Desde hacía unos días, Martin oía ruidos en el desván. Había algo que correteaba, arañaba y hurgaba en la cámara entre el techo de su piso y el tejado. Llamó a Robert. Éste telefoneó al operario de control de plagas, que se llamaba Kevin.
Kevin llegó puntualmente el lunes a primera hora de la mañana. Era un individuo enorme que pesaba como mínimo ciento veinte kilos, alto y grueso. No dijo nada mientras Martin y Robert lo guiaban entre las habitaciones oscuras, ocupadas por montañas de cajas. Martin no entendía cómo un ser humano tan inmenso se metería por la pequeña trampilla del techo del vestidor por la que se accedía al desván.
El operario tiró de la escalerilla, sacó una linterna y pasó por el hueco con un débil gruñido. Empezaron a oírse las pisadas de sus botas de una viga a otra. A Martin le producía cierta inquietud mirar por aquel hueco. ¿Y si salía algún bicho corriendo? Quizá el bicho tuviera pulgas; quizá Kevin, al bajar, llevara las pulgas en las botas. Se estaba entreteniendo mucho allí arriba. Martin se puso muy nervioso.
—No hace falta que te quedes ahí de pie —dijo Robert—. ¿Por qué no vas a tu mesa a fumarte un cigarrillo? Ya lo espero yo.
Martin negó con la cabeza. Se oían las débiles pisadas de las botas por el perímetro exterior del edificio.
—¿Has subido alguna vez al desván? —preguntó Robert.
—Una vez subió Marijke, al principio de vivir aquí, porque tuvimos problemas con el tejado. Pero eso fue antes de tu llegada. Sólo hay tablas y material aislante. —Se preguntó si podría convencer al operario para que se quitara las botas antes de bajar de la escalerilla. Supuso que no.
Las pisadas se acercaron; Kevin apareció en el hueco de la trampilla y empezó a descender por la escalerilla. Martin no apartaba la vista de sus botas.
—¿Has visto algo? —preguntó Robert.
—Ahí arriba no hay nada. El desván está limpio.
—Hum —murmuró Robert—. Entonces deben de estar encima del tejado, no bajo el tejado.
—Es posible.
Robert lo acompañó hasta la calle y volvió a subir. Encontró a Martin fregando el suelo del vestidor.
—¿Y bien? —dijo Robert.
—Es un misterio.
—Mi abuelo también decía eso.
—¿Cómo es que todavía no te has presentado a las sobrinas de Elspeth? —preguntó entonces Martin—. Ya llevan seis semanas aquí.
Robert se apoyó en la jamba de la puerta y lo pensó.
—No lo sé. He estado muy ocupado. Pero me encargué de que les arreglaran el techo. —Miró a su vecino, que seguía fregando, y añadió—: Deberías utilizar menos agua, o harás que se derrumbe también el techo del vestidor y se echarán a perder todos los zapatos de Elspeth.
—Son encantadoras. Al menos una de ellas lo es. A la otra no la conozco. Se parece mucho a Elspeth.
—¿En qué sentido?
—Tiene su misma franqueza apabullante. Aunque Elspeth sabía manejarla mejor, por supuesto; Julia no la controla del todo. Pero es una chica encantadora, de verdad. No tienes nada que temer.
Robert soltó una risita que Martin tradujo correctamente como «no te metas, por favor».
—Esos ruidos que dices que oyes… ¿seguro que son de animales? Me he fijado en que ese roble tan grande ya supera la altura del tejado. Quizá deberíamos llamar a un jardinero para que lo pode un poco. No le hará ningún daño.
—Bueno. —Martin creía firmemente que el desván estaba infestado de algo, pero era lo bastante sensato para no insistir en ello cuando aquel operario acababa de comprobar que allí no había nada. Martin sabía que existían dos realidades: la real y la percibida. Ya había intentado explicárselo a Robert, pero él no lo entendía y siempre se ponía a hablar de la medicación con un tono grave y casi condescendiente. Dejó de fregar y miró fijamente el suelo; entonces cerró los ojos y consultó sus sentimientos. El impulso de limpiar ya estaba satisfecho. Se levantó y recogió el cubo y el cepillo—. ¿Cómo va tu libro?
—Muy bien. Hoy voy a visitar la Real Academia de Medicina, estoy ayudando al doctor Jelliffe con su opúsculo sobre los médicos enterrados en Highgate.
—Qué bien —comentó Martin con nostalgia. De todo lo que echaba de menos del mundo exterior, la documentación en las bibliotecas ocupaba uno de los primeros puestos. Robert fue a decir algo, pero lo pensó mejor. Martin añadió—: Saluda de mi parte al doctor. Y haz el favor de presentarte a las gemelas.
Robert sonrió y le lanzó una mirada enigmática.
—Vale. Lo haré. —Salió del piso y bajó la escalera.
En el rellano de la primera planta se quedó delante de la puerta contemplando la tarjetita con el nombre de Elspeth. Levantó una mano y estuvo a punto de llamar, pero finalmente se dirigió a su piso.