Perlas

Julia se plantó ante la puerta de Martin a las cuatro en punto de la tarde del día siguiente; a Valentina le había dado un ataque de timidez y decidió no subir. Esa mañana se había presentado un operario para reparar el techo de su dormitorio, así que Julia pensaba que debía cumplir su promesa.

La joven llevaba vaqueros y una blusa blanca. Cuando Martin abrió la puerta, ella se sorprendió de verlo con traje y corbata. También llevaba unos guantes quirúrgicos de látex que le conferían un aspecto de mayordomo de los que salen en la tele.

—Pasa —dijo él. La guió por el piso hasta una cocina asombrosamente acogedora, pese a que las ventanas estaban tapadas con papel de periódico y cinta adhesiva—. Siempre comemos aquí —explicó—. El comedor está invadido por las cajas. —Lo dijo como si no tuviera ni idea de cómo había podido pasar.

—¿Tiene usted familia? —Julia no concebía que alguna mujer pudiese estar casada con aquel chalado.

—Sí, tengo mujer e hijo. Mi mujer está en Ámsterdam, y mi hijo en Oxford.

—Ah. ¿Su mujer está de vacaciones?

—Supongo que podríamos llamarlo así. No sé cuándo volverá, así que he de arreglármelas por mi cuenta. De momento, todo es un poco improvisado. —Había puesto tres platos en la mesa de la cocina.

Julia se sentó en la silla que quedaba enfrente de la puerta trasera, «por si tengo que salir huyendo».

—Valentina no puede venir. No se encuentra muy bien —explicó, lo cual en parte era verdad.

—Qué lástima. Otra vez será —replicó Martin.

Estaba contento consigo mismo: había organizado sin mucho tiempo una merienda bastante aceptable. Había sándwiches de pate de pescado y de pepino y berros, además de un bizcocho Victoria. También había sacado el juego de té de porcelana de la madre de Marijke, que incluía un cuenco lleno terrones de azúcar y una jarrita de leche. Le pareció que todo había quedado tan bien como si lo hubiera preparado su mujer.

—¿Qué té te apetece? —le preguntó a Julia.

—¿Tiene Earl Grey?

Martin encendió el hervidor eléctrico y metió una bolsita en la tetera.

—En realidad no se prepara así, pero uno se vuelve vago —comentó.

—Entonces, ¿cómo se prepara?

—Bueno, se calienta primero la tetera, y se usa té suelto… Pero yo no noto la diferencia, y bebo mucho té, así que el ritual se ha ido perdiendo.

—Nuestra madre también usa bolsitas —declaró Julia para tranquilizarlo.

—Entonces debe de ser correcto —señaló Martin con gravedad.

El agua hirvió (de hecho, la había calentado varias veces antes de que llegara Julia, para asegurarse de que el hervidor funcionaba correctamente), y Martin preparó el té. Al poco rato ambos estaban sentados a la mesa, merendando. Él se sintió invadido de bienestar. No había reparado en lo mucho que echaba de menos compartir una comida con otra persona. Julia levantó la vista y vio que él le sonreía. «Quizá esté loco, pero es muy simpático».

—¿Cuánto hace que vive aquí? —preguntó.

—Veintitantos años. Cuando nos casamos vivíamos en Ámsterdam, y luego estuvimos un tiempo en St. John’s Wood. Compramos este piso poco antes de que naciera Theo.

—Y… ¿siempre ha hecho esto de no salir del piso?

Martin negó con la cabeza.

—No, esto es reciente. Antes tenía un empleo en el Museo Británico, traducía de lenguas antiguas y clásicas. Ahora trabajo desde casa.

Julia sonrió.

—Ah, ¿le traen aquí la piedra Rosetta y esas cosas? —Ellas habían visitado el museo la semana anterior. Se acordó de Valentina inclinada sobre el Hombre de Lindow, casi llorando.

—No, no. Normalmente no necesito los objetos originales. Toman fotografías y hacen dibujos, y yo trabajo con eso. Ahora que todo es digital, resulta mucho más fácil. Supongo que llegará el día en que bastará con que agiten los objetos ante el ordenador y éste soltará la traducción en canto gregoriano. Pero, entretanto, todavía necesitan a alguien como yo para descifrar los textos. —Martin hizo una pausa, y añadió con cierta timidez—: ¿Te gustan los crucigramas?

—No se nos dan muy bien. A veces mi madre hace el del New York Times. Intentó enseñarnos, pero sólo nos salen los de los lunes.

—Vuestra tía Elspeth era un genio de los crucigramas. Para su cumpleaños, yo le componía uno especialmente críptico.

