El vecino de arriba

Martin dejó el teléfono sobre la cama, una isla rodeada de un mar de contaminación en la que llevaba cuatro horas agazapado. Por suerte, en la cama tenía herramientas de supervivencia: el teléfono, un poco de pan y queso, su gastado ejemplar de Plinio. Ahora estaba deseando bajar de la cama. Necesitaba orinar y quería trabajar un poco. El ordenador lo esperaba en el estudio. Pero de alguna forma notaba, sabía, que durante la noche se había producido un horrible accidente. El suelo del dormitorio estaba cubierto de suciedad. Gérmenes, excrementos, vómito: alguien había entrado en el piso y lo había llenado de porquería. «¿Por qué? —se preguntó—. ¿Por qué siempre pasa lo mismo? ¿Cómo puede ser? No, esto no es real. Pero ¿qué puedo hacer?».

De pronto le llegó la respuesta, como si hubiera formulado la pregunta en voz alta: «Cuenta al revés desde mil, en números romanos. Mientras cuentas, toca el cabecero». ¡Claro! Martin se puso a contar, pero titubeó en el DCCXXIII y tuvo que volver a empezar. Mientras contaba, con otra parte de su cerebro se preguntaba por qué necesitaba hacerlo. Volvió a perder el hilo y empezó de nuevo.

Sonó el teléfono. Martin no le hizo caso y trató de concentrarse. El timbre sonó tres veces más antes de que saltara el contestador automático. «Hola, éste es el contestador de Martin y Marijke Wells. Ahora no podemos atenderos. Por favor, deja tu mensaje». Un pitido. Una pausa.

—¿Martin? Venga, contesta. Sé que estás en casa. Siempre estás en casa. —Era la voz de Robert—. Martin. —Un chasquido.

Martin había vuelto a perder la cuenta. Cogió el teléfono y lo lanzó contra la pared. Tras caer al suelo empezó a emitir un zumbido. Martin se horrorizó. Ahora tendría que cambiar el teléfono, porque había caído al suelo, que estaba contaminado. Por la ventana se filtraba la escasa luz vespertina. Martin no había conseguido levantarse. Una vez más, había permitido que su locura lo dominara.

Pero se le ocurrió una idea. Sí: sólo tenía que desplazar la cama. Era un mueble enorme y antiguo, de madera maciza. Se subió al travesaño de los pies de la estructura y empezó a mecerse para conducirlo hacia el cuarto de baño. La cama se desplazaba trabajosamente, sus pequeñas ruedas arañando el parquet. Pero se movía. Martin estaba sudando, concentrado, casi jovial. Y así desplazó la cama, centímetro a centímetro, y al final pudo bajarse en la alfombrilla del baño. Por fin era libre.

Unos minutos más tarde, después de orinar y cuando estaba empezando a lavarse las manos, oyó a Robert llamándolo por el piso, esperó a que su vecino entrara en el dormitorio.

—Aquí —dijo.

Oyó un ruido y dedujo que era Robert poniendo la cama en su sitio. El visitante se quedó de pie al otro lado de la puerta.

—¿Estás bien?

—Sí, sí. Creo que he roto el teléfono. ¿Podrías desconectarlo?

Robert se apartó de la puerta y volvió con el teléfono en las manos.

—No está roto, Martin.

—No, pero… Es que ha ido a parar al suelo.

—¿Y está contaminado?

—Sí. ¿Podrías llevártelo? Encargaré uno nuevo.

—Martin, ¿no prefieres que te lo descontamine? Éste es el tercer teléfono en… ¿cuánto tiempo? ¿Un mes? Precisamente estaba escuchando un programa de Radio Cuatro sobre los vertederos británicos, que están hasta los topes de ordenadores y teléfonos móviles. Es una pena tirar un teléfono que funciona perfectamente.

Martin no contestó. Siguió ante el lavabo. El agua siempre tardaba en calentarse. Martin utilizaba jabón de ácido carbólico. Le escocía la piel.

—¿Vas a tardar mucho en salir? —preguntó Robert.

—Un poco, sí.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—Llévate el teléfono.

—De acuerdo.

Martin esperó. Robert permaneció un minuto al otro lado de la puerta, y luego se marchó. Martin oyó cerrarse la puerta del piso. «Lo siento». Esa frase empezó a repetirse en su mente, hasta que la sustituyó por otro estribillo, más secreto. El agua ya salía caliente. Iba a ser una larga tarde.

