Robert llevaba un año imaginando la llegada de las gemelas. Mantenía conversaciones imaginarias con ellas: les hablaba de Londres, del cementerio, de Elspeth; charlaba con ellas sobre restaurantes, su tesis, cualquier cosa. Durante el largo año previo a su llegada, mientras transcurrían los días, Robert anotaba centros de interés: «Está el gato de Dick Whittington. Les gustará conocer su historia… Las llevaré a Postman’s Park, al Hunterian Museum, al John Soane. Montaremos en el London Eye al atardecer. —Elspeth y él habían hecho todas esas cosas juntos—. Visitaremos la casa de Dennis Severs el día de Navidad. Y el Foundling Museum». Y así, en su imaginación, se convirtió en el cicerone de las gemelas en Londres, en su sherpa indispensable, en su hablante nativo. Las muchachas acudirían a él para solucionar sus pequeños dilemas y dudas; él, paternal y amistoso, las aconsejaría y ayudaría en su iniciación londinense. Tenía muchas ganas de conocerlas. Sin embargo, las había rodeado de tantas agudezas, expectativas y esperanzas, que ahora que por fin habían llegado les tenía miedo.
Lo normal habría sido que subiera al piso de arriba, llamara a la puerta y se presentara. Pero el sonido de sus pasos y su risa lo paralizaban. Las veía entrar y salir, recorrer el jardín delantero con vestidos idénticos, cargadas de bolsas de comida, flores, una lámpara horrible. «¿Para qué necesitarán una lámpara? Elspeth las tiene a montones».
Ellas llamaban a su puerta una o dos veces al día. Robert, sentado a su escritorio o mientras cenaba, se quedaba inmóvil y las oía hablar en voz baja en el rellano. «Abre la puerta, hombre —se decía a sí mismo—. No seas tan capullo».
Vacilaba ante su duplicidad; juntas daban la impresión de ser sublimes e inviolables. Todas las mañanas las veía recorrer el resbaladizo sendero hasta la cancela. Parecían tan autosuficientes y, al mismo tiempo, tan dependientes una de otra, que se sentía rechazado sin haber intercambiado una palabra con ellas.
Una mañana luminosa y fría, Robert se plantó ante la ventana, con una taza de café en la mano, el abrigo y el sombrero puestos, y se dispuso a esperar. Al final oyó que las gemelas bajaban ruidosamente la escalera. Vio que cruzaban el jardín y salían por el portón.
Entonces fue tras ellas.
Cruzaron Pond Square, recorrieron Highgate Village y tomaron Jackson’s Lane hasta la estación de metro de Highgate. Él las seguía a cierta distancia; dejó que desaparecieran y luego temió que llegara un tren y se las llevara. Bajó corriendo la escalera mecánica. La estación estaba casi desierta; eran las once y media. Volvió a encontrarlas en el andén de los trenes que iban hacia el sur, y se quedó lo bastante cerca de ellas para subir al mismo vagón. Las gemelas se sentaron cerca de las puertas centrales. Robert ocupó un asiento al otro lado, a unos cuatro metros de distancia. Una de las jóvenes estudiaba un plano del metro; la otra, recostada en el respaldo, observaba los anuncios.
—Mira —le dijo a su hermana—, podríamos volar a Transilvania por una libra cada una.
A Robert le sorprendió oír su suave acento americano, tan diferente de la segura voz de Elspeth, que hablaba como una universitaria británica.
Evitaba mirarlas. Pensó en una gata que había tenido su madre, Squeak; cuando la llevaban al veterinario, el animal escondía la cabeza bajo el brazo de Robert. Por lo visto, creía que si no podía ver al veterinario, éste tampoco podría verla a ella. Robert no miraba a las gemelas para que ellas no lo vieran.
Se apearon en Embankment para tomar la línea District. Al final se apearon en la estación de Sloane Square y, titubeando, entraron en Belgravia, parándose a menudo para consultar el callejero. Robert nunca iba a esa zona de Londres, así que él tampoco tardó en perderse. Iba rezagado, vigilándolas con la mirada; se sentía ridículo y pervertido, por no decir sumamente conspicuo. Los vecinos de Sloane, jóvenes elegantes de ambos sexos, pasaban por su lado cargados con bolsas de la compra y hablando por sus teléfonos móviles. De sus bocas salían pequeñas nubes de vaho mientras caminaban hablando solos, como actores que ensayaran su papel. Comparadas con ellos, las gemelas parecían vacilantes e infantiles.
Se metieron en un callejón y de pronto se emocionaron mucho; caminaban deprisa y estiraban el cuello para ver los números de las tiendas.
—¡Es aquí! —exclamó una de ellas.
Entraron en una sombrerería diminuta, Philip Treacy, donde pasaron una hora probándose sombreros. Robert las observaba desde la acera de enfrente. Se turnaban para ponerse los tocados y se volvían ante lo que debía de ser un espejo. La dependienta, sonriente, les ofreció una enorme espiral de color verde lima. Una de las hermanas se lo puso en la cabeza y las tres se mostraron muy complacidas.
