Las gemelas especulares

Julia y Valentina Poole desembarcaron en el aeropuerto de Heathtow. Sus zapatos blancos de charol golpeaban la moqueta sincrónicamente, con una precisión de película musical. Vestían calcetines largos blancos, falda plisada blanca unos diez centímetros por encima de las rodillas, y sendas camisetas blancas, lisas, bajo los abrigos de lana blancos. Ambas llevaban un fular blanco y arrastraban una maleta con ruedas. La de Julia era rosa y amarilla, de tela de rizo, y tenía estampada la cara de un mono de dibujos animados japoneses que sonreía con lascivia a la gente que caminaba detrás de ella. La cara de dibujos animados de la maleta de Valentina, azul y verde, era de un ratón con aire apenado y tímido.

Al otro lado de los ventanales del aeropuerto, el cielo matinal era muy azul. Las gemelas recorrieron interminables pasillos, se situaron a la derecha en las cintas transportadoras, siguieron a pasajeros exhaustos y bajaron con ellos por rampas y escaleras. Se pusieron en la cola de Inmigración, cogidas de la mano, bostezando. Cuando les llegó el turno, entregaron sus virginales pasaportes.

—¿Cuánto tiempo vais a quedaros? —les preguntó una mujer de uniforme, con cara de cansancio.

—Para siempre —contestó Julia—. Hemos heredado un piso. Vamos a quedarnos a vivir aquí. —Sonrió a Valentina, que le devolvió el gesto.

La mujer examinó sus permisos de residencia, estampó el sello en sus pasaportes y, con un ademán, las invitó a entrar en el Reino Unido.

«Para siempre —pensó Valentina—. Viviré para siempre con Julia en nuestro piso de Londres, que nunca hemos visto, rodeadas de personas a las que no conocemos, para siempre». Le apretó la mano a su hermana y ésta le guiñó un ojo.

En el taxi, negro, había corriente de aire y hacía frío. Ambas se durmieron en el asiento trasero, con los pies apretujados entre las maletas, sin soltarse las manos. Las calles de Londres pasaban a toda velocidad o se quedaban quietas; los otros conductores circulaban obedeciendo normas de tráfico incomprensibles. Ellas habían aprendido a conducir, pero al ver cómo el taxi zigzagueaba por las calles congestionadas y serpenteantes, Julia comprendió que no podría llevar un automóvil por Londres, y Ratoncita menos aún. A ella no le gustaba perderse, ni estar en sitios que no conocía. Además, no tenían coche. Julia habría de resignarse a desplazarse en transporte público. Vio un autobús rojo de dos pisos que avanzaba oscilante a su lado. Sus pasajeros parecían cansados y aburridos. «¿Cómo podéis estar aburridos? ¡Vivís en Londres! ¡Respiráis el mismo aire que la reina y Vivienne Westwood!».

El taxi pasó por delante de una boca de metro de la que salía un montón de gente. Julia miró su reloj: las cuatro y cuarto. Cambió la hora a las diez y cuarto. Tomaron Highgate Road y Julia pensó que se estaban acercando a su destino. Miró a Valentina, que se había incorporado y observaba por la ventanilla. El taxi empezó a remontar una empinada cuesta en Swains Lane.

—¿Qué significa «Swains Lane»? ¿Calle de los Mozos? —preguntó Valentina.

—Calle de los Puercos, señorita —contestó el taxista—. Antes llevaban a los cerdos por aquí.

Valentina se ruborizó. Julia sacó su pintalabios rosa y se lo aplicó sin mirarse en un espejo; se lo ofreció a Valentina, que hizo otro tanto. Las dos hermanas se observaron mutuamente. Julia alargó una mano y limpió una manchita de pintalabios en una comisura de los labios de su hermana. Por la radio se oyó una larga retahíla de nombres y números en clave: Tamworth uno, Burton Albion uno; Barnet cero, Woking cero; Exeter City cero, Hereford United uno; Al Dershot dos, Dagenham and Redbridge uno…

—Son resultados de fútbol —aclaró el conductor cuando Julia se lo preguntó.

Llegaron a lo alto de la colina y continuaron por una calle estrecha con plazas de aparcamiento a un lado y casas de ladrillo al otro. En medio de la manzana se erigía una iglesia enorme, y el taxi paró entre ésta y el edificio de al lado, de fachada de estuco.

