Una visita al cementerio de Highgate

Desde la entrada del cementerio del Este, un frío domingo de principios de marzo, Jessica observaba a los visitantes reunidos ante la entrada principal del sector Oeste. Formaban un grupo poco prometedor: una pareja de norteamericanos con zapatillas de deporte intimidantes y cámaras fotográficas impresionantes; un hombre maduro, tranquilo, con entradas pronunciadas y provisto de prismáticos; tres jóvenes japoneses con vaqueros holgados y gorras de béisbol; una mujer con un cochecito de diseño aerodinámico, y un individuo corpulento con una mochila enorme, que se paseaba enérgicamente arriba y abajo.

Una furgoneta negra pasó a toda velocidad por Swains Lane. Su rótulo dorado, que recordaba un cartel de circo, rezaba tan sólo:

«OSADÍA».

«Y que lo digas», pensó Jessica. Consultó la hora: eran las tres menos cuarto. Volvió la cabeza y miró a Kate, una voluntaria norteamericana, rolliza y simpática, que charlaba con unos propietarios sobre las obras de restauración del muro del cementerio del Este. Cuando Jessica volvió a mirar al grupo que esperaba junto a la entrada, vio que se les habían unido dos chicas vestidas de blanco de pies a cabeza. Estaban un poco apartadas del grupo, cogidas de la mano; llevaban una sudadera blanca con capucha ribeteada de piel, minifalda blanca, leggins y botas; la gorra de punto, también blanca, apenas se distinguía de su cabello. Pese a que estaban de espaldas a Jessica, ésta comprendió que eran las gemelas. «Qué monas son». Se preguntó si sabrían lo enfangados que estaban los senderos del cementerio, y si tendrían más de dieciséis años.

Las hermanas estaban de pie frente a la entrada, trasladando el peso del cuerpo de una pierna a otra y temblando. Julia se preguntó dónde estarían todos; detrás de la verja no se veía movimiento. Más allá de la torre de la entrada, alcanzaba a ver el patio y la columnata que lo bordeaba formando un semicírculo. Oyó que alguien hablaba por un walkie-talkie, pero no vio a nadie. Al otro lado de la calle se extendía el cementerio del Este, donde estaba enterrado Karl Marx, la parte más amplia y despejada, más parecida a los cementerios americanos. Según la guía, el cementerio del Oeste, al que daban las ventanas del piso de las gemelas, era más interesante, pero para verlo había que inscribirse en las visitas guiadas.

Jessica cruzó Swains Lane, pasó entre el pequeño grupo y abrió las enormes puertas. Iba vestida de diversos tonos de violeta y malva y llevaba un sombrero de fieltro de ala enorme con una pluma negra en la cinta, que despertó de inmediato la codicia de Valentina. Lo primero que pensaron las gemelas fue que parecía un miembro de la realeza; quizá fuera una duquesa que había asistido esa tarde al cementerio para cortar una cinta inaugural o visitar la tumba de un ser querido y luego se había quedado a ayudar. Esa idea no se disipó del todo cuando la mujer tomó la palabra:

—Pasen, por favor. ¿Han leído los avisos? Les ruego que dejen todos sus enseres en la oficina. Sintiéndolo mucho, debo informarles que en el cementerio del Oeste no se permite la entrada a los menores de ocho años. Pueden tomar fotografías, pero sólo para su uso personal. Por aquí, por favor; tengan la amabilidad de situarse ante el monumento a los Caídos, en ese lado del patio. Enseguida estaremos con ustedes.

Las gemelas, obedientes, se sentaron en un banco y esperaron.

Robert salió de la oficina con la caja de las entradas; iba pensando en una definición de un crucigrama que James acababa de leerle. Se reunió con Jessica y cruzaron el patio juntos. Cuando vio a las gemelas se le encogió el estómago. La sensación que tuvo le recordó al miedo escénico; entonces comprendió que no era otra cosa que culpabilidad.

—No les cobres —le dijo a Jessica.

