Transcurrían los días sin que pasara nada especial. Julia y Valentina trataban de domesticar a Gatita, engatusándola con comida y bolitas de papel de aluminio; se sentaban en el comedor y le hablaban mientras ella las miraba, recelosa, desde debajo de una silla. Elspeth jugaba con el minino cuando las gemelas dormían y cuando salían de casa; se alegraba de tener alguien con quien relacionarse, aunque solo fuera una bestezuela blanca y malhumorada. Poco a poco, la gata se fue calmando, y la dejaron entrar en otras partes del piso. A veces se dejaba acariciar. Elspeth se quedó consternada al descubrir que había destrozado el lomo de un ejemplar de Al faro de Hogarth Press y la parte de atrás del sofá. Valentina estaba entusiasmada con los progresos de su mascota, y muy ilusionada con lo que le describió a Julia como una «absoluta felicidad gatuna» en el futuro próximo.
Las gemelas no volvieron a ver a Robert, aunque a veces lo oían ducharse o ver la televisión. Él, recluido en su piso, redactaba un arduo capítulo sobre el cementerio de Highgate como reserva natural. Todas las tardes iba al recinto y tomaba notas mientras Jessica y Molly intentaban describirle la flora y la fauna. Lo animaban a apuntarse a paseos de observación de la naturaleza, le mostraban plantas de floración breve, le enseñaban sus nombres científicos, criticaban las especies invasivas, rememoraban antiguos triunfos del paisajismo del cementerio y se emocionaban cuando veían arañas poco comunes. Robert se deleitaba con su propia ignorancia y se esforzaba por seguir a Jessica y Molly, que, enérgicas, lo llevaban a los rincones más apartados del camposanto, ellas le sonreían cada vez que conseguía formular una pregunta interesante. Eso ayudaba a Robert a no pensar en las gemelas, y dormía mejor porque acababa físicamente agotado.
Julia decidió visitar a Martin, pero él le pidió educadamente que volviera unos días más tarde porque tenía trabajo atrasado. En cuanto ella se marchó, Martin siguió fregando las baldosas del suelo con lejía y cepillo. Se acercaba el cumpleaños de Marijke y él estaba preocupado: ¿sería capaz de llamarla por teléfono?, ¿y cómo le enviaría el regalo? Esos problemas lo tenían muy ocupado desde hacía unos días, pero seguía sin avanzar hacia una solución. Quizá si limpiaba más lo conseguiría.
Elspeth ya no perseguía tanto a las gemelas, al menos de momento. No tenía sentido obligarlas a reconocer su existencia si a ellas no les caía bien, y ambas habían manifestado claramente su escepticismo (Julia) y su hostilidad (Valentina). Así pues, se ocupaba de sus cosas, practicaba sus ejercicios y esperaba. Robert ya no seguía a las chicas, así que de pronto Valentina ya no se sentía observada, sino libre, empezó a relajarse y volvió a disfrutar de sus salidas.
Las gemelas casi nunca adquirían nada cuando iban de compras. Tenían el piso lleno de los objetos personales de Elspeth, y lo trataban como si fuera una combinación de chistera de mago y excavación arqueológica; se les antojaba que cualquier cosa que necesitaran la encontrarían allí. Vivían a costa de Elspeth, como dos cazadoras-recolectoras instaladas en las ruinas de Troya.
Ese día fueron a Harvey Nichols. Las dependientas las catalogaron como no clientas, de modo que las atendieron con desgana, pero ellas pasaron toda la tarde probándose vestidos de Prada y Stella McCartney, muy satisfechas. En el probador, Valentina volvía las prendas del revés y examinaba minuciosamente el tejido y la confección. Julia la observaba y se alegraba de la felicidad de su hermana. En la mente de Valentina llevaba tiempo formándose un plan, aunque ni siquiera era tal cosa, sino más bien una necesidad.
