Primrose Hill

Hacía un día gélido y gris. Estaba a punto de llover. Julia y Valentina caminaban por Primrose Hill. Iban muy abrigadas para protegerse del frío, y el esfuerzo de subir la cuesta les coloreaba las mejillas. Julia había comprado un libro titulado Súper minidiccionario de argot británico en una tienda de Intermon Oxfam. De vez en cuando, mientras andaban, lo consultaba y hacía algún comentario.

Bubble and squeak —dijo.

Valentina reflexionó.

—Es algo de comer. ¿Pastel de ternera y riñones?

—No, el pastel de ternera y riñones se llama pastel de ternera y riñones.

—Bueno, pues una especie de guiso.

—Col y patatas trituradas y fritas —explicó Julia—. Mira, aquí hay una buena: codswallop.

—Paparruchas.

—Muy bien, un sobresaliente para nuestra Ratoncita. Ahora pregúntame tú algo. —Le pasó el libro a Valentina.

Habían llegado a lo alto de la colina; Londres se extendía ante ellas. Las gemelas no lo sabían, pero, durante la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill solía subir al mismo lugar donde se encontraban para meditar sobre posibles estrategias. La vista las decepcionó. Chicago sí era espectacular; desde la azotea del John Hancock Center, una vez superado el vértigo, se veía una ciudad de edificios enormes junto a una gigantesca masa de agua. En cambio, desde lo alto de Primrose Hill, las gemelas veían Regent’s Park, que en febrero estaba muy apagado, rodeado de edificios diminutos.

—Aquí hace un frío del carajo —comentó Julia dando saltitos y abrazándose el torso.

—No digas «del carajo» —la regañó su hermana, frunciendo el ceño—. Es de mala educación.

—Vale. Hace un frío que pela. ¡Mecachis, qué frío hace aquí!

Julia empezó a ejecutar una especie de danza. Corría describiendo círculos y de vez en cuando daba saltitos sin moverse del sitio al tiempo que inclinaba el cuerpo hacia un lado y otro. Valentina permanecía quieta, con los brazos cruzados, observando los brincos de la otra, que de vez en cuando chocaba con ella.

—Venga, Ratoncita —dijo, y le cogió las manos enfundadas en los mitones.

Bailaron en círculos unos minutos, hasta que Valentina se quedó sin aliento. Permaneció inclinada, con las manos apoyadas en las rodillas, resollando.

—¿Estás bien? —le preguntó su hermana. Ella sacudió la cabeza y se le cayó el sombrero. Julia se lo puso. Pasados unos minutos, Valentina volvió a respirar con normalidad. La otra se sentía capaz de subir y bajar corriendo la colina diez veces sin llegar a cansarse tanto como Ratoncita con sólo bailar un par de minutos—. ¿Ya te encuentras bien?

—Sí. —Empezaron a bajar la cuesta. El viento paró casi al instante. Valentina notó que sus pulmones dejaban de comprimirse—. Deberíamos enterarnos de cómo encontrar un médico.

—Ya.

Siguieron un rato en silencio; ambas iban pensando lo mismo: «Le prometimos a mamá que buscaríamos un médico nada más llegar, que no esperaríamos a que Valentina tuviera una urgencia. Pero sólo llevamos seis semanas aquí, así que en realidad aún seguimos en “nada más llegar”. Además, en Highgate Hill hay un hospital; si pasa algo podemos ir a urgencias. Aunque todavía no tenemos seguro, así que tendríamos que decírselo a mamá y papá. Pero ¿cómo nos enteramos de cómo funciona la Seguridad Social? Quizá ese abogado que se encargó del testamento de tía Elspeth pueda explicárnoslo».

—Tendríamos que llamar al señor Roche —dijeron ambas a la vez, y se echaron a reír.

—Qué remedio —se lamentó Julia.

—Ya me encuentro mejor —comentó Valentina.

