Robert estaba de pie en el despacho de Elspeth: las gemelas llegarían al día siguiente. Se había llevado al piso un disco duro externo y unas cajas de Sainsbury’s que había dejado, vacías y abiertas, junto al enorme escritorio Victoriano.
Elspeth se sentó en el escritorio y miró a Robert. «Vaya, no te veo muy contento, cariño». No tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido. ¿Llevaba meses muerta? ¿Años? Estaba pasando algo; hasta entonces, él no había cambiado nada del apartamento. Había tirado casi toda la comida y había cancelado las tarjetas de crédito; había cerrado el negocio de ella y había escrito a todos sus clientes. Elspeth ya no recibía correo. La casa estaba acumulando polvo. Hasta la luz del sol parecía más tenue de lo que ella recordaba; había que limpiar las ventanas.
Robert revisó los cajones del escritorio. Dejó el papel y los sobres de carta y las facturas. Cogió unos paquetes de fotografías y un bloc en el que Elspeth garabateaba mientras hablaba por teléfono. Fue hasta la estantería y, con cuidado, empezó a retirar los libros de contabilidad que ella utilizaba como diarios; les quitó el polvo y fue poniéndolos en las cajas. «Abre uno —dijo ella—. Abre ése». Pero no podía oírla, por supuesto.
Trabajaba en silencio. Elspeth se sentía desairada; a veces, Robert hablaba con ella cuando iba al piso. Metió en las cajas álbumes de fotografías, una caja de zapatos llena de cartas, blocs de notas. Elspeth quería tocarlo, pero se contuvo. Él conectó el disco duro externo al ordenador y transfirió los archivos. Ella se colocó detrás y lo observó. «Qué raro, entristecerse por el ordenador. Debo de estar muerta de verdad». Robert desconectó el disco duro externo y lo guardó en una caja.
Empezó a deambular por el apartamento con una caja en la mano y Elspeth fue arrastrándose detrás de él. «El dormitorio», lo acució en silencio. Cuando llegó allí, se quedó unos minutos plantado en el umbral. Ella pasó por su lado y se sentó en la cama. Lo miró y sintió algo raro: ella sentada y él de pie, y la luz que bañaba la habitación en un calor polvoriento. «Dentro de poco se acercará y me dará un beso». Elspeth esperó, sin acordarse. Habían hecho eso mismo muchas veces.
Robert abrió la puerta del vestidor. Dejó la caja en el suelo y tiró de un cajón. Metió en la caja unas blusitas de tirantes, un par de sujetadores y algunas de las bragas más finas. Luego examinó los zapatos. «Cogerá los de tacón de ante rosa», pensó Elspeth, y no se equivocó. Él recolocó los otros pares para que no quedara ningún hueco entre ellos. «No te olvides de las cartas». Robert abrió un cajón lleno de jerséis y los olió uno por uno. Escogió uno de cachemir de un azul anodino; Elspeth supuso que no debía de haber pasado por la tintorería desde la última vez que ella lo había usado. Abrió otro cajón y fue metiendo todos sus juguetes eróticos en la caja. «Te dejas uno», dijo ella, pero él cerró el cajón.
Robert se estiró y cogió una caja del estante más alto. Elspeth sonrió. Había contado con que fuera meticuloso, y lo estaba siendo. Dejó la caja junto a la que había llenado de ropa.
Luego vació el cuarto de baño. Tiró todos los artículos de tocador a la papelera, pero se quedó un momento con el diafragma en la mano. «Mira que ponerse sentimental por un diafragma…», pensó ella, aunque el dispositivo también acabó en la basura.
Finalmente cerró la puerta del cuarto de baño y permaneció de pie junto a la cama, pensando. Luego se tumbó sobre la colcha. Elspeth se echó a su lado, procurando no tocarlo, esperanzada. «¿Y si no vuelvo a verte?». Robert estaba recogiendo los objetos que ella le había regalado; iba a marcharse del piso. «No seas tímido, cariño. Estamos tú y yo solos». Se alegró cuando él se desabrochó el cinturón y la bragueta. Se imaginó a sí misma desnuda a su lado, y así era como estaba.
A veces Robert imitaba la técnica de Elspeth, pero ese día fue más brusco, más utilitario consigo mismo. Ella le contempló el rostro; tenía los ojos cerrados. Se incorporó y se inclinó sobre él; le acarició el cabello. Acercó la cara a la de Robert, dejó que su aliento la calentara. «Qué caliente, qué sólido». Habría dado cualquier cosa por estar viva a su lado en ese momento, por tocarlo. Elspeth sabía que él sentía el frío cuando lo tocaba; siempre que lo intentaba, Robert se estremecía y se encogía. Así que se arrodilló a su lado y se quedó mirando.
