí?

—Éste era uno de los rincones favoritos de Elspeth. Si ella estuviera aquí para enseñaros la ciudad, os habría traído a este parque. —Echaron a andar hacia Valentina—. ¿Comemos?

Robert repartió la comida y la bebida a las gemelas. Se sentaron los tres en el mismo banco y comieron en silencio.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Robert a Valentina.

—Sí, no te preocupes —contestó ella, mirando a su hermana—. Gracias por traer el almuerzo. Está todo muy bueno. —«Di algo agradable, Julia».

—Sí, buenísimo. ¿De qué son los bocadillos?

—De gambas con mayonesa.

Las gemelas examinaron el interior de los sándwiches.

—Sabe a marisco —comentó Julia.

—Vosotras lo llamaríais sándwich de cóctel de gambas. Aunque nunca he entendido de dónde viene lo de «cóctel».

—Nosotras hemos intentado aprender inglés. La lógica no sirve de nada —explicó Julia con una sonrisa.

—¿Conoces Estados Unidos?

—Sí —respondió Robert—. Elspeth y yo fuimos a Nueva York hace unos años. Y al Gran Cañón.

Las gemelas se extrañaron.

—¿Por qué no nos visitasteis? —preguntó Julia.

—Lo hablamos, pero al final ella decidió que no. Hay cosas que nunca me contó. Tal vez si hubiera sabido que iba a morir… —Se encogió de hombros—. No le gustaba hablar del pasado.

Las gemelas se miraron y, en silencio, acordaron que fuera Valentina quien pidiera el favor.

—Pero tú tienes los papeles, ¿no? Tú lo sabes todo, ¿verdad? —La muchacha dejó el sándwich y aparentó desinterés en la comida.

—Sí, tengo los papeles. Pero no los he leído.

—¿Qué? ¿Cómo es posible? —Julia no pudo disimular su indignación.

«Cállate, Julia. Ya me encargo yo».

—¿No sientes curiosidad?

—Me da miedo —confesó Robert.

—Ah. —Valentina observó a su hermana, que parecía dispuesta a ir corriendo a casa y leer los papeles de Elspeth tanto si a Robert le gustaba como si no—. Mira, hemos pensado… esto… que quizá… ¿Te importaría que los leyéramos? No sé, vivimos en su piso con todas sus cosas y no la conocemos, y no sé, nos interesa. Nos interesa ella.

Robert negó con la cabeza antes de que Valentina terminara de hablar.

—Lo siento. Ya sé que era vuestra tía, y en otras circunstancias te los entregaría todo. Pero Elspeth insistió en que no debía hacerlo. Lo siento.

—Pero ella está muerta —argumentó Julia.

Permanecieron callados. Valentina estaba sentada al lado de Robert y, sin que lo viera Julia, estiró un brazo y le cogió la mano. Él entrelazó sus dedos con los de la joven. Entonces Valentina dijo:

—No pasa nada. Olvida que lo hemos comentado, lo sentimos.

Julia puso los ojos en blanco. El cardenal que tenía en el pómulo parecía más pequeño, porque se lo había cubierto con maquillaje, pero Valentina se sentía fatal al mirarla. Se preguntó si Robert se habría fijado.

—No es una decisión mía —dijo él—. Y como no los he leído, no puedo deciros por qué sería mejor que vosotras no accedierais a esos papeles. Pero Elspeth os quería, y no creo que hubiera sido tan inflexible respecto a eso si no tuviera importancia.

—Vale, vale —replicó Julia—, no importa.

Habían aparecido nubes en el fragmento de cielo que se veía desde el parque, y empezaron a caer unas gotas de lluvia dispersas.

—Será mejor que recojamos —propuso Robert.

El picnic había sido un fracaso, nada parecido al idilio urbano que él había imaginado esa mañana. Cuando salieron del parque en fila, cada uno estaba abatido a su manera. Sin embargo, en el autobús, Valentina se sentó al lado de Robert —Julia se acomodó delante de ellos— y él le ofreció la mano. La muchacha la tomó e hicieron todo el trayecto hasta Highgate en un silencio cargado de sorpresa y satisfacción.