—¿Y eso por qué?

—Son propietarias de una tumba.

—Ah, claro —dijo ella, y las miró detenidamente—. Entiendo.

Siguieron andando.

—¿Seguro que no te importa? ¿Quieres que le pida a Kate que se encargue de la visita?

—Faltaría más. Tarde o temprano tendré que conocerlas.

Las hermanas los vieron llegar.

—¿Ése no es el hombre con el que hablaste en el metro? —susurró Julia, dándole un codazo a Valentina.

Ésta asintió en silencio.

Vio cómo Robert marcaba las entradas y Jessica recibía cinco libras de cada visitante. Las gemelas estaban al final de la fila de bancos. Cuando Jessica hubo recogido el dinero de la pareja de norteamericanos, cerró la caja de las entradas y dirigió un guiño a las gemelas. Julia le tendió diez libras, pero Jessica sacudió la cabeza y sonrió. La mujer que no había podido entrar con su cochecito miró a las gemelas con enojo. Julia le apretó la mano a Valentina.

—Bienvenidos al cementerio de Highgate —dijo Jessica—. Robert los acompañará en su visita. Es uno de nuestros guías más expertos, un historiador especialista en la época victoriana, y está escribiendo un libro sobre este cementerio. Todas las personas que trabajamos aquí somos voluntarios, y necesitamos recaudar más de trescientas cincuenta mil libras cada año sólo para mantener abierto el recinto. —Jessica flirteaba con ellos mientras hablaba, y exhibía la hucha de plástico verde—. Cuando salgan, encontrarán a un voluntario en la puerta con esta hucha, y cualquier ayuda que puedan aportar será muy bienvenida.

Robert vio que los turistas se impacientaban. Jessica les deseó una visita agradable y volvió a la oficina. Estaba un poco nerviosa. ¿Por qué? La mujer se acercó a la ventana y vio que Robert reunía a su grupo enfrente de la columnata. Él se situó en el segundo escalón y empezó a hablarles, mirándolos desde arriba y gesticulando. Desde donde se hallaban, los turistas sólo veían los escalones y vegetación. «Esas chicas se parecen muchísimo a Elspeth —pensó Jessica—. Qué sorprendente es la vida. Espero que Robert lo lleve bien. Lo he visto un poco pálido».

Robert trató de poner sus pensamientos en orden. Se sentía como si se observara a sí mismo, como si hubiera dos Roberts: uno que realizaba tranquilamente la visita y otro que, mudo de nerviosismo, intentaba encontrar la forma de dirigirse a las gemelas. «Maldita sea, ni que tuvieras diecisiete años. No tienes que decirles nada. Ellas te hablarán a ti. Espera y verás».

—A principios del siglo diecinueve —empezó—, los cementerios de Londres estaban abarrotados. Durante años se había enterrado a los muertos en los camposantos de las iglesias. La gente acudía en masa a la ciudad: la Revolución Industrial estaba en marcha y las fábricas necesitaban mano de obra. No quedaba espacio para enterrar a nadie, pero la gente seguía muriendo. En mil ochocientos, Londres tenía una población de aproximadamente un millón de habitantes. Hacia mediados de siglo, ya superaba los dos millones. Los camposantos de las iglesias no daban abasto para el implacable ritmo de la muerte.

»Además, ese tipo de cementerios planteaba un riesgo sanitario. Contaminaban los acuíferos y causaban epidemias de tifus y cólera. Como no había sitio para más tumbas, era necesario desenterrar los cadáveres para dar sepultura a los muertos más recientes. Si han leído ustedes a Dickens, ya saben a qué me refiero: huesos que sobresalían del suelo, profanadores de tumbas que robaban cadáveres para venderlos a las facultades de Medicina… Un verdadero caos.

