Gatita de la Muerte

La noche siguiente nevó. Valentina y Julia recorrieron con cuidado el helado callejón que conducía de South Grove a Vautravers. Sólo había un centímetro de nieve, pero las gemelas llevaban zapatos de suela lisa y, debido a la pendiente, caminar por el sendero sin agarrarse se convertía en toda una aventura. Iban hablando de si despejar el camino les correspondía a ellas o a sus vecinos. El muro de St. Michael’s dejaba el sendero en sombras. Sobre ellas se extendía un luminoso firmamento nocturno; la luna llena y la nieve habían convertido Highgate Village en un resplandeciente país de las hadas. Julia iba fumando. El ascua anaranjada del cigarrillo flotaba a pocos centímetros de su rostro en sombras y oscilaba arriba y abajo; cuando se lo quitó de los labios y exhaló el invisible humo hacia arriba, la brasa describió un arco descendente.

Valentina estaba molesta; su hermana olería a tabaco en la cama y por la mañana le apestaría el aliento. Sin embargo, prefirió callarse. Pensaba que si evitaba hacer comentarios al respecto, su hermana no se dedicaría a fumar sólo para fastidiarla. Entonces Julia dio una calada demasiado larga, lo cual la obligó a parar y toser durante un minuto. Valentina se quedó mirando más allá de su hermana, y fue entonces cuando vio una cosa pequeña y blanca que trepaba por la hiedra que cubría el muro de la iglesia. Tenía el tamaño de una ardilla, y Valentina se preguntó si habría ardillas blancas en Londres. Entonces pensó en el fantasma y se le formó un nudo en la garganta. Aquella cosa corrió hacia lo alto de la tapia y se quedó allí, como si supiera que estaban observándola. Julia paró de toser y se enderezó.

—Mira —susurró Valentina, señalando con un dedo.

Cuando la cosa blanca acabó de subirse al muro y su silueta se destacó, las gemelas vieron que era un gatito, una cría. El animalillo se estiró y se sentó antes de mirarlas desde lo alto, como si las desdeñara por su inferior posición. La pared tenía cuatro metros de altura, y allí arriba el minino parecía diminuto y fuera de lugar.

—¡Caray! —exclamó Julia—. ¿Los gatos pueden hacer eso? Parece un mono.

Valentina se acordó de un tigre blanco que una vez habían visto en un circo. Había apoyado una pata sobre el hombro de su domador con delicadeza, como si quisiera bailar con él. El tigre había caminado por una cuerda floja tendida a tres metros del suelo.

—Es el Gatito que Desafía a la Muerte —dijo Valentina—. ¿Crees que vive en el cementerio?

—Es el Gatito de la Muerte. ¡Hola, Gatito de la Muerte!

Se puso a chascar la lengua para llamarlo, pero el animal se sacudió y desapareció al otro lado de la tapia. Lo oyeron correr entre la hiedra.

Cuando llegaron a casa, Valentina puso una taza de té, vieja y descascarillada, llena de leche, y un platillo con atún en el balcón del comedor. Julia los vio a la mañana siguiente, mientras desayunaban.

—¿Para qué es eso?

—Para Gatito de la Muerte. Quiero que suba.

Julia puso los ojos en blanco.

—Lo más probable es que vengan mapaches. O zorros.

—No creo que puedan trepar tan alto.

—Los mapaches trepan a donde quieren —dijo Julia mientras masticaba su tostada con mantequilla.

El atún y la leche permanecieron allí todo el día y atrajeron a unos cuantos pájaros curiosos. Valentina fue al comedor varias veces para ver si había pasado algo, pero la taza y el platillo siguieron intactos hasta la hora de la cena.

—Si dejas eso ahí mucho tiempo, se llenará de hormigas —observó Julia.

—Estamos en invierno. Las hormigas están hibernando.

Más tarde tiró la leche al fregadero, lavó la taza, volvió a llenarla de leche y repitió la operación con el platillo de atún. Colocó de nuevo los dos recipientes en el balcón y fue a acostarse.

A la mañana siguiente, abrió las puertas cristaleras e inspeccionó la taza y el platillo. Se alegró al comprobar que se habían producido cambios: el atún había desaparecido y la taza sólo contenía la mitad de leche que la noche anterior. Lo retiró todo antes de que lo viera Julia. Esa noche volvió a llenar los recipientes y los dejó en el balcón, apagó las luces y se sentó en el suelo del comedor, a la espera.

Oía a Julia por el piso. Al principio sólo se movía: se desvistió para acostarse, se lavó la cara y se cepilló los dientes. Luego empezó a buscar a su hermana.

—¿Ratoncita?

Sus pasos recorrieron el pasillo y llegaron a la parte delantera del piso.

—¿Ratoncita?

Valentina permanecía callada, como si jugaran al escondite. Julia avanzó por el pasillo y llegó al umbral del comedor. «Caliente, caliente».

—¿Ratoncita? ¿Dónde estás?

Abrió la puerta y vio a su hermana sentada en la isla de luz lunar, junto a las cristaleras. «Muy caliente. Te quemas».