—Es aquí. Vautravers Mews. —El chófer cogió el dinero que le dio Julia. A ésta le sorprendió comprobar que se habían gastado casi ciento veinte dólares en un trayecto en taxi. Le dio al conductor una propina del diez por ciento—. Muchas gracias —dijo el hombre.

Valentina abrió la puerta del vehículo y la azotó una ráfaga de viento frío y húmedo.

—¡No lo veo! —le gritó a Julia. La iglesia estaba a la izquierda, y el edificio de estuco tenía el número 72. Entre ambos había un estrecho callejón de asfalto que descendía bruscamente hacia la oscuridad. Lo ensombrecía un altísimo muro de ladrillo que bordeaba los terrenos de la iglesia. Pero Valentina no veía ninguna casa que pudiera ser la suya.

—Es por ese callejón —indicó el taxista—. ¿Quieren que las ayude con las maletas?

Cargó con parte del equipaje y echó a andar. Julia y Valentina lo siguieron, tirando de sus maletas con ruedas. Por el callejón llegaron a la parte trasera del edificio de estuco, donde vieron un alto muro de piedra con púas en lo alto. Unos abedules exuberantes se derramaban sobre la tapia. Valentina aspiró el aroma a tierra húmeda y sintió añoranza. Julia abrió un pesado portón de madera con una gran llave. El portón se deslizó sin hacer ruido y Julia desapareció detrás del muro. El conductor dejó las maletas en una ordenada fila; Valentina se quedó de pie en el asfalto, cerca de ellas, reacia a entrar. El taxista la miró con curiosidad. Era un individuo delgado, mayor, de ojos azules y vidriosos. Llevaba un cárdigan verde intenso y pantalones a cuadros marrones.

—¿Está usted bien, señorita?

—Sí, sí —respondió ella, aunque se sentía un poco mareada.

—¡Ven, Ratoncita! —llamó Julia. Su voz sonó sofocada y lejana.

—¿Son americanas? —preguntó el taxista.

—Nuestra tía nos dejó su apartamento en herencia —dijo Valentina, y al punto se sintió idiota. ¿Qué le importaba a él?

—Ah. —Aquella respuesta pareció satisfacer su curiosidad acerca de las gemelas.

Valentina sintió una oleada de agradecimiento. El hombre no preguntaría si eran gemelas; quizá creyera que era una pregunta demasiado personal. O quizá no se había fijado. Le encantaba cuando la gente no se fijaba.

—¡Ratoncita!

El taxista esbozó una sonrisa.

—Adelante, pues —dijo.

Valentina le devolvió la sonrisa y arrastró su maleta por el portón.

Julia se hallaba de pie ante la puerta principal del edificio, con una mano en el picaporte. Esperó a que su hermana recorriera el sendero enlosado, cubierto de blando y húmedo musgo. Valentina contempló el enorme y oscuro edificio de Vautravers, las negras ventanas y la elaborada obra de hierro forjado, y no pudo evitar estremecerse. Caía una fina llovizna, apenas perceptible. Valentina oyó al taxista chapoteando por el sendero a su espalda. Julia abrió la puerta.

Entraron en el vestíbulo, un espacio pulcro, cálido en contraste con el exterior del edificio, y prácticamente vacío. Las paredes eran de un gris rosado, un tono que a Valentina le recordó a un cerebro. A la derecha había una puerta de roble con una tarjetita con el apellido «FANSHAW» escrito a mano. Ante ellas había una mesa pequeña con tres cestas vacías, y un paraguas apoyado en la mesa. A la izquierda, una escalera ascendía describiendo una curva. A Valentina no le habría extrañado encontrar una botellita con una etiqueta que rezara «BÉBEME».

—Puede dejar las maletas aquí —dijo Julia al taxista.

—Gracias —añadió Valentina.

—Buena suerte —replicó el hombre antes de marcharse. Valentina se sintió como si le faltara algo.

—Vamos —dijo su hermana, y empezó a subir por la escalera como si fuese ingrávida.

Valentina la siguió con calma.

En el siguiente rellano encontraron una alfombra oriental desteñida. La escalera continuaba, pero las gemelas se detuvieron allí. La tarjeta de la puerta era verde pálido, y en ella se leía «NOBLIN», al parecer escrito con una máquina de escribir antigua. Julia introdujo la llave en la cerradura. Tuvo que moverla adelante y atrás varias veces antes de que la puerta se abriera. Miró a Valentina. Se dieron la mano y entraron juntas en su nuevo hogar.