»En mil ochocientos treinta y dos, el Parlamento aprobó una ley que autorizaba la construcción de cementerios comerciales. En el curso de los nueve años siguientes se abrieron siete, situados alrededor de lo que entonces eran los límites de la ciudad, formando un anillo. Se conocían como los Siete Magníficos: Kensal Green, West Norwood, Highgate, Nunhead, Brompton, Abney Park y Tower Hamlets. El que nos disponemos a visitar se inauguró en mil ocho cientos treinta y nueve, y rápidamente se convirtió en el más solicitado de Londres. Subamos los escalones y descubrirán por qué.

Las gemelas iban a la zaga del grupo, de modo que lo único que veían eran las piernas de los otros visitantes ascendiendo. Cuando llegaron a lo alto, Robert se colocó en el centro del grupo. Desde allí se contemplaba una densa masa de tumbas grandes y torcidas, apretujadas e invadidas por la vegetación. Valentina tuvo una intensa sensación de reconocimiento. «¡Yo ya he estado aquí! Bueno, no exactamente. ¿Lo habré soñado?». Un cuervo pasó volando cerca de sus cabezas y descendió cruzando el patio hasta posarse en la cúspide de la capilla. Valentina se preguntó qué debía de sentirse al volar libremente por el cementerio; qué pensaría el cuervo de todo aquello. «Qué raro, meter a las personas bajo tierra y poner lápidas encima». Le sorprendía que tanta gente aceptara que la enterraran en un sitio como aquél, rodeada de otros muertos.

—Nos encontramos en la parte superior de la columnata —explicó Robert—. Si miran hacia las capillas… Allí, por donde han entrado, había dos capillas, la Anglicana y la de los Disidentes, unidas en un único edificio, un hecho sin duda excepcional. Nos encontramos en el cementerio del Oeste, la parte original. Tiene siete hectáreas de extensión, una de ellas reservada a los Disidentes, es decir: baptistas, presbiterianos, sandemanianos y otras sectas protestantes. Highgate tenía tanto éxito que en mil ochocientos cincuenta y cuatro hubo que ampliarlo, y la London Cemetery Company compró las ocho hectáreas del otro lado de Swains Lane para construir el cementerio del Este. Pero había un problema. Una vez celebrado el oficio en la capilla Anglicana, ¿cómo llevar el ataúd al lado Este sin sacarlo de terreno consagrado? No podían consagrar Swains Lane, así que utilizaron la típica ingeniosidad victoriana y excavaron un paso por debajo de la calle. Al final del oficio, bajaban el ataúd mediante un ascensor neumático. Los portadores lo recogían, recorrían el túnel con él y, una vez al otro lado, subían al cementerio del Este en una conmovedora metáfora de la Resurrección.

«Parece muy satisfecho consigo mismo, como si todo eso lo hubiera inventado él», pensó Julia. Tenía frío y estaba un poco enfurruñada. Miró a Valentina, que contemplaba fijamente al guía y lo escuchaba embelesada. Por su parte, Robert observó al grupo. Casi todos tenían las cámaras preparadas; estaban deseando tomar fotografías y seguir adelante. Al advertir que Valentina lo miraba, se dio la vuelta hacia una sepultura.

—Ésta es la tumba de James William Selby, que en sus tiempos fue un famoso cochero. Le gustaba conducir a toda velocidad, sin importarle el tiempo que hiciera. El látigo y la corneta simbolizan su profesión; las herraduras invertidas nos indican que se le acabó la suerte. En mil ochocientos ochenta y ocho, Selby aceptó una apuesta que lo retaba a conducir desde Londres hasta Brighton en menos de ocho horas. Lo hizo en siete horas y cincuenta minutos, utilizando siete tiros de caballos. Ganó mil libras, pero murió cinco meses más tarde. Suponemos que sus ganancias le permitieron adquirir este bonito monumento. Tengan cuidado: hoy el camino está muy mal.