—Quiero ir a Central Saint Martins College y apuntarme a un curso —anunció más tarde, cuando subieron a la cafetería a tomarse un té.
—¿Apuntarte a un curso? ¿Por qué?
—Quiero ser diseñadora de moda. —Trató de sonreír con seguridad, como si estuviera ofreciendo un maravilloso regalo a Julia—. Alexander McQueen estudió allí.
—Hum. ¿Y qué haré yo mientras tú estés allí?
—No lo sé. —Valentina hizo una pausa y pensó: «No me importa lo que hagas, apáñatelas». No estaba segura de si necesitaba el consentimiento de su hermana para sacar dinero de su cuenta. Se lo preguntaría al señor Roche. Como no quería discutir sobre ese tema, dijo—: Podrías ser mi representante, ¿no?
Julia hizo un mohín.
—Eso suena un poco aburrido.
—Bueno, pues no.
Se quedaron calladas, mirando en direcciones opuestas. En la cafetería, de techos altos, había muchas mesitas ocupadas por madres con cochecitos; las envolvían el clásico y tranquilizador tintineo de platos y cubiertos y el murmullo de conversaciones y risas femeninas. Valentina sentía que por fin había arrojado el guante; imaginó un guante reforzado entre ellas dos, sobre la mesa. «Siempre acabo cediendo —se dijo—, pero esta vez no pienso hacerlo».
—Algún día tendremos que trabajar —señaló—. Y me prometiste que cuando llegáramos aquí volveríamos a la universidad.
Julia la fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Pagó la cuenta que les llevó el camarero.
—Cuando lleguemos a casa nos meteremos en internet y buscaremos la Facultad de Bellas Artes. A lo mejor encuentras algún curso que te guste.
Julia se encogió de hombros. Recorrieron la tienda sin hablar y salieron a Knightsbridge. Valentina creía que el metro estaba a la izquierda, pero su hermana torció a la derecha y avivó el paso. Pasaron por delante de la estación de Hyde Park Corner.
—El metro está ahí —señaló Valentina, pero no recibió respuesta.
Cruzaron a Mayfair y empezaron a zigzaguear, tomando calles al azar; Julia iba delante y Valentina la seguía. Ésta sabía que seguirían andando hasta que su hermana decidiera volver a dirigirle la palabra. Y entretanto se perderían.
Era la hora punta y las calles estaban atestadas. Hacía una tarde despejada y fría. Valentina veía tiendas, plazas, nombres de calles que le resultaban familiares, pero no tenía el mapa de Londres interiorizado, así que no podía organizar su entorno; de eso siempre se ocupaba su hermana, y ella no se molestaba en prestar atención. Empezó a asustarse. Se planteó ir por su cuenta y buscar una estación de metro; al fin y al cabo, estaban en el centro de Londres, debía de haber estaciones por todas partes. «Debería dejarla sola y marcharme a casa». Nunca había hecho eso; nunca había abandonado a Julia en medio de una pelea. Además, le daba reparo coger el metro ella sola. Nunca había ido en metro sin compañía. Entonces vio un letrero rojo, blanco y azul, y lo reconoció: «OXFORD CIRCUS».
Las gemelas cruzaron Regent Street e inmediatamente se encontraron atrapadas en una muchedumbre que trataba de entrar en la estación de metro. Dentro de la masa de gente había diferentes corrientes, y durante unos minutos se hallaron avanzando contra una de ellas. A Julia le sorprendió lo tranquilo que parecía todo el mundo, como si hicieran aquello todos los días a las seis y media de la tarde; tal vez fuera así. Valentina iba detrás, la oía respirar con dificultad. Le tendió una mano y su hermana se la cogió.
—No pasa nada, Ratoncita —dijo.
Encontraron la corriente de gente que avanzaba en la dirección en que ellas querían ir. Ya no las empujaban ni las zarandeaban tanto.