En el recibidor había un montón de paraguas. Las gemelas se vieron reflejadas dieciocho veces en dieciocho espejos, y sus reflejos e reflejaron a su vez innumerables veces. Eso las sorprendió; se quedaron quietas, porque ninguna de las dos estaba segura de qué reflejo correspondía a quién. Entonces Julia volvió la cabeza: la mitad de las imágenes se volvieron también, lo que redujo el desconcertante efecto.

—Flipante —comentó para romper el silencio.

—Ajá —coincidió su hermana. Extendió un brazo como haría un ciego y avanzó por el pasillo que iba del recibidor a una gran habitación a oscuras.

Elspeth dormitaba en su cajón. Las voces la despertaron.

Al entrar en el salón detrás de Valentina, Julia tuvo la sensación de encontrarse bajo el agua, como si la estancia se hallara en el fondo de un estanque. El mobiliario estaba reducido a sombras voluminosas; Valentina era una sombra exigua que se movía por la penumbra. Julia oyó un ruido (su hermana había tropezado con un montón de libros), y de pronto la luz inundó la estancia cuando Valentina descorrió las cortinas de unas altas y anchas ventanas. Era una luz fría y gris que parecía formada por partículas. En el salón había mucho polvo.

—¡Mira, Julia! ¡Un búho!

Estaba colgado del alto techo, en el lugar de una lámpara que había dejado un pequeño agujero del que salían cables. El ave tenía las alas extendidas y las garras abiertas, como a punto de atrapar una presa pequeña. Julia estiró un brazo para acariciarle una pata y el búho empezó a girar lentamente.

—Es un buholicóptero —dijo, y Valentina rió.

Elspeth observaba a las gemelas desde el umbral. «¡Ay, cómo os he echado de menos! Estaba deseando volver a veros, y por fin estáis aquí». Se abrazó el torso, ansiosa e inquieta.

Tal como había predicho Edie, todos los muebles eran pesados, ni ornamentados y viejos. Los sofás eran de capitoné de terciopelo rosa claro, con pies en forma de patas de animal. Había un piano de cola pequeño (las gemelas eran negadas para la música) y una enorme alfombra persa con estampado de crisantemos, blanda al tacto; en su día debió de ser de un rojo intenso, pero se había desteñida hasta un rosa pálido. Todo cuanto había en el salón parecía desteñido. Julia se preguntó si todos esos colores se habrían concentrado en algún otro sitio; quizá estuvieran en algún armario, y cuando abrieran esa puerta se desbordarían y volverían a los objetos que habían abandonado. Pensó en la Bella Durmiente y en su palacio, que había permanecido paralizado durante cien años, lleno de cortesanos inmóviles. Sus padres preferían los objetos de decoración nuevos. Julia pasó un dedo por el piano y dejó un rastro negro y reluciente en la pátina de polvo. Valentina estornudó. Ambas miraron hacia la puerta, como si temieran que las sorprendieran entrometiéndose en el silencio del piso.

Elspeth dio unos pasos; iba a decir algo, pero en ese momento recordó que las gemelas no podían verla.

Había libros por todas partes: paredes enteras de estanterías, pilas de volúmenes encima de las mesas y en el suelo. Valentina se arrodilló para recoger el montón con que había tropezado, una pequeña isla de bestiarios y herbarios.

—Mira, Julia, una mantícora. —Las dos salieron al pasillo. Elspeth las siguió.

Pasaron por un sencillo comedor con una mesa, sillas y un gran aparador; en un rincón había una pequeña otomana, huérfana. La luz del exterior, grisácea, entraba por unas altas puertas cristaleras que daban a un diminuto balcón. Vieron la iglesia que se erigía detrás de un muro de hiedra.

A continuación encontraron una habitación que en origen debía de haber sido una sala de estar, pero que Elspeth utilizaba como despacho. Había un escritorio enorme y ornamentado con una silla de oficina de estilo años cincuenta, un poco desvencijada. Encima del escritorio había un ordenador desfasado, montones de papeles, más libros, un datáfono, una delicada taza de té blanca y dorada con restos de té en el fondo y una mancha de pintalabios color albaricoque en el borde. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros de consulta y el Oxford English Dictionary completo. Sólo vieron un estante vacío y sin polvo, lo cual llamaba la atención. La estancia estaba repleta de cajas de embalaje sin armar, burbujas de plástico y archivadores; un pequeño armiño disecado las miraba encaramado en lo alto de un juego de cajones de catalogación de fichas de biblioteca. Daba la impresión de que habían intentado ordenar la habitación sin conseguirlo. Valentina se sentó al escritorio y abrió el cajón del centro, que contenía blocs de facturas, una caja de Smints, sujetapapeles, gomas y tarjetas:

ELSPETH NOBLIN

libros de segunda mano

compra y venta

enoblin@bookish.uk.com

—¿Crees que todos estos libros eran suyos o para vender? ¿Tendría una tienda? —preguntó.