Robert se dio la vuelta y se dispuso a subir la cuesta. Oyó que a su espalda los turistas se ponían en marcha. El camino principal tenía piedras y barro, y estaba plagado de raíces de árbol y hoyos. Mientras caminaban, Robert oía los disparos de las cámaras, similares a ruidos de insectos digitales. Tenía el estómago revuelto. «¿Y si los aparco a todos en Comfort’s Corners y voy a vomitar entre la maleza?». Siguió adelante. Les enseñó la tumba de estilo gótico con el asiento de piedra vacío, un símbolo de que su ocupante se había marchado para no regresar. Luego los condujo hasta el sepulcro de sir Loftus Otway, un enorme mausoleo familiar que en sus tiempos tuvo unos grandes paneles de vidrio.

—Podías asomarte a la tumba y ver los ataúdes —explicó—. Pero no crean que estaban pensados para satisfacer el voyeurismo; a muchos Victorianos los horrorizaba la idea de que los enterraran a dos metros bajo tierra, y muchas sepulturas de este cementerio son en nicho…

Les habló de los Amigos del Cementerio de Highgate y de cómo habían salvado aquel lugar.

—Antes de la Gran Guerra, el cementerio contaba con una plantilla de veintiocho jardineros. Todo estaba muy cuidado, había espacio y serenidad. Pero todos los hombres no discapacitados se marcharon a la guerra, y nada volvió a ser como antes. La vegetación empezó a desbordarse, se redujo el espacio para nuevas tumbas, dejó de entrar dinero… En mil novecientos setenta y cinco, el sector Oeste se cerró con candado y quedó abandonado a satanistas, chiflados, vándalos, Johnny Rotten…

—¿Quién es Johnny Rotten? —preguntó uno de los jóvenes japoneses.

—El cantante de los Sex Pistols. Vivía cerca de aquí, en Finchley Park. Bien, quizá se hayan fijado en que el barrio que rodea el cementerio es bastante conservador, y los vecinos se alarmaron con la profanación de tumbas y los elementos que rondaban por aquí. Un grupo de vecinos se pusieron de acuerdo, compraron el cementerio por cincuenta libras e intentaron ponerlo de nuevo en funcionamiento. Inventaron lo que llamaron «abandono controlado», que, como su nombre indica, significa que no trataron de arreglarlo todo ni de imitar lo que habían hecho los Victorianos. Los Amigos tratan el recinto de forma que se vea la acción del tiempo y la naturaleza, pero evitando que se convierta en un lugar peligroso. Por una parte es un museo, pero también es un cementerio cristiano en funcionamiento. —Robert consultó la hora. Tenía que continuar; el día anterior Jessica le había comentado que había que intentar respetar los horarios de las visitas guiadas—. Por aquí, por favor.

Los llevó, a un paso más ligero, hasta Comfort’s Corners, y empezó a contarles la historia de Elizabeth Siddal Rossetti. Como siempre, tuvo que contener el impulso de incluir en su relato todo cuanto sabía, porque se habrían pasado días allí, y los visitantes se habrían derrumbado de fatiga y hambre mientras él seguía hablando. «Lo que quieren es verlo. No los aburras con demasiados detalles». Los guió hasta una de sus tumbas favoritas, una plana con el bajorrelieve de una mujer velando el ataúd.

—Antes de la aparición de la tecnología médica moderna, no resultaba fácil determinar cuándo alguien había abandonado definitivamente el mundo de los vivos. Quizá consideren que la muerte es algo obvio y patente, pero hubo varios casos famosos en que un cadáver se incorporó y volvió a la vida, y a muchos Victorianos se les ponían los pelos de punta sólo de pensar en la posibilidad de que los enterraran vivos.

»Como eran gente práctica, buscaron soluciones al problema. Los Victorianos inventaron un sistema de campanillas accionadas por cuerdas soterradas y conectadas al ataúd, de modo que si una persona despertaba bajo tierra pudiera tocar la campanilla para que alguien fuera a desenterrarla. No tenemos constancia de que nadie se salvara gracias a uno de esos artilugios. La gente especificaba toda clase de extrañas condiciones en los testamentos, como pedir que los decapitaran para prevenir una resurrección indeseada.

