Felicitaciones de cumpleaños

Era 12 de marzo, un sábado gris y encapotado; ese día Marijke cumplía cincuenta y cuatro años. Martin despertó a las seis y se quedó en la cama; oscilaba entre las expectativas optimistas (ella debía de suponer que la llamaría, y seguro que contestaría el teléfono) y el nerviosismo por su felicitación de cumpleaños (un crucigrama desmesuradamente complejo y críptico en que las letras primera y última de cada definición componían múltiples anagramas del nombre de Marijke, y cuya solución era el anagrama de un verso del poema «Una despedida: prohibido el luto» de John Donne). Martin le había dado el crucigrama y su regalo a Robert, quien había prometido enviarlos por correo exprés. Martin había decidido esperar hasta las dos para llamar. En Ámsterdam serían las tres; Marijke ya habría almorzado y estaría relajada disfrutando de la tarde del sábado. Se levantó de la cama e inició su rutina de todas las mañanas; se sentía como un hijo único que espera a que sus padres se levanten el día de Navidad.

Marijke despertó desorientada, bastante tarde; una luz tenue se filtraba por las persianas y se proyectaba sobre su almohada. «Es mi cumpleaños. Langzalze leven, hieperderpiep, hoera». No tenía planes para ese día, aparte de tomar café y pastel con unos amigos esa tarde. Sabía que Martin la llamaría y esperaba que Theo también lo hiciera. A veces a éste se le olvidaba llamar; se diría que cultivaba deliberadamente una capa protectora de olvido. Marijke siempre llamaba a su hijo para recordarle el cumpleaños de Martin. Quizá a él se le ocurriría hacerlo también. Había soñado con su marido, un sueño muy aangename de su antiguo y gezellig piso de St. John’s Wood. Ella estaba lavando los platos, y él se le acercaba por detrás y la besaba en la nuca. «¿Sueño o recuerdo?». Imaginó las manos de él en sus hombros, sus labios acariciándole la nuca. «Hum». Procuraba mantener a raya su imaginación erótica desde que había dejado a Martin. Normalmente lo apartaba de su pensamiento cuando el intentaba colarse, pero esa mañana, por ser su cumpleaños, permitió que su sueño-memoria se desplegara.

El envío llegó a mediodía. Marijke puso el paquete encima de la mesa de la cocina y pasó unos minutos buscando un cúter porque estaba casi completamente cubierto de cinta adhesiva y avisos de FRÁGIL. «Parece que lo envíe un loco. —Sonrió—. Pero es el mío, mi propio loco particular». Hurgó en el embalaje de plástico y extrajo un grueso sobre y una caja rosa. Ésta contenía un par de guantes de piel azul celeste. Se los puso. Le quedaban perfectos y eran suaves como un soplo. Se pasó los dedos por el invisible vello de los brazos. Los guantes disimulaban sus nudillos huesudos y las manchas de la piel. Era como si le hubieran regalado unas manos nuevas.

En el sobre había una carta y un crucigrama, con la solución en una plica. Marijke la abrió directamente; no se le daban bien los crucigramas, y Martin lo sabía. Nunca había logrado resolver las obras de arte que él le dedicaba todos los años, y ambos valoraban esos crucigramas de cumpleaños como lo que eran: una muestra de devoción, el equivalente de los intrincados jerséis que Marijke le tejía por su cumpleaños. Dentro del sobrecito encontró dos estrofas del poema de Donne:

Si ellas son dos, lo son como son dos

gemelos e idénticos compases:

no desea moverse tu alma sujetada

y sólo lo hará si la otra se mueve.

Y aunque en el centro se asiente,

si la otra se decide a rondar lejanías,

va detrás a escucharla, y se inclina

y se yergue en cuanto ella regresa.

Sonrió. Desdobló la carta y en su mano enguantada cayo un paquetito. Para abrirlo tuvo que quitarse los guantes. Al principio creyó que estaba vacío, porque lo sacudió y no salió nada. Introdujo un dedo y tocó dos piezas de perla y metal que tintineaban. Las volvió sobre la palma. «¡Oh! ¡Mis pendientes!». Se los llevó a la ventana. Imaginó a Martin rebuscando en las cajas durante días, excavando en las capas de objetos embalsamados en plástico, sólo para encontrar sus pendientes. Lieve Martin. Apretó las joyas en la mano, cerró los ojos y se permitió añorarlo. «Qué lejos estamos…».