Robert volvió a su piso y desde allí telefoneó a Marijke al trabajo. Ella le había pedido que no la llamara allí a menos que hubiera una emergencia, pero nunca contestaba al móvil ni devolvía las llamadas. Trabajaba en la VPRO, una de las emisoras de radio más singulares de Holanda. Robert nunca había estado en los Países Bajos. Cuando imaginaba Holanda pensaba en los cuadros de Vermeer y en El amigo americano.

Oyó unos timbrazos extraños, holandeses, y una voz que no era la de Marijke. Robert preguntó por ella y la voz fue a buscarla. Él estaba de pie en el salón de su piso, con el teléfono pegado a la oreja, escuchando los ruidos de fondo de la emisora de radio. Oía voces amortiguadas: «Nee, ik denk van nie…». «Vertel hem dat het onmogelijk isy hij wil altijd het onderste uit de kan hebben…». Imaginó el auricular sobre la mesa de Marijke, una especie de insecto abandonado en una orilla. Imaginó a la mujer caminando hacia el aparato, su rostro feúcho, con pequeñas arrugas; sus cansados ojos verdes; sus labios, pintados de un color demasiado intenso y tensos en las comisuras, unos labios que raramente sonreían. Y se la imaginó con el suéter naranja que llevaba todos los inviernos, varios días seguidos. Marijke nunca tenía los dedos quietos: siempre sujetaban un cigarrillo o un bolígrafo, arrancaban una pelusa imaginaria del cuello de la camisa de quien tuviera cerca, enroscaban mechones de su lacio cabello. A Robert lo sacaba de quicio verla toqueteándolo todo.

Marijke cogió el auricular.

Hallo? —contestó con su voz sensual.

Robert siempre le decía a Martin que Marijke podría haber ganado una fortuna en el negocio de los teléfonos eróticos. Cuando trabajaba en la BBC, leía los partes del tráfico de la tarde; a veces se presentaban hombres en el vestíbulo de la emisora preguntando por ella. En la VPRO presentaba un conocido programa donde básicamente se hablaba de desgracias relacionadas con los derechos humanos, del calentamiento del planeta y de cosas terriblemente tristes que les pasaban a los animales.

—Hola, Marijke. Soy Robert. —Notó el malestar de ella, que le llegaba a través de las ondas.

—Hola, Robert —dijo tras una pausa—. ¿Cómo estás?

—Muy bien. El que no está bien es tu marido.

—¿Y qué quieres que haga? Yo estoy aquí, y él allí.

—Quiero que vengas y te ocupes de él.

—No, Robert, no voy a ir. —Marijke tapó el auricular con la mano y dijo algo a alguien; luego prosiguió—. No pienso volver por nada del mundo. Y él ni siquiera puede bajar a recoger el correo, así que dudo que vayamos a vernos pronto.

—Al menos llámalo.

—¿Para qué?

—Para convencerlo de que tiene que tomarse los medicamentos. Para animarlo. Caramba, no sé. ¿No tienes ningún interés en ayudarlo?

—No. Eso ya lo he hecho. No es ninguna broma, Robert. Martin no tiene remedio.

Miró por la ventana y contempló el caótico jardín delantero de Vautravers, que ascendía a medida que se alejaba de la casa; era como contemplar un escenario vacío y en pendiente. Mientras Marijke declaraba su completa falta de preocupación por el futuro de Martin, las gemelas salieron por la puerta principal del edificio y subieron por el sendero hacia el portón que daba al callejón. Se habían puesto unos vestidos azul celeste y sombreros a juego, y llevaban unos manguitos de color lavanda. Una de ellas hacía oscilar un manguito, sujeto con una cinta a su muñeca; la otra señaló algo que había en un árbol y ambas rompieron a reír.

—¿Robert? ¿Me oyes?

Una de las gemelas caminaba un poco adelantada; a Robert le pareció estar viendo un solo ser con dos cabezas, cuatro piernas y dos brazos. Salieron por el portón. Él cerró los ojos y en su retina apareció una imagen residual: la silueta de una niña que resplandecía contra un fondo oscuro. Estaba como hechizado. Habría jurado haber visto a Elspeth de joven, una versión anterior que hasta ese momento le habían ocultado. «Son tan jóvenes… y tan raras… Dios mío, parece que tengan doce años».

—¿Robert?

Él abrió los ojos; las gemelas habían desaparecido.

—Perdona, Marijke. ¿Qué me decías?

—No puedo seguir hablando. Tengo que dejarte.

—Bueno, vale. Perdona que te haya molestado.

—¿Te pasa algo, Robert?

—No, nada —contestó tras meditarlo un momento—. Es que acabo de ver una cosa maravillosa.

