Era muy tarde, más de las dos de la madrugada, y las gemelas dormían. Hacía frío. Las chicas aún no habían averiguado cómo funcionaba la calefacción; esa noche tampoco parecía querer encenderse, pese a que las temperaturas habían bajado. Estaban acostumbradas a su hogar norteamericano, exageradamente caldeado; habían pasado toda la noche poniendo las manos sobre los radiadores y preguntándose por qué no se calentaban lo suficiente. Habían acabado por acostarse tapadas con varios edredones, y así se habían quedado dormidas. Habían encontrado una botella de agua caliente en un cajón y se la habían puesto en los pies. Valentina estaba tumbada de costado, en posición fetal. No tenía el pulgar metido en la boca, sino suspendido cerca de los labios, como si hubiera estado chupándoselo y el dedo, cansado, hubiera decidido escabullirse. Julia se encontraba abrazada a su hermana, pegada a su espalda y con un brazo apoyado en su muslo; parecían dos cucharas en el cajón de los cubiertos. Para ellas, ésa era una postura habitual; así habían dormido cuando estaban en el útero. Cada una mostraba una expresión diferente: Valentina, que tenía el sueño ligero, fruncía el entrecejo y apretaba los párpados. Julia gesticulaba: estaba soñando. Sus ojos giraban bajo los finos párpados. En su sueño, Julia estaba en una playa, en Lake Forest. Había niños; las pequeñas olas los derribaban y ellos gritaban de gozo. Julia notó la humedad del lago en la piel y se agitó en sueños. Sintió que empezaba a llover. Los niños corrían hacia donde estaban sus padres, que recogían los juguetes y los botes de crema protectora. Llovía a cántaros. Julia trataba de recordar: «¿Dónde está el coche?». También echaba a correr…
El agua le salpicó la cara. Se llevó una mano a la mejilla, todavía dormida. Valentina despertó, se incorporó y miró a su hermana. Un hilillo de agua empezó a caer del techo sobre los edredones, justo sobre el pecho de Julia.
—¡Julia! ¡Despierta!
Ella despertó y dio un bufido. Tardó un minuto en comprender qué estaba pasando. Valentina ya había ido corriendo a la cocina y vuelto con una enorme olla de sopa cuando ella se levantó. La primera puso el recipiente bajo la gotera y el agua empezó a repiquetear en él. La cama se había empapado. El yeso del techo estaba mojado y desmenuzado. Las gemelas se quedaron mirando cómo el agua caía en la olla. Pequeños trozos de yeso flotaban como cuajos de requesón.
Valentina se sentó en la butaca que había junto a la cama.
—¿Tú qué crees? —preguntó. Llevaba unos calzoncillos bóxer y una camiseta de tirantes finos; tenía la piel de gallina en los brazos y los muslos—. No llueve. —Levantó la cabeza para mirar el techo—. A lo mejor alguien iba a darse un baño y se ha dejado el grifo abierto.
—Pero entonces, ¿por qué no está aquí la gotera? —Julia entró en el aseo, encendió la luz y escudriñó el techo—. Está completamente seco —dijo.
Se miraron; las gotas seguían cayendo en el recipiente.
—En fin —dijo Julia. Se puso la bata, una prenda vieja de seda rosa que había encontrado en Intermon Oxfam—. Será mejor que suba a ver qué pasa.
—Te acompaño.
—No, quédate aquí por si la olla se desborda. —Era una buena idea, porque el agua ya amenazaba con llegar al borde.
Julia salió del apartamento y subió la escalera. Nunca había subido al piso de arriba. En el rellano había montones de periódicos, sobre todo Guardian y Telegraph. La puerta estaba entreabierta. Julia llamó con los nudillos. No contestaron.
—¿Hola? —gritó.
Lo único que oía era un ruido rítmico y abrasivo, como si estuvieran lijando. Y a un hombre que hablaba en voz baja.
Permaneció plantada ante la puerta, nerviosa. No sabía nada de los vecinos. Lamentó que Valentina no estuviera con ella. ¿Y si eran satanistas, o pederastas, o de esa gente que mata a las jóvenes entrometidas con una motosierra? ¿Había motosierras en Gran Bretaña, o sólo las utilizaban los asesinos en serie norteamericanos? Se quedó con una mano en el picaporte, vacilando. Imaginó el agua inundando todo su piso, todos los muebles de tía Elspeth flotando por allí, a Valentina nadando de habitación en habitación, tratando de salvar algo del desastre. Abrió la puerta, entró y volvió a llamar:
—¿Hola?