No obstante, Valentina sintió que se ahogaba. No podía inspirar; la gente la presionaba por todas partes. La idea de entrar en la estación del metro se desvaneció por completo. Lo único que quería era escapar de aquella muchedumbre. Se le clavaban codos y mochilas. Oía los autobuses y los coches pasar a escasa distancia. La gente mascullaba y protestaba, pero ella no oía nada.
Hubo una marea hacia la boca del metro. Julia se vio empujada hacia delante y Valentina hacia atrás. La primera notó que la mano de su hermana se soltaba de la suya. «¡Ratoncita!». Valentina tropezó y cayó de lado hacia la gente que avanzaba en dirección opuesta.
—¡Uy! ¡Se ha caído! ¡Apártense, por favor! —dijo un hombre en tono jocoso, pero nadie podía moverse.
Era como estar en la primera fila de un concierto de rock. Unas manos la buscaron a tientas y la pusieron en pie.
—¿Te encuentras bien, guapa? —preguntó alguien.
Ella negó con la cabeza. No podía contestar. Oía que Julia gritaba su nombre, pero no la veía. Intentó respirar. Tenía la garganta obstruida; trato de inspirar despacio. La masa de gente la empujaba hacia delante obligándola a alejarse.
Julia se había apartado del gentío, presa del pánico.
—¡Valentina!
Ésta no contestaba. Julia volvió a internarse en la multitud, pero sólo veía a las personas que estaban a su lado. «Dios mío». Vislumbró una cabellera rubia y se lanzó hacia ella.
—Cuidado.
Valentina vio a su hermana y se llevó una mano a la garganta. «No puedo respirar». Julia la sujetó y empezó a apartar a empujones y codazos a la gente que tenían delante.
—¡Tiene un ataque de asma, déjennos salir!
La gente intentó apartarse. Nadie veía qué estaba pasando. Al final, las gemelas salieron a la acera de Oxford Street.
Valentina se apoyó contra un escaparate iluminado, lleno de zapatos baratos, jadeando. Julia rebuscó en el bolso de su hermana.
—¿Dónde tienes el inhalador?
Valentina sacudió la cabeza. «No lo sé». Un grupito de peatones las observaba con cara de preocupación.
—Toma, usa el mío —le ofreció un adolescente greñudo que llevaba un monopatín en una mano.
Valentina lo cogió e inhaló. La garganta se le abrió un poco. Le hizo un gesto con la cabeza al chico, que se había quedado con el brazo extendido, como temiendo tener que sujetarla. Julia observaba la respiración de su hermana e intentaba darle aliento respirando ella. Valentina hizo un par de inhalaciones más y se levantó con una mano sobre el esternón. Por fin respiraba.
—Gracias —murmuró, y le devolvió el aparato al chico.
—De nada.
El grupito de curiosos se dispersó. Valentina sentía el impulso de esconderse. Tenía frío y quería guarecerse.
—Voy a buscar un taxi —dijo Julia, y se alejó unos pasos.
A Valentina le pareció que habían transcurrido horas cuando oyó que su hermana gritaba:
—¡Ratoncita! ¡Aquí!
Aliviada, se metió en un caldeado taxi. Se desplomó en el asiento y empezó a vaciar el contenido del bolso en su regazo, hasta que encontró el inhalador. Lo empuñó como si fuera un arma. La invadió el desánimo. «Esto es una locura. No puedo ser Ratoncita toda la vida». Miró a Julia, que, imperturbable, contemplaba el lento tráfico a través de la ventanilla. «Crees que te necesito. Crees que no puedo separarme de ti, ¿verdad?». Contempló los edificios desconocidos. Londres era inabarcable, implacable. «¿Y si me hubiera muerto en medio de esa muchedumbre?». Imaginó a su hermana llamando por teléfono a sus padres.
Julia la miró.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí.
—Debería verte un médico.
—Ya.
Volvieron a Vautravers en silencio.
—¿Quieres que miremos esa web? —propuso Julia cuando entraron en el piso.
—No. No importa.