Los diarios de Elspeth Noblin

Las gemelas estaban intrigadas con un estante vacío del estudio de Elspeth. Como el despacho estaba atestado de todo tipo de libros, cachivaches, utensilios de escritura y otros enseres útiles e inútiles, había muy poco espacio; por eso, la existencia de un estante complejamente vacío y prístino planteaba un interrogante. Antes debía de haber contenido algo, pero ¿qué? ¿Y quién lo había vaciado? El anaquel tenía treinta centímetros de fondo y cincuenta de ancho. Era el tercero empezando por abajo de la estantería que había junto al escritorio de Elspeth. A diferencia del resto de la estancia, se veía que le habían limpiado el polvo recientemente. Por otra parte, en el escritorio había un cajón cerrado cuya llave no habían encontrado.

El contenido de ese estante estaba guardado en cajas en el piso de Robert, junto con todo lo que se había llevado del de Elspeth. No había tocado nada, excepto un jersey y unos zapatos, que había metido en un cajón de su escritorio. De vez en cuando, Robert abría el cajón y los acariciaba; luego lo cerraba y seguía trabajando.

Había dejado las cajas en el suelo de su dormitorio, al lado de la cama, lejos de la puerta, porque así no las veía durante días. Se había planteado ponerlas en la habitación de invitados, pero le había parecido un acto de ingratitud. Tarde o temprano tendría que explorar su contenido. Antes de morir Elspeth, Robert había sentido curiosidad por leer sus diarios. Creía que quería saberlo todo, conocer de todos sus secretos. Sin embargo, durante mucho tiempo evitó tocar los diarios o llevárselos a su piso. Ahora que los tenía allí, seguía sin abrirlos. Él guardaba sus propios recuerdos, y no quería que éstos se vieran alterados ni desmentidos. Como historiador, sabía que cualquier documento privado que hubiera permanecido un tiempo escondido tenía un potencial incendiario. Por eso las cajas descansaban, como obuses sin explotar, en el suelo de su dormitorio, y Robert hacía lo posible por ignorarlas.