Julia estaba deseando hablar de Elspeth, pero comprendió que él estaba invitándola a preguntarle sobre su trabajo, así que, para ser educada, dijo:

—¿Se dedica usted a confeccionar crucigramas?

—Sí. Para el Guardian —declaró, y por su tono era como si estuviera confesando una doble identidad secreta, de superhéroe.

Julia se esforzó por adoptar una expresión admirativa acorde con la situación.

—¡Vaya! Nunca se nos ha ocurrido pensar que hay alguien que se ocupa de hacerlos. No sé, aparecen en el periódico y ya está.

—Es una forma artística infravalorada. —«Pregúntale algo sobre ella, estás monopolizando la conversación»—. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

—Todavía no lo sabemos. No lo hemos decidido.

Martin dio un sorbo de té y la miró con gesto inquisitivo.

—¿Siempre hablas en primera persona del plural?

Julia frunció el entrecejo.

—Bueno… no. Me refiero a Valentina y a mí. Todavía no hemos decidido a qué profesión queremos dedicarnos.

—¿Tenéis que hacer ambas lo mismo?

—¡Pues claro! —Hizo una pausa y se recordó que estaba hablando con un desconocido, no con Ratoncita—. Es decir, nos interesa algo que podamos hacer juntas. Quizá podríamos hacer dos trabajos un poco diferentes que encajaran de alguna forma.

—¿Y qué os gusta hacer a cada una?

Bueno, a Valentina le encanta la ropa. Le gusta modificar las prendas. Cogería su traje, por ejemplo, y, no sé, le haría una abertura en la espalda y le podría un corsé o un miriñaque o algo así. Es una gran admiradora de Alexander McQueen. —Echó un vistazo la silla que Martin había preparado para Valentina y se preguntó que estaría haciendo su hermana.

Por su parte, Martin se imaginó con un miriñaque y sonrió.

—¿Y tú?

—Hum. No sé. Me gusta investigar. Supongo. —Miró su plato mientras lo decía. Tenía pintadas unas campanillas azules. «¿Por qué me sentiré como al borde de un pozo?».

—¿Más té? —preguntó Martin. Julia asintió en silencio y él le llenó la taza—. Sois muy jóvenes, ¿no? Mi hijo tampoco sabe qué quiere hacer todavía. Estudia Matemáticas, pero no le apasionan, supongo que acabará dedicándose a las finanzas y se pasará el día planeando vacaciones exóticas. Todo lo que le gusta tiene un lado peligroso.

—¿Por ejemplo?

—Las motos. Y creo que practica escalada, pero nadie quiere confirmarlo ni desmentirlo. Prefiero no saberlo, la verdad.

—¿Se preocupa por él?

Martin rió. Hacía meses que no estaba de tan buen humor.

—Amiga mía, yo me preocupo por todo. Pero, sí, me preocupo especialmente por Theo. Es lo que nos pasa a todos los padres. Desde el momento en que fue concebido, empecé a preocuparme por él. Creo que eso no le ha hecho ningún bien a mi hijo, pero no puedo evitarlo.

Julia pensó en Martin limpiando el suelo. «Es como un perro que se lame el mismo sitio una y otra vez».

—¿Y por eso lava las cosas?

Martin se reclinó en la silla y cruzó los brazos.

—Una observación muy perspicaz. Sí, tienes razón. —La miró, y ella lo miró a él. Ambos experimentaron una pequeña sacudida de reconocimiento. Ella pensó: «Está loco y yo lo entiendo. Pero quizá no esté del todo chiflado. Quizá se trate de una especie de locura lúcida, como un sueño»—. Te gusta investigar cosas. ¿Qué clase de cosas?

Julia trató de expresarlo con palabras.

—Pues… todo. Siento curiosidad por cosas que en general a la gente no le interesan. Por ejemplo: me gustó la visita al Museo Británico, pero habría disfrutado más si hubiera podido entrar en los despachos y almacenes; me habría encantado mirar en todos los cajones y… descubrir lo que fuera. También me gusta averiguar cosas sobre la gente. Ya sé que suena grosero, pero me intriga por qué tiene usted todas esas cajas, y qué hay en ellas, y por qué todas las ventanas de su piso están tapadas con papel de periódico, y cuánto tiempo llevan así, y cómo se siente usted cuando lo lava todo, y por qué no le pone remedio. —Miró a Martin y pensó: «Ahora viene cuando me pide que me marche».

Se produjo un largo silencio. Entonces Martin sonrió.

—Eres muy… norteamericana, ¿no?

—¿Es un eufemismo de «muy maleducada»? Sí, soy muy maleducada. Lo siento.