Siempre la había maravillado el juego de expresiones que adoptaba el rostro de su amante mientras hacían el amor. Deseo, concentración, dolor, resistencia, hilaridad, desesperación, liberación: a veces tenía la impresión de estar observando un desfile de los extremos del alma de Robert. Ese día era determinación lo que expresaban sus facciones, una especie de denodada súplica; estaba tardando mucho, y Elspeth empezó a ponerse nerviosa. «Al menos, disfrútalo. Por los dos». Miró la mano con que él se sujetaba el pene; vio como encogía los dedos de los pies, la sacudida de la cabeza hacia un lado en el momento de eyacular. Luego su cuerpo quedó laxo. Robert abrió los ojos y miró el techo a través de Elspeth. «Estoy aquí, Robert».
Una lágrima resbaló por la mejilla de él. «No, cariño. No llores». Elspeth nunca lo había visto llorar, ni siquiera en el hospital, ni siquiera cuando ella murió. «Mierda. No quiero que te sientas desesperado». Estiró un brazo y tocó la lágrima. Robert, sobresaltado, volvió la cabeza.
«Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí». Elspeth miró alrededor buscando algo que pudiera mover, e hizo oscilar ligeramente las cortinas. Pero Robert se había sentado en la cama para secarse las manos y abrocharse el pantalón, y no miró. Elspeth intentó sacudir la caja donde estaban los juguetes eróticos y las bragas, pero pesaba demasiado. Se plantó en medio de la habitación, exhausta. Robert fue al cuarto de baño y se lavó; salió con la bolsa de la papelera, llena de pertenencias de Elspeth. La dejó en el suelo y empezó a alisar la colcha. Mientras tanto, Elspeth se sentó en la cama, y cuando él se inclinó se puso las manos contra el pecho, traspasó la camisa y le acarició suavemente la piel. Robert retrocedió.
—¿Elspeth? —susurró con tono apremiante.
«Robert». Ella le pasó las manos por la piel, despacio: la espalda, las caderas, las piernas, el pene, el vientre, las manos, los brazos.
Él estaba de pie con la cabeza ladeada, los ojos cerrados, Elspeth imaginó lo que debía de notar, como cubitos de hielo desplazándose por su cuerpo. Le metió las manos dentro y Robert soltó un grito ahogado. «Qué caliente estás», pensó ella, y supo qué sentía él: su inmaterial frialdad debía de ser todo lo contrario del agradable cuerpo de él, líquido y caliente. Elspeth se retiró, todavía notando el calor de aquel cuerpo. Se miró las manos esperando verlas relucir un poco. Él había cruzado los brazos y estaba encorvado, temblando. «Lo siento, cariño».
—Elspeth —susurró él—. Si eres tú… haz algo. Haz algo que sólo harías tú, algo que lleve tu marca.
Ella puso la yema de un dedo entre las cejas de él y, lentamente, la deslizó por la nariz, los labios y la barbilla. Luego lo repitió.
—Sí —murmuró él—. Dios mío. —Volvió a sentarse en la cama, con los codos apoyados en las rodillas, la cabeza entre las manos, mirando el suelo.
Elspeth se sentó a su lado, extasiada. «¡Por fin! ¡Sabes que estoy aquí!». Estaba casi ebria de alivio.
Robert dejó escapar un gemido. Ella lo miró: tenía los párpados apretados y se daba con ambos puños en la frente rítmicamente.
—Me he… vuelto… loco. Mierda. —Se levantó, cogió las cajas y la bolsa de la papelera antes de volver aprisa al despacho.
Ella lo siguió, incrédula. «Espera. No…».
Él recogió las dos cajas, recorrió el pasillo a grandes zancadas, cruzó el rellano y se lo llevó todo a su apartamento. Elspeth se quedó plantada en el umbral, escuchando los pasos de Robert, que se movía por el piso de abajo, y luego de nuevo subiendo la escalera. Dejaba que la atravesara cada vez que volvía a entrar; luego lo seguía y captaba fragmentos de sus murmuraciones.
—Ya me dijo Jessica que desvariaba, y tenía razón. «Te vas a poner enfermo», me advirtió, y mira si me he puesto enfermo… ¿A qué he estado jugando? Ella se ha ido para siempre… Dios mío.
La puerta se cerró. Elspeth volvió a quedarse sola. «Lágrimas —pensó, como si estuviera pidiendo un jersey. Se llevó una mano a la cara y la notó mojada—. Dios, estoy llorando». Hizo una pausa para maravillarse de su nuevo logro. Luego se dio la vuelta hacia su silencioso hogar.