—Me parece que esto era la tienda —conjeturó Julia—. En ninguno de esos recibos aparece una dirección. Supongo que trabajaba desde aquí. Además, el testamento sólo mencionaba este piso.

—Lástima que mamá no tenga más información. Es una pena que no se hablaran. —Se levantó y examinó el armiño. El animal la miraba fijamente, con indiferencia—. ¿Cómo crees que se llamaba? —preguntó. Y se dijo: «Es una pena que no lo sepamos».

«Margaret —pensó Elspeth—. Se llamaba Margaret».

—Me recuerda a George Bush. —Mientras lo decía, Julia volvió al comedor, seguida de su hermana.

Al fondo de la habitación había una puerta de vaivén que comunicaba con la cocina; ésta era anticuada, y los electrodomésticos, desde el punto de vista norteamericano de las gemelas, eran para una casa de muñecas. Todo era compacto, duradero, blanco. Lo único que parecía nuevo era el lavaplatos. Valentina abrió un armario y dentro encontró una lavadora. Había un artilugio que se extendía y se convertía en una complicada estructura de metal y cuerda.

—Esto debe de ser el tendedero —dijo Julia, y volvió a plegarlo.

Las tomas de corriente tenían una forma rara. Todos los utensilios de cocina eran diferentes, extraños. Las gemelas se miraron con desazón. Valentina abrió el grifo y el agua salió con un resoplido; vaciló un momento, luego puso ambas manos bajo el chorro de color herrumbre. El agua tardó un rato en calentarse.

Elspeth observaba cómo trataban de explicarse los objetos personales de su tía, que a ella le parecían de lo más normal. Se fijó en su acento americano. «Son dos desconocidas, algo con lo que no había contado».

Detrás de la cocina había un dormitorio pequeño. Estaba repleto de cajas y muebles cubiertos de polvo. Un cuarto de baño diminuto, muy sencillo, comunicaba con la habitación. Las gemelas pensaron que debía de ser el dormitorio del servicio. Allí estaban la puerta trasera y la salida de incendios, y una despensa casi vacía.

—Mira —dijo Julia—. Un saco de arroz.

Volvieron al recibidor («Deberíamos obtener doscientos dólares cada vez que pasemos por aquí, como en el Monopoly», dijo Valentina) y fueron a ver los dormitorios. Había dos, conectados por un espléndido cuarto de baño de mármol blanco. Cada habitación tenía su propia chimenea, unas elaboradas estanterías empotradas y ventanas con repisa ancha, formando un banco.

Uno de los dormitorios daba al jardín trasero y al cementerio de Highgate; parecía evidente que ése era el de su tía.

—Mira, Julia. —Valentina se acercó a la ventana, maravillada.

El jardín trasero de Vautravers era pequeño y austero. Si bien el delantero era una maraña desquiciada de arbustos, árboles y hierba descuidada, ese otro pequeño jardín parecía casi japonés, con sus senderos descendentes de grava, su banco de piedra y sus sencillas plantas.

—No puedo creer que esté tan verde en enero —comentó Julia. En esa época del año, en Lake Forest había dos metros y medio de nieve en la calle.

En el muro de ladrillo que separaba el jardín del cementerio había una puerta verde de madera.

—¿Crees que alguien la utiliza? —preguntó Valentina. La hiedra que bordeaba la puerta estaba pulcramente recortada.

—Yo pienso hacerlo. Iremos al camposanto de picnic.

—Hum.