Levantó la cabeza y paseó la mirada por el apartamento, de una sola habitación. Había sido el pajar de una caballeriza del siglo XVII. Tenía un techo inclinado de vigas gruesas, y paredes encaladas. El futón ocupaba un rincón, y en otro estaba colgada su ropa, detrás de una cortina. Había una mesa con dos sillas, una cocina diminuta, una ventana con vistas a una callejuela retorcida, un jarrón con fresias en el alféizar. Y un sillón cómodo y una lámpara. Desde hacía más de un año, esa habitación había sido su guarida, su fortaleza, su refugio, la táctica secreta de su juego del escondite conyugal. Allí de pie, con los pendientes en el puño, su acogedora habitación le pareció un lugar triste. Apartamento: un sitio donde estar aparte. Sacudió la cabeza para pensar en otra cosa y leyó la carta de Martin:

Lieve Marijke:

Feliz cumpleaños, dueña de mi corazón. Me encantaría verte hoy; me encantaría abrazarte. Pero como eso es imposible, te envío unas manos sustitutas para que se deslicen sobre las tuyas, para que se escondan en tus bolsillos mientras paseas por tu ciudad, para que te calienten, para que te recuerden cielos azules (aquí también está gris).

Tu marido, que te quiere,

Martin

«Perfecto», pensó Marijke. Colocó los guantes, los pendientes, el crucigrama y la carta encima de su mesa como si compusieran un bodegón. «Es una lástima que vaya a llamarme y acabe estropeándolo todo».

* * *

De pie en su estudio, con el teléfono en la mano, Martin, vestido de traje y corbata, contenía la respiración y esperaba a que el reloj del ordenador marcara las dos en punto. Cuando llegó ese momento, exhaló y pulsó la tecla 1 del teléfono.

Hallo, Martin.

—Feliz cumpleaños, Marijke.

—Gracias. Muchas gracias.

—¿Te ha llamado Theo?

Ella rió.

—Dudo que esté levantado siquiera. ¿Cómo estás? ¿Qué me cuentas?

—Bien, bien. Todo va bien. —Martin encendió un cigarrillo. Echó un vistazo a la lista de preguntas que había encima de la mesa—. ¿Y tú? ¿Sigues sin fumar?

—Sí, sí. Es asombroso; deberías intentarlo. He recuperado el olfato. Ya no me acordaba de cómo huelen las cosas: el agua, las fresias… Hay muchos olores agradables. Esos guantes que me has enviado huelen al primer día de invierno.

—¿Te gustan?

—Me encantan. Y no puedo creer que hayas encontrado mis pendientes.

—Existe una palabra nueva para eso: rerregalar. Parecía un poco ruin enviarte tus propios pendientes el día de tu cumpleaños, pero como los encontré… —Recordó a Julia poniéndole los pendientes en la mano.

Marijke evocó el motivo por el que Martin le había regalado esos pendientes la primera vez: el nacimiento de Theo.

—Me ha hecho mucha ilusión. Y la carta, y el crucigrama…

—¿Ya lo has resuelto? —bromeó él.

—Ja, me senté y lo resolví de un tirón, en veinte minutos.

Ambos rieron y hubo una pausa relajada.

—¿Cómo vas a celebrar tu cumpleaños? —preguntó él por fin.

—Emma y Lise vendrán a tomar café y pastel. Ya te he hablado de ellas.

—Ah, sí. ¿Y no saldrás a cenar?

—No; me quedaré en casa.

—¿Sola? —Estaba inspirado—. Eso no está bien. Deja que te invite a cenar.

Marijke frunció el entrecejo.

—Martin…

—No, escucha. Lo haremos así: escoge un restaurante, uno que te guste mucho. Haz una reserva, ponte guapa y llévate el móvil. Hablaremos por teléfono, cenarás estupendamente y será casi como si estuviéramos juntos.

—Martin, en esos restaurantes está prohibido utilizar el móvil. Y si cenara sola en un sitio así, tendría la sensación de que todos me miran.