—¿Y los vampiros?

—¿Qué pasa con los vampiros?

—He oído decir que en este cementerio había un vampiro.

—No. Hubo un grupo de idiotas que querían llamar la atención y afirmaron haber visto uno. Aunque cuentan que Bram Stoker se inspiró en una exhumación realizada aquí, en Highgate, para escribir Drácula.

Las gemelas seguían en la parte trasera del grupo. Estaban teniendo sensaciones muy diferentes. Julia quería separarse de los otros visitantes y explorar el cementerio por su cuenta. Detestaba las conferencias y a los profesores, y Robert estaba poniéndola de los nervios. «Qué discurso tan pomposo. Corta el rollo de una vez, jolines». Valentina no prestaba mucha atención porque estaba dándole vueltas a algo que la intrigaba desde que Jessica lo había presentado. «Conque tú eres el Robert Fanshaw de Elspeth. Por eso sabías nuestros nombres». La inquietaba la idea de que Robert probablemente las había visto antes sin que ellas lo supieran. «Tengo que decírselo a Julia. —Miró a su hermana—. No, será mejor que espere. Ahora está de mal humor».

Robert se volvió y los llevó más arriba; se detuvo frente a la entrada de la Egyptian Avenue. Esperó a que la pareja de norteamericanos los alcanzaran; tendían a quedarse rezagados porque intentaban fotografiarlo todo. «Nunca lo conseguiréis, chicos —pensó—. Aquí hay cincuenta y dos mil tumbas». Uno de los japoneses profirió una larga exclamación de asombro. A Robert le encantaba la espectacularidad de aquella avenida; parecía un decorado de Aida.

—Además de ser un camposanto cristiano, el cementerio de Highgate era una empresa. Para convertirlo en el destino más deseado de los difuntos Victorianos eminentes, necesitaba lo que necesita cualquier zona residencial de lujo: servicios. A finales de la década de mil ochocientos treinta, cuando se inauguró, todo lo egipcio estaba de moda, lo cual explica la existencia de esta avenida. La entrada imita una tumba de Luxor. Originariamente estaba pintada, y la avenida no era tan oscura y lúgubre. Estaba mucho más despejada, de modo que se veía el cielo, y no había ninguno de esos árboles que ahora se inclinan sobre ella…

»Los mausoleos de la Egyptian Avenue tienen espacio para entre ocho y diez difuntos. En el interior hay anaqueles para los ataúdes. Fíjense en las antorchas invertidas; las cerraduras también están al revés. Los agujeros de la parte inferior de las puertas son para la ventilación de los gases.

—¿Gases? —preguntó el tipo callado de los prismáticos.

—Sí, como consecuencia de la descomposición de los cadáveres. En el interior de los mausoleos se encendían velas para que los gases se consumieran. De noche, debía de reinar una atmósfera espeluznante.

Recorrieron la avenida y llegaron al extremo opuesto; las gemelas se abrazaban el cuerpo para entrar en calor, pese a que hacía mucho sol. Robert las miró y lo asaltó un recuerdo de Elspeth, de pie, casi en el mismo sitio, con la cabeza ladeada para que le diera el sol en la cara. «Sois… —Se tambaleó un poco. Todos esperaban a que continuara—. No las mires. No pienses en ella». Volvió la vista al suelo un momento y se recompuso.

—Nos encontramos en el Circle of Lebannon. Ésta era la zona más codiciada del cementerio. Debe su nombre al enorme cedro del Líbano que descolla sobre los mausoleos. El árbol tiene aproximadamente trescientos años, pero ya debía de ser imponente cuando se fundó el cementerio de Highgate. Originariamente, este terreno formaba parte de la finca del obispo de Londres, y cuando vinieron a construir el círculo, excavaron alrededor del árbol; éste se erige sobre lo que antes era el ras del suelo. Imaginen lo que debió de costar retirar tanta cantidad de tierra con los medios disponibles en mil ochocientos treinta. Primero se construyó el círculo interior, y tuvo tanto éxito que veinte años más tarde se empezó a construir el círculo exterior. Pueden apreciar los cambios del gusto arquitectónico, que pasa del egipcio al gótico.