En ese momento tuvo la impresión de que alguien la observaba, lo cual le ocurría a menudo últimamente. A veces esa sensación desaparecía; de hecho, en lo alto de la colina no la había notado. Se volvió y miró en derredor, pero estaban solas en la calle, aparte de una joven que empujaba un cochecito con un bebé dormido. Las casas, con sus fachadas estrechas e inexpresivas y las cortinas corridas, las repelían. Bajaron unos escalones hasta el camino que discurría junto al Regent’s Canal; era un lugar apacible, con anchos senderos en ambas orillas. Las casas se alzaban sobre él con una extraña perspectiva, como si las muchachas caminaran por debajo de una calle transparente. De vez en cuando caían unas gotas de lluvia gruesas y frías. Valentina miraba continuamente por encima del hombro. Un adolescente pasó en bicicleta por su lado sin mirarlas siquiera. Alguien andaba al mismo ritmo que ellas por la calle, por encima del camino; Valentina oía pasos.

Julia percibió la inquietud de su hermana.

—¿Qué pasa?

—Ya lo sabes.

Julia estuvo a punto de repetir lo que llevaba días diciendo: «Eso es una tontería, Ratoncita». Pero de pronto también ella oyó los pasos. Levantó la cabeza, pero no vio nada: sólo el muro, la barandilla y las casas. Se detuvo al mismo tiempo que Valentina. Los pasos continuaron —uno, dos, tres, cuatro—, amplificados por el agua, hasta que de pronto se interrumpieron. El chapoteo de la corriente del canal contra las orillas de cemento enfatizó la brusca interrupción del ruido. Julia y Valentina se quedaron paradas frente a frente, con la cabeza ladeada para captar mejor el sonido. Esperaron, y los pasos esperaron también. Las gemelas dieron media vuelta y regresaron por donde habían llegado. Los pasos siguieron oyéndose en la dirección opuesta, titubearon y finalmente continuaron, cada vez más débiles a medida que se alejaban.

Las chicas llegaron a los escalones y subieron a la calle. A lo lejos distinguieron a un hombre con un abrigo largo que se alejaba apresuradamente. Valentina torció el gesto.

—¿Quieres volver a casa? —preguntó Julia.

«Sí, pero no por lo que tú imaginas».

—No —contestó en cambio. Dentro del piso, aquella sensación era más intensa—. Vamos al Victoria and Albert a ver los vestidos de la reina Carolina.

—Vale —accedió Julia. Mientras consultaba el mapa, su hermana seguía mirando alrededor, pero, fuera lo que fuese, ya había desaparecido.

Elspeth sentía que estaba a punto de realizar un gran avance. Había reflexionado mucho sobre su condición de fantasma. «Hay un equilibrio entre el aspecto estético y el práctico. Me he hecho un lío tratando de emular a los vivos, mover objetos y todo eso. En cambio, tengo facultades de las que ellos carecen: puedo volar, atravesar las paredes y estropear televisores. No soy exactamente materia, de modo que debo de ser energía». Lamentó no haber estudiado más física. Casi todos sus conocimientos de ciencias provenían de los concursos televisivos y los crucigramas. «Y si soy energía, ¿qué?». No entendía por qué Valentina captaba su presencia y Julia no. En cualquier caso, redobló sus esfuerzos: seguía a Valentina por el piso, encendiendo y apagando luces. La joven señaló a su hermana el estado de la vetusta instalación eléctrica y le expresó su temor de que produjera un incendio en el edificio. Cuando las gemelas salían, Elspeth se ponía a hacer ejercicios: proyectar una sombra, hacer que un recibo de Tesco flotara unos centímetros por encima de la mesa del comedor. (No tuvo éxito en ninguno de los dos casos). Imaginaba escenas espectaculares: «Tiraré todos los libros de las estanterías, romperé los cristales de todas las ventanas, tocaré Maple Leaf Rag al piano». Pero era tan débil que no conseguía que sonara ni una sola nota. Caminaba por encima del teclado del piano, pisando tan fuerte como podía con sus Martens amarillas, y las teclas se hundían apenas unos milímetros. Le parecía captar el susurro de las cuerdas, pero en realidad no sonaba nada. Con las puertas tuvo más éxito: si las bisagras estaban bien engrasadas, era capaz de cerrarlas apoyándose contra la hoja y empujando con todas sus fuerzas.

