Propiedades eléctricas

Era una deprimente noche de sábado de mediados de febrero. La lluvia repicaba en las ventanas; Elspeth se preguntó si así se limpiaba parte de la suciedad de los cristales. Julia y Valentina cenaban delante del televisor. «Acabarán sufriendo algún tipo de deficiencia vitamínica —pensó Elspeth—. Nunca comen verdura». Esa noche el menú consistía en sopa de pollo de lata, tostadas con mantequilla de cacahuete y leche semidesnatada. Las gemelas veían mucho la tele (Julia argumentaba, en broma, que de alguna forma tenían que aprender el idioma), pero esa noche aparentaban haberse sentado a mirar en serio un programa concreto, Doctor Who.

Elspeth estaba suspendida por encima de ellas, tumbada boca abajo, con la barbilla apoyada en los brazos cruzados. «¿Es que no dan nada más en la tele?». Ella era una entendida en ciencia ficción y no había visto ningún episodio de Doctor Who desde principios de los años ochenta. «Bueno, supongo que es mejor que nada». Se dedicó a observar a Julia y Valentina. Ambas tomaban la sopa despacio, en tazas, y parecían encantadas. Elspeth echó un vistazo a la pantalla y vio al Doctor saliendo de TARDIS y entrando en una caduca nave espacial.

«Pero ¡si es David Tennant!». Elspeth se acercó al televisor y se sentó a sólo un palmo de la pantalla. El Doctor y sus compañeros habían descubierto una chimenea francesa del siglo XVIII en la nave espacial. La chimenea estaba encendida. «Me encantaría encender una chimenea», pensó Elspeth. Había intentado calentarse colocándose sobre las llamas de los fogones en las raras ocasiones en que las gemelas cocinaban, El Doctor se había agachado junto al fuego y conversaba con una niña pequeña que estaba al otro lado de la chimenea, aunque ella se encontraba en París, en 1727. «Qué triste es que te guste David Tennant cuando estás muerta. Qué programa tan extraño». La niña pequeña resultó ser la futura Madame de Pompadour. Unos androides mecánicos de la nave espacial pretendían robarle el cerebro.

—¿Cómo lo catalogarías, cyber-steampunk o steam-cyberpunk? —preguntó Julia. Elspeth no tenía ni idea de a qué se refería.

—Mira el pelo de la niña —dijo Valentina—. ¿Crees que podríamos peinarnos así?

—Es una peluca.

El Doctor le estaba leyendo el pensamiento a Madame de Pompadour. Le puso las manos sobre la cabeza, con las palmas tapándole la cara y los dedos delicadamente separados alrededor de las orejas. «Qué dedos tan largos», se maravilló Elspeth. Puso una pequeña mano sobre la de David Tennant. La pantalla desprendía un calor delicioso. Elspeth hundió la mano en ella, sólo un par de centímetros.

—Ahí va, qué raro —comentó Valentina. Había una silueta oscura de una mano de mujer sobre la figura del Doctor. Éste le soltó la cabeza a Madame de Pompadour, pero la mancha permaneció donde estaba.

Elspeth apartó la mano; la silueta negra seguía en la pantalla.

«¿Cómo lo has hecho?», preguntó el Doctor.

Elspeth creyó que se lo preguntaba a ella. «Debo de haber quemado la pantalla. ¿Y si pudiera hacer lo mismo con la cara?». Se introdujo por completo en el aparato y se encontró mirando a través de la pantalla. Allí dentro se encontró muy a gusto, caldeada y cómodamente recluida. Elspeth sólo llevaba un par de segundos allí cuando las gemelas vieron que la pantalla se ponía negra. El televisor se había apagado.

—¡Maldita sea! —protestó Julia—. Y eso que parece nuevo. —Se levantó y empezó a tocar los botones, sin éxito.

—Quizá esté en garantía —especuló Valentina—. ¿Dónde lo compraría?