Atravesaron el círculo; Robert iba en cabeza. «Esto está resultando más difícil de lo que imaginaba». Consultó la hora y decidió saltarse unas cuantas tumbas.

—Éste es el mausoleo de Mabel Verónica Batten y su amante, Radclyffe Hall. Aquí tenemos un columbario. El nombre proviene del latín columba, que significa «paloma», y al principio designaba los compartimentos donde vivían las palomas… Síganme por estos escalones, por favor… Muy bien. Ésta es la tumba de George Wombwell, un famoso coleccionista de animales salvajes. Empezó comprándole dos boas constrictor a un marino…

Robert se saltó a la señora de Henry Wood, la tumba de estilo egipcio de la familia Carter y a Adam Worth, y guió a los visitantes por la parte elevada del círculo para que pudieran admirar las vistas de St. Michael’s. A continuación los llevó entre Terrace Catacombs y la enorme tumba de la familia Beer. Las gemelas comprendieron que se hallaban ante el enorme mausoleo que veían desde la ventana de su dormitorio. Se alejaron un poco para mirar por encima de las catacumbas, pero, aunque alcanzaban a ver el piso de Martin, el suyo quedaba oculto.

—Julius Beer era un judío alemán que llegó a Londres sin dinero y ganó una fortuna en la Bolsa…

Valentina reflexionaba sobre el hecho de que, en realidad, nunca había pensado mucho en la muerte. El cementerio de Lake Forest era pulcro y espacioso. Los padres de Jack estaban enterrados allí, en una parcela modesta con dos lápidas idénticas de granito rosa. Las gemelas no habían conocido a sus abuelos. «A nosotras no se nos ha muerto nadie. Resulta difícil imaginar no estar aquí, o que Julia no esté aquí…». Sintió un espasmo de tristeza o de nostalgia, no estaba segura. Miró a Robert; él no le prestaba atención y parecía concentrarse deliberadamente en el individuo de los prismáticos. «Él conocía a Elspeth. Era su amante. Podría hablarnos de ella».

—… Julius Beer no consiguió hacerse un buen sitio en la sociedad victoriana, porque, además de ser extranjero y judío, su fortuna no era heredada, sino adquirida. Por eso erigió este gran mausoleo, donde a nadie podría pasarle por alto. El mausoleo Beer impide ver más allá cuando paseas por el tejado de Terrace Catacombs, como les gustaba hacer a las damas victorianas los domingos por la tarde. —Valentina pensó en la puerta verde de su jardín trasero. Se imaginó allí con Julia, con miriñaques, paseando por encima de cientos de cadáveres en descomposición que yacían en las lóbregas y siniestras Terrace Catacombs. «Estos Victorianos tenían unos pasatiempos bien extraños, desde luego».

Robert los guió por senderos, más allá de la sección de los Disidentes; les mostró la tumba de Thomas Sayers, donde Lion, el perro de piedra, velaba pacientemente a su amo; se saltó a sir Rowland Hill, el creador de las Oficinas Postales. Pasó por delante del mausoleo de la familia Noblin sin hacer ningún comentario. Cincuenta metros más allá, Robert se volvió para decirle algo al grupo y vio que había perdido a las gemelas. Estaban plantadas delante del mausoleo de los Noblin, cogidas del brazo, consultando algo. Robert dejó al grupo delante de Thomas Charles Druce y fue a buscar a las chicas.

—Hola —consiguió articular.

Ellas se quedaron inmóviles, como un conejo deslumbrado.

—Eres Robert Fanshaw, ¿verdad? —dijo Valentina.

Julia pensó: «¿Qué?».

Robert tenía un nudo en el estómago.

