A Valentina no le gustaba el metro. Estaba oscuro y sucio, y los trenes iban muy deprisa; además, le parecía demasiado abarrotado. La incomodaba encontrarse apretujada entre los demás pasajeros, notar el aliento de un desconocido en la nuca, sujetarse a una barra y verse empujada contra hombres sudorosos. Y, sobre todo, le molestaba estar bajo tierra. El hecho de que en algunos países lo llamaran «subterráneo» no hacía sino empeorar las cosas. Por eso cogía el autobús siempre que podía.
Procuraba ocultar que le daba miedo ir en metro, pero su hermana lo sabía. Cada vez que habían de salir, Julia extendía el plano del metro sobre la mesa del comedor y planeaba complicadas rutas que implicaban al menos tres trasbordos. La otra nunca objetaba nada. Caminaba al lado de Julia, bajaba en las escaleras mecánicas a unas estaciones de metro sin fondo. Esa noche tenían planeado ir al Royal Albert Hall a ver un espectáculo circense. Cogieron el metro en Archway. En Warren Street tuvieron que cambiar de la línea Norte a la Victoria, y se encontraron avanzando, con algunas personas más, por un largo pasillo con las paredes revestidas de azulejos blancos. Valentina le dio la mano a Julia. Comprobó mentalmente que tenía la cremallera del bolso cerrada, por temor a los carteristas. Se preguntaba si todos se darían cuenta de que eran estadounidenses. La multitud avanzaba como una masa compacta y fluida.
Valentina se fijó en un hombre que caminaba algo por delante de ellas.
Era bastante alto y tenía el cabello ondulado, castaño y más bien largo. Llevaba una camisa blanca con botones en las puntas del cuello y unos pantalones marrones de pana, y cargaba con un grueso libro en rústica. Calzaba zapatos de cordones, sin calcetines. El tipo, muy pálido, andaba con el paso largo y flexible de un perro labrador o de un oso perezoso. Valentina sintió curiosidad por saber qué estaría leyendo. Las gemelas montaron con él en un ascensor; al salir, el desconocido siguió andando delante de ellas por diversos túneles y a continuación bajó por una interminable escalera mecánica. Cuando veía este tipo de escaleras, Valentina tenía la impresión de que el mundo se había inclinado y la sometía a una nueva y extraña fuerza de gravedad. Por fin llegaron al andén de la línea Victoria.
Valentina intentó leer el título del libro del individuo. Acababa en «sis». ¿Kafka? No, demasiado grueso. El hombre llevaba unas gafas pequeñas, de montura dorada, y tenía un rostro bondadoso, con la mandíbula muy grande y una nariz larga y estrecha que en ese momento acercó a su libro. Tenía ojos castaños, párpados gruesos, pestañas pobladas. El tren se acercaba, abarrotado; las puertas se abrieron y se cerraron sin que entrara ni saliera nadie. El hombre levantó la cabeza un momento y siguió leyendo.
Julia estaba hablando de un accidente que había visto esa mañana, en el que un ciclomotor había atropellado a una anciana, aunque sabía que a su hermana le daba miedo cruzar las calles y que siempre esperaba pacientemente a que se iluminara el hombrecillo verde, aunque no hubiera ningún coche a la vista, por más que ella cruzara la calle y le hiciera señas con la mano desde la otra acera.
—Ya basta —le dijo Valentina, después de haber intentado en vano no escucharla—. Si no te callas, me quedaré en casa y tendrás que hacer la compra tú sola.
La muchacha se calló, sorprendida, lo que alivió enormemente a su hermana.
El siguiente tren llegó al cabo de un minuto. No venía tan lleno, y las gemelas subieron a un vagón. Julia avanzó a empujones hacia el centro, pero Valentina se quedó agarrada a una barra, cerca de la puerta. Cuando el tren arrancó, Valentina levantó la cabeza y vio que el hombre al que había estado observando se hallaba de pie a su lado, apretado contra ella. El tipo la miró y ella desvió los ojos. Olía a hierba, como si hubiera estado cortando césped, a sudor y a algo que Valentina no supo identificar. ¿Papel? ¿Tierra? En cualquier caso le pareció un olor agradable y lo aspiró como si contuviera vitaminas. Alguien llevaba una bolsa de la compra que le rozaba la pierna. Valentina volvió a levantar la cabeza. El hombre seguía contemplándola. La joven se ruborizó, pero le sostuvo la mirada.
—No te gusta mucho el metro, ¿verdad? —dijo él.
—No.
—A mí tampoco. —Tenía una voz suave y agradable—. No me gusta esta intimidad forzosa.
Ella asintió en silencio, mirando la boca del desconocido mientras hablaba. Era una boca grande; el labio superior, un poco conejil, dejaba entrever unos dientes ligeramente prominentes, a los que les habría venido bien una ortodoncia. Valentina pensó en los años que Julia y ella habían pasado yendo a la consulta del doctor Weissman para que les arreglara la dentadura. Se preguntó cómo tendrían ahora los dientes si no se los hubieran corregido.
—¿Eres Julia o Valentina? —preguntó el hombre.
—Valentina —contestó ella, y al instante la horrorizó su descaro. Pero ¿cómo sabía aquel desconocido sus nombres?
El tren frenó al entrar en una estación y le hizo perder el equilibrio. El tipo la cogió por el codo y la sujetó hasta que el tren se hubo detenido del todo. «Estación Victoria», anunció la incorpórea voz femenina del metro.
—¡Ratoncita! Ésta es nuestra parada, Ratoncita. Tenemos que cambiar aquí. —La voz de Julia se elevó por encima del muro de gente que las separaba, y se abrieron las puertas.
Valentina volvió la cabeza y miró al hombre.
—Tengo que bajarme —le dijo. La mirada del desconocido tenía un aire tranquilizador, como si viajaran juntos y llevaran horas montados en ese tren.
—¿Adónde vais? —preguntó él.
Julia avanzaba a empujones hacia ellos. Valentina se apeó del tren.
—Al circo —dijo al mismo tiempo que Julia saltaba del vagón al andén.
Él sonrió. Las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha. Valentina se quedó un momento allí plantada, mirándolo. El hombre levantó una mano, vaciló y la agitó.
—¿Quién era ése? —preguntó Julia. Tomó a su hermana de la mano y echaron a andar con la multitud para coger la línea District.
—No lo sé.
—Era guapo —comentó Julia.
Valentina asintió. «Sabía nuestros nombres. ¿Cómo es posible, si no conocemos a nadie aquí?».
Robert vio alejarse a las gemelas. Se apeó en la siguiente parada, Pimlico, fue andando hasta la Tate Gallery y se sentó en los empinados escalones de la entrada, muy agitado, contemplando el Támesis. «¿Por qué tienes tanto miedo?», se preguntó, pero no supo responderse.