El piso estaba muy oscuro, e inmediatamente tropezó con un montón de cajas. Tuvo la opresiva sensación de que había muchos objetos muy apretados unos contra otros. Se veía algo de luz más allá del vestíbulo, en otra habitación, pero allí sólo había una débil penumbra. Iba descalza, y notó el parquet pegajoso y arenoso bajo los pies. Distinguió, en el recibidor, unos caminos flanqueados por montones de cajas que llegaban hasta el techo, a una altura de tres metros. Julia se preguntó si alguna vez se habrían caído aplastando a alguien. ¿Y si había alguna persona enterrada bajo todo aquello? Avanzó a tientas, como si fuera ciega. Olía a carne cocinada y cebolla frita. Y a tabaco dulce. También al acre y complejo tufo de algún detergente con lejía. Y fruta podrida; ¿limones? Jabón. Trató de distinguir los efluvios, que le irritaban la nariz. «Dios mío, no me dejes estornudar», pensó, y estornudó.
El murmullo y el ruido de lijado cesaron bruscamente. La muchacha se quedó inmóvil. Tras unos momentos que le parecieron una eternidad, los rumores prosiguieron. El corazón le palpitaba y se volvió para ver si había dejado abierta la puerta del piso, pero ya no la veía. «Migas de pan —pensó—. Una cuerda. No encontraré el camino para salir de aquí».
Las cajas desaparecieron bajo las yemas de sus dedos. Estiró el brazo y tocó una puerta cerrada. De haber estado en su piso, ése sería el dormitorio delantero. El ruido sonaba más cercano. Avanzó por el pasillo. Al final llegó ante la puerta del dormitorio trasero y se asomó.
El hombre estaba de espaldas a ella, en cuclillas, y sólo sus pies y el cepillo de fregar tocaban el suelo. A Julia le recordó a un hombre imitando a un oso hormiguero. Llevaba únicamente unos vaqueros. La luz del techo era intensa, demasiado para una habitación tan pequeña, y la cama le pareció enorme. Había un montón de ropa, libros y cachivaches esparcidos. En las paredes, mapas y fotografías. Mientras fregaba, el hombre recitaba algo en una lengua extranjera. Tenía una voz muy bonita, y Julia supo, pese a no entenderlo, que lo que estaba diciendo era triste y dramático. ¿Se trataría de un fanático religioso?
El suelo se veía oscurecido, empapado. El hombre metió la mano en un cubo y extrajo el cepillo de fregar, que chorreaba agua jabonosa. Julia lo observó. Al cabo de un rato, comprendió que el hombre fregaba el mismo espacio una y otra vez. El resto del suelo seguía seco.
La joven empezó a desesperar. Quería decir algo, pero no sabía cómo empezar. Entonces pensó que se estaba comportando como Ratoncita, y eso la animó a hablar.
—Disculpe —dijo en voz baja.
El hombre, que en ese momento tenía la mano dentro del cubo, se sobresaltó tanto que lo derribó, y el agua se derramó por el suelo.
—¡Oh! —exclamó ella—. ¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! Déjeme…
Corrió hacia el cuarto de baño, pasando por encima del charco de agua, y volvió con unas toallas. El hombre, en cuclillas, la miraba con expresión de incredulidad, casi de estupor. Julia trató de contener la inundación utilizando las toallas como barricadas. Volvió al cuarto de baño y regresó cargada de más toallas y farfullando disculpas. Martin estaba tan impresionado por la energía de la muchacha y por sus continuas palabras de contrición que se limitaba a mirarla. A Julia se le había desabrochado la bata rosa, y llevaba el cabello despeinado. Parecía una niña pequeña que hubiera montado en un tiovivo en camisón. Se le veían las piernas casi hasta arriba. Martin pensó que aquella chica era un encanto por irrumpir en su piso con un camisón viejo y unas bragas, y aunque no entendía qué hacía allí, su presencia le produjo alivio. La abrumadora ansiedad que había sentido hasta ese momento desapareció. Se enjugó las manos en los pantalones. Julia terminó de secar el suelo, arrebujó las toallas y las metió en la bañera. Cuando volvió al dormitorio, satisfecha, vio a Martin agachado en el suelo, con los brazos cruzados, mirándola.
—Hola —la saludó, y le tendió una mano.
Julia se la cogió y tiró de él. Al soltarle la mano, se fijó en que le sangraba; una fina capa de sangre cubría también su palma. Martin le había tendido la mano para que ella se la estrechara, y se extrañó al encontrarse de pie. Julia, a su vez, se sorprendió de lo ágil que era él. Se encontró frente a un hombre maduro, delgado, con unas gafas de montura de carey torcidas. Le pareció muy huesudo; rodillas, codos y nudillos eran muy prominentes. No era nada peludo. Julia reparó en que su pecho era ligeramente cóncavo. Se ruborizó y lo miró a la cara. Tenía el cabello entrecano. Parecía buena persona.