Siguió practicando. «Si me hubiera esforzado tanto cuando vivía, podría haber levantado un Mini Cooper». Los resultados eran graduales pero indudables. Lo más efectivo que podía hacer era sencillamente mirar de hito en hito a Valentina.

A la joven eso no le gustaba. Al parecer percibía las miradas emotivas de Elspeth y, aunque ésta tratara de proyectar alegría y sonrisas, sentía desasosiego. Ojeaba alrededor, se levantaba y se iba; abandonaba el libro que estuviera leyendo o se llevaba la taza de té a otra habitación. A veces Elspeth la seguía, en otras ocasiones la dejaba marcharse. También trató de mirar fijamente a Julia, pero por lo visto era inmune.

Una mañana, Elspeth se reunió con ellas en el comedor a la hora del desayuno. Cuando entró en la estancia, Valentina se hallaba en pleno discurso.

—… no sé, es como un fantasma, una… presencia. Es como si hubiera alguien. —Paseó la mirada por la habitación, bañada por la luz del sol—. Ahora está aquí. Hace un minuto no estaba.

Julia, obediente, ladeó la cabeza y se quedó muy quieta, tratando de percibir al fantasma. Luego negó con la cabeza.

—No —se limitó a decir.

«Haz algo», pensó Elspeth. Estaba entusiasmada porque, por primera vez, su sobrina había utilizado la palabra «fantasma». Se colocó detrás de la silla de Julia, se inclinó, la abrazó por los hombros y le puso las manos sobre el corazón. La chica soltó un gritito.

—¡Hostia! —exclamó.

Elspeth la soltó, y ella se acurrucó en la silla, temblando.

—¿Qué pasa? —preguntó su hermana, asustada.

—De repente he notado un frío bestial. ¿Tú no?

—Es el fantasma —dijo Valentina. Elspeth le acarició el brazo. Le daba miedo estrecharla como había hecho con Julia; temía que su corazón no lo soportara. La muchacha se frotó el brazo y dijo—: Hay corriente de aire.

Ambas se quedaron sentadas esperando, concentradas. «Ahora o nunca». Elspeth echó un vistazo a la habitación en busca de algo lo bastante liviano para moverlo. Consiguió hacer temblar ligeramente la cucharilla de Valentina contra la taza de té. Las gemelas se quedaron contemplándola, intercambiaron una mirada y volvieron a fijarse en la cucharilla. Elspeth encendió las bombillas de los apliques de la pared, pero en la habitación entraba mucha luz y las gemelas no apreciaron el cambio, así que volvió a hacer temblar la cucharilla.

—¿Y bien? —dijo Valentina.

—No lo sé. ¿Tú qué opinas? —«Síguele la corriente», pensó Julia.

—Pasa algo.

—¿Fantasmas?

Valentina se encogió de hombros. Elspeth estaba encantada. «Estamos a punto».

—Está contento —declaró Valentina.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque de pronto estoy contenta, sin estar contenta. Es algo que viene de fuera de mí.

—Por lo menos no es un fantasma malvado. Ya sabes, como en Poltergeist, aquella película en la que construyen una casa encima del cementerio —dijo Julia. Miró a su hermana con recelo.

—¿Crees que tiene algo que ver con el cementerio? —Valentina imaginó un cadáver viscoso y humeante saltando la tapia del camposanto, trepando por la fachada del edificio y entrando en su casa—. Uf. —Se levantó, dispuesta a marcharse.

—Qué mal rollo. Salgamos un rato. —Julia se daba cuenta de que Ratoncita estaba asustada; lo mejor era moverse, salir fuera.

—Vamos a salir, fantasma —anunció Valentina—. No nos sigas, por favor: no soporto que hagas eso.

«Pero ¿qué dices? Si nunca salgo del piso…». Elspeth contempló cómo se vestían y luego las siguió hasta la puerta.

—Adiós, fantasma —dijo Valentina con un deje de hostilidad, y le cerró la puerta en las narices.

Elspeth intentó no ofenderse.