Hora de hacer las maletas

Jack entró en su leonera y encontró a las gemelas viendo una película. Era medianoche, y a esa hora lo normal habría sido que los tres estuvieran durmiendo.

—Eso me suena —comentó—. ¿Qué es?

La mugre y la furia —respondió Julia—. Un documental sobre los Sex Pistols. Mamá y tú nos lo regalasteis las Navidades pasadas.

—Ya.

Ambas estaban tumbadas juntas en el sofá, así que Jack se acomodó en el sillón reclinable. Nada más sentarse le sobrevino el agotamiento. Siempre le había gustado la Navidad, pero los días posteriores a las fiestas parecían vacíos y tristes. Ese efecto se agravaba por el hecho de que las gemelas partirían para Londres unos días más tarde. «¿Adónde ha ido a parar el tiempo? Faltan cinco días para que cumplan veintiún años. Y entonces se marcharán».

—¿Cómo van las maletas? —preguntó.

—Muy bien —respondió Valentina. Quitó el volumen al televisor—. Vamos a sobrepasar el límite de peso.

—No sé por qué, pero eso no me sorprende —replicó Jack.

—Necesitamos enchufes transformadores para los ordenadores y todo eso. —Julia lo miró—. ¿Podemos ir contigo al centro mañana?

—Claro. Comeremos en Heaven on Seven. Vuestra madre querrá venir.

Edie llevaba semanas siguiendo de cerca a las gemelas, acaparándolas, memorizándolas.

—Genial. Podemos ira Water Tower. Necesitamos botas nuevas.

Valentina miró cómo Johnny Rotten cantaba en silencio. «Parece desquiciado. Qué jersey tan bonito». Julia y ella se habían preparado con aplicación para viajar a Londres; habían leído la guía Lonely Planet y a Charles Dickens, habían redactado listas de lo que tenían que llevarse y buscado su nuevo piso en Google Earth. Habían especulado interminablemente sobre la tía Elspeth y el misterioso señor Fanshaw, y se habían llevado una agradable sorpresa al descubrir la cantidad de dinero que había en su nueva cuenta bancaria de Lloyd’s. Apenas quedaba nada por hacer, lo cual provocaba un extraño vacío, una sensación de impaciencia y pavor. Valentina quería marcharse ya, o no marcharse nunca.

Julia miró a su padre.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí, estoy bien. ¿Por qué?

—No sé, pareces un poco ausente. —«Has engordado un montón y no paras de suspirar. ¿Qué te pasa?».

—Me encuentro bien. Son las vacaciones.

—Ah.

Jack trató de imaginar la casa, su matrimonio, su vida sin las gemelas. Edie y él llevaban meses evitando el tema, pero esos últimos días él pensaba en ello obsesivamente, oscilando entre las fantasías de felicidad conyugal, sus recuerdos de la última vez que las chicas se habían marchado de casa y sus preocupaciones acerca de su mujer.

Durante un tiempo, antes de morir Elspeth, Edie había estado trastornada. Jack había contratado al detective con la esperanza de descubrir el motivo de su distracción, de su mirada ausente, de su exagerada y falsa alegría cada vez que él le preguntaba si le pasaba algo. Pero el detective sólo podía observar a Edie; no tenía respuestas a las preguntas de Jack. Después de la muerte de Elspeth, la desatención de su mujer había sido reemplazada por una profunda tristeza. Jack no podía consolarla. No atinaba a decir nada apropiado, pese a que lo intentaba. Empezó a preguntarse cómo reaccionaría Edie cuando se hubieran marchado las gemelas.

Las dos veces que las gemelas se habían ido a estudiar a la universidad, las cosas habían empezado bien. El matrimonio disfrutaba de su libertad: se acostaban tarde, hacían ruido en la cama, improvisaban pasatiempos y se pasaban un poco con el alcohol. Pero luego siempre llegaba una sensación deprimente. La casa, vacía, no tardaba en caérseles encima. Cenaban juntos; la noche se extendía ante ellos en silencio, y la llenaban con un DVD y quizá con un paseo hasta la playa o el club. En ocasiones se retiraban a extremos opuestos de la casa: él navegaba por internet o leía una novela de Tom Clancy, mientras Edie bordaba escuchando un audio libro. (Ahora estaba escuchando Retorno a Brideshead, que, en opinión de Jack, era una novela que garantizaba un brote grave de depresión).

Esa noche no imaginaba un panorama muy alentador para cuando se marcharan las gemelas. Les estaba agradecido por haberse quedado en casa tanto tiempo, y también a Edie y Elspeth por haber organizado las cosas para que Julia y Valentina crecieran en esa casa fea y cómoda, para que él pudiera ser «papá», para que las niñas pudieran sentarse allí, en su cuarto de estar, y mirar cómo el tarado de Johnny Rotten cantaba God Save the Queen sin audio. De pronto a Jack lo invadió una gratitud que era como una profunda pena; se levantó con esfuerzo del sillón, murmuró las buenas noches y salió de la estancia, temiendo que, si se quedaba un solo minuto más, rompería a llorar o diría algo de lo que luego se arrepentiría, fue a su dormitorio, donde Edie dormía acurrucada, débilmente coloreada de azul por el fulgor del radiodespertador. Jack se desvistió en silencio, se acostó sin lavarse los dientes y se quedó tumbado, en un abismo, incapaz de imaginar que pudiera volver a encontrar algo de felicidad.

Valentina apagó la tele. Ambas se levantaron y se desperezaron.

—Lo veo muy depre.

—Sí, están los dos hechos polvo —coincidió Julia—. No sé qué pasará cuando nos vayamos.

—Quizá no deberíamos irnos.

—Tarde o temprano tendremos que marcharnos a algún sitio. Cuanto antes lo hagamos, antes lo superarán ellos.

—Sí, supongo.

—Los llamaremos todos los domingos. Y podrán venir a visitarnos.

—Ya tengo la solución. —Valentina respiró hondo—. Tú te vas a Londres y yo me quedo aquí con ellos.

Julia sintió un escalofrío. «¿Prefieres quedarte con mamá y papá que estar conmigo?».

—¡No! —Hizo una pausa y trató de sofocar su irritación. Valentina la observaba, un tanto divertida—. Ratoncita, tenemos que…

—Ya lo sé. No te preocupes. Iremos juntas. —Se apretó contra Julia y le rodeó los hombros.

Luego apagaron la luz y fueron a su habitación, y al pasar por delante de la puerta de sus padres, le echaron un vistazo.