—No, no. No me pidas disculpas. Eso me corresponde a mí. ¿Más té?

—No, gracias. Si tomo demasiados excitantes pierdo la compostura. Quizá la haya perdido ya —respondió Julia.

Él se sirvió otra taza.

—¿De verdad quieres saber todo eso? —dijo—. Porque si contesto a todas tus preguntas, quizá pierda mi aire de misterio y entonces no querrás volver a visitarme.

—Claro que volvería. —«Es usted la persona más rara que he conocido en mi vida; no se libraría de mí aunque quisiera».

Martin abrió la boca, titubeó y dijo:

—¿Fumas?

—Sí.

Él sonrió. Se levantó de la silla y volvió con un paquete de tabaco y un encendedor. Sacó un cigarrillo y se lo ofreció. Ella se lo puso en los labios, dejó que se lo encendiera e inmediatamente sufrió un acceso de tos. Él se levantó de un brinco y fue a buscarle un vaso de agua. Cuando la muchacha pudo hablar, preguntó:

—¿Qué demonios es esto?

—Gauloises. Sin filtro. Lo siento, no pretendía matarte.

Ella le devolvió el cigarrillo.

—Tome, me bastará con inhalar el humo que eche usted.

Martin dio una honda calada y dejó que el humo saliera lentamente por su boca. Julia pensó que jamás había visto semejante expresión de placer en el rostro de nadie. Entonces entendió cómo Martin había conseguido conquistar a una chica y casarse con ella: se había limitado a mirarla de esa manera. A Julia le habría encantado que alguien la mirara así. Entonces se sintió confusa.

—La curiosidad mató al gato —dijo Martin. Dio otra calada al cigarrillo.

—Ya. Pero siento como si fuera a explotarme la cabeza si no averiguo… lo que sea.

—Serías una buena académica.

A Julia la fascinaba ver salir el humo por la boca de Martin en pequeñas ráfagas mientras él hablaba. «Creía que papá era un auténtico fumador, pero este tío juega en primera división».

—Ya, pero no puedo estar quieta mucho rato. Necesito averiguarlo en un momento preciso, y luego investigar otra cosa.

—En ese caso podrías ser periodista.

Ella puso cara de no estar convencida.

—Quizá —accedió—. Pero ¿y Valentina? —Vio que Martin se había quitado los guantes quirúrgicos para fumarse el cigarrillo y que los había dejado, arrugados, junto a su taza y su platillo.

—¿No crees que las dos seríais más felices si cada una persiguiera sus propios intereses?

—Es que estamos muy unidas. Siempre lo hemos hecho todo juntas.

—Ya.

Julia tuvo la desagradable sensación de que alguien había subido al piso de arriba antes que ella y le había expuesto a Martin los puntos de vista de Ratoncita.

—¿Qué? —soltó con resentimiento.

—Es una pena que ya no puedas conocer a Elspeth. Ella tenía algunas cosas interesantes que decir sobre el hecho de ser gemela.

Julia prestó suma atención.

—¿Como qué? —preguntó.

—¿Te apetece un trozo de pastel? —ofreció Martin. Ella negó con la cabeza—. Creo que yo sí me serviré un poco. —Cortó con cuidado un trozo de bizcocho y lo puso en un plato, pero en lugar de comérselo siguió fumando—. Elspeth pensaba que la relación entre gemelos debía tener un límite para que ninguno de los dos perdiera su individualidad. Opinaba que tu madre y ella habían traspasado esa frontera.

—¿Cómo?

Martin negó con la cabeza.

—Nunca me lo contó. Deberías preguntárselo a Robert; si ella se lo confesó a alguien, debió de ser a él.

—¿Se refiere a Robert Fanshaw? Todavía no lo hemos conocido.

—Hum. Suponía que habría ido a presentarse nada más saber de vuestra llegada. Qué raro.

—Hemos llamado a su puerta, pero nunca está en casa. Quizá haya salido de viaje.

—Lo he visto esta mañana. Él se ha encargado de que vinieran a reparar vuestro techo. —Sonrió—. Y me ha regañado por causaros molestias, como es lógico. —Apagó el cigarrillo y se puso los guantes meticulosamente.

—Ah. No entiendo por qué… No sé, ¿cómo es?

Martin se llevó un trozo de bizcocho a la boca y Julia esperó a que lo masticara y tragara.

—Bueno, estaba muy unido a Elspeth. Supongo que su muerte lo ha trastornado un poco. Pero es un buen tipo; tiene mucha paciencia con mis percances.

—¿Tiene usted muchos…? Esto… ¿hemos de esperar que el techo se derrumbe a menudo?

Martin se mostró abochornado.