—Yo también cenaré. Estaremos juntos, sólo que en ciudades diferentes.

—Ay, Martin… —Se ablandó—. ¿En qué idioma?

—En el que tú quieras. En holandés. En francés.

—No, no. En algún idioma raro, para que tengamos más intimidad.

—¿En pali?

—Sería una velada muy corta.

Él rió.

—Piénsatelo y dime algo. ¿A qué hora quieres cenar?

—A las ocho y media, de tu hora.

—Vale, aquí estaré. —Pensó que quizá no debería haberle recordado ese detalle—. No olvides cargar el móvil.

—Ya lo sé.

Tot ziens.

Tot straks.

Martin colgó. No se había movido del sitio durante toda la conversación, de pie e inclinado sobre el teléfono de su mesa. Entonces se enderezó, sonriendo; se volvió y se llevó un susto de muerte.

—¡Anda!

Julia estaba en el umbral y su oscura silueta resaltaba contra la penumbra.

—Lo siento. No quería asustarlo.

Martin inclinó la cabeza y cerró los ojos, y esperó a que el ritmo de su corazón se normalizara.

—No pasa nada. ¿Llevas mucho rato ahí? —La miró.

La muchacha entró en la habitación y se convirtió en quien era.

—No, no mucho. ¿Era su mujer?

—Sí.

—¿Le han llegado los guantes?

Martin asintió.

—Ven a la cocina y prepararé té. Sí, le han gustado mucho. Gracias por escogerlos.

Siguió a la joven por el pasillo de cajas que atravesaba el comedor y conducía a la cocina.

—Bueno, en realidad los escogió Valentina. Ella es la que entiende de moda.

Julia se sentó a la mesa y observó a Martin mientras éste preparaba el té. «Vaya, se ha puesto corbata para hablar por teléfono con su mujer». No sabía por qué, pero eso la deprimió un poco.

—Valentina y tú sois como las parejas que llevan mucho tiempo casadas. Lo tenéis todo repartido, los talentos y las tareas. —Martin la miró mientras llenaba el hervidor de agua. Le notaba algo diferente. «¿Qué pasa? Está rara»—. ¿Te han pegado? —La chica tenía un cardenal en el pómulo.

—¿Tiene hielo? —preguntó ella, palpándose el cardenal.

Martin rebuscó en el congelador hasta que encontró una vieja bolsa de guisantes congelados.

—Ten.

La chica sujetó la bolsa contra su mejilla. Él siguió preparando el té. Ninguno de los dos dijo nada hasta que él hubo llenado las tazas.

—¿Barritas de chocolate? —ofreció.

—Sí, gracias.

—¿Quieres que hablemos de ello?

—No. —Julia se quedó mirando su taza de té; su expresión oculta bajo la bolsa congelada—. No lo ha hecho a propósito.

—Aun así.

—¿Cuánto tiempo llevan casados usted y su mujer?

—Veinticinco años.

—¿Y cuánto hace que ella se marchó?

—Un año, dos meses y seis días.

—¿Va a volver?

—No. No va a volver.

Julia apoyó un codo en la mesa e inclinó la cara hacia los guisantes, de modo que miraba a Martin de soslayo.

—¿Y entonces?

—Un segundo.

Martin fue a su estudio para coger el tabaco y un encendedor. Cuando volvió a la cocina ya había pensado la respuesta: —Iré yo a Ámsterdam. —Encendió un cigarrillo y sonrió al imaginar la sorpresa de Marijke.

—Genial. ¿Cuándo?

—Pues… pronto. En cuanto pueda salir de casa. Quizá dentro de un par de semanas.

—Ah. —Julia pareció desilusionada—. O sea, nunca, ¿no?

—Nunca digas nunca jamás.

—Mire, he investigado un poco. Existen medicamentos para el trastorno obsesivo compulsivo. Y también hay terapia de conducta.

—Ya lo sé, Julia —respondió él con delicadeza.

—Pero…

—Parte de la enfermedad consiste en rechazar el tratamiento para la enfermedad.

—Ya.

Julia cogió la bolsa de guisantes con las manos y trató de partir los pedazos grandes. A Martin le pareció que el cardenal se le había oscurecido más, aunque quizá la hinchazón hubiera disminuido. Los guisantes produjeron un crujido que a Martin le resultó desagradable.