Robert lamentó no ser fumador, pues así habría tenido una excusa para estar plantado en la calle sin hacer nada. «Quizá debería ir a tomarme una pinta. Por lo visto, podrían pasarse toda la tarde así». Las muchachas parecían encantadas ante un disco de plástico naranja que a Robert le recordó los halos del tamaño de platos de los cuadros medievales. «Necesito un disfraz. Quizá una barba, o un traje de aislamiento químico». Las gemelas salieron de la tienda sin ninguna bolsa.
Él las siguió por Knightsbridge y las vio curiosear en los escaparates, comer crepés y mirar embobadas a otros compradores. A media tarde volvieron al metro. Robert dejó que se marcharan y se dirigió a la Biblioteca Británica.
Dejó sus cosas en una taquilla y subió a la sala de lectura 1 de Humanidades. Estaba abarrotada, y Robert encontró un asiento entre una mujer nariguda rodeada de libros sobre Christopher Wren y un joven melenudo que por lo visto se documentaba sobre la organización doméstica de los jacobitas. Robert no pidió ningún libro; ni siquiera preguntó por los que había pedido anteriormente. Puso las manos sobre la mesa y cerró los ojos. «Me siento raro». Se preguntó si estaría incubando la gripe. Notaba una especie de escisión interna: lo asaltaban emociones contradictorias, entre ellas la vergüenza, la euforia, el logro, la confusión, el asco de sí mismo y un intenso deseo de volver a seguir a las jóvenes al día siguiente. Abrió los ojos y trató de serenarse. «No puedes espiarlas así. Tarde o temprano acabarán descubriéndote». Imaginó a Elspeth censurándolo: «No seas cobarde, cariño. La próxima vez que llamen a tu puerta, ve y abre». Entonces pensó que ella se habría burlado de él. Elspeth no entendía la timidez. «No te rías de mí, Elspeth —le dijo mentalmente—. No te rías».
Cuando se encendió la lucecita de aviso de su mesa, Robert comprendió que estaba ocupando el asiento de otro usuario. Miró alrededor, se levantó y salió de la sala de lectura. Regresó a su casa en metro. Mientras recorría el sendero de Vautravers, vio luces en las ventanas del primer piso y el corazón le dio un vuelco de alegría. Entonces recordó que sólo eran las gemelas. «Hoy ha sido una excepción. Mañana llamaré a su puerta y me presentaré como es debido».
A la mañana siguiente fue tras las muchachas hasta Baker Street y pagó veinte libras para pasearse por el museo de Madame Tussauds, manteniendo una distancia prudencial, mientras ellas se reían de las versiones de cera de Justin Timberlake y los miembros de la familia real. Al día siguiente fueron todos a la torre de Londres, y luego vieron un espectáculo de marionetas en el Embankment. Robert empezaba a desesperarse. «¿Es que nunca hacéis nada interesante?». Los días transcurrían entre Neal’s Yard, Harrods, el palacio de Buckingham, Portobello Road, la abadía de Westminster y Leicester Square. Robert captaba el propósito de las chicas: parecían estar rondando las esferas más públicas de Londres, buscando la entrada de una madriguera que las conduciría a otra ciudad subyacente, la verdadera. Trataban de construirse su propio Londres a partir de las indicaciones de Rough Guidey Time Out.
Robert había nacido en Islington y nunca había vivido fuera de Londres. Su imagen geográfica de la ciudad era una maraña de asociaciones emocionales. Los nombres de las calles evocaban novias, compañeros de colegio, tardes aburridas saltándose las clases y divagando; alguna salida con su padre a restaurantes oscuros y al zoo, fiestas rave en almacenes del East End. Empezó a imaginarse que las gemelas lo invitaban a las excursiones escolares, que los tres iban a un exótico colegio privado donde los alumnos llevaban un extraño uniforme y estudiaban turismo. Dejó de pensar en lo que estaba haciendo y de preocuparse excesivamente por que lo descubrieran. La indiferencia de las hermanas le daba miedo; carecían de la habilidad para el camuflaje urbano que deberían tener las jóvenes de su edad. La gente se quedaba mirándolas, y ellas parecían darse cuenta sin conceder al asunto demasiada importancia, como si el hecho de ser constantemente objeto de atención fuera lo más natural.
Ellas iban delante; él las seguía. De vez en cuando, se dejaba caer por el cementerio. Cuando Jessica le preguntó qué pasaba, él le contestó que estaba trabajando en su tesis en casa. Ella lo miró con curiosidad; más tarde, Robert vio los mensajes que se habían acumulado en su contestador automático y comprendió que Jessica debía de pensar que estaba evitándola.
De pronto, las gemelas se quedaron en casa varios días seguidos. Una de ellas salía de vez en cuando, sola, a hacer recados. Robert se inquietó. «Debería subir y ver si se encuentran bien». Tenía la impresión de que las conocía, aunque nunca hubiera hablado con ellas. Las echaba de menos. Se reprochó haberse inmiscuido en sus vidas. Sin embargo, no se decidía a empezar. Pasaba días enteros en su piso, sin hacer ruido, escuchando, esperando, preocupándose.