Un asunto delicado

Las gemelas encontraban espinosa la virginidad, cada una a su manera. Julia había hecho sus pinitos. En el instituto, se había dejado besar y acariciar en algún coche, en el dormitorio de los padres de algún amigo, durante una fiesta, estando los padres fuera de la ciudad; en una ocasión, en un lavabo de señoras de Navy Pier; más de una vez, en la puerta de la casa de Jack y Edie, un chalet nada espectacular. Ella siempre había soñado con vivir en una gigantesca casa victoriana con porche, porque así podría sentarse con el chico de turno en el balancín y tomar helado, y ambos lo lamerían de los labios del otro mientras Valentina los espiaba desde el salón a oscuras. Pero no había porche, y los besos eran tan deslucidos como la casa.

Julia recordaba haber rechazado a varios chicos en la playa, detrás del cobertizo de West Park después de patinar sobre hielo, en una sala de ensayo de música del instituto. Recordaba la reacción de cada muchacho, los diversos grados de confusión y rabia. «Entonces ¿a qué has venido?», le había preguntado el chico de la sala de ensayo, y ella no había sabido qué contestar.

¿Qué quería? ¿Qué imaginaba que esos chicos podían hacerle? ¿Y por qué los interrumpía antes de que pudieran hacérselo?

Valentina estaba más solicitada y no era tan hábil diciendo que no. Durante su adolescencia, era a Valentina a la que elegían los chicos tranquilos y también los que se consideraban estrellas del rock en ciernes. Julia elegía chicos a los que no interesaba y luego se dedicaba a perseguirlos; Valentina, en cambio, con su aire soñador, no les hacía caso y los enamoraba sin proponérselo. Se llevó una sorpresa cuando el muchacho que se sentaba detrás de ella en clase de Álgebra le declaró su amor mientras ella le quitaba el candado a la bicicleta, y no menos cuando el editor del periódico del colegio la invitó al baile de fin de curso.

—Deberías dejar que ellos tomaran la iniciativa —dijo Valentina cuando Julia se lamentó de esa desigualdad. Su hermana era impaciente, y no le gustaba que otros decidieran por ella. Esos rasgos son fatídicos para el romance, sobre todo cuando ronda cerca una versión de uno mismo más indiferente.

A Valentina le interesaba el sexo, no así los chicos con quienes podría haberlo practicado. Cuando se fijaba en alguien, siempre lo encontraba inmaduro, soso, absurdo. Estaba acostumbrada a la profunda intimidad de la vida con Julia y no sabía que para empezar una relación se requiere una nube de esperanza e ilusión irracional. Valentina era como una veterana que, tras un largo matrimonio, ha olvidado cómo se coquetea. La pasión de los chicos que la seguían por los pasillos del instituto de Lake Forest a una distancia prudente se desvanecía al enfrentarse a su educada perplejidad.

De modo que las gemelas seguían siendo vírgenes. Ambas fueron testigos de cómo todas sus amigas se incorporaban al mundo adulto del sexo, hasta convertirse en las únicas de su círculo de conocidos que permanecían en el mundo de los no iniciados. «¿Cómo ha sido?», preguntaban a sus amigas. Las respuestas que recibían eran vagas. El sexo era como las bromas privadas: había que vivirlo.

Las dos se preocupaban por la virginidad juntas y por separado. Pero nunca abordaban el problema fundamental: el sexo era algo que no podrían hacer juntas. Una de las dos tendría que ir primero, y entonces la otra se quedaría atrás. Y cada una tendría que escoger a un chico diferente, y esos chicos, esos novios en potencia, querrían pasar tiempo a solas con una o con otra; querrían ser la persona más importante de la vida de Julia o Valentina. Cada novio sería una palanca, y no tardaría en abrirse una brecha; habría horas del día en que Julia ni siquiera sabría dónde estaba Valentina ni qué estaba haciendo, y ocasiones en que Valentina se volvería para decirle algo a su hermana y en su lugar encontrarían a su novio, dispuesto a escuchar lo que tuviera que decirle, aunque solo Julia lo habría entendido.

Su mundo privado era un asunto delicado. Exigía fidelidad absoluta, así que permanecían vírgenes y esperaban.