—No es problema tuyo, querida. Tarde o temprano iré a Ámsterdam.

—Sí, claro —repuso Julia con una sonrisa. Bebió un sorbo de té y volvió a ponerse los guisantes en la mejilla.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—¿Qué? ¡Ah! Sí, claro. Sólo es una pequeña magulladura.

—¿Sucede a menudo?

—No, no pasaba desde que éramos pequeñas. Antes nos pegábamos, nos mordíamos, nos escupíamos, nos tirábamos del pelo y todo eso, pero con el tiempo nos fuimos sosegando.

—¿No temes volver a tu piso? —preguntó Martin.

—Claro que no —respondió Julia riendo—. Valentina es mi hermana gemela, no un ogro. De hecho, en general es muy tímida.

—Hum. Las personas tímidas pueden sorprenderte.

—Bueno, ella me ha sorprendido.

Martin fumó y se puso a pensar en Marijke. ¿Cómo se vestiría? La imaginó saliendo del taxi, entrando en un restaurante con flores y manteles blancos. Julia pensaba en Valentina, que se había encerrado en el vestidor. Ella se había quedado junto a la puerta, escuchando los sollozos de su hermana, esperando. «Quizá debería volver». Se levantó.

—Voy a ver cómo está.

—Llévale esto. —Martin le acercó el paquete de barritas de chocolate—. Como ofrenda de paz.

—Gracias. ¿Me presta los guisantes? No tenemos cubitos de hielo.

—Por supuesto. —Se levantó, sonriente, y la guió entre las cajas. «Hielo, pliego, espliego, deshielo, cielo… Di algo»—. No sé por qué, pero siempre he pensado que los norteamericanos estaban obsesionados con el hielo. Por su afición a las bebidas heladas, ya sabes. ¿Seguro que no tenéis cubitos de hielo en el congelador?

—No… Tenga en cuenta que somos medio inglesas. Quizá no coincidamos exactamente con el norteamericano medio.

—Estoy seguro de que no coincidís con ningún medio —repuso él.

Julia sonrió y bajó la escalera. «Hielo, pliego, espliego…». Martin miró la hora. «Quedan tres horas y veintiocho minutos para la cena. El tiempo justo para darme una ducha».

Marijke se sentó a una mesa grande del restaurante Sluizer, con el teléfono sujeto debajo del mantel. Le había explicado al camarero el aprieto en que se encontraba, y éste, con mucha amabilidad, la había acompañado a un reservado que generalmente se utilizaba para fiestas privadas. El camarero encendió varias velas, se apresuró a retirar de la mesa los cubiertos sobrantes, y la dejó a solas en una estancia que podría haber acogido a veinte comensales. Ella leyó por encima el menú, aunque en ese restaurante siempre pedía lo mismo.

El teléfono sonó en el preciso momento en que el camarero le servía una copa de vino.

—¿Martin?

—Hola, Marijke. ¿Dónde estás?

—En el Sluizer. En un reservado.

—¿Qué llevas puesto?

Marijke miró hacia abajo: pantalones negros y un jersey de cuello vuelto gris.

—El vestido rojo con escote en la espalda, sandalias de tacón y mis pendientes. —Estos últimos sí que los llevaba—. ¿Y tú qué vas a cenar?

—Pues… he pensado empezar con el shish kebab de cordero, y seguir con ciervo rojo Oisin asado con especias. Y un buen Merlot.

—Mucha carne, ¿no? ¿Dónde se supone que estás?

—En el Cinnamon Club.

—¿No es el restaurante indio que está en una biblioteca?

—El mismo.

—Nunca he ido.

—Yo tampoco, sólo experimento. —Mientras hablaba, Martin iba abriendo cajas de comida congelada, sujetando el teléfono entre la cabeza y el hombro. Pollo tikka masala y saagaloo. En el Cinnamon Club no había comida para llevar—. ¿Vas a pedir el pargo, como siempre?

—Sí, claro.

Llegó el camarero y tomó nota. Marijke le devolvió la carta y miró su reflejo en las ventanas del restaurante. Bajo la tenue luz de las velas, también reflejadas, casi parecía joven. Se sonrió.