—Sí, así es. —Valentina y Robert intercambiaron una mirada que Julia no supo interpretar—. Si queréis, podemos hablar cuando haya terminado la visita —añadió, y volvió con ellas hacia el resto del grupo.

Relató con torpeza la exhumación de Thomas Charles Druce, se saltó a la asesinada Eliza Barrow y también a Charles Cruft, famoso por sus concursos caninos. Se recuperó un poco hablando de Elizabeth Jackson y Stephan Geary, y luego casi empujó al grupo por Cuttings Path. Jessica los esperaba junto a la entrada con la hucha.

—Voy a acompañar a las gemelas a ver la tumba de su familia —le dijo Robert.

Abrigaba esperanzas de que Jessica se lo impidiera, pero ella se limitó a sonreír y le dijo adiós con la mano.

—No te entretengas mucho —advirtió Jessica—. Ya sabes que hoy andamos escasos de personal.

Mientras avanzaba hacia las chicas, Robert las vio juntas, enmarcadas por el arco que había sobre los escalones de The Colonnade: dos estatuas blancas y radiantes que destacaban contra un fondo oscuro. Le pareció inevitable reunirse con ellas allí.

—Vamos —indicó.

Ellas lo siguieron, atentas e intrigadas. Mientras las precedía por los escalones y senderos, Robert notaba sus ojos clavados en la nuca. Las gemelas no se sentían cómodas: durante la visita guiada, Robert Fanshaw les había parecido un tipo charlatán y obsecuente, pero ahora las guiaba por el cementerio sin hacer ningún comentario. Los sonidos del lugar llenaban el silencio: el chapoteo de sus botas por el sendero, el susurro y el rugido del viento entre los árboles. Pájaros, tráfico. Los faldones del abrigo de Robert ondeaban detrás de él, y Valentina recordó la figura que habían visto alejarse aquel día, en el canal. Empezó a asustarse. «Nadie sabe que estamos aquí», se dijo. Entonces se acordó de la duquesa de la entrada y se tranquilizó. Llegaron ante el mausoleo de los Noblin.

—Bueno —dijo Robert; se sentía como una parodia absurda del guía de Highgate—, ésta es la tumba de vuestra familia. Os pertenece, y podéis venir a visitarla cuando queráis, siempre que el cementerio esté abierto. Os daremos un pase de propietario. En el escritorio de Elspeth hay una llave.

—¿Una llave de qué? —preguntó Julia.

—De esa puerta. También tenéis una de la puerta que separa nuestro jardín trasero y el cementerio, aunque el personal del cementerio nos ha pedido que no la utilicemos.

—¿Tú entras por allí?

—No. —El corazón le latía muy deprisa.

—Nos tenías intrigada —comentó Valentina—. No entendíamos… por qué no te habíamos visto. Pensábamos que quizá estuvieras de viaje o…

—Aunque Martin ya nos dijo que no —la interrumpió Julia.

—Y estábamos desconcertadas, porque el señor Roche nos aseguró que tú nos ayudarías… —Valentina miró a Robert, pero él tenía la vista fija en los zapatos y tardó en replicar.

—Lo siento.

Robert era incapaz de mirar a las gemelas, y ellas lo compadecieron, aunque ninguna de las dos estaba segura de por qué. Julia no se explicaba que ese hombre, que se había mostrado tan locuaz y dispuesto a contarles más de lo que seguramente querían saber sobre el cementerio, estuviera tan asustado que no acertara a expresarse. El cabello le tapaba la cara y su postura era lamentable. Valentina pensó: «Lo que pasa es que es muy tímido. Nos tiene miedo». Porque ella también era tímida; porque llevaba toda la vida con una extravertida que jamás se cansaba de burlarse de su timidez; porque nunca había conocido a nadie que pareciera normal y que de pronto resultara estar profundamente cohibido; porque observar el miedo de Robert le producía una profunda sensación de intimidad; porque la envalentonaba la presencia de Julia: por todo eso, Valentina se acercó más a Robert y le puso una mano en el brazo. Él la miró por encima de las gafas.