—¿Qué estás haciendo?

—¡Chist! Espero al gatito.

—¡Oh! ¿Me dejas esperarlo contigo?

—Vale —contestó Valentina, preguntándose cómo era posible que, al susurrar, Julia hiciera más ruido que cuando hablaba con tono normal—, pero tienes que guardar absoluto silencio.

Se sentaron juntas en el suelo. Ninguna de las dos llevaba reloj. Transcurrió el tiempo.

Julia se tumbó en el suelo y se quedó dormida. En el comedor hacía frío, y en el suelo aún más. La muchacha llevaba unos pantalones de chándal y una camiseta de manga larga de Wilco que le había robado a Luke Brenner, un chico que le gustaba cuando iba al instituto. Valentina pensó en ir a buscar una almohada y mantas para su hermana, que parecía incómoda. Ella seguía vestida, pero tenía las manos, los pies y la nariz fríos. Decidió prepararse un té; se levantó y salió del comedor.

Cuando regresó con la taza, la almohada y las mantas, Julia estaba despierta. Al verla entrar, se llevó un dedo a los labios. Se oía un ruidito, una especie de crujido, como si algo braceara entre hojas secas. Valentina se agachó y se sentó en la almohada. Dejó la taza de té en el suelo sin hacer ruido.

Julia miró a su hermana, cuyos ojos brillaban en la penumbra. Valentina no se había lavado el cabello ese día, y lo tenía lacio y mate. Respiraba hondo, concentrada en la taza y el platillo del balcón. Julia sonrió y miró también los recipientes de loza. Le encantaba Valentina cuando deseaba algo intensamente.

Los ruiditos fueron acercándose, hasta que de pronto cesaron. Las gemelas estaban inmóviles. Todo quedó detenido, y entonces el gatito blanco se dejó caer desde el muro hasta el balcón.

Era pequeño y delgado; se le marcaban las costillas. Tenía unas orejas enormes, de murciélago, y un pelaje corto y apelmazado. Pero no daba pena; parecía muy decidido. No tenía nada de prodigioso. Iba a lo que iba, y corrió de inmediato hacia el platillo para zamparse el atún. Las gemelas veían moverse sus mandíbulas mientras comía. Valentina recordó una medusa que había visto en la playa de Florida. El gatito estaba tan delgado que Valentina creía poder distinguir sus órganos internos. Era una hembra. Valentina estaba embelesada.

La gatita terminó de comer y se sentó para limpiarse. Miró brevemente a las gemelas (o miró en su dirección; Valentina no estaba segura de si el animal podía verlas, porque la luna se había desplazado y ahora ellas estaban en sombras). En ésas saltó del balcón y se marchó corriendo.

Julia extendió un brazo con la palma hacia arriba y Valentina le dio una palmada.

—Ha molado un montón, Ratoncita. ¿Piensas seguir poniéndole comida?

Valentina sonrió.

—Voy a adoptarla. Antes de que te des cuenta, llevará un collar y se sentará en mi regazo.

—Pero ¿no te parece un poco… asilvestrada? ¿Y si no sabe hacer pipí en la caja?

Valentina la miró con desdén.

—Es un felino. Aprenderá.

Esa escena se repitió las noches siguientes. Valentina fue a Sainsbury’s y compró varias latas de comida para gatos y una caja de arena. Todas las noches iba a esperar que llegara Gatita de la Muerte. Normalmente se sentaba lejos de las cristaleras y se limitaba a observar. Después de cinco noches repitiendo esa rutina, dejó el balcón entreabierto y trató de convencer al animalito para que entrara, pero con eso sólo consiguió asustarlo, por lo que hubo de empezar desde el principio. Gatita era muy arisca y no se dejaba engañar.

—Creía que ya estaría sentándose en tu regazo —se burló Julia.

—Vale, pues inténtalo tú.

Julia se lo pensó y esa noche apareció en el comedor con un carrete de hilo del costurero de Elspeth. Esperó a que la gata acabara de comer y entonces hizo rodar el carrete hasta el balcón. Gatita lo miró con recelo. La muchacha tiró un poco del hilo. El animal extendió una pata con indecisión. Al poco rato, estaba persiguiendo el carrete por el balcón, saltando y brincando como loca, esperando a que la joven tirara otra vez del hilo. Sin embargo, en cuanto Julia arrastró el carrete hacia la habitación, el cachorro levantó la cabeza, vio a la chica, saltó del balcón y se perdió entre la hiedra.

—No ha estado mal —admitió Valentina. En el fondo se alegraba de que la gata tampoco hubiera entrado con Julia, pese a que a esas alturas ya ansiaba tanto aquella mascota que no le habría importado que fuera su hermana quien lo consiguiera.