—Ah. ¿Qué has visto? ¿Dónde estás? —Por primera vez parecía interesada por la conversación.

—Han llegado las gemelas de Elspeth. Acaban de salir por el jardín delantero. Son un poco… sorprendentes.

—No sabía que Elspeth tuviera hijos.

—Son hijas de Edie y Jack.

—La famosa Edie. —Marijke suspiró—. Nunca acabé de creerme lo de su hermana; siempre sospeché que Elspeth se la había inventado.

Robert sonrió.

—Yo tampoco acababa de creerme a Jack, el legendario prometido que se fugó a Estados Unidos con la gemela diabólica. Pero resulta que son reales.

Marijke tapó el auricular con la mano.

—Tengo que dejarte ya, Robert —dijo cuando volvió a hablar. Hizo una pausa—. ¿Se parecen a Elspeth?

—Si vienes, podrás comprobarlo tú misma.

Ella rió.

—Lo llamaré, pero no pienso viajar a Londres. Allí nunca llegué a sentirme en mi casa, Robert.

Marijke había vivido veintiséis años en Londres, y veinticinco con Martin. Robert no se explicaba cómo lo había aguantado. Se la imaginó entre holandeses, personas altas y robustas que hablaban cinco idiomas y comían arenques que compraban en puestos callejeros. En Londres, Marijke siempre había parecido preocupada y necesitada de algo. Robert se preguntó si el regreso a su ciudad le habría restituido lo que ansiaba.

—Te está esperando, Marijke. —Silencio y electricidad estática. Robert transigió—: Sí, se parecen mucho a Elspeth. Pero son más rubias. Y creo que tampoco son tan fieras como ella. Parecen gatitos.

—¿Gatitos? Qué incongruente. Bueno, a la casa le vendrán bien unos gatitos. Y a los hombres lúgubres como tú. Tengo que irme, Robert. Pero gracias por llamar.

—Adiós, Marijke.

—Adiós.

Ella permaneció de pie en su cabina, con la mano sobre el auricular. Eran algo más de las tres y, pese a lo que le había dicho a Robert, le quedaban unos minutos. Podía hacerlo en ese momento. Martin tenía servicio de identificación de llamada, así que sólo podía llamarlo con el móvil. Sintió una punzada de remordimiento. Cuando se marchó, hacía ya un año, llamaba cada pocas semanas. Pero por entonces llevaba ya dos meses sin hablar con él. Se acercó el teléfono al oído y contó los timbrazos. Martin siempre contestaba al séptimo; sí, allí estaba.

—¿Diga?

A Marijke le pareció que lo había interrumpido y se preguntó qué estaría haciendo, pero sabía que era mejor no indagar.

Hallo, Martin.

—Hola, Marijke.

Ella estaba de pie con el aparato apretado contra la oreja. Siempre le había encantado la forma en que él pronunciaba su nombre, y ese día la entristeció oírlo. Sin apartar el móvil se agachó junto a la mesa, de modo que cuando miró hacia arriba sólo vio los tabiques de la cabina y los paneles aislantes del techo.

—¿Cómo estás, Marijke?

La voz de Martin no le resultó distinta de la última vez que había hablado con él.

—Bien. Me han ascendido. Ahora tengo ayudante.

—Sensacional. Me alegro mucho. —Hubo una pausa—. ¿Hombre o mujer?

Ella rió.

—Mujer. Se llama Ans.

—Hum, fenomenal. No me gustaría que te enamoraras locamente de algún joven Adonis con… —Martin impostó la voz— u-na dic-ción fa-bu-lo-sa.

—No te preocupes, aquí sólo hay frikis de la radio. Los jóvenes están demasiado ocupados en relacionarse entre ellos para interesarse por alguien como yo. —Marijke se sintió extrañamente halagada de saber que Martin se la imaginaba acosada por pretendientes. Oyó que encendía un cigarrillo y luego la suave exhalación del humo—. He dejado de fumar —añadió.

—No me lo creo. Tus pobres manos se volverían locas sin un cigarrillo con que entretenerse. —La voz de Martin era como una caricia, pero Marijke percibía el esfuerzo que hacía para parecer desenfadado—. ¿Cuánto hace que lo has dejado?

—Seis días, doce horas y… —consultó el reloj— trece minutos.

—Bueno, me parece maravilloso. Estoy celoso. —Tras esta palabra hubo una pausa por ambas partes.

Marijke buscó un nuevo tema de conversación.