—Eso sólo había pasado una vez. Haré todo lo posible para que no se repita.

—Ah, pero ¿puede controlarlo?

—Hay un pequeño margen. Normalmente.

Julia estaba un poco mareada a causa del humo.

—¿Puedo ir al baño? —preguntó.

—Por supuesto. —Señaló la habitación del servicio—. Ahí tienes uno.

La muchacha se levantó, vacilante, y cruzó la habitación llena de cajas hasta el diminuto cuarto de baño. En la bañera había más cajas amontonadas. «Debe de ser como vivir en un trastero». Utilizó el váter y después de lavarse la cara se sintió mejor.

—Bueno, ¿qué hay en las cajas? —dijo cuando volvió a la cocina—. Parece que acabe de mudarse a este piso.

Martin la miró con tolerancia.

—Está bien, señorita Pandora Poole. Haré una excepción y le concederé el honor de abrir una caja.

—¿Cualquiera?

—Supongo que sí. No siempre recuerdo qué contienen, así que no importa cuál abras.

Ambos se levantaron. «Parece un cumpleaños. O Navidad».

—¿Alguna pista?

—No —contestó Martin—. La mayoría son bastante insulsas, fueron al comedor y Julia observó los altos montones. —¿Qué te parece si eliges alguna de las de arriba? Para no tener que moverlas todas.

Julia señaló una y Martin, con cuidado, la cogió y se la entregó, estaba forrada de cinta adhesiva, así que el hombre fue a buscar un cúter. La joven puso la caja en el suelo, se arrodilló y cortó el precinto; cuando la abrió, Martin se apartó, como si temiera que explotara.

Estaba llena de plástico. Al principio Julia creyó que no contenía nada más, pero al meter la mano comprendió que había varios objetos, cada uno envuelto en plástico y protegido con cinta adhesiva. Levantó la cabeza y miró a Martin. Él estaba de pie en el umbral, tirándose de los enguantados dedos con nerviosismo.

—¿Quiere que pare? —preguntó ella.

—No. Desenvuelve algo.

La muchacha tanteó en el interior y extrajo un paquetito de plástico. Lo desenvolvió despacio. Era un pendiente, una perla engarzada en una elaborada pieza de plata. Se lo mostró a Martin, que se inclinó para examinarlo.

—Ah —dijo—. Es de Marijke. Seguro que querrá recuperarlo. No lo cogió de la mano de Julia.

—¿Cree que el otro pendiente está aquí dentro?

Martin asintió en silencio. Ella siguió rebuscando en la caja hasta que encontró otro paquete parecido. Cuando tuvo los dos pendientes, se levantó. Fue hacia Martin y le tendió la mano. Él ahuecó las suyas, enguantadas, y Julia deposito en ellas los pendientes. Luego, la muchacha metió todo el plástico en la caja y la colocó de nuevo en lo alto del montón. No quería saber qué más contenía. Volvieron a la cocina y se quedaron de pie junto a sus sillas, un poco incómodos. Con cuidado, Martin puso los pendientes en la taza de té de Valentina, y dijo:

—A veces una cosa es… demasiado… y hay que aislarla y esconderla. —Se encogió de hombros—. Lo que hay en esas cajas es… emoción. En forma de objetos. —Miró a Julia—. ¿Era eso lo que querías saber?

—Sí. —Parecía un sistema sensato—. Gracias.

—¿Alguna otra pregunta?

Julia se miró los zapatos.

—Lo siento —se disculpó—. No era mi intención… Ha sido usted muy amable al… —Se interrumpió, porque estaba al borde de las lágrimas.

—Eh, eh. No pasa nada, niña. —Martin le puso un pulgar bajo la barbilla y le levantó la cabeza—. No ha pasado nada. —Ella lo miró parpadeando—. No te pongas trágica.

—Es que de pronto me he sentido de verdad como Pandora.

—No, en absoluto. Pero creo que ahora voy a mandarte a casa.

—¿Puedo volver otro día? —Dio la impresión de que necesitaba saberlo con urgencia.

—Claro que sí —contestó Martin—. Será un placer. Te pareces mucho a tu tía. Ven a verme cuando quieras, por favor —añadió.

—Vale. Vendré. Gracias.

Recorrieron los pasillos sorteando las cajas hasta la puerta del piso. Él vio bajar a Julia, escorzada, por la escalera. Justo antes de desaparecer, ella se paró y le dijo adiós con la mano. Martin oyó abrirse y cerrarse la puerta, oyó que la chica llamaba: «¡Ratoncita!», y una voz que respondía. «Dios mío», se dijo; se volvió y cerró la puerta.