—Me llamo Martin Wells —se presentó.
—Yo soy Julia Poole. Vivo abajo.
—Ah, claro. Y… ¿te sentías sola?
—No, no… Es que el agua… Nuestra cama queda justo ahí abajo, nos hemos despertado porque ha empezado a caer agua del techo.
Martin se sonrojó.
—Lo siento muchísimo. Llamaré a alguien para que lo arregle.
Julia desvió la vista hacia el cubo y el cepillo de fregar, hacia el suelo mojado. Luego, desconcertada, volvió a mirar a Martin.
—¿Qué hacía? —le preguntó.
—Limpiar. Estaba limpiando el suelo.
—Le sangran las manos.
Martin se las miró. Las palmas estaban surcadas de grietas abiertas, de tantas horas como llevaban en remojo. Tenía la piel tirante y muy enrojecida. Luego observó a Julia, que contemplaba el dormitorio y las cajas amontonadas contra las paredes.
—¿Qué guarda ahí? —preguntó.
—Cosas.
Julia decidió abandonar el tacto y la discreción.
—¿Y vive usted así? —preguntó.
—Sí.
—Es de esas personas que se pasan el día limpiando. Como Howard Hugues.
Martin no sabía qué decir, así que se limitó a afirmar:
—Sí.
—Mola.
—Bueno, no. No mola nada. —Martin fue al cuarto de baño, abrió el armario de las medicinas, cogió un tubo de crema y se la aplicó en las manos—. Es una enfermedad. —Se colocó bien las galas con un dedo embadurnado de crema.
Julia intuyó que había dado un paso en falso.
—Lo siento.
—No pasa nada.
Hubo una pausa un tanto incómoda, durante la cual ninguno de los dos miró al otro.
Julia empezó a ponerse nerviosa. «Tenía razón: está loco».
—Debo volver abajo —dijo—. Valentina se estará preguntando qué hago.
Martin asintió.
—Siento mucho lo de vuestro techo. Llamaré a alguien mañana a primera hora. Bajaría yo mismo…
—¿Sí?
—Pero nunca salgo del piso.
Julia se llevó una desilusión, pese a que momentos antes estaba decidida a marcharse.
—¿Nunca? —preguntó.
—Eso forma parte de… mi enfermedad. —Martin sonrió—. No pongas esa cara. Puedes venir a verme cuando quieras.
Y guió a Julia entre el laberinto de cajas. Cuando llegaron a la puerta del piso, dejó que abriera ella y saliera al rellano.
—Espero que vuelvas —le dijo entonces—. A tomar el té, por ejemplo. ¿Qué tal mañana?
Julia permaneció en el bien iluminado rellano y miró con los ojos entornados a Martin, que permanecía algo alejado de la puerta, en su oscuro recibidor.
—Vale —asintió—. Claro.
—Puedes venir con tu hermana.
Julia sintió una pequeña punzada de celos. Si Martin conocía a Valentina, seguramente le caería mejor que ella. Valentina siempre caía mejor a todo el mundo.
—Bueno, le preguntaré si puede.
Él sonrió.
—Entonces, hasta mañana. ¿A las cuatro?
—Vale. Encantada de conocerlo —se despidió, y bajó a toda prisa.
Cuando llegó a su piso, Valentina acababa de vaciar la olla. El techo seguía goteando y la cama estaba empapada. Las gemelas observaron el desastre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Valentina.
Su hermana se lo contó, pero le costó describir a Martin. Valentina se horrorizó cuando supo que las había invitado a tomar el té.
—Pero si por lo que cuentas parece horrible… —protestó—. ¿Nunca sale de su apartamento?
—No lo sé. Me ha parecido muy educado. No sé… sí, es evidente que está loco, pero con un toque excéntrico inglés muy agradable, ¿me explico?
Las gemelas empezaron a retirar los edredones de la cama. Los llevaron al cuarto de baño e intentaron escurrirlos.
—Me parece que se han echado a perder —dijo Julia.
—No, sólo es yeso. Creo que podremos limpiarlos. ¿Y si los mojamos del todo? —Valentina puso el tapón en el desagüe de la bañera y abrió el agua caliente.
—Bueno, le he dicho que iría a tomar el té; si quieres puedes venir. Creo que al menos deberías conocerlo. Es nuestro vecino.
Valentina se encogió de hombros. Terminaron de deshacer la cama y dejaron la olla encima del colchón para que fuese recogiendo el agua de la gotera. Se acostaron en el otro dormitorio (que también estaba húmedo) y se durmieron sumidas en sus propias preocupaciones: Valentina, por las reparaciones domésticas; Julia, por el té.