Al otro lado del muro, el cementerio de Highgate se extendía ante ellas, vasto y caótico. Como se encontraban en lo alto de una colina, podrían haber tenido una buena panorámica del recinto, pero la densa vegetación lo impedía; las ramas estaban desnudas, pero formaban una celosía que entorpecía la visión. Atisbaron la parte superior de un gran mausoleo y varias tumbas más pequeñas. Vieron que se acercaba gente por un sendero; el grupo se detuvo, sin duda para hablar de una de las tumbas, y al poco continuó acercándose hasta desaparecer detrás de la tapia. Cientos de cuervos emprendieron el vuelo a la vez. Pese a que la ventana estaba cerrada, las gemelas oyeron el batir de sus alas. De pronto volvió a salir el sol y el cementerio pasó del gris y el negro de las sombras a un amarillo moteado y un verde pálido. Las lápidas se tornaron blancas, bordeadas de plata; parecían suspendidas, como dientes, entre la hiedra.

—Parece el país de las hadas —observó Valentina. Antes de llegar a Londres, pensar en el cementerio le había producido inquietud. Había imaginado malos olores, vandalismo y una atmósfera escalofriante; pero lo que tenía ante sí era un espacio verde y fresco, con piedras cubiertas de musgo y donde se oían los débiles ruidos de los árboles. El grupo de visitantes se alejó por el sendero, pero no ni la misma dirección por la que habían llegado.

—Deben de ser turistas acompañados de un guía —comentó Julia.

—Nosotras también deberíamos hacer esa visita.

—Vale. —Julia se dio la vuelta y observó el dormitorio de Elspeth. La cama parecía un nido, con muchas almohadas, una colcha de chenilla y un cabecero muy elaborado de madera pintada—. Propongo que durmamos aquí.

Valentina echó un vistazo a la habitación. Desde luego, era más bonita que la otra: más grande, más acogedora, más luminosa.

—¿Seguro que prefieres la habitación con vistas al cementerio? No sé, es un poco raro; si esto fuera una película, habría zombis o algo así que por la noche saldrían arrastrándose de allí, treparían por la hiedra, nos agarrarían por el pelo y nos convertirían en gemelas zombis. Además, éste era el dormitorio de tía Elspeth. ¿Y si murió aquí? No sé, es como si nos lo estuviéramos buscando, ¿no?

Julia notó ascender la impaciencia por su garganta. Le habría gustado decir: «No seas idiota, Valentina»; pero ésa no era la forma de tranquilizar a su hermana cuando se ponía irracional.

—Venga, Ratoncita —dijo con voz melosa—. Sabes perfectamente que tía Elspeth murió en el hospital, no aquí. Eso fue lo que el abogado le dijo a mamá, ¿te acuerdas?

—Sí —admitió.

Julia se sentó en la cama y la invitó a ponerse a su lado dando unas palmaditas en la colcha. La joven lo hizo. Se tumbaron en el blando lecho; sus piernas, blancas y delgadas, colgaban por el borde. Julia suspiró. Sus párpados querían cerrarse sólo un segundo, sólo un momento más, sólo un minuto más…

—Esto debe de ser el jet-lag —dijo Valentina, pero la otra no la oyó. Al cabo de un minuto, Valentina también dormía.

Elspeth se acercó a la cama. «Qué mayores sois. Qué raro resulta veros aquí. Me habría gustado que hubierais venido antes… pero no me di cuenta a tiempo; habría sido muy sencillo. Demasiado tarde, como todo lo demás». Se inclinó sobre las gemelas y las tocó con suavidad. Llevaba las gafas de leer colgadas del cuello, y al inclinarse sobre Valentina le rozó un hombro con ellas. Elspeth se fijó en que el pequeño lunar que Julia tenía junto a la oreja derecha estaba repetido junto a la izquierda de Valentina. Apoyó la cabeza en el pecho de las chicas y escuchó sus corazones. El de Valentina producía un inquietante silbido, un susurro en lugar de un latido. Luego se sentó al lado de Julia y le acarició el cabello, que se estremeció levemente, como si se hubiera colado una mínima corriente de aire por las ventanas cerradas.

«Parecidas pero diferentes». Elspeth reconocía en sus sobrinas esa rareza, esa unidad que siempre había desconcertado a la gente al verlas a Edie y a ella. Pensó en cosas que su hermana le había contado por carta sobre sus hijas. «¿Te molesta que Julia siempre te esté dando órdenes, Valentina? ¿Tenéis amigos? ¿Novios? ¿No sois un poco mayores para vestiros igual? —Se echó a reír—. Parezco una madre pesada». Estaba contentísima. «¡Ya han llegado!». Le habría gustado poder ofrecer a las chicas algún tipo de bienvenida —cantar una canción, representar una pantomima— y así demostrarles cuánto se alegraba de que hubieran llegado para aliviar el aburrimiento de su otra vida; pero se limitó a besarlas en la frente y se arrellanó como un gato entre las almohadas para verlas dormir.