—¿Te ha llamado Theo? —preguntó Martin.

—Sí, me ha llamado. Justo cuando salía, así que no hemos hablado mucho.

—¿Cómo está?

—Muy bien. Quizá venga a verme por vacaciones. Y tiene novia nueva, creo.

—Ah, me alegro. ¿Te ha contado algo?

—Se llama Amrita. Es una alumna extranjera, de Bangladesh. Su familia tiene una fábrica de paños de cocina, o algo parecido. Según Theo, además de guapísima es un genio. Y dice que sabe cocinar.

—Parece locamente enamorado, ¿no? ¿Qué clase de genio es esa chica? —Martin pulsó los botones del microondas y el plato empezó a girar.

—De las matemáticas. Me lo ha explicado, pero me temo que no lo he entendido muy bien. Tendrás que preguntárselo tú.

Martin sintió un repentino alivio, como si desapareciera una preocupación.

—Excelente. Así podrán hablarme de su trabajo. —Marijke y él se habían conocido en una clase de ruso; siempre les había gustado compartir las complejidades de la traducción, de la transformación de una lengua en otra—. Temía que acabara con una maestra de parvulario, o con una de esas mujeres insufriblemente joviales.

—Bueno, no lo cases tan deprisa.

—Sí, ya lo sé. —Se sirvió más vino—. Eso es lo malo de vivir a través de los hijos: todo va mucho más deprisa que en la vida real. Dentro de unos minutos empezaremos a preocuparnos por los nombres de nuestros nietos.

Marijke rió.

—Ya los tengo todos escogidos: Jason, Alex y Daniel para los chicos, y Rachel, Marion y Louise para las chicas.

—¿Seis nietos?

—¿Por qué no? No tenemos que criarlos nosotros. —Le sirvieron el plato.

Martin sacó su comida del microondas. Parecía incolora, y él lamentó no estar realmente en el Cinnamon Club y que aquello sólo fueran imaginaciones. Entonces pensó: «Qué tontería. Lo que me gustaría es que estuviéramos cenando juntos, donde fuera».

—¿Qué tal tu plato? —preguntó.

—Delicioso —dijo ella—. Como siempre.

Luego, cuando el camarero le retiró el plato y Marijke estaba tomándose el coñac, dijo:

Diz-me coisas porcas. —(Dime guarradas).

—¿En portugués? Señora mía, para eso voy a necesitar un par de diccionarios. —Fue a su estudio, cogió el diccionario portugués-inglés y se lo llevó al dormitorio. Se descalzó y se sentó en la cama. Caviló un momento, hojeando el volumen en busca de inspiración—. Muy bien, allá vamos. Estamos a sair do restaurante. Estamos num táxi a descer a Vijzelstraat. Somos dois estranhos que par tilham um táxi. Sentados tão afastados um do outro quanto possível, cada um olhando pela sua janela. May ser urna longa viajen. Olho de relance para ti. Reparo nas tuas belas pernas, collants de seda e saltos altos. O vestido subiu-te até às coxas, terá sido quando entraste no taxi, ou talvez o tenhas puxado para cima deliberadamente? Hmm, e difícil dizer… —(Salimos del restaurante. Vamos en un taxi por Vijzelstraat. Somos dos desconocidos que comparten un taxi. Nos hemos sentado tan separados como hemos podido, y cada uno mira por una ventanilla. Va a ser un trayecto largo. Te miro. Me fijo en tus bonitas piernas, en tus medias de seda y tus zapatos de tacón. El vestido se te ha subido y deja tus muslos al descubierto; quizá haya sido al montar en el taxi, o quizá te lo hayas deslizado a propósito. Hum… es difícil saberlo…).

Marijke, sentada a la larga mesa, con el coñac en la mano y el móvil pegado a la oreja, recordó el pasado y un taxi que deambulaba por las calles de Ámsterdam. «Te quiero. Quiero que volvamos a ser los de antes».

—¿Marijke? ¿Estás llorando?

—No, no. Sigue… —«Habla todo el rato que puedas, hasta que se agote la batería del teléfono, hasta el amanecer, hasta que vuelva a verte, mi amor».