—¿En qué estás trabajando? ¿En los asirios? —En ocasiones Martin trabajaba para el Museo Británico, y la anterior vez que habían hablado, él había mencionado unas inscripciones arameas que estaba traduciendo.

—Eso ya lo terminé. Ahora me han dado unos poemitas presuntamente escritos por una dama de la época de César Augusto, una tal Marcella. Si fueran auténticos, serían de gran interés; apenas han sobrevivido obras de mujeres de esa época. Pero no acaban de encajar. Creo que a Charles lo han engañado.

—¿Cómo sabes que no son auténticos? Charles debe de haber hecho que los analicen.

—Como objetos no están mal. Pero el texto contiene muchos errores. No sé, ¿qué pasaría si decidieras falsificar unos sonetos de Shakespeare? Aunque tu inglés moderno fuera maravilloso y encantador, cometerías pequeños errores con las expresiones arcaicas, con los giros expresivos que a un autor de esa época le habrían salido de forma natural. Creo que el autor es un francés del siglo veinte con un excelente dominio del latín del siglo diecinueve.

—Pero ¿no son copias de copias? Quizá los errores se introdujeran…

—Bueno, es que los encontraron en la biblioteca de Herculano, así que se supone que son originales. Tengo que llamar a Charles. Debe de estar esperando…

Bernard, el jefe de Marijke, apareció en la puerta de la cabina, echó un vistazo, confundido, y la encontró sentada en el suelo. Ella lo miró y, sin levantarse, movió los labios: «Es Martin». Bernard puso los ojos en blanco y siguió observándola; tenía el escaso y canoso cabello de punta, parecía un personaje de dibujos animados electrocutado. Señaló su reloj. Marijke se levantó.

—Tengo que colgar —dijo.

Martin se sobresaltó: hablar con Marijke era tan reconfortante, tan normal y natural, que casi lo había olvidado; aquélla parecía una de las conversaciones que mantenían todos los días, y había olvidado que por fuerza había de terminar pronto. ¿Cuándo volvería a llamarlo? Le entró pánico.

—Marijke…

Ella esperó. Le habría gustado que Bernard dejara de mirarla. Hizo un pequeño movimiento rotatorio con la mano libre: «Sí, ya lo sé. Voy enseguida». Bernard agitó las enormes cejas con aire admonitorio y regresó a su despacho.

—Llámame pronto, Marijke.

—Vale. —Sabía que no lo llamaría aunque quisiera—. Groetjes, amor mío.

Doegl Ik hou van je…

Ambos guardaron silencio. Ella colgó primero.

Martin se quedó de pie en su estudio, con el móvil en la mano. Lo invadieron un montón de emociones. «Me ha llamado. Ha dicho “amor mío”. Debería haberle hecho más preguntas; le he hablado demasiado de mi trabajo. Me ha dicho que volverá a llamarme pronto. ¿Cuándo? Pero no ha dicho que me llamaría hasta que yo se lo he pedido. Pero hoy me ha llamado, así que volverá a llamar. ¿Cuándo? Debería anotar las preguntas que quiero hacerle. Ha dejado de fumar; eso es asombroso. Quizá yo también tendría que dejar el tabaco. Podríamos hacerlo juntos; la próxima vez que me llame se lo propondré. Pero ¿cuándo me llamará? —Sacó otro cigarrillo del paquete y lo encendió—. Me ha llamado. Hace un minuto estábamos hablando». Se llevó el teléfono a la mejilla: aún estaba caliente. Sintió cariño por el aparato, porque le había traído la voz de Marijke. Con el teléfono en una mano y el cigarrillo en la otra, fue a la cocina, y de ahí al estudio. «Me ha llamado. Ha prometido que volverá a llamarme. Me ha llamado. ¿Cuándo volverá a llamarme? Quizá debería dejar de fumar…».

Marijke cerró el móvil y lo guardó en el bolsillo. Terminó lo que estaba escribiendo para Bernard y se lo envió por correo electrónico. Oyó el pitido del ordenador de su jefe que indicaba que el mensaje había cruzado los cuatro metros escasos que separaban sus mesas.

—Estás en antena dentro de quince minutos —dijo alguien.

Ella asintió en silencio y se dirigió al estudio, pero se desvió para ir al lavabo. Una vez allí, se apoyó en la pared y lloró. «Nunca cambiará». Se arrepintió de haberlo llamado. Por teléfono era demasiado fácil recordar a Martin como era años atrás. Se lavó la cara y fue corriendo al estudio, donde el técnico la miró, molesto. Pasarían meses antes de que Marijke volviera a llamar a Martin.