«En John Lewis —recordó Elspeth—, pero creo que la garantía ya ha expirado». Salió del aparato y se plantó ante él, con la esperanza de que volviera a funcionar. «Ha sido emocionante. ¡Me han visto! Bueno, han visto mi mano». Esperó a que la pantalla volviera a cobrar vida, pero ésta seguía apagada. «A ver, pensemos. He provocado un cortocircuito en un dispositivo eléctrico. ¿Seré eléctrica? ¿De qué estoy hecha?». Se miró las manos, que a ella le parecían… unas manos normales y corrientes. Fue flotando hasta una lámpara de pie que había en un rincón de la habitación. Estaba apagada. Metió una mano a través de la pantalla y tocó la base de la bombilla, que empezó a brillar débilmente. «Eh, esto es fabuloso». Volvió la cabeza para ver si las chicas se habían dado cuenta, y comprobó que no.

—A lo mejor el vecino de arriba nos dejaría su televisor —comentó Valentina. Su reticencia a conocer a Martin era equiparable a su deseo de ver el resto del episodio.

—No sé si tiene tele. No vi ninguno, pero quizá lo tapaban esos montones de cajas. —Se quedaron mirándose en silencio, indecisas.

—Quizá haya un Scrabble por alguna parte. —Valentina se levantó, y Julia la siguió fuera de la habitación.

Elspeth se quedó sujetando la bombilla; tenía una clara sensación de anticlímax. «Está en el armario de la habitación de invitados», pensó. Soltó la bombilla y el resplandor se extinguió. Oyó a las gemelas registrando su despacho. «Tengo que tomarme esto más en serio. Lástima que no leyera más historias de fantasmas, estoy segura de que Le Fanu y compañía me habrían ofrecido algunas pistas. Quizá encuentre algo en la Wikipedia. ¿Podré encender el ordenador? No, seguramente sólo conseguiría cargármelo». Volvió a meterse en el televisor; estaba apagado, pero todavía conservaba algo de calor. «¿Qué me pasa? Me siento estúpida, creo que la muerte me ha rebajado cincuenta puntos el coeficiente intelectual. Antes sabía razonar. Ahora sólo floto por ahí haciendo experimentos al azar sobre la naturaleza de la existencia. Y regodeándome en la autocompasión».

Cuando se extinguió por completo el calor del aparato, Elspeth salió de él y se dirigió a la habitación de invitados. El armario estaba un poco abierto. El Scrabble se hallaba en el estante de arriba, bajo la caja del Monopoly y un viejo tablero de naipes. Subió al estante y se puso detrás de los juegos. Empezó a empujar. Pero era inútil: las cajas pesaban demasiado. «¡Mierda!».

Fue a su despacho a ver qué hacían las muchachas. Las encontró sentadas en el suelo, inclinadas sobre un ejemplar viejo de The Face. Elspeth se enojó. «Qué idiotas. Estáis en un piso abarrotado de textos fabulosos, ¿y qué os ponéis a leer? A Morrissey».

—Va, no te enfades —dijo Valentina.

—¿Qué?

—No te enfades conmigo. Yo no tengo la culpa de que se haya estropeado la tele.

—No estoy enfadada contigo. —Apartó la revista y miró a Valentina—. Estoy… aburrida, pero no enfadada.

—Ah. Es que he notado como si… como si estuvieras muy irritada conmigo.

—Pues no.

—Vale.

Siguieron leyendo. Elspeth se agachó en el suelo, a escasa distancia de ellas, y las observó. Valentina levantó la cabeza y, perpleja, paseó la mirada por la habitación. Como no vio nada, volvió a concentrarse en el texto. Julia pasó la página.

«Vaya, vaya —pensó Elspeth—. Veo que tú y yo llegaremos a algo».

—¡Qué frío hace aquí! —comentó Valentina—. Vámonos a la cama.

Julia guardó la revista y apagó la luz. Elspeth se quedó a solas en la oscuridad, escuchando cómo las jóvenes se lavaban los dientes. Cuando el piso hubo quedado en silencio, fue hasta su mesa y tocó con los dedos la lámpara. La bombilla se iluminó.