Casi una hora más tarde, Valentina se rebulló. Justo antes de despertar tuvo un breve sueño. Era una niña pequeña, y la voz de su madre llegaba flotando hasta sus oídos: le decía que se levantara, que estaba nevando y tenían que ir a la escuela.

—¿Mamá?

Se incorporó precipitadamente y se encontró en una habitación desconocida. Tardó un momento en situarse. Julia todavía dormía.

Quiso llamar a su madre, pero sus móviles no funcionaban en el extranjero. Vio un teléfono junto a la cama, pero cuando levantó el auricular descubrió que no tenía línea. «Nadie puede llamarnos, y nosotras tampoco podemos llamar a nadie». Valentina empezó a sentirse sola, a la agradable manera de quienes raramente están solos. «Si me marchara ahora, antes de que despierte Julia, nadie me encontraría. Podría desaparecer». Se levantó con cuidado. Su hermana no se movió. El dormitorio daba a un vestidor que contaba con un tocador empotrado y un espejo de cuerpo entero. Valentina se miró: como siempre, se parecía más a Julia que a sí misma. Abrió un cajón del tocador, encontró un vibrador y cerró el cajón, avergonzada. Elspeth estaba de pie en el umbral, un poco preocupada. Vio que su sobrina se probaba unos zapatos rojos con plataforma. Le quedaban un poco grandes, quizá medio número. A Julia le quedarían mejor. Valentina cogió un abrigo gris de astracán de su colgador y se lo probó. Elspeth pensó: «Es un ratón con piel de cordero». La joven volvió a colgar el abrigo y regresó al dormitorio. Elspeth dejó que la traspasara. Valentina se estremeció y se frotó enérgicamente los brazos.

Julia despertó y volvió la cabeza hacia su hermana.

—Ratoncita —dijo con voz ronca.

—Estoy aquí. —Valentina se acostó—. ¿Tienes frío? —Tiró de la colcha hasta que les cubrió la cabeza y se enroscó un mechón de cabello de su hermana en los dedos.

—No —respondió Julia. Cerró los ojos—. He tenido un sueño rarísimo.

Valentina esperó, pero la otra no continuó.

—¿Qué? —dijo Julia al final.

—Pues… sí. —Se sonrieron; la luz que se filtraba a través de la tela les teñía la cara de color calabaza.

Elspeth observó a las gemelas, fundidas en una sola forma bajo la colcha. La verdad es que no se había planteado que pudieran rechazarla, pero al comprender que iban a quedarse sintió una profunda emoción. «¡Cuántas cosas podrán pasar a partir de ahora! Comerán, tendrán aventuras… Cogerán libros de los estantes y los leerán. Habrá música, quizá incluso fiestas». Elspeth dio varias vueltas por la habitación. Se cambió el jersey de lana rojo y los pantalones de pana marrones que llevaba por un vestido de noche sin tirantes, de color verde botella, que una vez había lucido en un baile de verano en Oxford. Se puso a tararear y salió revoloteando por la puerta del dormitorio; en el pasillo, danzó trepando por las paredes y el techo, a lo Fred Astaire. «Siempre quise hacer esto. ¡Je, je!».

—¿Has oído? —preguntó Valentina.

—¿Qué? —respondió Julia.

—Me ha parecido oír ratones.

—Son zombis. —Ambas rieron. Julia se levantó y se desperezó—. Vamos a subir las maletas —propuso.

Elspeth las siguió hasta la puerta y se puso a dar brincos, eufórica con la novedad, mientras las gemelas metían el equipaje en el piso, colgaban su ropa junto a la de ella, ponían frascos de champú en la ducha y enchufaban sus ordenadores portátiles para cargarles la batería. Tras una breve discusión, las gemelas pusieron la máquina de coser de Valentina en la habitación de invitados, donde acumularía polvo durante meses. Elspeth las observaba encantada. «Sois preciosas —pensó, y la asombró sorprenderse tanto—. Y sois mías». Sintió algo parecido al amor por esas chicas, por esas desconocidas.

—Bueno, ya hemos llegado —dijo Julia tras deshacer el equipaje y preocuparse por dónde colocar cada jersey y cada cepillo.

—Ajá —coincidió Valentina—. Eso parece.