—No pasa nada —dijo ella.

Robert sintió, sin saber expresárselo a sí mismo, que le habían devuelto algo que había perdido.

—Gracias —respondió en voz baja, pero con tanta intensidad que Valentina se enamoró de él, pese a que ella no tenía nombre para ese sentimiento, ni nada con que compararlo.

Podrían haberse quedado así mucho rato, pero Julia intervino:

—Bueno, quizá deberíamos volver.

—Sí, le he prometido a Jessica que no tardaríamos —replicó Robert.

Valentina creyó que el mundo se había detenido. Entonces se puso de nuevo en marcha; caminaron juntos, uno al lado del otro, por Colonnade Path.

Julia preguntó a Robert por su tesis, y la respuesta de él los acompañó hasta la entrada del cementerio. Cuando pasaron delante de la puerta de la oficina, Jessica asomó la cabeza; Robert supuso que había estado observándolos. Jessica les cogió las manos a las gemelas.

—Todos queríamos muchísimo a Elspeth —les dijo—. Estamos encantados de haberos conocido, por fin. Espero que vengáis a verme a menudo.

—Claro —respondió Julia. La atraía la idea de curiosear entre bastidores, de averiguar qué pasaba en el cementerio cuando se marchaban los turistas.

Valentina miró a Jessica y sonrió. Robert se había quedado detrás y las observaba.

—Adiós —se despidió Valentina cuando ambas salían por la entrada del cementerio.

Su rostro expresaba algo que llenó a Robert de aprensión: era un espejo de los propios sentimientos de él. Lo entendía pero no quería saberlo.

—Adiós, queridas —dijo Jessica, y las vio alejarse por Swains Lane. «¿Por qué Robert está tan preocupado?— se preguntó. —Son encantadoras».

Él había desaparecido en la oficina. Jessica lo encontró contando monedas y metiéndolas en bolsitas de plástico.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí, sí —respondió sin mirarla.

Iba a seguir interrogándolo cuando por el walkie-talkie se oyó una petición de Kate: necesitaba más entradas en el cementerio Este. Jessica cogió un paquete y salió presurosa. El resto del domingo lo pasó ocupándose de los guías y los visitantes, contando recibos y cerrando; cuando volvió a pensar en Robert, estaban en la entrada del Oeste, cerrando las puertas.

Phil y algunos de los guías más jóvenes habían quedado en ir al Gatehouse, colina arriba, a tomarse unas pintas.

—¿Vienes con nosotros? —preguntó Phil a Robert.

—No —respondió. Le apetecía una copa, pero no quería hablar con nadie. Sólo deseaba pensar en aquella tarde, revivirla, hacer que fuera diferente, llegar a otra conclusión—. No, creo que estoy incubando algo. —Se dio la vuelta y se marchó, dejándolos a todos atónitos con su brusca despedida.

—¿Qué le pasa? —preguntó Kate a Jessica.

Ésta negó con la cabeza.

—Con nuestro Robert nunca se sabe. Seguramente es por Elspeth.

Todos coincidieron en que seguramente sería por Elspeth. Subieron por la colina hasta el Gatehouse y hablaron de Robert un rato; luego el interés decayó y se contaron anécdotas de sus respectivas visitas guiadas ese día, y trataron de superarse unos a otros con su conocimiento de misteriosas historias sobre el cementerio. Kate acompañó a Jessica a casa en coche, y comentaron de nuevo que a Robert le pasaba algo y que Elspeth debía de ser la causa. Luego hablaron de los funerales del lunes.

Robert se fue a casa, cogió un vaso, una botella de whisky y la llave de la puerta verde y pasó al cementerio. No se adentró mucho. Se sentó contra la tapia y se sirvió whisky. Se quedó contemplando distraídamente la parte más alta del mausoleo de Julius Beer y bebiendo hasta que se hizo de noche. Entonces volvió a su casa con paso inseguro y se acostó.