Al final, Gatita de la Muerte entró en el comedor, pero no por las gemelas. Un martes por la noche a finales de febrero, tras preparar la comida del animal, Valentina estaba tratando de abrir la puerta del comedor con la bandeja en las manos cuando oyó un roce y un susurro de hojas de hiedra. El balcón estaba entreabierto y un aire frío se colaba en la habitación. Fuera, la gata retozaba y saltaba. El carrete de hilo iba de un lado para otro, controlado por una mano invisible: tan pronto estaba quieto, casi al alcance del cachorro, como rodaba y brincaba por el suelo del balcón, y entonces el animal intentaba pararlo extendiendo una pata. Valentina se quedó quieta. El carrete de hilo se elevó y quedó suspendido en el umbral, balanceándose provocativamente. Gatita vaciló unos instantes, se preparó y saltó. El impulso la llevó al interior de la habitación. La puerta se cerró detrás de ella.

Valentina y la gata se miraron, sorprendidas. Se recuperaron al mismo tiempo: la joven dejó la bandeja en el suelo y el animalito empezó a corretear nerviosamente por el parquet, buscando una escapatoria. La chica cerró la puerta del comedor y apoyó la espalda contra la hoja.

—¿Quién hay? —preguntó. Quería hablar con un tono normal, pero le salió una voz chillona—. ¿Quién es?

El carrete de hilo estaba quieto en el suelo. Todo en la habitación permanecía inmóvil, excepto el felino, que se coló bajo los faldones de la otomana y se escondió. Valentina se quedó escuchando, o, mejor dicho, notando la habitación, tratando de discernir si había algo allí. Pero estaba temblando, y no sentía nada aparte del aire frío y el miedo de Gatita. Entonces algo empujó la puerta desde el otro lado y a Valentina le flaquearon las piernas.

—¿Ratoncita? —Era Julia.

Ella soltó el aire y entreabrió la hoja.

—Pasa, rápido —dijo.

Su hermana se coló por la estrecha abertura y volvió a cerrar la puerta.

—¿La has atrapado? —preguntó Julia, sonriente.

—No. Ha sido el fantasma. —Imaginaba que su hermana se burlaría de ella, pero ésta la miró y vio que temblaba.

Julia encendió el interruptor y la araña iluminó el comedor con su luz tenue.

—Ven aquí —dijo. Retiró una de las altas y finas sillas de la mesa del comedor para que Valentina se sentara. Luego miró alrededor—. Así que el fantasma la ha atrapado. ¿Y dónde está?

—Debajo de la otomana.

Julia se puso a cuatro patas delante de la otomana y, con cuidado, levantó los flecos. Un animalito de ojos verdes y brillantes le enseñó los dientes y bufó.

—La tienes en el bote —comentó con sorna.

—Toma, acerca el atún a la otomana —dijo Valentina—. Quizá salga a comer.

Julia obedeció.

—Bueno —dijo—, ¿cómo lo ha hecho el fantasma? —Había decidido aparcar su incredulidad respecto a eso, al menos de momento. No le desagradaba la idea de que un fantasma sirviera para algo.

—Ha hecho lo mismo que tú, sólo que Gatita no podía verlo, y por eso ha saltado dentro de la habitación. El fantasma ha aprovechado la ocasión y ha cerrado la ventana.

—¿Y eso qué significa? ¿Que el fantasma nos vigila? —Julia empezaba a inquietarse, a su pesar—. Porque, si no, ¿cómo iba a saber que querías esa gata? ¿Dejaste el carrete aquí o en el costurero?

—Aquí.

—Hum. —Julia se paseó por el comedor con las manos a la espalda.

Valentina recordó una película de Sherlock Holmes que habían visto montones de veces en el Canal Nueve cuando eran pequeñas. Sherlock Holmes siempre se paseaba por la habitación. No le habría sorprendido que su hermana hubiera dicho «Elemental, querido Watson»; pero en cambio se sentó en el suelo y observó la otomana con el entrecejo fruncido.

—¿Crees que el fantasma sigue aquí?

Valentina miró alrededor. En el comedor no había muchos sitios donde pudiera refugiarse un espíritu; había pocos muebles.

—Supongo que sí —dijo—. Pero el fantasma no es más que una sensación, al menos hasta esta noche. Nunca lo he visto. Y ahora no lo siento.

Elspeth se puso de pie encima de la mesa del comedor. Llevaba un vestido de cóctel de chiffon azul, zapatos de tacón de aguja y medias de red. Estaba contentísima de haber atrapado al cachorro y de que Valentina la hubiera visto hacerlo. «Ya está. ¡Lo he conseguido! Ahora tendrán que creer en mí».

Gatita de la Muerte seguía bajo la otomana, enfurecida. Sabía que había atún cerca, pero no quería darle a nadie la satisfacción de ver cómo se lo comía. Al cabo de un rato, Julia se cansó de contemplar la otomana y fue a acostarse. Valentina dejó una caja de arena en el comedor, con la esperanza de que el animal no ensuciara por todas partes. Apagó las luces y también se fue a la cama. Elspeth permaneció sentada encima de la mesa, esperando.

Chascó la lengua, consciente de que la gata no podría oírla. Tras media hora de absoluto silencio, el cachorro salió, miró alrededor y dio una vuelta por la habitación en busca de una salida. Elspeth saltó de la mesa y se sentó en la otomana. Esperó a que la gata se tranquilizara y luego la acarició mientras se zampaba el atún. El animal no notó nada.